miércoles, 24 de diciembre de 2014

¡Feliz Vida! Y de paso, felices fiestas

Estamos en época de turrones, rebajas y reuniones familiares. Es tiempo de cambios, de loterías y de nuevos comienzos. Hace frío, se meten árboles de plástico en casa y las manos se llenan de regalos. Pero no escribo por navidad, o por un calendario inventado, tampoco lo hago por un gordo de barbas largas. Escribo por ti. Escribo para ti.
Si estás leyendo esto es porque te quiero, así de sencillo. Te quiero porque sé quién eres.
Sé que eres un ser humano, sé que detrás de tu mirada se esconde un mar de sueños. Sé que en la niñez no racionabas tus risas. Sé que a veces olvidas quien eres y sientes que no encuentras tu camino. Sé que has andado mucho, sé que has sudado y que alguna lagrimita se derritió en tus mejillas. Sé que en algún momento de tu vida fuiste plenamente consciente del corazón que late bajo tu pecho. Sé que en ocasiones dudas del propósito de tu existencia, que te sientes una criatura insignificante en un océano embravecido. Sé que disfrutas de los abrazos cálidos y de la mirada de un ser querido. Sé que los gatitos pequeños te parecen adorables. Sé que piensas que el mundo podría ser un lugar mejor, pero que a veces consideras el optimismo como un lujo innecesario. Sé que has experimentado la soledad, incluso en un tumulto de gente. Sé que buscaste consuelo afuera cuando era tu interior el que sufría. Sé que has creado túneles entre el ayer y el mañana, y que en más de una ocasión te quedaste atascado en algún difuso punto intermedio, sin saber muy bien de dónde vienes y con serias dudas acerca de dónde llegarás. Sé que te has preguntado cómo es la textura de una nube. Sé que a pesar de vivir en un mundo en el que todo está en venta, el tesoro más grande de tu vida no se puede comprar. Sé que tu alma es buena, aunque a veces sientas que se encuentra perdida.
Sé todo eso porque yo soy igual que tú. Pero no importa quién soy yo.
Nuestra existencia fluye por interminables ríos, saltando cascadas, estrellándose entre rocas, abriéndose paso entre cañones, reflejando la luz del sol en aguas cristalinas, fundiéndose en lodo y tomando baños de nieve en las altas montañas. Cada cual recorre un único camino, el que necesita. Y entre tanto trajín, tantas idas y venidas, olvidamos que todos nacemos del mismo manantial y desembocamos nuestras aguas en el mismo océano. La vida tiene una única fuente y un único propósito. Tú provienes de esa fuente y debes encontrar ese propósito. Estás en conexión con todo, eres parte de todo, eres todo. El problema de las personas es que buscan la eternidad en el sitio equivocado; en la falsa seguridad del poder, en la supervivencia de un apellido o en un corazón que lata eternamente. Pero tu corazón dejará de latir, tu piel se agrietará como un desierto, tus memorias naufragarán por arenas movedizas, tus victorias, tus derrotas, todo quedará reducido a un burdo espejismo. Y a pesar de todo, tan solo necesitas un latido, solo uno, para fundirte en el infinito. Basta un segundo, un suspiro, para hacer eco en la eternidad. ¿Cómo? Tú ya sabes la respuesta. Amando. El amor es nuestro único y mayor legado, el regalo más grande que nos fue concedido al llegar a esta tierra y el único sentido de esta existencia es entregarlo. El amor atraviesa cielos y mares, incluso es capaz de traspasar miradas y penetrar corazas de piel. Es la energía que hace latir al mundo, es esa carcajada que carece de explicación, es esa palabra de aliento, ese hombro que seca las penas. Es una mamá que perdona travesuras y que incluso las incita. Es el árbol que da sombra y que deja filtrar calor entre sus ramas. El amor está en esas promesas que te haces antes de dormir y en el entusiasmo de empezar un nuevo día.
Por eso, porque la eternidad respira en lo cotidiano, no esperes al 25 de Diciembre para decir te quiero a tu familia, ni mucho menos aguardes hasta el primer día del año para cambiar de vida.
Tú eres una gota del océano infinito al que te diriges. Cada acción que realizas, cada gesto, cada paso, retumba sobre esas aguas. Te han hecho creer que solo lo grande cuenta, que la fama, el prestigio y la ambición son los únicos caminos para lograr algo trascendental. Hemos olvidado que las dunas del Sahara se componen por minúsculos granos de arena y que la mayor de las aventuras comienza con un paso.
Hoy es el día perfecto para empezar una nueva historia. Abrir la celda de tu niño dormido, desempolvar sueños, abrir puertas, domar miedos en un bosque desconocido, mirar al cielo y echar a correr. Hoy es el día perfecto para destripar culpas con puñales de carcajadas, enamorarte y dejarte llevar, seguir el perfume del viento y saborear, sentir y bailar, ritmos de tambores, sudando nostalgia, inhalando locura en bocanadas de aire primaveral.
Porque hoy, hoy es el mejor día que existe para vivir y si hay algo que sé con certeza, es que tan solo se vive cuando se ama.

¡Feliz vida! Y de paso, felices fiestas.

jueves, 11 de diciembre de 2014

La casa del Sol Naciente


Al borde de un acantilado, al lado del mar, en medio de una manta de vegetación primaveral, donde los delfines cantaban por las noches, vivía una familia.
Todos allí eran felices y todos cumplían con el propósito de su existencia. El papá era construía pozos de agua para los habitantes del pueblo, corría maratones y subía a las altas montañas nevadas en invierno. La mamá estaba esperando su segundo hijo, pintaba cuadros de colores, mantenía conversaciones con el amanecer y cuidaba de los delfines cuando enfermaban. Incluso el perro de la casa, llamado Ginóbili, se dedicaba a mantener a las alimañas alejadas de los jardines de la casa; de ese modo, todo seguía en equilibrio. Todos allí eran felices, a excepción del primer hijo. Él era un adolescente que utilizaba vaqueros anchos y sonreía con escasez.
Su padre le preguntó una vez por su cara larga y éste le dijo que no le gustaba vivir al borde de un acantilado, ni tener un jardín cubierto de vegetación primaveral.
-¿Por qué tenemos que ser tan distintos al resto papá? –cuestionó el muchacho.
El padre, a modo de respuesta, decidió contarle una historia a su hijo:
Casi todas las personas del mundo viven pensando que están separadas las unas de las otras, por eso tienen tanto miedo a estar solas y a mostrarse diferentes; porque si lo hacen, la sensación de soledad se hará mayor. Pero la verdad, hijo mío, es que la separación no existe.
Eso tendrás que descubrirlo tú mismo y para hacerlo deberás prestar atención a tus latidos y ser capaz de conversar con el silencio. Sin embargo, yo puedo ayudarte contándote una historia, la historia de Gruut.
Gruut era el único árbol de su planeta. Esto se podía entender de dos maneras, o el planeta era diminuto o Gruut era gigantesco, eso da igual. Lo que de verdad importa es saber que Gruut era el responsable de toda la vida del planeta. Sus raíces absorbían el agua y los nutrientes del subsuelo y sus ramas se convirtieron en el hogar de monos, pájaros, roedores y reptiles.
Todas estas criaturas siempre estaban peleándose las unas con las otras, intentando imponerse sobre las demás especies, obcecadas con demostrar que eran superiores al resto.
Gruut nunca participaba en estas contiendas y todos los otros seres a menudo olvidaban que ellos existían gracias al gran árbol.
Hasta que un día, el mono más sabio de las ramas pidió una tregua al resto de animales y sugirió consultar a Gruut una solución para acabar con aquella interminable batalla.
Así pues, todas las especies se reunieron en torno al tronco y pidieron consejo al corazón del árbol, que era la fuente de toda vida.
Gruut tan solo dijo tres palabras, pero éstas cambiaron la historia del planeta para siempre:

-Todos somos Gruut.
A partir de entonces, el hijo vivió su vida con pasión, sin temor a ser distinto, porque no lo era, porque todos eran ramas de un mismo árbol.




sábado, 29 de noviembre de 2014

Día de Acción de Gracias

El único país del mundo que se cree un continente celebró el pasado jueves el Día de Acción de Gracias.
Esta tarde me enteré de que esa festividad tiene sus orígenes en la época colonial y se realizaba para agradecer las buenas cosechas del año. Hoy en día, la gratitud sigue siendo la esencia de la celebración, aunque también es la fecha de ejecución para un buen número de pavos, cuyo destino será la bandeja de alguna familia estadounidense. También averigüé que justo el día siguiente a Acción de Gracias, se conoce como “viernes negro” y es  el día en que empieza la temporada de las rebajas navideñas. Resumido en tres palabras: Agradece, luego compra.
No sé si alguien en España se acordó de agradecer por lo que tiene la noche del jueves. De lo que estoy seguro, es que aquí nadie se ha lanzado con desesperación a las tiendas, ya que las rebajas no empiezan hasta enero. Hasta entonces, el consumismo se mantendrá en su cauce habitual.
En cuanto a mí, nunca he celebrado el Día de Acción de Gracias, y tampoco he probado un pavo en mi vida.
Es precisamente por sentirme tan ajeno a esta tradición que me gustaría contarles cómo pasé yo mi particular cuarto jueves de noviembre:
Por la mañana fui al supermercado y me entretuve hablando con un viejecito, que me contó sus mil y un batallas de los tiempos en los que tenía el pelo largo y la barriga pequeña. El tipo había sido escalador, esquiador, piloto de motocross y hasta paracaidista; pero después de tantos años viviendo al límite, acabó con varias fracturas en rodillas, muñecas y tobillos, la espalda abollada y un espiral de arrugas adornando sus ojos grises. Con una risa un tanto triste, me dijo que tal vez hubiera sido mejor haberse quedado tirado en el sofá, como la mayoría de sus conocidos.
Yo le respondí que ni de broma lo pensara, que le agradecía haberme contado todas sus aventuras y que ahora tan solo tenía que tomarse la vida con más calma. Vi en su mirada el entusiasmo que se refleja cuando te sientes comprendido y al despedirnos me gritó: ¡Que nos quiten lo bailao!
La tarde la pasé con dos buenos amigos, alternando conversaciones de suma profundidad con lenguaje soez y risas a raudales. Un poco después otra amiga se sumó a la fiesta y para animar el ambiente inundé la sala de estar con los tambores y flautas típicas de la música bereber. Bailamos, hicimos flexiones, aprendimos algunas posturas de yoga y después de aquel divertido y extraño entrenamiento, tomé una ducha helada y partimos hacia la casa de uno de mis compañeros.
Allí cenamos una ingente cantidad de espaguetis con una mezcla de salsa de tomate, pesto y queso emmental. Luego, con el estómago lleno y el corazón contento, hablamos, vimos un vídeo de un tiburón muy amigable y no paramos de ejercitar nuestros abdominales a carcajada limpia.
A la una de la madrugada, nos despedimos de nuestro anfitrión en un abrazo grupal y los tres restantes marchamos hacia el tren subterráneo. Cuatro paradas después, dijimos adiós a la chica del grupo con otro achuchón. Sólo quedábamos dos. Yo estaba muy cerca de casa, pero mi amigo tenía que esperar a su autobús algo más de 40 minutos, así que decidí acompañarlo en su espera.
En un frío banco de piedra y con la capucha puesta para guarecerme del frío, compartimos las últimas anécdotas de la noche, hasta que vimos acercarse el vehículo indicado y me quedé solo, con la música de mi móvil por única compañía.
Los charcos de las calles reflejaban la luz de las farolas y en el cielo todavía se podía ver a las responsables del agua en las aceras. La ciudad se veía especialmente hermosa, y la canción que fluía por mis oídos, junto con el frío de la madrugada, me revolvieron algo en el interior.
Desde que pisé Madrid por primera vez, siempre quise marcharme y ahora que por fin mi camino se aleja de la ciudad, me doy cuenta de cuánto cariño le tengo.
-Mi gran capital –suspiré. –Gracias por todo.
Pero sentí que todo no bastaba. Así que le agradecí a Madrid por sus preciosos otoños, y la manta amarilla de hojas en el Parque del Oeste. Le agradecí por sus edificios grises y las luces de Gran Vía, por sus artistas callejeros en la Puerta del Sol y los vagones del Metro. Le agradecí los veranos secos y las ansiadas lluvias de primavera. Le agradecí por sus árboles. ¡Qué hubiera hecho sin ellos! Siempre han sido mi refugio cuando me asfixiaba entre plástico y cemento. Pero por encima de las demás cosas, le di gracias a Madrid por su gente, a todas y cada una de las almas con las que me he cruzado en este enmarañado laberinto urbanizado; fueron ellas las que me insuflaron vida en los pulmones cuando el humo de los coches no me dejaba respirar, fueron ellas las que me alentaron a no juzgar, a aceptar y ser feliz, sin importar el tráfico, la frialdad de la rutina o el envasado de seres humanos al coger el autobús.
Y al hablar de gente, sentí que no bastaba con agradecer a la que habita en la gran capital. Así que me desplacé al mediterráneo y agradecí por las semillas de amistad que planté hace tiempo por allí, ahora convertidas en un hermoso árbol de tronco torcido, ramas rebeldes y hojas multicolores –porque si hay un árbol de la amistad, tiene que ser así.
No me detuve allí, y desplacé mis latidos hacia tierras sudamericanas y allí hice un barrido de agradecimiento desde Ecuador a Bolivia. Pero seguía sin bastarme, así que expandí mi recorrido hacia todos los seres humanos, y para eso tuve que cerrar los ojos.
Y por primera vez desde que me encontrara en un pantano con huellas frescas de jaguar en las orillas, recé. Pedí –a ningún dios en concreto –paz y sencillez en los corazones de las personas, ya que últimamente andan con demasiadas complicaciones.
Como de costumbre, acabé  sonriendo, con las mejillas húmedas de emoción. Porque a mí, la felicidad me sale en forma líquida y suele resbalar despacito por mi rostro.

Justo antes de abrir la cerradura de mi puerta, recordé que ese día se celebraba Acción de Gracias. ¡Mira tú que coincidencia!

viernes, 28 de noviembre de 2014

Siempre habrá moscas

Pocas cosas irritan más que esos bichejos alados. Será por las cosquillas que te provocan sus patas, el zumbido de sus alas, su desagradable pico o sus ojos cuadriculados. A todo eso, además hay que añadirle los sitios que suelen frecuentar, ya que no recogen el néctar de las flores precisamente.
Las moscas se te meten en la boca si tienen ocasión, se comen tu comida sin permiso y para colmo, te levantan sin compasión de tus siestas más dulces.
Sin embargo, lo peor llega cuando intentas espantarlas, no solo por su increíble agilidad para eludir manotazos, sino por la determinación que muestran por volverse a posar sobre el mismo centímetro cuadrado de piel una y otra vez.
No conozco a nadie que disfrute de la compañía de estos insectos y por eso yo me propuse intentarlo.
Mi primera prueba fue este verano, en la que yo disfrutaba plácidamente de la lectura tirado sobre el césped. No tardaron mucho en aparecer unas pocas moscas que revoloteaban sobre mis piernas. Intenté no juzgarlas, observarlas como parte de la creación de la naturaleza, como seres que cumplían con un propósito. No sirvió de mucho, ya que cuando se frotaban sus patas peludas, no podía dejar de imaginarme los trocitos de mierda que debían de tener allí incrustados. Así que las sacudía como podía y disfrutaba de los escasos segundos antes de su regreso.
Aquel día fracasé estrepitosamente en mi cometido, pero todavía no estaba dispuesto a rendirme. Busqué apoyo en internet y ansiaba encontrar información que me convenciera de que las moscas eran algo más que un simple incordio. Esta idea sí que me fue útil, a medias: Las moscas facilitan la descomposición de los cadáveres y materiales fecales, favorecen la polinización y las larvas de algunas especies se utilizan para facilitar la cicatrización de heridas. Pero, por contrapartida, como todos sabemos, transmiten enfermedades infecciosas y parasitarias.
Tenía la sensación de que mis esfuerzos por acercarme a estos seres tan solo estaba agravando la brecha que existía entre nosotros.
Hasta que una tarde, después de una deliciosa comida, me dispuse a tomar una siestecita, embelesado por la calidez que rebosaba el sol y la suave brisa que acariciaba mi habitación. Con una plácida sonrisa me entregué al sueño, acurrucándome sobre el lecho. En mitad de mi descanso, escuché un zumbido familiar y poco después noté aterrizar algo sobre mis mejillas. Pero estaba tan decidido a dormir que me limité a ponerme boca abajo, cubrir la mayor parte de mi cara con el antebrazo y proseguir con mi cometido. ¡Logré ignorarlas! Con el cansancio por aliado pude pasar a las moscas por alto, continuar con mi vida cotidiana sin la necesidad de estar pendiente de ellas.
Y la prueba final a mi experimento llegó hace un par de semanas, en el desierto del Sahara. Al caminar entre arena y tierra curtida me percaté de que no tenía una, dos o tres moscas a mi alrededor, sino que había al menos una docena de ellas pegadas a mi piel. Casi por instinto me las quité de encima, con una profunda sensación de asco, pero, cuando al cabo de tres intentos habían duplicado su número y se extendían como una plaga por mis brazos, simplemente desistí.
“Paso de vosotras” me dije y continué con mi caminata. Me olvidé de los zumbidos y la caca de sus patas, y me dediqué a disfrutar del paraje que me rodeaba. Sólo entonces lo pude disfrutar por completo del contraste de las dunas y el cielo, apreciar el brillo de los granos de arena y distinguir huellas de alguna alimaña sobre el sendero que transitaba.
En la vida, te toparás con moscas que no son necesariamente insectos alados. De manera constante te enfrentarás a personas que socaven tus sueños, que te recuerden que tus limitaciones, que te incordien día y noche, que te levanten de la siesta, que te traten de manera injusta, o que, de alguna manera busquen aprovecharte de ti. Siempre tendrás esas moscas humanas rondando a tu alrededor y como a sus parientes dípteros, te será complicado quitártelas de encima. He ahí la importancia de aprender a convivir con ellas, ya que ninguna tiene intención de desaparecer sin más.
Después de toda esta experiencia las moscas siguen sin causarme especial simpatía, pero tampoco las aborrezco; porque sencillamente no vale la pena, ellas van a seguir siendo lo que son y haciendo lo que hacen, así que, ¿Por qué preocuparme? Mejor seguir mi camino sin tenerlas en cuenta.



martes, 25 de noviembre de 2014

Sobre la Oscuridad y la Luz

Es importante conocer la oscuridad que se cierne sobre nuestra especie, reconocer nuestra ambición inagotable y sus devastadoras consecuencias, tener datos acerca de la pobreza extrema en el África, las constantes disputas religiosas en oriente medio o nuestra particular tendencia a destruir el único hogar que tenemos.
Sí, es necesario saber que somos un virus para el planeta y para nosotros mismos. Puede que atravesar el mediterráneo, salir de la confortable Europa y palpar la pobreza del continente de abajo te ate la garganta y te haga consciente de los privilegios que gozas, así como de la irrelevancia de la mayoría de tus quejas. O tal vez, ver un documental en el que se denuncie la deforestación del Amazonas, te haga replantearte tu relación con los árboles.
Una vez escuché decir a un nativo americano que la única manera de empezar a construir un mundo mejor, era reconocer todos y cada uno de los crímenes que hemos cometido.
Estoy de acuerdo. Pero lo que ahora veo en la gente es apatía. Todos son conscientes de lo que ocurre y quien diga que no, es que se esfuerza demasiado por mantener los ojos cerrados. Dicho de manera simple y llana: Todos sabemos que nos estamos yendo a la mierda.
Calentamiento global, guerras, pobreza, desigualdad, injusticia, violencia, campos de refugiados, conflictos religiosos, ¡incluso crisis económica!
Quizás hemos llegado a estar tan saturados de negatividad que nos hemos vuelto inmunes a ella. La era de la apatía reina entre nosotros.
Es irónico, que en este mundo moderno en el que todos se creen conectados, estamos más separados que nunca. La gente se cree que dar un “like” en Facebook es ser solidario y que parlotear con los amigos sobre el trato que reciben los inmigrantes “ilegales” es signo de tolerancia. Algunos asumen las papeletas de activistas por quejarse del gobierno, e incluso habrá gente que se considere ecologista por usar los eficientes retretes del McDonalds.
¿Qué he conseguido escribiendo este último párrafo? Quizás ganarme detractores, o encender una hoguera de descontento, rabia e impotencia. Nada más.
En cambio, si te digo que un hombre en la India decidió plantar árboles todos los días en una zona deforestada desde hace 35 años y que ha logrado levantar un bosque, ¿Cómo te quedas? ¡Un puto bosque! Al que han vuelto varios cientos de ciervos, multitud de aves, algunos elefantes e incluso unos cuantos tigres. Un solo hombre plantó un bosque entero, eso se llama cambiar el mundo, o mejor dicho, darle vida.
Si no me crees o tan solo quieres inspirarte, puedes ver el vídeo aquí:
Cuando vi lo que este hombre hizo, me invadió la felicidad y una cálida sensación de esperanza inundó mi pecho. Pero no solo me sentí alegre y optimista, sino que me entraron unas ganas locas de hacer algo por mi cuenta, algo que ayude a curar nuestra madre tierra, que extraiga una sonrisa o que de color a los latidos de un corazón grisáceo.
Puede que sea necesario conocer nuestra oscuridad, pero de nada sirve si no somos conscientes de la luz que podemos ofrecer.
Por eso, me gustaría hacer un pequeño resumen –caótico y revuelto –de las chispitas de bondad y amor que he presenciado, compartido o protagonizado. Pequeños milagros que han iluminado mi camino y que espero, de algún modo, también puedan revolver algo en tu interior, alentándote a teñir lo que te rodea con un poquito más de color:
Una vez, vi un mendigo detenerse en medio de la calle, rebuscar entre los bolsillos de su abrigo y brindarle un puñado de monedas a un anciano que extendía las manos en la acera.
Mi abuela me quiere, y lo considero un milagro, teniendo en cuenta todos los dolores de cabeza que le he dado desde antes de saber andar.
En Bolivia, al lado de un río arenoso, había un árbol joven, en cuyas ramas se escondía el tesoro más valioso que te puedas imaginar: el diminuto nido de un colibrí, donde se escondían dos huevecillos verdosos y una madre decidida a que no me acercara a sus retoños.
He visto al sol alzarse en el Mediterráneo y ponerse sobre las aguas del Pacífico. Lo vi despojar de sombra las dunas del desierto, filtrarse entre los bosques, hacer cantar a los loros, devolver a la vida a mis pies entumecidos, secar lágrimas de melancolía, reflejarse en el frío de la nieve y despertar mis pupilas por la mañana. Él sí que es una auténtica estrella.
Conocí un aventurero que da conferencias y se dedica en cuerpo y alma a mejorar la vida de una pequeña aldea del Himalaya, en un intento de devolver a esa gente todo lo que ha recibido a lo largo de sus travesías. Dice que aquellas personas son su gente, sus niños, su familia.
Me hospedé en casa de una familia marroquí, que me dio de comer cinco veces al día y me hizo sentir en mi propia casa sin pedirme nada a cambio, sin siquiera compartir mi idioma. Entonces descubrí que ni siquiera es necesario intercambiar palabras para sentir un profundo afecto hacia otro ser humano.
Me topé con un hombre que ya debería haber muerto, pero sus ganas de vivir son más fuertes que el cáncer de su estómago. No paraba de reír, nunca, ni subiendo una montaña de los pirineos, ni cuando hablaba de su mujer, o cuando masticaba con la boca abierta, tan solo endurecía el rostro en el momento de tirar los dados en el parchís; eso era lo único que se tomaba en serio.
En Asturias, un perrito libre nos acompañó a mi familia y a mí en una ruta de senderismo. Correteó entre nosotros, se dejó acariciar y alimentar, hizo las delicias del paseo con su mirada inocente y me ganó en una carrera de cien metros. Solo para que al final, después de un día entero juntos, decidiera marcharse como vino, para ir detrás de un rebaño de ovejas; porque no tenía dueño y quizás por eso, era tan feliz.
Hay luz en nosotros, y no hace falta excavar demasiado para encontrártela fluyendo por todo tu cuerpo. Por eso, te invito a detenerte, y ser consciente del aire que respiras, a prestar atención a los rostros que te rodean y reflexionar sobre el mundo entero que se esconde tras cada una de esas miradas. Acaricia algún árbol y mira con detenimiento la vida que rebosa; las hormigas incansables, las palomas entre las ramas, los nuevos brotes en primavera. Levanta la vista al cielo y piérdete en ese increíble color azul, o gris, dependiendo del humor del universo; pero míralo y si caen gotas, mejor, más vida y escalofríos, piel de gallina y necesidad de calor humano. Abraza sin soltar y deja huellas con tus besos. Planta semillas de roble, de esperanza y de  ilusión. Comparte inspiración y recuerda la alegría de los monos de la selva, ya que al fin y al cabo, hace unos cuantos millones de años, nosotros vivíamos con la misma alegría, saltando de rama en rama.
La oscuridad agudiza nuestra visión y nos muestra el sendero que no debemos repetir, pero es la luz, nuestra luz, la única que puede guiar nuestros pasos hacia una nueva era.
Y si tienes alguna duda, recuerda a nuestro sol una vez más, que sin pedir nada a cambio, regala cada día su luz a la tierra. ¿Sabes lo que puede llegar a conseguir un amor así? Iluminar el mundo entero.





jueves, 20 de noviembre de 2014

El Momento

Ya habrá tiempo de narrar historias, de recordar las cimas conquistadas y derramar gotitas de nostalgia. Ya habrá tiempo para celebrar glorias pasadas, reír a carcajadas y soltar suspiros en honor al ayer.
Pero hoy, hoy voy a hablar de un Momento.
Era mi último día en Marruecos. En mi mochila cargaba cientos de recuerdos, aventuras increíbles y un montón de ropa sucia. Ya nada quedaba por hacer, excepto disfrutar de los incansables esfuerzos de los comerciantes de Marrakech por sacarte unos cuantos Dirhams.
Nos habíamos pasado la mañana alejados del bullicio turístico de la plaza principal, y nos cobijamos en la discreción de un humilde asiento metálico rodeado de árboles cítricos. Allí, conversamos, incansables, como siempre. Nunca nos hemos quedado sin temas de conversación, aunque supongo que es normal, cuando estás dispuesto a cuestionarte todo. Eso sí, hacíamos pausas para reír, observar a la gente, comentar la tonalidad del cielo o comentar nuestro incomparable estilo de vestir; ella con sus sandalias de lesbiana, yo con mis zapatos de marroquí.
Y cayó la tarde, porque en Marruecos, el sol tiene la costumbre de acostarse pronto. Y con las tripas tronando, fuimos en busca de algún sitio en el que pudiéramos seguir pretendiendo que éramos vegetarianos. Como era de esperar, no fue posible.
La sopa tenía caldo de carne, la ensalada, trozos de algo que desconozco, y el Tajine era prácticamente un pollo entero.
Una vez más, tocaba fluir. Dejar de lado expectativas y abrazar el instante.
Y la comida, como no podía ser de otra manera, estuvo deliciosa.
Estábamos terminando de engullir los últimos restos, cuando nos sirvieron los batidos de aguacate que habíamos pedido. Era la primera vez que tomaría aquella fruta en un licuado con leche, así que estaba emocionado por probar el líquido verdoso de esas generosas jarras.
En cuanto el primer sorbo de la bebida traspasó mis labios, mi ser entero se transportó a otra dimensión. Mi cerebro intentaba asimilar por qué nunca antes se me había ocurrido realizar aquella combinación. Hasta ahora siento la suave textura del batido: Dulce y cremoso, pero sin llegar empalagar. Fresco, natural, nutritivo, energizante, para mí era una bebida digna de los dioses.
Fue ese el inicio del Momento del que quiero hablar.
Dejé descansar la jarra unos instantes en la mesa y la gran pregunta que me venía acechando durante todo el año, emergió, una vez más: ¿Qué vas a hacer con tu vida?
En el lapso de un latido, rememoré todo lo que había vivido los últimos 10 días. Volví a sentir la gelidez de la nieve, y la noche que pasé temblando en la montaña. Palpé el viento del desierto, y por mis retinas apareció la tierna mirada de una viejecita que nos dio de comer. Vi las estrellas fugaces que encendían las dunas y sentí el sabor del Cuscús de los viernes. Todo en un segundo. ¿A dónde me iban a llevar esos mágicos 10 días?
Y recordé mi vida en Europa, segura y confortable. Donde la gente no regatea por el precio y los taxis solo recogen un máximo de cuatro pasajeros.
Me di cuenta de que España se ha convertido en mi zona de confort. Aquí tengo mi núcleo familiar, una casa acogedora y una habitación con un colchón cómodo. Aquí tengo amigos buenos, una bici leal, zapatillas de correr y un cine a 3 calles. Aquí he pasado casi una década, y aunque mi pasaporte diga que soy boliviano, soy un europeo más. Me siento orgulloso de ello, ya que significa que me he adaptado al entorno, y he logrado interiorizar esta cultura. Le tengo un cariño muy especial a las tierras hispánicas y a todas sus gentes, eso es algo que nunca va a cambiar.
Pero, en ese Momento, bajo una atenta mirada de color miel y con un batido de aguacate a mi lado, algo se destapó en mi interior. Quizás fue por esa mirada, tal vez por el batido, pero en ese instante sentí que España ya me ha dado todo lo que podía ofrecerme.
Ella me preguntó a qué sitio de Europa pensaba ir y esa cuestión me llevó a descorchar la verdad que ardía bajo mi pecho. Tampoco estoy interesado en postergar esta aventura europea. He vivido mucho tiempo en una gran capital, y no tengo ganas de residir en otra ciudad colosal. Por otra parte, ya he conocido personas extraordinarias de diversos lugares del continente. Y desde mi perspectiva, haberlos conocido, e intercambiado trocitos de vida, ha sido más valioso que desplazarme hasta su tierra natal.
Por eso, cuando alcé la vista hacia esos expectantes ojos castaños, solo tenía una respuesta, y salía bullendo de mis entrañas: Quiero ir a Bolivia.
Y no me refiero a unas vacaciones o una temporada. Quiero un billete de ida, y escribir el siguiente capítulo de mi vida en la tierra que nací.
En cuanto lo dije, sentí un escalofrío, y el natural miedo a lo desconocido comenzó a fluir por mi sangre. Sin embargo, aquella tarde, el temor no tenía opciones de vencer.
Descubrí que no hay mejor sensación en el mundo que compartir algo que te late por dentro, con alguien que cree en ti.
Podría intentar rememorar su alentador discurso, pero sinceramente, carece de relevancia.
Tan solo diré que ella estaba enfrente mío, y que cuando terminó de hablar, se recostó contra la pared. Y desde allí, en esa relajada posición, con la voz más humilde que te puedas imaginar, me dijo que tan solo me había dicho su opinión.
Yo por entonces, estaba mudo, con una leve sonrisa dibujada en los labios. Y así me quedé un buen rato, observando sus enredados mechones anaranjados, camuflándose con el atardecer de Marrakech.
Ambos sabíamos lo que decían nuestros rostros, pero aun así, ella me preguntó qué pensaba. Yo simplemente me levanté, le estampé un beso y la abracé, con todas mis fuerzas. Porque, al menos para mí, esa era la mejor manera de decir “te quiero”, y no reducirlo a dos palabras.
En ese Momento, elegí que mi vida cambiara, porque, obviamente, ésta no iba a cambiar sola. Las cosas no ocurren siempre por un motivo, tú tienes que hacer que ocurran.
Así pues, empezaré por pedalear hasta la tierra mediterránea de mi adolescencia. Por el puro placer de hacerlo. Y luego, cuando el mar bañe mi piel y aclare un poco mi mente, planificaré mi retorno a Sudamérica.
Si cierro los párpados, casi puedo volver a mi mamá, y a mi primo Daniel, y a la gente tostada y menuda, los largos cabellos oscuros de las mujeres, atados en trenzas. Las vestimentas de colores, la humedad de la selva, los mosquitos, la pobreza y las sonrisas con huecos entre los dientes. La falta de oxígeno de La Paz, el lago Titicaca, el dios Inti y la Pacha Mama. Allí voy, con la energía del sol naciente, con un saco de dormir, una cajita de recuerdos, con el pelo más largo que nunca, y los ojos húmedos de la alegría que me caracteriza.
Hace poco, una personita me envió una carta en la que me decía: Sé lo suficientemente valiente para ser tú mismo.

Eso es lo que hago. No conozco el destino final, el último objetivo de mi vida, tampoco me preocupa en absoluto. Tan solo me guío por esa vocecilla que me recuerda que no importa lo que haga, mientras lo haga con amor. 

lunes, 3 de noviembre de 2014

Muerte

Hasta el último día te resististe. Luchaste contra todo el mundo, por cualquier motivo. Hasta el último día en el que te vi, intentaste imponerte sobre los demás, ya sea quitándote las vías o pidiendo agua de manera brusca, obviando cualquier esbozo de amabilidad.
Esa es la primera imagen que aflora en mis retinas cuando pronuncio tu nombre. Una mujer desgastada, testaruda, de dientes duros, medio ciega y casi sorda. Así te veía yo, después de casi un siglo de vida.
Tan solo te asociaba con algo distinto cuando me contaban historias de tu juventud. Aunque tampoco te creas, casi todo lo que me decían sobre ti, tenía que ver con tu irreversible carácter. Incluso las anécdotas divertidas que escuché, sólo lo eran por tu maliciosa astucia.
Así es, nunca te pintaron como una abuelita adorable que teje jerseys por navidad (aunque esto último sí que lo hacías).
Lo que yo vi –las últimas estelas de luz de tu atardecer –fue un reflejo de lo que me dijeron acerca de ti. Incluso postrada en una silla de ruedas fui testigo de tu fortaleza, una fortaleza que te alejaba del resto y te hacía revolcarte en una penuria constante.
Si te soy sincero, desde hace algún tiempo me preguntaba cuándo llegaría este día, el día en que hicieras las maletas por última vez. Yo no entendía cómo podías resistir tanto, con tan poco combustible en tu interior. Tampoco entendía la obsesión de tu hija por cuidarte, cuando la abandonaste a su suerte, para que un desconocido la violase. Sí, no te sorprendas, tu hija me relató esa historia en más de una ocasión, siempre deshecha en lágrimas.
Yo quería que te marcharas. Créeme que no era por crueldad. Yo tan solo hice cálculos, y creí que era lo más beneficioso para todos. ¡No sabes el estrés que tu sola presencia generaba en esta familia! Casi toda la semana estabas en boca de todos. Siempre estabas presente, ya sea por tu nueva travesura en la residencia de ancianos, o por haber amenazado a alguien, o simplemente porque te habías cagado encima.
Por todo eso, no me eras de mucha simpatía. No te odiaba, pero me costaba fingir demasiadas muestras de afecto contigo.
Perdóname, si estas palabras te ofenden. Aunque, de algún modo, sé que ya nada puede herirte.  No lo digo porque estés muerta, sino porque ahora, seguro que puedes levantar el velo de estos párrafos y averiguar lo que de verdad siento mientras escribo esto.
Supongo que esa es una de las ventajas de hablar con un muerto, que no tengo que preocuparme de tus interpretaciones acerca de lo que digo.
Y podría decir que me hubiera gustado decirte más veces que te quería, pero no sería sincero. Si te dijera eso, estaría actuando guiado por la culpa, y siempre he dicho que no hay sentimiento más inútil.
Pero aun así, me siento culpable. Por todas esas veces que no fui a visitarte, que antepuse una siesta a verte reinar sobre los demás ancianos. Me siento culpable por no haberte abrazado más veces, y haberte tratado como a un ser inservible.
Me daba algo de miedo mirarte, ver tus ojos apagados y pensar que algún día, sería yo el que  se encuentre detrás de esos cristales opacos.
Ni siquiera sé por qué te escribo esto. La idea original era redactar algo bonito y entrañable, que consuele a tu hija. Pero ya ves, he sido incapaz de hacerlo.
Y a pesar de todo, recuerdo algo, hace ya muchos años, cuando tus oídos eran agudos y caminabas relativamente erguida. Recuerdo un jardín y una puerta de cristal. Recuerdo enredaderas y macetas anaranjadas. Yo era un niño, y estaba aburrido, ansioso por jugar y descubrir el mundo. Pero tú, tú no me dejabas. Me decías que me quedara un ratito más, que memorizara una letra más, que repitiera una vez más los trazos que formaban mi nombre.
Me enseñaste a escribir… Me enseñaste a escribir.
Fuiste tú. Y un día… No, una tarde. Sí, una tarde, recuerdo que me dijiste que ya era suficiente, que habíamos terminado la clase. Pero yo te dije que quería escribir una palabra más, tan solo una palabra más. Y te emocionaste. Quizás me revolviste los cabellos, o tal vez no, pero estoy seguro de que me miraste con orgullo. En ese momento, te convertiste en mi maestra, y yo en tu aprendiz.
Y ahora que te vas, yo te escribo. Y recuerdo las tardes en las que no te visité, en las que preferí una siesta antes que verte. Y me rompo en trocitos pequeños, y tengo ganas de cobijarme bajo alguna manta de lana tejida por ti. Y llamarte abuelita. Y verte sonreír. Porque sonreías. Y lo hacías a menudo, aunque sea para contar alguna de tus maldades.
Y hay otra escena, más reciente. En un parque con un estanque de patos grises. Al lado había una cancha, equipada con tableros de madera y un aro metálico colgado en horizontal. Yo saqué mi pelota de la mochila y empecé a jugar, resbalando sobre el cemento húmedo. Sudé, salté y corrí. Al cabo de un rato, con la camiseta empapada me dirigí hacia ti. Y en tus ojos volvía a ver orgullo. Sólo que en esta ocasión, me costó reconocer a mi antigua maestra.
Y por esto sí que te pido perdón. Porque olvidé que los ojos no son el reflejo del alma. Tan solo son órganos con los que fragmentas la luz del sol para percibir un mundo colorido. Aunque con el tiempo, ya ni siquiera son capaces de hacer eso. Por eso no vi tu alma rejuvenecida aquella tarde. Porque tan solo vi tus párpados caídos y el agua turbia de tus pupilas.
Aquella tarde, mientras jugaba basket, te regalé un poquito de vida. Impregné tus arrugas con algo de mi juventud, pero no lo vi. Como tampoco vi que este día llegaría, que sería real.
Y sigo pensando en esas horas que preferí pasar dormido. Preferí dormir, sin estar cansado.
Por eso,  creo que la mejor manera de honrarte, es escribiendo.
Sé que ya no podré ir a visitarte. Pero puedo escribir. Puedo escribir, cuando me aburra, cuando llore, cuando sufra y cuando ría. Puedo y quiero hacerlo. Porque me encanta, porque es la única manera que tengo de conectar contigo, y cuando digo contigo, digo con todo. Porque no necesito tener tu oído izquierdo cerca para saber que este relato llegará a su destinatario.
Porque al fin y al cabo, fuiste tú la lluvia que plantó la semilla de escritor en mi corazón. Quizás ya sea un arbusto, o un arbolito de ramas finas. Quizás haya olvidado que una vez fui menos que una célula. Pero cada vez que el cielo me envía vida líquida, recuerdo de donde vine, y a dónde voy.
 Porque lo único que ya no eres, son las cenizas de tu cuerpo marchito.
Estás en mis hojas primaverales,  y en los cultivos de maíz, mecidos por el viento del oeste. Estás en la niebla que da paso a un nuevo amanecer. Estás en el corazón de tu hija. Estás expandiéndote por el universo, saltando de estrella en estrella.
Así pues, solo queda celebrar, llenar una copa de vino, levantarla al horizonte y decirte:

¡TODOS TE QUEREMOS Y TE DESEAMOS UN BUEN VIAJE!

miércoles, 29 de octubre de 2014

Detenerse

Bajarse del carro, pedirle al mundo que pare, frenar en seco, saltar del tren… Hay muchas maneras de decirlo, de intentar reflejar nuestro deseo de poner fin a la rueda giratoria que no nos da tregua.
Es normal que queramos hacerlo, ya que basamos nuestra existencia en la actividad, o mejor dicho, en la persecución de objetivos. Qué difícil se antoja una vida sin objetivos.
Cuando le digo a mi abuela que me voy 10 días a marruecos, su primera pregunta es: ¿Por qué? ¿Cuál es el propósito?
Y yo me encojo de hombros. Le digo que no lo sé, que tal vez quiera subir alguna montaña del Atlas, o indagar más acerca de la cultura bereber. Pero si me atrevo a decir la verdad, no tengo ni la menor idea de por qué he de partir hacia aquellas tierras africanas. Simplemente siento que quiero hacerlo; sin tener muy claro dónde dormiré, qué haré o de qué me alimentaré.
Sin embargo, aquella pregunta de mi abuela me hace indagar un poco más en mi propia vida, más allá del mencionado viaje. Me doy cuenta de que en mi día a día, tampoco me fijo objetivos demasiado concretos.
Entonces, escucho que el miedo llama a la puerta y pide permiso para hacerme compañía. Yo le recibo con cordialidad y nos pasamos la tarde asustados, compartiendo preocupaciones ante la falta de propósito de mi existencia.
Cuando me canso del miedo, intento echarlo, pero se niega a levantarse del sofá. El miedo es un pegajoso invitado, una vez lo dejas entrar, hará todo lo posible por prolongar su estancia. Así pues, yo trato de convencerlo de que ya no es necesaria su presencia. Le digo que sí que conozco el propósito por el que vivo. Él desconfía de mí y me pide una explicación más detallada. Le digo que mi propósito es escribir. Pero no se va. Le digo que mi propósito es ayudar a los demás. Suelta una estruendosa carcajada y permanece inmutable sobre el cojín. Le digo que mi propósito es descubrir la verdad. Pero sigue ahí.
Hasta que finalmente, me rindo y le digo que no tengo ni la menor idea de por qué estoy aquí, en este mundo, usando este cuerpo, hablando con mi propio miedo. Y el miedo se levanta, recorre el pasillo hasta la puerta de salida y desaparece sin decir nada más.
El miedo se va cuando te quedas vacío. Cuando no tienes nada a lo que aferrarte, cuando se te acaban las excusas, y ya no se te ocurren más conclusiones, solo entonces, ya no queda nada que temer.
¡Pero qué difícil es quedarse vacío! Sobre todo cuando hemos cargado a esa palabra con toda clase de connotaciones negativas. ¿Quién quiere estar vacío? Si todo lo bueno está lleno. Las generosas jarras de espumosa bebida, los platos rebosantes de comida, las carteras hinchadas, los paquetes televisivos, con mil canales, por lo menos. Cuanto más, mejor, esa es la ley por la que se rige el lugar en el que vivo.
Y así, nunca nos detenemos ni un momento a charlar con el vacío, porque nos pensamos que nada tiene que decirnos.
Y si una vez más, soy completamente sincero, yo tampoco he tenido ocasión de conocer el vacío. Y si digo una última verdad, el miedo todavía sigue en mi sofá.
He escrito todo esto en base a algo que todavía no comprendo del todo. He pronunciado palabras que me gustaría sentir, pero que todavía no laten en mi corazón. Se las escuché decir a un hombre feliz, uno de barba espesa, que dice que el único objetivo de la vida es gozarla. Él experimentó el vacío y habla con la inocencia (y la certeza) de un niño sobre éste.
Quería dármelas de listo y exponer sabiduría ajena. Pero no puedo. Yo quiero ir a Marruecos porque quiero vivir una gran aventura, y dormir sobre la arena, contando estrellas. Porque siento que necesito experiencias que mis sentidos puedan palpar. Porque todavía –aunque no quiera –me identifico con este cuerpo, con mi rostro triangular y mis pestañas largas.
En teoría, es muy fácil ser espiritual, admitir tu condición infinita y despegarte de cualquier barrera material. En la práctica, se antoja un poco más complicado. Aunque mi amigo de las barbas felices afirma que es bastante sencillo: Simplemente tienes que detenerte, y aceptar que la separación no existe, que eres parte de todo, es más, que eres todo. Fácil, ¿Verdad?
Quizás el único problema, sea nuestra enrevesada mente, preparada sólo para tener en cuenta aquello que esté atado con un nudo Gordiano.


miércoles, 22 de octubre de 2014

Couchsurfing: ¡Atrévete a conocer el mundo!


Yo no tenía ni idea de lo que era Couchsurfing hasta principios de este año. ¿Surfeando sofás? Ese término me sonaba un tanto extraño.
“¿De veras existe gente en el mundo que brinda su sofá a cualquier viajero?” Esa era mi mayor duda y también la idea principal de la página: poner en contacto gente local con viajeros que desearan tener una experiencia distinta a la que te ofrecen las anónimas paredes de un hotel.
Así pues, mi aventura en couchsurfing empezó hace tres meses, cuando se me ocurrió viajar a Irlanda y mi presupuesto total era inferior a 150 euros. Decidí probar suerte, crear mi cuenta y comprobar por mí mismo, si era posible alojarte de forma gratuita en un país extranjero.
Sin embargo –y como siempre –, la vida tenía otros planes. En cuanto completé mi perfil, con foto incluida, recibí una solicitud de alojamiento. En mis datos, había puesto que mi sofá estaba disponible, pero no pensé que alguien querría visitarme tan pronto. El mensaje que recibí era de dos chicas que estudiaban arte en Holanda, y que estaban viajando de mochileras alrededor de España y Portugal. Tuve una corazonada y acepté su solicitud, incluso a sabiendas de que su estadía coincidiría con mi cumpleaños.
El resultado fue asombroso. Desde que nos vimos por primera vez, nunca tuve la sensación de tratar con desconocidos. Eran muchachas todoterreno –como la mayoría de la gente en couchsurfing –, con muchos kilómetros a sus espaldas, unas espaldas poco exigentes, que se acomodaban a cualquier tipo de superficie.
La experiencia fue extraordinaria; visitamos museos, deambulamos por el centro de la ciudad, intercambiamos historias, me empapé de sueños ajenos y compartí muchos de los míos. Fue entonces cuando me percaté de que couchsurfing es muchísimo más que la posibilidad de conseguir una noche de alojamiento gratuito; su auténtica esencia radica en conectar personas, culturas y lenguas, enriquecerte como ser humano. Si eres el viajero, descubres el sitio al que vas desde una perspectiva totalmente distinta a la del turista que no para de apretar el gatillo de su cámara, y tienes la oportunidad de descubrir de manera auténtica la cultura local. Y si eres el anfitrión, experimentas la extraña sensación de estar en otra parte del mundo sin salir de casa, vislumbrando otras maneras de pensar y vivir, que transmiten sus relatos con diversos acentos.
Cuando mis invitadas se marcharon, por circunstancias personales, el viaje a Irlanda quedó desechado. Y debido a las decisiones que tenía que tomar, pensé que lo más apropiado era postergar mis intenciones de volar para otro momento.
Una de las mayores virtudes en la vida es la capacidad de adaptación, y eso fue exactamente lo que hice. Tan solo tenía claro que mi corazón ansiaba descubrir y aprender, experimentar y crecer. Y para lograrlo, no necesitaba emprender grandes travesías –mucho menos, si cuentas con la ayuda de couchsurfing.
Por una casualidad (o causalidad), mi camino se topó con el de otro soñador, uno que ríe más que habla, y que como yo, ha decidido dejar de vivir de la opinión de los demás.
Con él, he tenido el privilegio de conocer dos argentinos humildes, un mejicano que viajó por Finlandia con su tienda de campaña, una australiana que sueña con un mundo sostenible y un chino que viajó por el Gran Cañón haciendo autostop, entre otras muchas fantásticas anécdotas. He redefinido el sentido de las relaciones humanas y he aprendido que la amistad (pese a lo que me habían dicho siempre) no necesita tiempo para germinar, ya que le basta una mirada sincera para florecer.
Pero lo más importante, si cabe, es que he lavado mi alma en una lluvia de esperanza. Porque he descubierto que hay gente allí afuera, que comparte mis mismas ilusiones, que se burla de los prejuicios, que han hecho cálculos y han llegado a la conclusión de que más dinero no equivale necesariamente a mayor felicidad.

Y al final, después de tres meses en modo esponja, explorando los alrededores cercanos, me ha llegado la hora de llenar mi mochila, enrollar mi saco de dormir y partir hacia lo desconocido. Ahora me toca a mí averiguar qué se cuece ahí fuera.

Cuando todo va bien

Hay momentos en los que no ocurre nada, porque no es necesario.
Yo salí del metro, saltando los escalones de dos en dos y cantando “I was born free” a todo pulmón. Sentía el olor de los coches de la avenida, el sonido de los motores, las luces de los semáforos, el firmamento apenas visible. Pero en el cielo, entre todos los edificios, nubes y humo, había una estrella. Eso era todo lo que necesitaba, ver una lucecita en medio de la contaminación lumínica. Ese era mi milagro. Y me paré, en medio de la calle, y extendí los brazos.
Sé que muchas veces hablo del encanto de las pequeñas cosas, los trocitos de magia que el universo nos regala cuando estamos dispuestos a recibirlos. Sé que desencajo con la mayoría de las gentes que recorren las aceras. Sé que debería buscarme algún problema que resolver o alguna preocupación que atormente mis pensamientos. Pero no puedo. Y pido disculpas si ofendo a alguien por ser incapaz de amargarme en este momento.
No creo haber perdido la cabeza, ni tampoco me he vuelto ciego o sordo. Todavía hay manos sucias que ruegan recibir el metal de alguna moneda. Todavía hay publicidad superficial en las calles y latas de cerveza rodando por la calle. Todavía escucho historias que me desgarran por dentro, todavía me entristece la frialdad que se respira en las ciudades, incluso en días como hoy; que en pleno otoño, recibimos una increíble jornada estival, ideal para correr descalzo por la hierba, trepar árboles y conversar en buena compañía.
No quiero decir que he sucumbido a la apatía y que ahora vivo en una burbuja de optimismo, protegiéndome de la pandemia de negatividad que se cierne sobre la atmósfera. No, lo que ocurre, es que estoy descubriendo la inutilidad de la preocupación.
Hace tan solo un momento, antes de que me pusiera a escribir, escuché a mi primo tocar el piano. Yo cerré los ojos y sentí que todo estaba en su sitio. La melodía hacía vibrar cada célula de mi cuerpo, una suave brisa acariciaba mis pies y yo, simplemente no era yo. No era mi nombre, ni mi pasado, ni siquiera mis sueños, o mis talentos, yo, como entidad separada del resto, no existía. En aquella escena tan solo había vida, energía que fluía e inundaba la habitación de un apartamento en el centro de Madrid.
En ese instante, sentí que desperté –aunque mi organismo ya se encontraba en el estado de vigilia –, y esbocé una sonrisa ante lo que acababa de descubrir: No me importa qué hora es, tan solo sé que es de noche y que allí afuera, incluso en esta gran metrópoli, hay una estrella que me cuida. Tampoco importa qué día es, ¿Qué más da? Hay un manto de hojas cobrizas recubriendo la calzada, hace calor por el día y al atardecer el viento revuelve mis cabellos. ¿Y qué me dices del año en el que vivimos? ¿Qué significa exactamente el año 2014 de nuestro señor? No desprestigio en absoluto a Jesús, pero no creo que aquel hombre (con lo sencillo que era) se hubiera imaginado que su nacimiento marcaría el primer año del calendario occidental. Por primera vez en mi vida, me percaté de que nuestro calendario tan solo nos indica los años que han pasado del nacimiento de Jesús. ¡No significa nada más!
Creo, desde mi humilde opinión, que lo importante del chico de Nazaret no fue el año en que nació, sino la manera en que vivió. Pero bueno, supongo que esto ocurre todo el tiempo, que no somos capaces de centrarnos en lo que de verdad importa.
Los días, las horas, los años, no significan nada. Quizás me sienta tentado de admitir que nos dan cierta seguridad y son de gran ayuda para organizarnos. Pero siguen sin ser reales. Y si algo no es real, no te ayuda, te engaña.
¿Cuándo es el único momento en que el tiempo deja de importar? Cuando eres feliz, cuando te entregas a tus actividades con pasión, cuando corres hasta que las plantas de los pies queman, cuando te pierdes en la mirada de alguien que amas, cuando observas moverse las nubes una tarde de primavera, mientras tu cuerpo reposa sobre un colchón de hierba fresca.
Necesitamos horarios, rutinas y fechas de calendario cuando nos alejamos de nuestro auténtico ser, cuando no danzamos en sintonía con el universo.
Por eso, en las notas que mi primo creaba, no importaba el reloj, ni la hora a la que sonaría el despertador de la mañana siguiente.
Todo lo que he aprendido en los últimos tiempos me ha llevado a interiorizar la idea de que el camino más sencillo, es siempre el correcto.
Al fin y al cabo, los árboles no se estresan pensando en los centímetros que han crecido aquel día. Las cebras no sufren ansiedad ante la constante amenaza de ser devoradas por un león, un leopardo, una hiena o un cocodrilo. Todos los seres que habitan este mundo cumplen con el propósito de su existencia sin esfuerzo alguno. ¿Por qué nosotros no podemos hacer lo mismo? Yo me aventuro a decir que sí, que es posible.

Por días como hoy, en los que evoluciono como ser humano, en los que el sol se fragmenta en millones de partículas de luz, y decide formar una espesa capa de polvo de estrella sobre los árboles. Por días como hoy, en los que la vida me premia con un almuerzo al lado de mi padre, en los que puedo deleitarme pelando una mandarina y leer un libro lleno de inspiración. Por días como hoy, en los que la luna se esconde entre masas de vapor, en los que ves gente escalar paredes y un amigo tuyo captura un frisbee ante el crepúsculo, protagonizando una escena que ganaría un concurso de fotografía. Por días como hoy, en los que te sientes querido y no alcanzas a generar suficientes pensamientos de gratitud. Por días como hoy, en los que no ocurre nada y estás en paz, porque todo, simplemente, va bien.

"O un problema tiene solución y es inútil preocuparse, o no la tiene y es inútil preocuparse"

martes, 21 de octubre de 2014

Decir Adiós


Antes, hasta hace muy poco, odiaba decir adiós. Supongo que a casi nadie le gusta mirar por última vez a un ser querido y tener que verlo alejarse, hasta que quede convertido en un mero recuerdo.
Sin embargo, hoy, he aprendido una importantísima lección. Esta tarde era la despedida, tocaba abrazar por última vez a una persona especial y tomar caminos separados. Sin embargo, al momento de hacerlo, cuando la tuve entre mis brazos, no sentí la inminente separación, ni la nostalgia típica de esos momentos. Me sentía en paz, conmigo, con ella y con el mundo. Así pues, después de cerrar los ojos con mi cabeza apoyada sobre sus hombros, la solté y empecé a dar pasitos hacia atrás, alejándome.
   -Nos vemos –dije.
Esas fueron las palabras que escogí, e inmediatamente fui consciente de que sonaba demasiado despreocupado, como si me diera igual que se marchara. Pero ella rio y tuvo una respuesta igual de sorprendente:
   -Sí, sí, está bien, ya nos veremos.
Entonces me di la vuelta, y mientras andaba, escuché la puerta cerrarse tras de mí. Me sentía feliz, con ganas de cantar y correr, al mismo tiempo. Y eso hice.
Al llegar a casa, reflexioné sobre lo ocurrido y recordé el dolor que me invadió cuando dejé Valencia, echando un último vistazo a la ciudad de mi adolescencia a través de los cristales de un autobús. Me puse a pensar en el mejor verano de mi vida y cómo se convirtió en una pesadilla cuando se acabó, inundando mis ojos de dolorosa añoranza.
Esa había sido siempre mi actitud ante las despedidas. ¿Por qué la de hoy había sido tan poco dramática?
Y estos fueron mis dos grandes descubrimientos:
Primero, me di cuenta de que las despedidas me escocían tanto porque sentía que la experiencia estaba incompleta, que esa persona y yo todavía teníamos mucho por compartir. Y segundo, sufría porque consideraba que lo que me hacía feliz era la presencia física de la persona; por tanto, si ésta desaparece, está claro que su ausencia me entristecerá.
Así pues, si no te reservas nada en tus relaciones (cualesquiera que sean), si te entregas con el pecho al descubierto, si eres capaz de encontrar en la vulnerabilidad tu fortaleza, no tendrás nada de lo que arrepentirte, nada que echar de menos, porque ya lo habrás dado todo.
Y si vives de ese modo, no tardarás en darte cuenta de que lo más importante en una relación –más incluso que las personas que la protagonizan –son los momentos compartidos, el aprendizaje, los paseos, las risas y las miradas de complicidad. Porque al final, los cuerpos que usamos se desgastan, se arrugan y acaban, tarde o temprano, de vuelta en la madre tierra; pero lo que creamos con ellos, las lágrimas ardientes, los suspiros de gratitud, los gritos de alegría y las acciones de generosidad, forman nuestra auténtica esencia, lo único que el alma llevará consigo a su siguiente destino, allá donde fuere.
Cuando eres consciente de esto, decir adiós se convierte en un mero trámite; porque amar no significa sentir apego, y una de las características fundamentales del amor auténtico radica en la libertad, en dejar marchar.
Despedirse significa dejar atrás una parte de ti, y permitir que ese trocito de tu espíritu se marche en los latidos de otro ser humano. Puede parecer triste, pero todo depende el enfoque que le des. Al fin y al cabo, la vida es un río que fluye, y no una laguna de aguas estancadas.

Por último, me gustaría terminar este relato con una pequeña historia:
Una vez, en un gran bosque, una abeja y una flor de cerezo se hicieron grandes amigas. La abeja volaba todos los días hacia la flor y se pasaba horas de horas hablando con ella, rutina que repetía semana tras semana.
Hasta que un día, la flor empezó a marchitarse. Su amiga, angustiada, intentó ayudarla y fracasó estrepitosamente en su intento. La flor perdía su color y la vida se escapaba de sus pétalos. En su último aliento, le pidió a la abeja que se marchara, que fuera feliz. Sin embargo, la abeja, consumida por la tristeza, se quedó en el sitio en el que falleció su compañera, hasta que finalmente, solo por cumplir con el último deseo de la flor, se marchó lejos, hasta donde sus alas se lo permitieron.
Llegó hasta un claro del gran bosque, que estaba plagado de cerezos y allí decidió quedarse. Al cabo de un tiempo, las flores de los árboles dieron enormes y jugosos frutos. La abeja, desconcertada, le preguntó acerca de lo ocurrido a una sabia mariposa.
Ésta, sonriendo, le dijo que había sido la propia abeja quien había causado aquel milagro, ya que seguramente había traído consigo el polen de otra flor, que hizo posible que los árboles dieran frutos.
En ese instante, la abeja empezó a llorar de emoción, porque se dio cuenta de que cuando se despidió de su amiga, no la había abandonado, ni la había perdido, ya que la esencia de su flor se encontraba ahora esparcida por el bosque, llenándolo de vida, perpetuando el equilibrio de la naturaleza.



miércoles, 8 de octubre de 2014

Las reglas del Juego


"Al final del juego, el rey y el peón vuelven a la misma caja"



Desde que naces, ocupas una posición determinada en el tablero. No puedes elegir la casilla de la que partes, pero puedes lograr situarte en una mejor, dependiendo de tu ingenio y habilidades (al menos en teoría).
Al empezar la partida, todos los jugadores reciben una determinada cantidad de fichas, que varía enormemente según la posición que ocupen. Si esta repartición predeterminada te parece injusta, te jodes y sigues jugando, porque nadie puede abandonar el juego.
Las fichas se denominan bienes materiales, pueden ser de muy diversa índole y adquirirse de innumerables maneras. Sin embargo, el método más común para obtenerlas –al menos para los jugadores estándar –consiste en dedicar un tercio de cada día a la consecución de éstas, cumpliendo con alguna de las muchas labores que los creadores del juego te ofrecen.
Para poder elegir qué labor desempeñar, el juego cuenta con un excelente sistema de formación, el cuál empieza a una muy temprana edad, que se prolonga hasta los primeros estadios de la edad adulta. En todo ese período, los jugadores tienen tiempo de amoldarse a las reglas de la partida, acatar su funcionamiento y denunciar a todo aquel que pretenda quebrantarlo.
Este es uno de los aspectos fundamentales del juego, ya que a través del sistema de formación, los creadores no necesitan intervenir en la partida para controlarla, ya que son los propios jugadores los que la regulan. En otras palabras, cada individuo ya tiene interiorizada la estructura del juego, sabe lo que tiene que hacer y lo que tiene que evitar, conoce su rol en la sociedad y tiene claros los objetivos que ésta le propone. De esta manera, cuando alguien pretende alejarse de lo establecido, su principal obstáculo yacerá bajo su propia piel, en forma de conocimientos, prejuicios y temores, que desde su infancia ha almacenado; haciéndole incapaz de visualizar una realidad alejada de las reglas del juego (porque seguimos hablando de un juego).
La partida únicamente se gana –y se termina –cuando alcanzas la felicidad. El juego asegura que ésta se consigue cuando logras situarte en una posición de prestigio en el tablero y posees una gran cantidad de fichas (bienes materiales). Para que todos los jugadores estén motivados a perseguir estas metas, se pone a su disposición todo tipo de entretenimiento, con el que se les sugiere que ocupen su tiempo libre, y mediante el cual, de manera sutil (y no tan sutil) se los incita a consumir más productos y adquirir más fichas.
Por su puesto, hay algunos jugadores que se sienten incómodos a la hora de aceptar que su felicidad depende de aspectos tan superficiales; por eso, los creadores han propuesto otras modalidades de juego, para que éstos también puedan sentirse satisfechos: A los que intentan sentirse completos, cubrir necesidades físicas y/o afectivas, y escapar de la soledad, se les brinda la oportunidad de satisfacer todas estas carencias a través de relaciones personales (ya sean de amistad, familiares o sentimentales). Y por último, para aquellos complicados usuarios que ya no disfrutan del juego, que están hartos de su estructura y ansían algo fresco y diferente, se han creado nuevas alternativas para complacer dichas exigencias, o mejor dicho, se han adaptado las antiguas opciones del juego a los tiempos modernos. Así pues, ya no se venden simples fichas, productos o servicios; sino que se ofrecen ideales. De tal modo se pretende aliviar el cargo de consciencia en los jugadores insatisfechos, haciéndoles creer que en todas sus adquisiciones materiales, estarán contribuyendo a causas nobles, que varían desde la lucha contra la pobreza, hasta la reinserción de especies endémicas en Madagascar.
Dicho esto, tan solo queda mencionar la última regla del juego, y tal vez la más relevante: La partida únicamente termina cuando mueres.
¿De verdad te creías que podías ser feliz siendo parte del juego?


miércoles, 24 de septiembre de 2014

Una gringa muy chida

Hay personas con las que desde la primera mirada sientes una conexión inmediata, como si de algún modo, hubieras estado destinado a conocerla.
La primera vez que la vi, ella cargaba una mochila el doble de grande que ella, iba encorvada por el peso y su rostro reflejaba el cansancio de un día entero de viaje. Pero aun así, sonreía, con la sencillez de un cachorro. Y a pesar de la aparatosa carga en su espalda, me dio un gran abrazo, de esos que te reconfortan el alma. Si hay algo que he aprendido en la vida es que las mejores personas que hay en este mundo, dan abrazos de verdad.
Desde ese instante, ya me caía bien. Más que una desconocida, me parecía una vieja amiga, con la que ya había compartido más de mil anécdotas. Quizás fuera por la alegría que destilaban sus ojos de miel, tal vez fue la combinación de su nariz quemada por el sol africano y sus pintas despreocupadas, que le conferían un aspecto aventurero, no lo sé.
En teoría tan solo iba a estar en la ciudad tres días, pero al final, en un acuerdo que nunca llegó a verbalizarse, logramos que la cifra inicial se extendiera a cinco. Ambos necesitábamos esas 48 horas extra.
Hace un par de semanas, yo me encontraba un tanto paralizado. No estaba diagnosticado con depresión, ni tampoco me pasaba las tardes en soledad engullendo botes de helado de chocolate. Mis sueños empezaba a cobrar forma y el futuro inmediato parecía divisarse entre la neblina. Pero aun así, me faltaba algo.
Sé que tu motivación no puede depender de las circunstancias o las personas que te rodean, que tienes que ser capaz de mantener tus convicciones incluso en los días grises, cuando la lluvia arrastra tus energías y te cala los huesos. Sé que nadie puede darte la clave que descifre la caja fuerte de tus sueños. Al final, cada uno recorre su propio sendero, y debe hacerlo a su manera.
Pero, ¿Sabes qué? Hay veces que necesitas un soplo de aire fresco, un puñado de inspiración, una mirada que escuche  a tus ojos y una voz que cuente historias a tu espíritu.
Quién me iba a decir que aquello que quería, vendría en el envoltorio de una gringa con una falda hippie, sandalias de lesbiana y que parlotea español con acento mejicano.
En el tiempo que pasamos juntos, me empapé de tu vitalidad. Redescubrí la ciudad y bajo el primer aguacero de otoño, nos internamos en los rincones de la capital. Conocimos gente de todo tipo en aquella oscura plaza; desde inmigrantes trabajadores, pasando por bohemios nocturnos y guitarristas callejeros, e incluso un curioso asesino. Todos con algo que contar, llenos de experiencias dispares, que seguramente jamás volveremos a escuchar. También hicimos nuevas amistades, casi todas provenientes, de un modo u otro, de ese imán para las personas extraordinarias llamado couchsurfing.
Disfruté las tardes de chilling, el monstruoso sándwich de avocato, la recolección de moras y la densa conversación con aquel monje holandés. Siempre guardaré conmigo todas nuestras conversaciones, tan variadas como las estrellas; de las que sin duda alguna extraje valiosas lecciones, tanto para la mente como para lo más profundo de mis entrañas.
Una vez me dijiste que la vida consiste en causar un impacto positivo en la existencia de los demás. No importa cómo, lo importante es ayudar, compartir y facilitar. A veces puede ser algo insignificante lo que le cambie la vida a una persona, por eso, es importante aprovechar cualquier oportunidad para hacer algo bueno, ¿Verdad?
Sé que no te hace falta que te recuerden lo chida que eres, pero aun así, ese es el motivo por el cuál escribo esto, solo por si acaso. Por si en algún momento dudas de ti misma, por si te invade el temor y las expectativas de nuestra ajetreada sociedad amenazan con apagar lo que te late por dentro.
 Si esto te pasa alguna vez, no te olvides de tu valentía, porque eres una leona de la sabana, incluso ya tienes una frondosa melena anaranjada. Requiere coraje lanzarte al mundo en soledad, persiguiendo lo que quieres, mezclándote entre seres humanos de todo el planeta, aprendiendo de ellos, expandiendo tus conocimientos y rompiendo de raíz los prejuicios culturales.
Sin embargo, no sólo eres valiente, también derrochas entusiasmo en cada uno de tus gestos, tienes facilidad para reírte de ti misma y has aprendido a dejar de lado el miedo al ridículo. Combinas inteligencia con humildad, y te las apañas para mostrarte educada a la par que informal. En conclusión, eres un auténtico camaleón, adaptándote sin dificultad a cualquier situación. Supongo que por eso, no te importó pasarte dos meses haciendo el “ice bucket challenge” como único medio para ducharte en Ghana. No exiges apenas nada y en tus labios siempre se dibuja una sonrisa, a excepción de cuando te lanzas a un río de agua helada y se tornan de un color morado que roza la hipotermia.
Pero por encima de todo, eres una persona buena, una de esas que deja huella en el alma. Te preocupas de los demás, te gusta compartir lo que tienes y se nota que disfrutas haciendo sentir bien a los que te rodean. Estás llena de pequeños detalles, gestos que te reconfortan el interior, como aquel cafelito preparado con amor que nos tomamos. Tú eres igualita a ese café, una explosión de sabor para todos los que te conocen.
Puede que todavía te queden muchas incógnitas por resolver, que aún estés descubriéndote a ti misma. Tal vez la vida en sí misma sea un proceso de descubrimiento constante, ya que todo sería mucho más aburrido si ya tuviéramos todas las respuestas.
De lo que estoy seguro, es que conseguirás lo que sea que te propongas, sin importar la magnitud o altitud de tus sueños, sé que lo harás. De hecho, ya lo haces, ya estás influyendo en vidas ajenas, como la mía. Porque en el mundo ya hay suficiente oscuridad, ya hay bastantes personas que te dicen que soñar está prohibido, que te incitan a conformarte con un trabajo de oficina, ya hay  demasiadas voces que te recuerdan constantemente los límites entre lo que es posible y lo que no.

Por eso, hoy más que nunca la gente necesita almas como la tuya, que irradien color, que contagien juventud, que inspiren locura y que te sacudan del conformismo. Esa eres tú, una gringa extraordinaria, una socióloga talentosa y sobre todo, una amiga auténtica. Y al que te diga lo contrario, ya me encargaré yo de decirle:



jueves, 18 de septiembre de 2014

La madre que olvidamos

Sus ojos se despegaron en medio de una costra de legañas, al tiempo que sus cabellos de trigo reflejaban cada una de las tonalidades del sol naciente. Estiró los brazos, contorsionó su espalda como la de un felino y comenzó a andar.
No sabía desde cuándo lo hacía, tampoco sabía si era joven o vieja, había olvidado incluso su nombre, al menos el que aparecía en su carné de identidad, que por supuesto, no llevaba consigo.
Ella simplemente deslizaba sus pies sobre el camino, siempre descalza, con trocitos de tierra incrustados en las uñas de los pies. Atravesó valles de fértiles semillas, se deslizó a través de rocas ardientes, que saltaba de puntillas, pisó asfalto de ciudades y se hundió entre dunas de arena. Danzó con la lluvia y también con el fuego, fue adoptada por las montañas de nieves moradas y entabló amistad con las criaturas que se cobijan en la humedad de las cuevas.
A veces, sin embargo, se sentía sola, o mejor dicho, aislada. Las personas ni siquiera eran capaces de verla. Los cervatillos le lamían las mejillas intentando consolarla, los robles le tendían sus ramas para abrazarla y los delfines realizaban sus mejores piruetas intentando extraerle una sonrisa.
Ella aceptaba agradecida estas muestras de afecto, pero no le ayudaban a entender por qué los humanos la habían condenado al exilio.  La mayoría ni siquiera la veían –y eso que era hermosa –  aunque quizás no cumplía con los cánones de belleza actuales. Los que se percataban de su presencia, la ignoraban, desviaban la mirada o se tapaban los oídos, y eso que ella nunca intentó hablarles, ya que no conocía ningún idioma que se hable con los labios.
Todos estaban demasiado ocupados para recordarla, todos tenían un sitio al que llegar, un propósito para marchar, alguien a quien esperar, algo que decir o un asunto por resolver.
Por suerte, o por desgracia, ella no abandonó a esos seres bípedos de cráneos complicados. Y como toda madre, se resiste a dejar de creer en sus hijos. Espera en las orillas de los arroyos, sentada sobre las copas de los árboles, ondeando su melena incorpórea con la brisa marina, escondida entre el algodón de las nubes y en el canto mañanero de los gallos.

Tan solo pide una canción, una mirada que atisbe cariño, o una caricia a cualquiera de sus múltiples formas; a cambio, la naturaleza nos ofrece lo único que puede darnos, la vida.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Visiones nocturnas

Sé que era tarde, pero no eché la vista hacia mi muñeca para comprobarlo, no era necesario.
El libro que más ha conmovido mi corazón se había terminado. Yo era un volcán de emociones, con los ojos hinchados, sin saber muy bien si reír o llorar, con lava bullendo por mis venas, comprimido como un feto sobre mi cama. Me sentía solo, desamparado, vivo y despierto.
Tenía que salir a la amplitud de la noche y así lo hice.
Una tímida ráfaga de frescor vaticinaba que el otoño no está tan lejos y unos cánticos desafinados provenientes de pasos sin coordinación me recordaron que era una madrugada de viernes.
Tenía la sensación de que debía ir hacia el centro de la ciudad y así lo hice.
En cuanto llegué a la primera gran arteria de vehículos motorizados me detuve ante un árbol inmenso. Nunca había reparado en los majestuosos troncos de esos seres, a pesar de que siempre están esperándome en el mismo sitio. Pero en aquella ocasión lo hice y acaricié su textura escarchada que se extendía hasta ramas que conversaban con la luna. Aquel árbol tenía una cicatriz provocada por los de mi especie, alguien que intentó inmortalizar su nombre en la piel de un ser inocente. Le pedí perdón, posé mis manos sobre aquella marca humana y un charquito de agua inundó mis párpados. Ese árbol cumplía con su propósito sin quejarse, nos daba sombra, desplegaba belleza, incluso nos regalaba aire gratuito y nosotros se lo devolvíamos así, marcándolo como a una burda propiedad. Cerré los ojos y lo abracé, expresándole mi gratitud, con mis mejillas apoyadas sobre esa corteza radiante de vida.
Me despedí de él y proseguí mi marcha, hacia el corazón de la civilización. A medida que me acercaba, los ruidos de los hombres se hacían más notorios, así como los rastros de su presencia. Botellas, latas, cartones y colillas entre las baldosas eran su legado. ¡Había tanta basura! Tanta que intenté hacer algo al respecto. Me dediqué a recolectar desperdicios y depositarlos en su justo lugar; al cabo de cinco minutos observé que era inútil. Los residuos parecían multiplicarse a medida que avanzaba y mis congéneres continuaban utilizando las aceras como vertederos. Estaba tentado de criticar su actitud, de ponerme en un peldaño superior y mirar desde arriba, pero a tiempo me di cuenta de cuán estúpido hubiera sido. La mayoría de ellos no eran plenamente conscientes de sus actos, estaban embriagados de libertad después de una semana rutinaria. Podía ver en sus rostros la alegría que otorga la ignorancia de las consecuencias, después de todo, ese era el único instante en que podían permitírselo. Yo lo sé muy bien, también he pasado numerosas veladas intentando alejarme de mí, vaciarme por dentro, quemar mi garganta y marear mis sentidos.
Pero aquella ocasión yo no era parte del espectáculo, era simplemente un intruso. Esa sensación me transmitían las miradas desconfiadas, sabiéndose observadas. Caminaba por aquel mundo de extremos, donde la euforia y la decadencia van de la mano. Iba con los brazos por detrás de la espalda y las pupilas encogidas ante las luces artificiales.
Y llegué a la plaza principal, desde allí nuestro astro de queso nos observaba atentamente a través de sus cuencas grisáceas. Un constante aroma a orina inundaba el ambiente, mezclándose con otras fragancias, como el aceite hirviendo de la comida rápida o el vaho de bebidas espirituosas emanando de los cuerpos.  Sin embargo, no era desagradable, era lo que tenía que ser.
Era un mundo de dualidad, como lo es la realidad. En medio de la inmundicia, la belleza se las arreglaba para emerger de las formas más creativas posibles. Emanaba de los acordes de una guitarra desgastada, se fundía en el calor de dos labios apasionados, desesperados por encontrarse y se exhalaba en risas de amigos auténticos.
Ya en el camino de vuelta, me topé con una lata de cerveza medio aplastada sobre la calzada. El líquido dorado se esparcía moribundo sobre el suelo y se adhería a las pisadas cercanas. Era una escena insignificante, pero para mí era una metáfora perfecta de nuestra existencia, cuando los cuerpos se viertan marchitos sobre la tierra. Era algo realmente triste si para ti la vida es algo puramente material.
Durante mi ruta a casa, me topé con algunas señoritas que ofrecen su amor como servicio. Una de ellas se acercó haciendo retumbar sus tacones, yo intenté ignorarla pero ella me cogió de la mano. Me giré hacia ella y era hermosa. La juventud destellaba sobre su piel, sus ojos eran grandes e inocentes, como los de un ciervo y tenía una cascada castaña resbalando sobre sus hombros. Me preguntó cómo estaba y yo salí de mi ensoñación.
   -No, gracias –le dije negando con la cabeza. Esa fue toda mi respuesta antes de acelerar el paso y librarme de sus dedos.
Era tan solo una muchacha, una chica preciosa. Se me resquebrajaba algo por dentro al pensar que la mayoría de los ojos que se detuvieran sobre ella tan solo verían un apetitoso trozo de carne. Y sin embargo, yo la había tratado de ese mismo modo. Sabía a lo que se dedicaba y le di el trato que se merecía su oficio, sin tomar en cuenta nada más.
Me detuve en seco y durante unos segundos mi mente y mi alma tiraron en direcciones opuestas. Finalmente, retorné al encuentro de la joven.
Me acerqué con determinación hacia ella y ésta se quedó un tanto perpleja. Me paré delante y le pedí disculpas, por haber sido tan grosero anteriormente. Ella me había preguntado cómo estaba y yo me había marchado sin responderle. Así pues, sintiéndome un tanto ridículo, le dije: “Estoy muy bien, la noche está siendo increíble. ¿Y tú, qué tal estás?”
Ella tenía su bonita boca entreabierta, la mirada esquiva y un tanto cabizbaja.
   -Bien, tirando –fue su tímida contestación.
   -No suenas muy convencida. ¿Seguro que estás bien?
   -Sí… bueno, haciendo lo que me toca.
Distinguí en su acento el toque ríspido de las lenguas de Europa del Este. Le pregunté de dónde era y descubrí que no me equivocaba. Yo le conté que tampoco era de este país y le intenté explicar dónde se situaba geográficamente mi tierra. Fue divertido porque ninguno de los dos tenía realmente demasiados conocimientos sobre nuestros lugares de origen. De repente, ya no había tensión alguna en nuestra conversación y durante un buen rato estuvimos bromeando sobre comidas típicas, lugares turísticos y estereotipos de nuestras culturas.
Un chico de barba y pelo recogido en una cinta deportiva charlando animadamente con una señorita de piernas largas y vestido exiguo. Quizás así se veía desde fuera, pero en realidad, tan solo eran dos seres humanos entablando una conversación.
Finalmente nos despedimos y le dije que me había gustado mucho hablar con ella. En un último acto de espontaneidad la estreché entre mis brazos y para sorpresa mía, ella también me rodeó con los suyos. Cuando nos desprendimos el uno del otro, vi que hasta sus pestañas sonreían, con una renovada vitalidad.
Cuando ya me había alejado una distancia considerable, eché la vista atrás y me percaté de que la chica se retiraba con decisión de aquella esquina, y lo hacía sola.
No sé cómo se llamaba, ni cuántos años tenía, tampoco su motivo de ejercer aquella profesión, esos datos carecen de relevancia. Casi siempre nos obcecamos en definirnos con datos superfluos. Nos identificamos con banalidades como los nombres, el género, la ocupación o nuestra etnia. Muy pocas veces traspasamos el cristal de los iris y nos adentramos en la auténtica esencia del espíritu, esa que cobija por igual a todos los seres humanos, sin tener en cuenta su procedencia o su destino.
Somos una especie curiosa, que no se encuentra, pero tampoco se busca, ya que hay demasiadas distracciones para hacerlo. Vivimos bajo paredes de etnocentrismo, atrapados en una canica de ideologías y reglas, dándole la espalda a la auténtica esfera que alberga vida. Y aun así, embobados, con viseras autoimpuestas que nos dejan prácticamente ciegos, tenemos instantes de lucidez, en los que fundimos nuestros latidos, creamos arte, compartimos historias y donamos felicidad en vez de monedas plateadas.
¿Te imaginas de lo que seríamos capaces si nos quitáramos la armadura completa?


lunes, 25 de agosto de 2014

Lo mío es crear, no reparar

“Lo tuyo es crear” me dijo una persona que vive del otro lado del océano atlántico, en una conversación a través de una red social. Eso fue cuando el verano aún no había empezado y yo me ponía camiseta para estar por casa. Fue una simple frase, pero germinó rápidamente en mi interior, haciendo eco en cada una de mis acciones, colándose en mis pensamientos, fluyendo por mi sangre.
Hasta que finalmente, hace poco menos de un mes, terminé por entregarme con los brazos abiertos a aquella frase. Tenía que hacerlo, incluso utilicé al destino como excusa para perseguirla, yo había nacido para crear. No es que piense que soy alguna especie de deidad o superhéroe norteamericano, que pueda hacer florecer los desiertos o abrir las nubes con un chasquido. Tampoco me considero especial en ningún sentido, es más, últimamente no creo que nadie lo sea; pero sí que tengo la certeza de que cada uno tiene algo que ofrecer a este mundo. Ya lo dijo Shakespeare: “Todo hombre tiene una gran historia que contar, la historia de su vida”, o al menos, era algo así, y creo que fue Shakespeare, la verdad es que lo escuché de boca de un alpinista en una conferencia, así que entiendo que la veracidad de la frase sea dudosa.
En fin, lo que quería decir, era que me gusta inventar historias, provocar sonrisas, hablar con mendigos, cantar mientras corro y mirar a los ojos a la gente. Haciendo todo esto, creo experiencias que quedan almacenadas en algún lugar que no es la memoria. Intentaré explicarme mejor, tal vez incluso pueda poner un buen ejemplo:
En el verano de 2012, cuando corría el mes de julio, mis amigos y yo emprendimos una travesía en bici que marcó nuestras vidas. Fue un viaje de cuatro días, pero el impacto que tuvo en mí fue descomunal. Recuerdo todo de aquella aventura, incluso escribí un bonito relato sobre la misma, con fotos y detalladas descripciones (cualquier interesado en leerla tan solo tiene que pedírmela), pero estoy completamente seguro de que no está acumulando polvo en alguna pate de mi cerebro, sino que de alguna manera todo lo que viví se encuentra incrustado en mi piel, adherido a mis retinas, conectado a cada uno de mis nervios, de tal manera que siempre llevo conmigo la felicidad que nos invadió al vernos rodeados de un paraíso verde, después de atravesar una sierra quemada y conseguir aquello que nos habían dicho que era imposible; en ese momento creamos algo, llámalo magia, alegría, locura o cardiotripa –si me permiten usar un neologismo –el nombre no importa, pero sí nuestra creación.
Pero no hace falta remontarme dos años atrás para hablar de mi talento para crear y guardar memorias de forma extraña. Hace tan solo un par de semanas viví un momento muy especial junto a una chica que ya no está aquí, y no me refiero a que esté muerta, sino a que se marchó de esta ciudad y de este país. Por si algún casual, llegaras a leer esto (aunque dudo que lo hagas, ya que como bien sabemos, no aprovechaste en absoluto tus lecciones de castellano), recuerda que tú me autorizaste a nombrarte disimuladamente entre mis párrafos sin cuestionarte previamente, así que abstente a las consecuencias. Ella ya no está aquí, como decía, pero recuerdo de manera curiosa lo que vivimos juntos, como si fueran pestañeos, eso que haces cuando cierras brevemente los ojos; ahí apareces tú, casi cada vez que mis párpados envuelven mis pupilas, estás tú, y la luna reflejando tu mirada esquiva, y tú poniéndote nerviosa, con las manos sudadas y repitiendo tu palabra favorita. Intenté hacer que la antigua negrura volviera cuando cerraba los ojos, pero al parecer, tu recuerdo y la huella que has dejado en mí, son más fuertes que la oscuridad.
Supongo que no puedo explicar de mejor manera la primera frase del título de este texto.
Quizás los embriones de psicólogos que son algunos de mis amigos, tengan preparados un puñado de argumentos científicos para demostrarme de manera inequívoca que mi explicación sobre la memoria es totalmente falsa, ya que los recuerdos se almacenan en alguna parte del córtex cerebral o la amígdala, el hipocampo o alguno de esos órganos que un día archivé durante unos breves instantes para contestar una respuesta de un examen tipo test.
A todos ellos les digo que voy a estudiar, o mejor dicho, aprender, más acerca del funcionamiento de nuestro sistema nervioso y los procesos que le incumben. Pero eso no hará que sienta algo distinto a lo que me late por dentro en este instante, y ese es el motivo principal por el cual ya no vamos a ser compañeros de clase.
“Lo tuyo no es reparar” eso me lo dijo un chico de ojos fríos, ligeramente obsesionado con el control y propietario de un corazón noble que casi nadie ve, pero cuyos latidos retumban en casi todos los que le rodean. Y en cuanto esa frase atravesó mis oídos, yo completé el puzzle.
Lo mío es crear y no reparar. Me di cuenta –y esto no sé si es bueno o malo –de que no soy capaz de reparar mis problemas, es más, casi siempre que rompo algo, no soy muy partidario de recomponerlo, pero sí de convertirlo en algo distinto, cuando hay ocasión, claro.
Hace poco empecé a experimentar un período de profundas dudas personales, en todos los niveles, tanto en cuestiones de índole material como de esas otras, más peliagudas, del tipo: “¿Quién soy?, ¿De dónde vengo?, ¿Qué sentido tiene la vida?, ¿Existe el destino?, ¿Somos tan solo un saco de huesos con articulaciones?”
Todas estas preguntas emergían de un manantial en lo más profundo de mi ser, y yo estaba muy tentado de responder diciendo: “Ni lo sé, ni me importa.” Es una muy buena contestación, firme y tajante.
Lamentablemente, decidí tomar el camino largo y me zambullí en ese turbio mar de asuntos existenciales. Les juro que fue uno de los baños que menos disfruté en toda mi vida, y eso que nunca desaprovecho una oportunidad para bañarme, de hecho, ese es uno de los puntos de mi lista de las cosas que tengo que hacer antes de morir; sumergirme en la mayor cantidad de ríos, mares y lagos posibles, hasta que mi cuerpo se arrugue como una pasa y mis articulaciones pierdan la movilidad.
A lo que iba, me estrujé el coco intentando descifrar los enigmas de mis entrañas, pasé horas de horas cuestionándome, razonando, dando explicaciones y formulando más preguntas. Era un círculo vicioso, cuanto más descubría, más dudas surgían, más grietas se abrían en mi navío y más reparaciones tenía que hacer. ¡Eso era! Estaba intentando desesperadamente hallar la forma de repararme, como si yo fuera un coche averiado.
Así que cambié rápidamente la estrategia, tal vez mis profesores de filosofía no se hubieran sentido muy orgullosos ante mi respuesta, pero decidí quedarme con el “ni lo sé, ni me importa”.
No tengo nada en contra de la gente que necesite reparaciones, sé que son necesarias y tal vez yo mismo tenga que hacer alguna de vez en cuando (sobre todo con la puerta de mi cuarto, que tiene un par de clavos colgando y puede que me haya costado contraer el tétano), pero no es mi rollo.
Hace poco, leí un libro muy bueno, de esos en los que tienes que parar de leer para soltar un “wow” y asimilar lo que acabas de procesar. En él se decía que todos los hombres tienen un destino, pero que jamás les será revelado, ya que entonces la existencia perdería su sentido.
No sé quién soy, ni tampoco sé si algún día lo voy a averiguar, puede que cuando muera, entienda el mundo de los muertos, hasta entonces, tan solo tengo que preocuparme por el de los vivos. No me importa si somos un trozo de carne con unas cuantas neuronas locas, o si en cambio, tenemos un alma inmaterial que se despegará de nuestro cuerpo en cuanto éste perezca. Realmente, todo eso, carece de relevancia, lo que de verdad importa, es que estoy vivo y tengo sueños por el día, a veces incluso también de noche. Mi corazón late y mis ojos lloran, disfruto del cine y me emociono por igual en una película épica que en una buena comedia romántica. Sé leer, aunque a veces me trabo con los términos complicados, y me encanta escribir, también corro y a veces, me gusta mirarme al espejo para ver si me ha salido algún abdominal adicional. Soy egoísta, por momentos, y también tengo miedo, muchos miedos, en ocasiones también soy perezoso y tengo un problema crónico con la organización; tal vez también sea demasiado poco racional y a pesar de calzar un 45, tengo los pies demasiado ligeros, ya que casi nunca están en la tierra.  A veces imagino que vuelo y una vez vi las estrellas desde el cielo. Conozco el color de los ojos de las gaviotas y en ocasiones me pongo triste sin razón alguna. Hablo demasiado alto y canto peor que una hiena resfriada, ¡Pero cómo me gusta cantar!
Ahora mismo, estoy creando algo especial, a las 2:42 de la madrugada, cerrando los ojos y transformando latidos en palabras. Ya no me aferro a definiciones, e intento no depender de otros corazones. No soy el mismo de ayer, ni seré el mismo mañana, y esto sí que lo puedo argumentar con bases empíricas, como a algunos les gusta; ya que las células de nuestro cuerpo están regenerándose continuamente y se estima que cada siete años, el organismo entero se renueva; es decir, que literalmente, ya no queda nada de lo que eras antes.
Así que yo lo veo simple, hay dos opciones, o aceptas por voluntad propia que lo que eres en este momento es único e irrepetible, o te esperas siete años para afirmarlo de manera científica.