sábado, 15 de agosto de 2015

Vamos de camino (carta de cumpleaños)

Y van 24 vueltas al sol. ¿Cómo te sientes?
Vas de camino, vas caminando hacia tierras fértiles, tierras húmedas, que te permiten respirar y sudar.
No tengas miedo de no llegar, porque llegar no importa; tan solo anda, a tu ritmo, ese en el que te sientas cómodo. Pero no vayas con prisas, por favor, no te apresures, nunca sacrifiques un hoy por un mañana. No cambies lo que eres por lo que serás, porque solo serás lo que eres.
No tengas miedo a sentirte pequeño, ni tampoco a ser grande. Si los demás quieren encajarte en una talla, déjales hacerlo, no intentes convencerles. No importa lo que piensen, ni tampoco lo que tú pienses; el pensamiento no es un problema, cuando ocupa su justo lugar.
No te conformes, pero no te obsesiones. No rechaces a nadie, ni siquiera a ti mismo. Recuerda que ninguna persona es más que otra persona.
No te esfuerces por formarte una opinión de lo que ves, ni de lo que sientes; las opiniones son a la mente lo que la miopía a los ojos; te privan de claridad. No opines, tan solo observa y comprende. De hecho, cuando comprendes algo, dejas de juzgarlo o de intentar formarte una opinión al respecto.
Sé sincero, en cualquier circunstancia. Si quieres dejar de vivir en un en gaño, el primer paso –lógicamente –es dejar de mentir. Solo miente el que algo quiere ocultar o aparentar, solo miente el que tiene miedo a perder o el que algo pretende recuperar. La mentira es una maleta, una que no tiene fondo, pero que pesa y mucho. ¿Para qué cargar con tanto equipaje?
Y allí donde vas, necesitas ir ligero, sin carga alguna. El viaje que estás realizando no requiere de provisión alguna, porque el camino que no brinda provisiones al viajero, no merece ser recorrido. Pero no te sientas en deuda con el camino, con el árbol que te ofrece sus frutos o el río que refresca tu rostro, ellos dan sin esperar, así que no esperes compensarles. Eso, sí, expresa tu gratitud, hacia cada arbusto, cada hormiga y cada nube, porque la gratitud es amor, que ni se da ni se devuelve, tan solo se esparce, abrazándolo todo, ya que eso es lo único que sabe hacer.
Por tanto, en tu camino, no vendas ni compres. Si necesitas pide, si te sobra da, es así de sencillo y con cualquier cosa. Nada es tuyo, ni nada es de nadie; no defiendas posesiones, ninguna, ni siquiera esas que crees haberte ganado. No pretendas retenerlas aludiendo el esfuerzo que te costó conseguirlas, porque todo lo que vale la pena no requiere esfuerzo. Solo te esfuerzas cuando pretendes conseguir algo; en cambio, si haces algo con amor, no hay esfuerzo en la acción; da igual que escribas un libro, plantes un árbol o construyas una casa, si de verdad amas esa creación, jamás se te ocurriría decir que es tuya, o ponerle un precio. La belleza es de la vida y la vida es de todos, lo cual solo es posible cuando no pertenece a nadie.
Tampoco te esfuerces por buscar compañía en el sendero. Sé que a veces te sientes solo y que querrías tener a alguien al lado que te comprenda. Sé que en ocasiones te sientes sumergido en un mar de extraños, de criaturas que parecen de otra especie, de gente a la que no entiendes y de la que te sientes a años luz de distancia. Pero quizás eso solo ocurra cuando tú eres un extraño para ti mismo, cuando ni tú mismo te entiendes y te encuentras lejos de tu esencia.
Así pues, no busques fuera, ni tampoco busques dentro; porque lo externo es un reflejo de lo interno y viceversa. Tan solo deja de buscar; de postergar y de intentar conectar, porque cuando dejes de hacerlo, te darás cuenta de que ya estás conectado, que siempre lo has estado y que siempre lo estarás.
No eres una mera creación, nada lo es, todo lo que vive tiene consciencia y la consciencia es la fuente creadora. Así que crea, porque estás aquí para hacerlo, porque lo sagrado no está separado de lo físico; lo físico es la manifestación de lo sagrado. Por tanto, no tiene sentido sentirte insignificante u omnipotente, mortal o eterno; porque todo es lo mismo. Disfruta de la fragilidad de la piel, de la fugacidad de la primavera y de las flores que marchitan, pero sobre todo ama, lo que vive y lo que muere; y si amas de verdad, la muerte dejará de preocuparte, porque la muerte solo asusta al que vive atado al tiempo, y el tiempo solo condiciona al que no siente amor. El amor deja en evidencia a los relojes y a los calendarios, porque el amor solo tiene lugar en el único lugar que existe, que es este instante.
Ya estás en camino, estás sumergido en bosques en los que apenas penetra la luz del sol, bosques rebosantes de troncos musgosos, de telas de araña que brillan como finos hilos de diamante.
Vamos andando, trazando senderos con cada paso, sin dejar huella, sin marcar metas. Hay bichitos alados por los costados, hay mariposas y nidos de colibrí. Hay abejas y madrigueras de comadrejas. Hay agua por el camino y tendremos que nadar; pero es agua limpia y podremos dar sorbitos a la corriente y brindar con los peces, bailar con las algas y luego secarnos en alguna roca plana, compartiendo espacio con alguna lagartija.
Vamos caminando, desde siempre, sin principio, sin final, solo y acompañado, pero nunca aislado. Voy libre, sin condiciones ni posesiones, voy contigo y conmigo, sin preocuparme por lo que ocurrirá después. Voy con el corazón latiendo, voy escuchando tambores, voy bailando y cantando, voy corriendo y llorando, todo al mismo tiempo.
Hay tanto por aprender, tanto por descubrir, tanto por ver y tanto por hacer. Pero voy tranquilo, sin ánimos de conquista, sin fechas límite, ni objetivos para mejorar. Porque no quiero mejorar, no quiero amarte más que ayer y menos que mañana. Te amo hoy, o mejor dicho, te amo y punto.
Vamos a vivir, de corazón, sin miedo, porque todo es posible, porque hay belleza en la vida, porque acabo de nacer, porque estoy vivo, porque los caballos salvajes existen, porque voy a casa, porque ya estoy allí. Ya estoy aquí.
Vamos caminando…


martes, 11 de agosto de 2015

Un mundo distinto

Actuar sin ningún motivo. Comer por el simple placer de hacerlo, y que no cueste esfuerzo saber lo que tienes que meterte a la boca. ¿Te imaginas un mundo sin maquillaje? Un mundo en el que todos enseñaran sonrientes sus arrugas, un mundo sin nudos de corbata, sin ataduras en la garganta, un mundo donde no existieran trajes con hombreras, donde la ropa no tuviera marca. Imagina un mundo donde dar la mano a los demás fuera lo cotidiano, donde las miradas no fueran esquivas y el ritmo del andar no dependiera de las agujas del reloj. Imagina un mundo sin tantas profesiones, donde todos fueran artistas; da igual que escribas, que tejas o cultives,  un mundo donde triunfe la comida lenta, donde la gente se siente en el césped y masque despacito. Imagina un mundo en el que se celebrasen conciertos de silencio, de ese que nutre el alma y barre la mente de polvo. Imagina un mundo sin leyes, ni organización alguna, y que eso no asustase a la gente, porque todos, sin necesidad de seguir ningún reglamento, saben lo que tienen que hacer y lo hacen con amor. ¿Te imaginas un mundo que de verdad estuviera movido por el amor? ¡Qué fácil que sería todo! Un mundo en el que cuando conoces a una persona no te importa conocer su oficio, su edad o su nacionalidad. Un mundo de abrazos largos y besos jugosos, en el que se regale sinceridad en vez de rosas. Un mundo en el que no haya navidad, aniversarios ni semana santa, un mundo que tan solo celebre la vida, a cada momento. Imagina un mundo en el que no importen los apellidos y los bebés no se registren al nacer. Un mundo en el que no existan vacaciones, ni días libres; y que  el trabajo en sí mismo sea libertad. Imagino un mundo en el que no hagan falta mascotas, porque nadie necesita animales para rellenar su soledad; un mundo en el que no se monte a los caballos, tan solo se los acaricie, si es que éstos nos lo permiten. Imagino un mundo sin hoteles, ya que siempre habrá gente dispuesta a abrirte las puertas de su casa. Imagino un mundo en el que la gente juegue al fútbol sin contar los goles y que todos celebren los tantos de ambos equipos, Un mundo en que las banderas solo sean trozos de tela y los billetes, cachitos de papel. Un mundo en el que las sonrisas valgan más que el dinero, o mejor dicho, en el que cualquier cosa valga más que el dinero, ya que este no vale nada.

Un mundo en el que dé igual decir mío o tuyo, en cualquier circunstancia. Un mundo en el que la raza o la preferencia sexual no importen a nadie. Un mundo en el que la prostitución no tenga cabida, porque nadie está a la venta, a ningún precio. Un mundo en el que no haya adultos, ni viejos, tan solo niños y niños con canas. Un mundo en el que no se repartan trofeos, ni medallas, porque nadie los busca y las buenas acciones no se premian, ya que son el pan de cada día. Un mundo en el que las personas utilicen las pantallas y no éstas a las personas. Un mundo en el que todo ser vivo sea sagrado, y que la única religión que se profese sea el amor a la vida, en cualquiera de sus manifestaciones.

lunes, 10 de agosto de 2015

Mejor ahora

Estoy recién duchado y el pelo me moja los hombros, tengo una camiseta azul y veo dos gatos dormitar, tienen la nariz rosada y las orejas puntiagudas. Hay un bote de kétchup al lado mío y una tele encendida a unos cuantos metros; una caja de la que salen formas y colores, ¿Cómo vivía la gente sin tele?
Han sido días duros, o mejor dicho raros, aunque en realidad, tan solo han sido días comunes, días de 24 horas, con sus mañanas y sus noches.  Con qué facilidad tiendo a clasificar lo que veo, y decir que algo es fácil o difícil, decir que estoy feliz o triste. Y eso he hecho hasta hoy; siempre, antes de acostarme, me decía: “Ha sido un buen día” o “Pude haberlo hecho mejor”.
No sé si los demás pensarán tanto como yo, no sé si las demás personas trazan laberintos en los que perderse, pero tampoco creo que importe.
Y tiendo a compararme, a pensar en que antes era mejor que ahora, en que hubo tiempos en los que era más feliz.
Tengo miedo a que se me vaya la melodía de la vida, ese ritmo que siempre mantenía mi sangre caliente. Tengo miedo a perder lo que era, lo que tenía y a las personas que conmigo caminaban. Me siento como un recipiente vacío, y que los demás buscan lo que yo contenía, algo que ya no está. Yo también lo busco, yo también busco lo que se me escapó.
Tengo la sensación de que todos los que me quieren, lo hacen por esa alegría que me caracterizaba y que sin ella, no tengo nada que aportar; ni a ellos ni a mí. Y sí, también tengo miedo a perderme en la tristeza, a ver cómo todos se alejan y yo me quedo aquí.
Me he pasado todo este tiempo buscando, intentando hallar un modo de ser feliz, hacer algo que me devuelva la emoción, aunque sea recuperarla con engaños, fingiendo o pretendiendo, cualquier cosa con tal de volver a ser lo que era.
Primero fue el basket, luego la psicología, después la escritura y ahora fue la alegría. La alegría se convirtió en mi propósito y al parecer, se me daba bien, de manera natural, sin ningún esfuerzo, la gente me decía que se contagiaba, me decían que irradiaba energía y al final, acepté meterme en ese rol y convertir la felicidad en mi profesión.
Ese fue el último objetivo al que pensé dedicarme; a ser feliz y a conseguir que los demás también lo fueran. Pero ahora no me sale, porque se ha vuelto un trabajo rutinario, un empleo que tenía que hacer, porque así me lo impuse.
Intenté aferrarme a mi alegría, cuidarla y protegerla; porque de ella me pensaba ganar la vida. Pero en cuanto se enteró de mis planes, se fue.
Nunca he sido un payaso, nunca he sabido contar chistes; ni tampoco se me da bien ayudar a nadie. No sé dar consejos ni hacer que alguien se sienta mejor; ni tampoco quiero hacerlo.
No estoy aquí para hacer feliz a nadie, ni siquiera a mí mismo. Y cuando he conectado con los demás y conmigo, fue porque no lo pretendía en absoluto; fueron momentos de rendición y no de conquista, fue un regalo y no un premio. Cuando no me obsesioné por ser alguien o por conseguir algo, sentía que era todo y que no me faltaba nada.
Porque la vida no se trata de mí. Eso lo descubrí hoy, cuando me comía la cabeza pensando en todo lo que me ocurría y escuché sonar el timbre. Al abrir la puerta me topé con una personita de ojos de rana. Me abrazó y yo sentí su respiración en mi pecho. Ella levantó la mirada y sonrió. Y yo sentí como si un fueguito con manos hubiera derretido toda la escarcha que me envolvía.
Me dijo que yo le contagié esa chispita, que de mí se le pegó la manía de vivir con intensidad y pararse a observar los árboles y decir “¡WAAOOH!” con cada pequeño detalle. Y se puso a llorar, y yo también, y nos volvimos a abrazar.
Pero yo no hice eso, o al menos, no tengo ningún mérito. Vivir con intensidad no es un talento que se desarrolle, ni algo que se pueda enseñar o aprender. La vida en sí misma es intensidad pura, cuando uno se atreve a vivirla.
Lo que sí está claro es que la intensidad se contagia, porque la vida no puede florecer en aislamiento; la vida es relación; el árbol con la tierra, la flor y la abeja, la abeja y las demás abejas, las abejas y las personas. Todo está conectado, así que no tiene ningún sentido centrarse en lo individual, o creer que alguien es mejor que otro. Todo lo que vive tiene un propósito, que aunque se exprese de mil maneras distintas siempre es el mismo; vivir y crear vida.
Así, esa personita se fue y no sé cuándo la volveré a ver. Pero la amo, y empecé a amarla en el momento en que me olvidé de mí y también de ella; y me dediqué únicamente a amarla, por lo que es, sin pensar siquiera en lo que fue o lo que será. No sé dónde la llevarán esos pies pequeños, o esas piernitas flacas; y tampoco le deseo nada, ni bueno ni malo.
Cuando nos abrazamos por última vez, por algún motivo, los dos empezamos a decir “¡Sí!”. Esa era la sílaba que salía de la garganta y se fundía entre nuestras risas y mejillas empapadas.
¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
Y luego cerré la puerta con ella del otro lado. Aunque claro, nunca hubo otro lado.
La alegría nunca fue mía, y cuando ésta se expande con cada sonrisa y en cada latido, no lo pretende en absoluto. Cuando estoy vivo de verdad, no busco nada con lo que escribo, no me planteo si estoy haciendo el bien o el mal, ni me preocupo por estar siendo productivo. Porque toda mi energía se centra y se expande en este momento.
Toda mi vida he pensado que lo importante siempre es lo que vendrá después, el siguiente paso que daré. Pero no, todo lo que importa está aquí, ahora. Esa es la única verdad que conozco, que todo lo que puedo hacer, que todo lo que puedo sentir, toda la fuerza del mundo está aquí. Aquí ronronea el alma, aquí están los gatos de narices rosadas, el bote de kétchup y la pantalla de televisión.


lunes, 3 de agosto de 2015

La mayor de las travesías

¿Qué nos mueve?
El ser humano se ha empeñado en dejar huellas, en conquistar tierras y plantar banderas. Ha cruzado océanos, ha surcado el cielo, recorrido el suelo y ha trepado hasta la última cumbre. Se han lanzado cohetes al espacio y hasta murmuran que llegamos a la luna. Pero, ¿Para qué?
La historia cuenta con orgullo las proezas de aquellos que llegaron más alto, más lejos o más profundo. Premia a todos aquellos que se empeñaron en vivir con el “más” por delante.
Y sí, puede que ya no quede tierra que no haya sido pisada por nuestra especie, puede que se conozcan los siete mares (o los que haya), que todas las montañas estén medidas y los ríos nombrados. Sí, puede que la ciencia nos haya dado el privilegio de mirar a las estrellas con microscopio y deleitarnos con el inmenso vacío que envuelve nuestra esfera azul.
Pero esa obsesión con llegar más allá, no nos ha ayudado a comprender lo que hay aquí. Ya que tal vez nos hemos perdido mirando fuera. Fantaseando con la posibilidad de vida en otros planetas, imaginando las culturas de otros continentes, suspirando con postales de otros países. A lo mejor, ese deseo de estar allá, nos alejado del único lugar en el que estamos: Aquí.
A mí me parece que nos hemos obsesionado con la conquista y cegado por la ambición.
Porque conquistar no es algo que hagan solo los imperios. Un conquistador es todo aquel que vive en base al “Yo estuve, Yo hice, yo conseguí”, que no es otra cosa que la versión moderna del “Vine, vi, vencí” de Julio César.
Y desde luego, todo conquistador está movido por la ambición, cualquiera que sea. Y la ambición siempre busca reconocimiento, busca ser reconocida, precisamente por haber estado, haber hecho y haber conseguido.
La ambición nos ha llevado lejos, muy lejos, pero no nos ha acercado a nosotros mismos. Todos los viajes y las expediciones del ser humano nos han aportado valiosos conocimientos, han escrito libros, rellenado gráficos y estadísticas.
 Nos encanta teorizar, hacer estudios, tomar muestras y dar conferencias; y no cabe duda, como especie –y en el ámbito material y tecnológico –hemos realizado grandes logros.
Pero todos los logros y medallas que nos colgamos y con las que nos identificamos, no han mermado el conflicto en el que vivimos. Hemos recorrido todos los confines del planeta y hasta hemos flirteado con lo que hay fuera de éste; pero todavía no hemos emprendido el mayor de los viajes, ese que lleva hacia uno mismo.
Todo sería distinto si empezáramos desde dentro. Porque para amar a los árboles no necesitas realizar una exótica aventura al Amazonas. Basta con observar un árbol, cualquiera que sea, y palpar la rugosa textura de su tronco, el suave tacto de sus hojas, las hormiguitas trabajando en silencio por las ramas, sentir la vida que desprende y las raíces que se sepultan entre la tierra.
Necesitamos conectar con lo que está aquí; observar lo que nos rodea sin fantasear con estar en un sitio mejor, o peor. El primer paso es darnos cuenta del lugar donde se sostienen nuestros pies, sentir la hierba en cada zancada, o sentir el asfalto y tal vez preguntarnos por qué hay muchos sitios en los que no hay otro material que pisar.
Observemos a las personas, sus miradas, sus pequeñas preocupaciones y sus alegrías, veámoslo todo, sin tachar nada de grande o pequeño; porque la lombriz es igual de importante que la gaviota. Observemos, con total atención, tanto lo que ven los ojos como lo que se les escapa. Veamos lo que nos mueve, lo que nos impulsa a andar y a desear. No intentemos cambiar lo que no nos gusta, ni hagamos la vista gorda a aquello que nos perturba. Solo así podremos descubrir por qué la mente siempre quiere estar en otro sitio, por qué siempre queremos algo más.
Y cuando somos conscientes de la respiración, de los sonidos, las luces y las sombras; cuando hacemos esto sin pensar en lo que vendrá después o lo que ocurrió antes; nos fundimos con el momento presente. Entonces, cuando abrazamos todo lo que contiene este instante (y es que lo contiene todo), la ambición desaparece, y  cuando no hay ambición, tampoco hay conflicto; porque aquí y ahora, nunca hay conflicto.
El viaje al presente, es para mí la mayor de las travesías. Porque cuando depones las intenciones de conquista, cuando dejas de vivir para decir “Yo estuve, yo hice, yo conseguí”; todo movimiento se torna distinto. Y da igual que recorras mil leguas o que des un paseo de cinco minutos, el mundo entero respira contigo, junto con toda la vida que contiene y la que respira desde las estrellas. Entonces el viaje que realizas deja de buscar un objetivo, o una recompensa; porque el premio es recorrer el sendero que sabes que tienes que recorrer. De ese modo, no importa a dónde vayas, porque si estás del todo aquí, en el momento presente, ya has llegado.
Ayer leí una frase que decía: “La vida tiene un significado extraordinario –no el significado que le damos a la vida –sino que la vida, en sí misma, tiene un significado extraordinario”.

¿No te dan ganas de vivir después de leerlo?