domingo, 24 de abril de 2016

Verde, Blanco y Verde

Me siento vacío y lleno, con ganas de llorar y reír, recordar y olvidar. Después de despedirnos, después de ese abrazo, se me pasaron muchas cosas por la cabeza. Pasaron por mi mente los diez años sin vernos, pasó la distancia que se deshizo, pasaron todos los momentos juntos, desde que correteábamos siendo renacuajos por el patio de Mamá Agarita, hasta que corríamos como salvajes condenados por las playas del río Wendá. Todo era un continuo, sin separación ni distancia, esos momentos eran pasados, pero seguían vivos, latiendo fuerte dentro de mí.
Y si te soy sincero, me entró miedo, me dio miedo de que ese continuo, ese conjunto de elementos vitales, de vida misma, se deshiciera, que se fuera y se perdiera. Tenía miedo y quizás todavía lo tenga, de no volverte a ver, de tener que esperar tanto para volver a sentir lo que sentimos. Y no sé, hay personas en la vida con las que conectas de una manera espontánea, con las que todo es fácil, o al menos, es fácil ser tú mismo.
Así me sentí en todo este tiempo en Santa Cruz, libre de ser yo mismo. Y claro, sé que eso no depende de ti ni de nadie, pero creo que influye la atmósfera que te rodea….
Y no sé, realmente ni siquiera quiero hablar de eso. No sé, quería agradecerte y escribir algo bonito, pero ahora estoy escribiendo como hablo, sin venas poéticas ni adornos literarios.
Ahora me siento feliz estando con mis hermanos. Ayer estábamos todos juntos, hablando, compartiendo anécdotas, siendo exagerados y dramáticos, riendo y masticando y escupiendo pepitas de mandarinas.
Esta mañana leí un capítulo de mi libro de Krinhamurti y me llegó. El capítulo hablaba de la verdadera vocación del ser humano, y leer eso, comprenderlo y prestar atención a lo que ocurre en mí mismo me hizo sentir en paz. Paz que quizás todavía sienta, aunque te extrañe, aunque en mi corazón haya un huequito por ver a mamá Agarita llorar, sentada en su sillita, diciéndonos que vayamos con Dios y que nos quiere mucho.
Hay tanto agradecimiento en mi corazón, tanta vida en mi piel, tanto por compartir, expresar y crear. Es mágica la vida, es mágica y me siento pequeño y grande. Y no sé, hacia ti tan solo siento amor. Es increíble que lo único que queda, cuando dejas ir todo lo demás, cuando dejas ir los conflictos, las ataduras y los condicionamientos, uno se olvida de todo, del rostro, del color de los ojos y de las manías y peculiaridades, porque lo único que permanece, latiendo con fuerza, apagándose y renovándose en cada instante es el amor.
Y ese amor se manifiesta de mil diversas formas. Por ejemplo, al salir de Santa Cruz vi uno de esos anuncios de Coca Cola, esos enormes carteles adorando las avenidas. Y por primera vez no sentí rechazo hacia esa marca, ni ese líquido negro; porque en ese anuncio, aunque fuera de Coca Cola, vi arte, te vi a ti, con tu camarita y tu tripodio, hablando de luz, contraste, saturación, enfoque y otras webadas que no entiendo, pero que aun sin comprenderlas, ahora me apasionan. Así es el amor y eso es lo que provoca, dejar de juzgar y ponerte a observar, con ojos libres, que no buscan llegar a conclusiones ni obtener resultados.
Y ahora recuerdo esa noche en la que hablábamos de nuestro viaje a Samaipata y me dijiste que te sentías feliz y lleno de esperanza.
También me ha venido a la cabeza una vez más el texto de Krisnamurthi y una frase en la que decía que la vida solo existe en relación. Me llama la atención porque él también dice que la libertad solo está en la auténtica soledad. Contradictorio, ¿Verdad?
Puede parecerlo, pero como te dije una vez, siento que es inevitable que el lenguaje se torne paradójico, porque la palabra no es la cosa, lo escrito es la superficie, la manifestación de la esencia, de lo profundo. Por eso, creo que hay que ir más allá de las palabras, sumergirse más profundo. No quedarnos con las apariencias, con ninguna; y las conclusiones son apariencias, capas de cemento que esculpimos para no seguir avanzando y descubriendo.
También, ahora siento que el frejol con arroz es la comida más deliciosa que he probado nunca. Porque es sencillo. Es sencillo andar y correr. Es sencillo inventar historias y jugar con Tiana; aunque otra cosa es cuando Trimbofnia (o como se escriba) aparece en escena. Es sencillo comer hasta que la pancita esté contenta y luego dormir una siesta.
Esa última tarde en Santa Cruz, cuando tu mamá tocó la bocina del jeep y ondeaste los brazos; no sé si lo viste, pero yo hice lo mismo y también me golpeé el pecho, no por hacerme el mono, sino porque todo lo que sentía estaba ahí, latiendo en mi pecho. Con ese gesto quería transmitirte todo lo que me ardía por dentro, y no tenía otra manera de expresarlo.
Después de eso, cuando te perdimos en la distancia, mi vista se perdió en las tres banderas cruceñas que ondeaban en la terminal. Verde, blanco y verde. Y el cielo azul, basura en el suelo, vendedores ambulantes poniendo la música al ambiente tratando de convencerte para que les compres cuñapés. Era una escena hermosa e irrepetible.
Hay esperanza primo, y no me refiero a la esperanza de refugiarse en una espera. Hablo de la esperanza que hay en el alma, esa vocecita que nos dice que las cosas saldrán bien, que incluso, en este momento ya lo están.
Sé que te gustaría ver una apocalipsis zombie para que el ser humano cambie y deje hacer el imbécil por el mundo. Pero no sé, tal vez no sea necesario, quizás solo haga falta soltar unas buenas carcajadas, cortar cebolla, picar pimentón, triturar ajo y freírlo todo en un rico ahogadito. Tal vez el mayor regalo que le podemos ofrecer al universo es ser nosotros mismos, con total sinceridad y espontaneidad; no negar nuestros tropiezos y conflictos, tampoco idealizar la perfección. Porque tal vez lo perfecto no esté después de la vida, sino en el traqueteo de unos bambús, meciéndose con el viento de Arubai.
Una vez me dijiste que hay que compartir con los demás lo que uno lleva dentro –o al menos eso creí escuchar yo –pero quizás lo verdaderamente importante sea compartirlo contigo mismo. Esa, creo yo, es la verdadera valentía, ser honesto contigo mismo, compartir contigo, expresarte en libertad contigo; porque al hacer eso ya lo estás compartiendo con todos los demás. Es como los campos mórficos esos que decía el gaucho de la reunión de la escuela. Todo está relacionado, todo es una sola cosa. Somos hojas de un mismo árbol, réplicas del universo entero en miniatura, gotas que contienen al océano… Se puede decir de muchas maneras y creo que todos hemos sentido eso de que lo que hacemos está interconectado con el todo. Y no hay que ser un experto en física cuántica para darse cuenta de ello, tan solo tirarse un pedo y ver cómo afecta eso a todo lo que te rodea.
“Hoy es un buen día para morir” dijiste al regresar de Arubai esa última vez. Y esa es la sensación que te dejan los días que se han vivido de verdad, que estás listo para morir, para que todo acabe, porque no hay cosas de las que arrepentirse, porque lo has dado todo y no te has reservado nada. Así me sentía cuando dejé la ciudad en la que nací, observando un atardecer nublado desde el autobús. Me sentía listo para morir. Pero también me daba miedo que todo acabe, porque, ¿Qué pasaría después?
Y ahora me doy cuenta de que lo único que puede ocurrir cuando mueres, es volver a nacer. Lo único que puede venir después de la noche, es el día. Después del invierno, la primavera. Una vez más suena paradójico, pero no son las palabras lo que importan, sino lo que hay detrás.
Y hay que morir, es necesario. Y no una vez, no de viejo, ni atropellado o devorado por un caimán; hay que morir cada día, con cada experiencia, para volver a nacer, para vivir lo que está ocurriendo como algo nuevo.
No sé cuándo nos volveremos a ver. Y cualquier cosa que diga para encontrar una respuesta confortable, a la vez que realista y esperanzadora, no hará otra cosa que dividirme por dentro y hacerme sentir en lucha y conflicto.
La verdad es que no sé. No sé lo que va a pasar, ni lo que haré, ni lo que tú vas a almorzar hoy, aunque hay altas probabilidades de que sea un frejol con arroz. La incertidumbre desconcierta, inquieta y preocupa, pero solo cuando quieres buscar seguridad en el futuro, y eso, veo yo que no existe.
Lo que sí sé, es que hay vida en ti y en mí. Sé que aprendemos, juntos, de nosotros, de la vida, de los caminos con espinas y de las quebradas anchas. Aprendemos al dormir y al andar, al dejar huellas y al borrarlas con la corriente del tiempo. Sé que te quiero y que este es el mejor día que ha existido para vivir. Sé que hay cargas por soltar y muchas más bromas por contar. Sé que hay mucho por escuchar, abrazos por dar y cielos por admirar. Sé que no nos necesitamos para ser felices, pero sé que saber que existes me hace feliz, o más que hacerme feliz, tu existencia es felicidad. Y lo mismo podría decir de Colleen, de mi mamá, de mi papá, de Ginóbili, de un manechi, de una orquídea, de tu gato muerde dedos y de las cascadas de Cuevas. La existencia de la vida es dicha pura, la simple existencia y ser parte de ella. Solo hay que reconocerla y reconocerte a ti mismo en ella, en ese fluir infinito.
Eres un niño grandote, que suda como chancho y saca fotos asombrosas. Eres una personita viva, con un corazón que late y un hígado que sufre de vez en cuando. Así pues, jrocotombea, zambardea y lorcea. Engulle y juega. Vive y bromea.
Y tal vez no sepamos cuando será la próxima vez que nos volvamos a juntar para hacer de las nuestras, pero sea cuando sea ese momento, es genial.
Y no me he equivocado al decir “Es” en lugar de “será”.