Me siento vacío y lleno, con ganas de llorar y
reír, recordar y olvidar. Después de despedirnos, después de ese abrazo, se me
pasaron muchas cosas por la cabeza. Pasaron por mi mente los diez años sin
vernos, pasó la distancia que se deshizo, pasaron todos los momentos juntos,
desde que correteábamos siendo renacuajos por el patio de Mamá Agarita, hasta
que corríamos como salvajes condenados por las playas del río Wendá. Todo era
un continuo, sin separación ni distancia, esos momentos eran pasados, pero
seguían vivos, latiendo fuerte dentro de mí.
Y si te soy sincero, me entró miedo, me dio
miedo de que ese continuo, ese conjunto de elementos vitales, de vida misma, se
deshiciera, que se fuera y se perdiera. Tenía miedo y quizás todavía lo tenga,
de no volverte a ver, de tener que esperar tanto para volver a sentir lo que
sentimos. Y no sé, hay personas en la vida con las que conectas de una manera
espontánea, con las que todo es fácil, o al menos, es fácil ser tú mismo.
Así me sentí en todo este tiempo en Santa
Cruz, libre de ser yo mismo. Y claro, sé que eso no depende de ti ni de nadie,
pero creo que influye la atmósfera que te rodea….
Y no sé, realmente ni siquiera quiero hablar
de eso. No sé, quería agradecerte y escribir algo bonito, pero ahora estoy
escribiendo como hablo, sin venas poéticas ni adornos literarios.
Ahora me siento feliz estando con mis
hermanos. Ayer estábamos todos juntos, hablando, compartiendo anécdotas, siendo
exagerados y dramáticos, riendo y masticando y escupiendo pepitas de
mandarinas.
Esta mañana leí un capítulo de mi libro de
Krinhamurti y me llegó. El capítulo hablaba de la verdadera vocación del ser
humano, y leer eso, comprenderlo y prestar atención a lo que ocurre en mí mismo
me hizo sentir en paz. Paz que quizás todavía sienta, aunque te extrañe, aunque
en mi corazón haya un huequito por ver a mamá Agarita llorar, sentada en su
sillita, diciéndonos que vayamos con Dios y que nos quiere mucho.
Hay tanto agradecimiento en mi corazón, tanta
vida en mi piel, tanto por compartir, expresar y crear. Es mágica la vida, es
mágica y me siento pequeño y grande. Y no sé, hacia ti tan solo siento amor. Es
increíble que lo único que queda, cuando dejas ir todo lo demás, cuando dejas
ir los conflictos, las ataduras y los condicionamientos, uno se olvida de todo,
del rostro, del color de los ojos y de las manías y peculiaridades, porque lo
único que permanece, latiendo con fuerza, apagándose y renovándose en cada
instante es el amor.
Y ese amor se manifiesta de mil diversas
formas. Por ejemplo, al salir de Santa Cruz vi uno de esos anuncios de Coca
Cola, esos enormes carteles adorando las avenidas. Y por primera vez no sentí
rechazo hacia esa marca, ni ese líquido negro; porque en ese anuncio, aunque
fuera de Coca Cola, vi arte, te vi a ti, con tu camarita y tu tripodio,
hablando de luz, contraste, saturación, enfoque y otras webadas que no
entiendo, pero que aun sin comprenderlas, ahora me apasionan. Así es el amor y
eso es lo que provoca, dejar de juzgar y ponerte a observar, con ojos libres,
que no buscan llegar a conclusiones ni obtener resultados.
Y ahora recuerdo esa noche en la que
hablábamos de nuestro viaje a Samaipata y me dijiste que te sentías feliz y
lleno de esperanza.
También me ha venido a la cabeza una vez más
el texto de Krisnamurthi y una frase en la que decía que la vida solo existe en
relación. Me llama la atención porque él también dice que la libertad solo está
en la auténtica soledad. Contradictorio, ¿Verdad?
Puede parecerlo, pero como te dije una vez,
siento que es inevitable que el lenguaje se torne paradójico, porque la palabra
no es la cosa, lo escrito es la superficie, la manifestación de la esencia, de
lo profundo. Por eso, creo que hay que ir más allá de las palabras, sumergirse
más profundo. No quedarnos con las apariencias, con ninguna; y las conclusiones
son apariencias, capas de cemento que esculpimos para no seguir avanzando y
descubriendo.
También, ahora siento que el frejol con arroz
es la comida más deliciosa que he probado nunca. Porque es sencillo. Es
sencillo andar y correr. Es sencillo inventar historias y jugar con Tiana;
aunque otra cosa es cuando Trimbofnia (o como se escriba) aparece en escena. Es
sencillo comer hasta que la pancita esté contenta y luego dormir una siesta.
Esa última tarde en Santa Cruz, cuando tu mamá
tocó la bocina del jeep y ondeaste los brazos; no sé si lo viste, pero yo hice
lo mismo y también me golpeé el pecho, no por hacerme el mono, sino porque todo
lo que sentía estaba ahí, latiendo en mi pecho. Con ese gesto quería
transmitirte todo lo que me ardía por dentro, y no tenía otra manera de
expresarlo.
Después de eso, cuando te perdimos en la
distancia, mi vista se perdió en las tres banderas cruceñas que ondeaban en la
terminal. Verde, blanco y verde. Y el cielo azul, basura en el suelo,
vendedores ambulantes poniendo la música al ambiente tratando de convencerte
para que les compres cuñapés. Era una escena hermosa e irrepetible.
Hay esperanza primo, y no me refiero a la
esperanza de refugiarse en una espera. Hablo de la esperanza que hay en el
alma, esa vocecita que nos dice que las cosas saldrán bien, que incluso, en
este momento ya lo están.
Sé que te gustaría ver una apocalipsis zombie
para que el ser humano cambie y deje hacer el imbécil por el mundo. Pero no sé,
tal vez no sea necesario, quizás solo haga falta soltar unas buenas carcajadas,
cortar cebolla, picar pimentón, triturar ajo y freírlo todo en un rico
ahogadito. Tal vez el mayor regalo que le podemos ofrecer al universo es ser
nosotros mismos, con total sinceridad y espontaneidad; no negar nuestros
tropiezos y conflictos, tampoco idealizar la perfección. Porque tal vez lo
perfecto no esté después de la vida, sino en el traqueteo de unos bambús,
meciéndose con el viento de Arubai.
Una vez me dijiste que hay que compartir con
los demás lo que uno lleva dentro –o al menos eso creí escuchar yo –pero quizás
lo verdaderamente importante sea compartirlo contigo mismo. Esa, creo yo, es la
verdadera valentía, ser honesto contigo mismo, compartir contigo, expresarte en
libertad contigo; porque al hacer eso ya lo estás compartiendo con todos los
demás. Es como los campos mórficos esos que decía el gaucho de la reunión de la
escuela. Todo está relacionado, todo es una sola cosa. Somos hojas de un mismo
árbol, réplicas del universo entero en miniatura, gotas que contienen al
océano… Se puede decir de muchas maneras y creo que todos hemos sentido eso de
que lo que hacemos está interconectado con el todo. Y no hay que ser un experto
en física cuántica para darse cuenta de ello, tan solo tirarse un pedo y ver
cómo afecta eso a todo lo que te rodea.
“Hoy es un buen día para morir” dijiste al
regresar de Arubai esa última vez. Y esa es la sensación que te dejan los días
que se han vivido de verdad, que estás listo para morir, para que todo acabe,
porque no hay cosas de las que arrepentirse, porque lo has dado todo y no te
has reservado nada. Así me sentía cuando dejé la ciudad en la que nací,
observando un atardecer nublado desde el autobús. Me sentía listo para morir.
Pero también me daba miedo que todo acabe, porque, ¿Qué pasaría después?
Y ahora me doy cuenta de que lo único que
puede ocurrir cuando mueres, es volver a nacer. Lo único que puede venir después
de la noche, es el día. Después del invierno, la primavera. Una vez más suena
paradójico, pero no son las palabras lo que importan, sino lo que hay detrás.
Y hay que morir, es necesario. Y no una vez,
no de viejo, ni atropellado o devorado por un caimán; hay que morir cada día,
con cada experiencia, para volver a nacer, para vivir lo que está ocurriendo
como algo nuevo.
No sé cuándo nos volveremos a ver. Y cualquier
cosa que diga para encontrar una respuesta confortable, a la vez que realista y
esperanzadora, no hará otra cosa que dividirme por dentro y hacerme sentir en
lucha y conflicto.
La verdad es que no sé. No sé lo que va a
pasar, ni lo que haré, ni lo que tú vas a almorzar hoy, aunque hay altas
probabilidades de que sea un frejol con arroz. La incertidumbre desconcierta,
inquieta y preocupa, pero solo cuando quieres buscar seguridad en el futuro, y
eso, veo yo que no existe.
Lo que sí sé, es que hay vida en ti y en mí.
Sé que aprendemos, juntos, de nosotros, de la vida, de los caminos con espinas
y de las quebradas anchas. Aprendemos al dormir y al andar, al dejar huellas y
al borrarlas con la corriente del tiempo. Sé que te quiero y que este es el
mejor día que ha existido para vivir. Sé que hay cargas por soltar y muchas más
bromas por contar. Sé que hay mucho por escuchar, abrazos por dar y cielos por
admirar. Sé que no nos necesitamos para ser felices, pero sé que saber que
existes me hace feliz, o más que hacerme feliz, tu existencia es felicidad. Y
lo mismo podría decir de Colleen, de mi mamá, de mi papá, de Ginóbili, de un
manechi, de una orquídea, de tu gato muerde dedos y de las cascadas de Cuevas.
La existencia de la vida es dicha pura, la simple existencia y ser parte de
ella. Solo hay que reconocerla y reconocerte a ti mismo en ella, en ese fluir
infinito.
Eres un niño grandote, que suda como chancho y
saca fotos asombrosas. Eres una personita viva, con un corazón que late y un
hígado que sufre de vez en cuando. Así pues, jrocotombea, zambardea y lorcea.
Engulle y juega. Vive y bromea.
Y tal vez no sepamos cuando será la próxima
vez que nos volvamos a juntar para hacer de las nuestras, pero sea cuando sea
ese momento, es genial.
Y no me he equivocado al decir “Es” en lugar
de “será”.