domingo, 18 de diciembre de 2016

Guille

Cuando te conocí, en septiembre de 2014, estabas aprendiendo a pronunciar tu nombre de España: Guille.
Ayer, cuando vi el discurso que diste en tu graduación, lloré. Lloré antes de que dijeras una sola palabra. Y aplaudí, sí, aplaudí cuando te llamaron al escenario, del otro lado del Atlántico.
Supongo que verte fue destapar mi corazón de emociones. Y por mi cabeza pasaron ráfagas de nuestros paseos por Madrid. Tú llamándome después de cenar, andando de noche, alumbrados por las farolas y el tráfico de la ciudad. Tantas conversaciones tuvimos en las que pude ser yo mismo. Tantas conversaciones en las que pude escucharte, reflexionar y callar.
Ayer, cuando te escuché hablar, al frente de tu universidad, no sé, me sentí orgulloso. “Yo soy amigo de ese tipito” decía dentro de mí.
Tus preguntas. Me encantan tus preguntas. Esas preguntas que te despojan de convencionalismos y ponen en marcha tus neuronas. Esas preguntas que solo se puede responder con vulnerabilidad. Contigo, es un placer ser vulnerable y sentirme pequeño, y dudar y tener miedo.
Recuerdo cuando volviste de Francia y te fui a buscar a Moncloa. Era primavera y las hojas de los árboles silbaban con el viento. Hablamos un buen rato, poniendo al día nuestras vidas. Pero al final, encontramos un banquito cerca del templo de Debot y tocaste la flauta. Tu cabeza y tus brazos se movían al son de la melodía, había tanta armonía en ese instante, todo estaba en su sitio. Las ramas meciéndose con la velocidad justa, la brisa purificando el aire, el silencio inusual de la capital. Qué belleza.
Te vi feliz ayer, y eso fue lo que más me alegró. Pero también te vi nervioso, pero de esos nervios que preceden a un acto de valentía.
Luego nos encontramos en Estados Unidos, en San Antonio. Recuerdo el downtown, y nosotros corriendo por esas calles iluminadas y esos parques llenos de niños. Recuerdo las bicis, el concierto de jazz al que no prestamos mucha atención. Y claro, nunca voy a olvidar la historia que inventamos Colleen, tú y yo. Aunque, ahora que lo pienso, la he olvidado. Sé que empezaba con un niño en un bosque, pero no recuerdo cómo terminaba. Pero el contenido de la historia no era lo importante. Para mí, esa noche creamos algo juntos, en esos asientos blancos en medio del césped del campus. Nos veo allí a los tres, con toda nuestra energía puesta en la creación de un cuento ficticio. Yo intentaba darle profundidad a la historia y Colleen intentaba reducirla al ridículo, pero no recuerdo cuál era tu estrategia para crear tu parte del relato.
San Antonio, hogar de mi equipo favorito de básquet, fue para mí un refugio, un lugar de sanación. Fue un punto de inflexión y un nuevo comienzo. Y fue gracias a ti. A tu “ático” en el que yo tenía que andar con la cabeza agachada. Fue un placer cocinar y compartir cenas en esa mesita redonda. Y claro, recuerdo la última vez que nos despedimos. Después del abrazo del adiós, tú recorriste ese pasillito que conectaba con tu universidad. Te vi marcharte, y agarré con fuerza las manos de Colleen, pero de algún modo, sentía que faltaba algo. Así que corrí detrás de ti, y te di un abrazo más, uno en el que las lágrimas fluyeron por mis mejillas, y yo solo pude decir: Gracias.
Ayer, mientras pronunciabas tu discurso, me di cuenta de que el tiempo pasa. Tú has estado en un vaivén entre San Antonio y Europa, yo me deslicé de América del Norte al Sur, y ahora de vuelta al viejo continente. Tú te acabas de graduar de la universidad; yo, bueno, dentro de poco terminaré un curso y me darán un diploma por ello, así que técnicamente es lo mismo.
Sí, el tiempo pasa. Pero al mismo tiempo no lo hace. Y contigo lo siento de esa manera, porque sé que nos volveremos a ver, no tengo ninguna duda, y el cuándo, no me preocupa, porque sé que la vida se encargará de brindarnos el espacio necesario para hacerlo. Sé que tú vendrás, que yo iré, o que nos cruzaremos por el camino, y sé que volverá a ser importante para ambos.
Verte ayer le quitó peso a mi mente. Y es que últimamente he estado pensando demasiado. He tenido algunos momentos altos y otros bajos. Pero hoy, hoy estoy aquí, escribiéndote.
¿Y sabes qué?
Hoy me preparé unos macarrones con berenjena, cayena y cilantro. Quedaron exquisitos y comí unos buenos dos platos. Me gusta cocinar, y sobre todo, me gusta hacerlo cuando no tengo prisa, cuando puedo picar las verduritas con tranquilidad y cocerlas a fuego lento.
Ayer, dijiste que el consejo que la mayoría de la gente se daría si volviera a tener 22 años, es que hay tiempo suficiente, y que al final las cosas saldrán bien.
Eso es lo que siento cuando cocino, y así es como me siento con respecto a mi propia vida.
Sin embargo, creo que a veces, todos olvidamos ese consejo. Y nos perdemos este momento por preocuparnos por el siguiente o arrepentirnos del anterior.
Recuerdo que yo quería eliminar esos momentos de estrés, esos días de conflictos y de pensamientos huracanados, pero ahora, creo que esos momentos le dan salsa a la vida. Esos temores, esos pasos temblorosos, esas voces que tartamudean.

En este momento, amigo mío, no pretendo ser perfecto. Y es que en este preciso instante, al igual que esa noche en el templo de Debot, todo está en su sitio. Tú allí, yo aquí, pero, de algún modo –como el nacimiento y el desemboque de un río – conectados, fluyendo a través de la misma vertiente infinita.



viernes, 16 de diciembre de 2016

Quizás

Son casi las 3 de la mañana, pero hay que escribir.
Hace 48 horas estaba un poco destrozado. ¿Razón?
Un cúmulo de cosas sobre las que estaba pensando demasiado. Una vez más, y arriesgándome a sonar repetitivo, tenía miedo y preocupaciones. Sobre qué estaba asustado y preocupado, en realidad es irrelevante. Lo único que importa decir es que eran asuntos externos, cuyo resultado final no depende de mí.
Una vez un buen amigo me dijo que lo único que puede hacer uno es darlo todo, pero que en ocasiones, incluso todo no es suficiente.
Hoy quiero hacerle una pequeña modificación a esa frase. En realidad sí que es suficiente. No voy a mentir(me), puede ser que lo des todo, que te entregues con todo tu ser, en cualquier acción, y que aun así las cosas salgan mal. Y eso escuece, duele y carcome.
Pero, ¿Qué significa que las cosas salen mal? ¿O que salen bien?
El otro día escuché una fábula china acerca de un granjero. El granjero tiene un caballo que realiza todas las labores del campo. El granjero ama a su caballo, pero un día, éste se escapa y el granjero se queda sin su mayor tesoro. Los vecinos van a visitarle y le dicen: “Hemos escuchado lo que te ha pasado, ¡Es horrible!”
A lo que el granjero contesta, encogiéndose de hombros: “Quizás”.
Unos días después el caballo vuelve a la granja y retorna acompañado de tres caballos salvajes. Los vecinos vuelven a visitar al granjero y dicen: “Hemos escuchado lo que ocurrió, ¡Es genial!
Y el granjero se encoge de hombros y responde: “Quizás”.
Luego, el hijo del granjero, intentando montar uno de los caballos salvajes se cae y se rompe la pierna en tres partes distintas. Los vecinos regresan y dicen: “Escuchamos lo que pasó, ¡Es horrible!”.
El granjero, una vez más, responde: “Quizás”.
Después, el país entra en guerra y el ejército va a reclutar al hijo del granjero, pero al ver su estado, lo dejan en paz. Los vecinos dicen: ¡Es genial!
Y el granjero, con voz suave y paciente, responde: “Quizás”.
Esa fábula realmente resonó conmigo. En mi vida, en incontables ocasiones me dejé llevar por las circunstancias, tachándolas de malas o buenas, sin comprenderlas en su totalidad. Esta sencilla historia muestra que en la vida nada es permanente y que cada experiencia no puede ser juzgada de manera inmediata como positiva o negativa.
De hecho, yo no recuerdo ni una sola mala experiencia de la que no haya aprendido algo o de la que no haya surgido una oportunidad.
Aprendí de torceduras de tobillo y de lumbalgias, de dolores de garganta y de heridas en las rodillas. Aprendí de relaciones que terminan, de insultos recibidos y agresiones enviadas.
Es más, me atrevería a decir que los verdaderos puntos de inflexión en mi vida han sido precedidos por grandes conflictos, por momentos de dudas y profunda insatisfacción. Todas esas circunstancias se transformaron en oportunidades.
Ayer fue uno de esos días en los que me acordé del granjero de la fábula. Era mediodía, yo me sentía tenso, bloqueado, intentando buscar una solución, desesperado por salir de ese estado, pero incapaz de alejarme del mismo. Entonces, yo mismo me dije: ¡Qué mal que estás Ariel!
Y mi respuesta espontánea fue, “Quizás”.
En ese momento, acepté la situación y me di cuenta de que el cuerpo me rogaba hacer ejercicio. Más concretamente, quería jugar fútbol. No sé por qué, pero era lo que quería.
Así que cogí el balón y fui a la cancha más cercana, pero había unos cuantos adolescentes fumando y parloteando en medio del campo. Y me asusté, me daba miedo entrar a la cancha solo. No sentía temor hacia los chicos, lo que me asustaba era que me vieran jugar y se rieran de lo malo que soy. Por muy ridículo que suene, esa es la verdad.
Lo que hice fue agachar la cabeza y volver a casa. Una vez más estaba frustrado, sin parar de pensar en un millón de cosas para mantenerme en ese estado. Además, el cielo estaba cubierto por un único manto gris, hacía frío, tal vez era mejor dejarlo para otra ocasión.
Pero al entrar a casa, me entró un arrebato de rabia y determinación.
-Al carajo, voy a ir a la otra cancha –me dije en voz alta. Y eso hice, solo que esta vez cogí el balón de básquet también. Fui corriendo, por momentos a máxima velocidad. Iba tan rápido, que las personas, coches y edificios se hacían borrosos y se quedaban atrás con cada zancada.
Al llegar a la cancha, inspirado por la épica música que fluía por mis oídos, me puse a correr con el balón en los pies, acelerando, pateando, tirando la pelota lejos y acelerando todo cuanto podía para alcanzarla. Después, abandoné el fútbol y me pasé al básquet. Driblé, hice fintas, giros, y corrí de un aro a otro hasta que los pulmones amenazaban con salirme por la boca. Y aun cuando no tenía aire, seguí corriendo, hasta que las piernas me temblaran. Solo entonces dejé el básquet y volví al fútbol. Estuve así, cambiando de deporte, hasta que de la emoción, di un pelotazo tan fuerte –y tan desviado –que sobrepasó la reja de la cancha y los arbustos de detrás. Tardé unos diez minutos en encontrar la pelota, que había realizado una gran excursión ladera abajo. Qué experiencia más catártica.
Entonces regresé a casa y me preparé unos ricos espaguetis con berenjena, tomate y un toque de vino rojo. Comí hasta que el corazón quedó contento y luego, después de un descansito, me puse a escribir. De repente, toda la tormenta que antes tenía en mi cabeza, había desaparecido. Ya no quedaba nada de ella.
Por la noche, salí al parquecito infantil de enfrente y me acurruqué en una especie de camilla colgante (realmente no sé cómo describirlo). Desde ahí admiré durante un gran rato la luna casi llena, y sonreí al ver cómo las nubes se desplazaban, desvaneciéndose, poco a poquito del horizonte nocturno.
Las nubes van y vienen. A veces cubren el cielo entero, en ocasiones se difuminan, dejando al descubierto el azul celeste. Nada es permanente, ni lo que llamamos bueno, ni lo que tachamos de malo.
Cuando te entregas a algo, cualquier cosa, con toda tu alma, el resultado en realidad no importa. Y si te dicen que las cosas han salido mal, puedes encogerte de hombros, sonreír y decir: Quizás.


viernes, 9 de diciembre de 2016

Comida, ¿Un negocio o un derecho?

Comer es un acto social, un placer, un trámite o un privilegio, dependiendo del cristal con que se mire.
Pero ante todo, la comida es una necesidad básica, algo sagrado.
Los alimentos que consumimos tienen gran influencia en el funcionamiento de nuestro organismo, pero también afectan al mundo entero.
Preguntémonos pues, ¿De dónde viene nuestra comida?
¿Cómo es posible que un kilo de azúcar que viene de África sea más barato que el azúcar producido en Europa? Y lo mismo ocurre con las bananas de Latinoamérica y el plátano canario. La fruta que atraviesa el Atlántico llega a salir más económica que la que se produce en España. Gran parte de los productos que consumimos vienen de muy lejos. ¿Cómo es posible que esto ocurra?
En gran parte, ocurre porque la tierra y el trabajo de las personas son más baratos en los países en vías de desarrollo, y por tanto es más rentable importar productos desde allí a España, por ejemplo, que intentar fomentar una producción local.
Y, ¿Cuál es el problema de esta situación?
Que en Bolivia, donde se come quinua desde hace más de mil años, la gente ya no puede permitírsela debido a la increíble subida de precios, porque la mayoría de la quinua que ahora se produce ya no es para ellos, sino para exportar a Europa y Estados Unidos.
En Camboya, miles de campesinos han sido forzados a abandonar sus tierras, a punta de palos, debido a que el gobierno y algunos empresarios, consideraban más económicamente rentable utilizar tal territorio para la plantación de caña de azúcar de exportación. Sin embargo, lo más triste de la situación es que la gente que ha sido expulsada de sus propios cultivos y fincas de los que antes vivían, ahora se ven obligados a trabajar en las plantaciones de azúcar para poder subsistir.
Esta situación de acaparamiento de tierras se está manifestando a nivel global, tanto en Asia, África y Latinoamérica. No es ninguna invención ni exageración.
Y al hablar de acaparamiento de tierras, hay que hablar de monocultivos y con éstos vienen los pesticidas, que van de la mano con los transgénicos.
Cuando vas por una carretera rural y observas el paisaje, tan solo se ven monocultivos. En Valencia ves quilómetros y quilómetros de cítricos, en Cáceres grandes extensiones de tabaco, por Castilla Girasoles. En Bolivia, ves laderas de montañas enteras cubiertas con cultivos de coca.
Y resulta que la naturaleza se caracteriza por la diversidad. La diversidad se respira en cualquier tipo de ecosistema, en las miles de formas, colores y funciones que desempeña la vida. En ese sentido, los monocultivos son algo nada natural. ¿Cuál es su consecuencia?
Que en un medio natural y diverso, las plagas y enfermedades lo tienen más difícil para proliferar, ya que muchas de ellas son específicas de cada especie. Por tanto, en un ambiente diverso, las plantas son menos propensas a sufrir plagas. Sin embargo, en los monocultivos estamos brindando las mejores condiciones posibles para que las plagas y enfermedades proliferen.  Y, ¿Qué necesitaremos entonces para controlarlas?
Pesticidas. Echamos químicos tóxicos a nuestros alimentos. Tóxicos que en teoría –según las empresas que los producen –no afectan a nuestra salud, pero que tampoco, según los mismos fabricantes, se puede asegurar de que no nos afectan.
Bayer, la empresa químico-farmacéutica alemana, incluso ha creado semillas que producen pesticidas por sí mismas.
Semillas. Monsanto es la compañía líder a nivel mundial de ingeniería genética de semillas. Monsanto ofrece a los agricultores semillas que serán más productivas, más resistentes y de crecimiento más rápido. Pero, lo que no se tiene en cuenta en este trato, es que a partir del momento en que compras las semillas que cultivas, te vuelves dependiente de la compañía. Y al depender de las semillas, dependes también de los pesticidas. Ese es un pack indivisible.
Y da la causalidad, de que Bayer y Monsanto se han fusionado.
Pero la comida no se limita a la agricultura, ¿Qué ocurre con los productos animales?
Cuando estaba en Ohio, vi enormes plantaciones de maíz y soja (transgénicos y rociados con pesticida) extendiéndose por gran parte del estado. ¿Saben cuál era la finalidad de dichas plantaciones?
Alimentar al ganado. Cientos, miles de hectáreas de terreno cultivable, que podría estar alimentando a las personas, está destinado a la alimentación de vacas, para luego poder comernos las vacas. Para mí, no tiene mucho sentido.
En Estados Unidos, de todo su terreno cultivable, tan solo se utiliza un 1% para el cultivo de verduras y frutas para las personas. Mientras que para alimentación del ganado se utiliza más del 70% de esta superficie.
Si nuestra prioridad es alimentar a la humanidad, ese estilo no es nada sostenible. El problema es que la prioridad no es alimentar a las personas.
La alimentación humana se ha convertido en un negocio, manejado por un puñado de empresas en un monopolio global. Y la prioridad de cualquier empresa son los beneficios económicos. Ahí está la raíz del problema.
El problema del hambre en el mundo no es la escasez de agua o la infertilidad de la tierra. La tierra es generosa y abundante. Eso lo he visto con mis propios ojos y sentido con mis manos. Cuando se le permite, la naturaleza florece y nos brinda sus frutos sin restricciones.  Y es que tan solo con la comida que se tira a la basura cada año se podría alimentar a todo el mundo.
Pero el problema no es solo el hambre. Y es que el sistema agroalimentario actual, tiene dos caras. Por una parte siembra hambre y desnutrición, por la otra obesidad y enfermedades relacionadas con una mala alimentación.
Pero claro, eso no es importante para los que rigen el sistema, siempre y cuando ellos sigan obteniendo beneficios.
Pero, ¿Es realmente un beneficio el dinero? Sobre todo cuando se obtiene a costa de la explotación humana y de la destrucción de nuestro hogar.
Porque esa es la consecuencia de la industria agroalimentaria actual, la destrucción del planeta.
Como ejemplo me gustaría poner el del aceite de palma, el aceite vegetal más usado del mundo, por sus diversas funciones y su bajo coste. Resulta, sin embargo, que la palma se cultiva exclusivamente en zonas boscosas tropicales, como el sureste asiático, algunas áreas del centro de África y en las regiones selváticas de Latinoamérica. En todas estas regiones se está produciendo una destrucción deliberada de los bosques para destinar dichas áreas al cultivo de palma.
Una de las situaciones más alarmantes tiene lugar en Indonesia, donde en 2015 se registraron más de 117.000 incendios forestales, muchos de ellos provocados exclusivamente para la plantación de palma.
El aceite de palma se utiliza en multitud de alimentos, como chocolates, aperitivos, galletas y precocinados; en gran variedad de cosméticos y también en productos de limpieza. Y cada vez que consumimos estos productos estamos dando nuestra aprobación para que se sigan destruyendo los bosques de nuestro planeta.
Sí, aquí entramos nosotros. Porque nuestras acciones son energía, y de nosotros depende dar energía al modelo agroalimentario actual o no.
“Consumir es un acto político” Escuché una vez. Y sentí que eso era cierto. Pero yo no creo en la política, así que prefiero decir que consumir es un acto de conciencia.
Porque tenemos que ser conscientes de lo que consumimos, de lo que estamos eligiendo para nutrirnos, ver qué hay detrás de cada alimento, ver a quién estamos apoyando.
Pero, no seamos simples consumidores. Si la comida es algo sagrado para nosotros, no nos conformemos con comprarla. Involucrémonos en su proceso, aprendamos de la tierra, busquemos opciones locales, sostenibles, de proyectos que merezcan la pena. No demos por sentado que alguien va a sembrar y cosechar todos nuestros alimentos y traérnoslos hasta casa. La alimentación no es un negocio, es un derecho y una necesidad. Toda persona tiene derecho a la obtención de alimentos buenos y saludables, pero del mismo modo, también es responsabilidad nuestra hacer que esto ocurra, empezando por nosotros mismos.
La comida no puede ser un negocio. La vida, la naturaleza y sus recursos, no son un negocio, ni pueden ser manejados por una empresa.
Hemos llegado a considerar nuestro planeta como un simple medio para la obtención de beneficios, y en el proceso hemos olvidado que este es nuestro hogar, y el hogar de millones de otras criaturas vivientes. Este lugar, esta tierra, con todos sus misterios y maravillas, merece mucho más de lo que le estamos dando. Y por ahí es por donde hay que empezar, valorando, agradeciendo, cuidando y amando lo que tenemos.
Nuestra prioridad máxima tiene que ser el bienestar de la humanidad y de la vida en su totalidad. Porque si no tenemos un planeta sano, los beneficios económicos importan tres pepinos, o mejor dicho, no importan nada, porque los tres pepinos sí que son relevantes.




 También, para el que le interese, aquí dejo unos cuantos vídeos relacionados con este tema y que pueden ser muy útiles para crear conciencia:

Tuve la oportunidad de ver este documental en un festival de cine la semana pasada y personalmente es el trabajo audiovisual que más me ha llegado a nivel personal. Trata del acaparamiento de tierras a nivel global, el modelo agroalimentario actual y explora la agricultura sostenible. En este enlace puedes ver el documental por 3 euros, algo que yo consideraría una buena inversión.

Este señor me hizo llorar de emoción y me llenó de inspiración. Lo escuché hablar después de la proyección del documental citado arriba y tuve la oportunidad de compartir un abrazo con él al final de su charla.

Este es un documental de National Geographic, producido y narrado por Leonardo DiCaprio y a mí por lo menos, desde que salió publicado, me apareció por todos sitios. En este enlace está en Español, pero si prefieres el idioma original es muy fácil encontrarlo. 







jueves, 1 de diciembre de 2016

CREER

Creed, sed utópicos, porque la utopía de hoy es la realidad de mañana.
Eso escuché hoy, de boca de un señor de perilla blanca y calvito en toda la parte central de su cabeza.
Llevo un tiempo, más o menos un mes, preocupado por dinero, por cómo ganarme la vida. Estaba en conflicto, por querer papelitos verdes, pero al mismo tiempo por no querer venderme. Tenía miedo de no poder conseguirlo.
Estaba asustado de este mundo. Tan asustado que a veces me entraban ganas de desaparecer y dejar de existir. Me sentía muy distante a los demás, me sentía solo, aislado, ignorado, sin ninguna clase de valoración externa.
En esta vida me han dicho de todo. Me han llamado mediocre, ingenuo, vago, egoísta, miedoso. Y debo admitirlo, eso a veces duele.
Duele que nadie te de palmaditas en la espalda y te sonría, diciéndote que lo que estás haciendo está muy bien.
Me dolía que me mirasen como a un loco cuando decía que lo más importante para mí era vivir con amor. Me dolía que muchas personas me juzgasen por mi capacidad –o incapacidad –de generar dinero.
Tanto me dolía que incluso me escondía. Me escondía porque me daba miedo salir al mundo con el corazón al descubierto y hacerme daño. Me escondía porque sentía que no tenía lo que el mundo pide para ser exitoso. Me escondía porque no tenía títulos, ni premios, ni nada valorable.
Me sentía pequeñito, indefenso, con ganas de meterme en una cueva, hacerme un ovillo y cerrar los ojos.
Pero, siendo honesto, estaba siendo un cobarde.
Y no lo digo por juzgarme o criticarme. No necesito hacerme eso. Estaba siendo cobarde por rendirme antes de hacer nada. Estaba buscando excusas para no seguir mi corazón, para no lanzarme a lo desconocido.
Porque lo que tiene seguir al corazón, es que no sabes cómo acabarán las cosas. Vivir de corazón es ser vulnerable, es ser tú mismo, es ser sincero y transparente. Y yo tenía miedo de hacer eso, porque tenía miedo a salir herido por el camino. Tenía miedo a fracasar, a que las cosas no salieran bien.
Pero hoy veo, en este momento veo, que no puedo saber si las cosas saldrán bien. Tan solo puedo dar todo cuanto tengo, entregarme con todo mi ser y ver lo que surge.
¿Y sabes qué?
No necesito saber que las cosas saldrán bien.
Recuerdo la montaña de Toubkal. El viento, la nieve, el frío, los precipicios, las ampollas en los talones. En ningún momento pensé en la cima, en cuanto faltaba, en cómo lo conseguiría. Todo mi cuerpo y espíritu vivían tan solo para el siguiente paso.
Y llegué. Llegué a la cima. Y luego bajé.
No soy insignificante. Nadie es insignificante. Y lo que hago cuenta. Lo que pienso, lo que digo y las acciones que tomo son importantes. Todos somos importantes.
Todos somos seres vivos, complejos, mágicos. Sí, la vida es mágica. Y cuando hablo de magia, me refiero a que es extraordinaria, especial, que hay algo esencial en la vida que es infinito, ilimitado y puro.
¿Y qué voy a hacer?
Lanzarme a lo desconocido. Entregarme al mundo siendo yo mismo.
¿Y qué puedo ofrecerle al mundo?
Mi vida, mis manos, mis ganas de correr, saltar y observar. Puedo darle al mundo mi pasión por el basket y mi entusiasmo. Puedo darle energía y abrazos fuertes.

Hace poco vi un árbol largo, de tronco enmarañado y cubierto de hojas amarillas. Soplaba viento y había sol, y las hojas se desprendían solas de sus ramas y volaban por el cielo, danzando, haciendo espirales, hasta caer en el suelo, cubriéndolo de colores y belleza.
Y yo tan solo pude arrodillarme ante tal espectáculo. Arrodillarme y llorar. A eso me refiero cuando digo que el mundo es mágico.
Y en este momento, no tengo miedo. Y sin miedo puedo ver con claridad que ganar dinero no importa.
Siento valentía en el pecho. Me siento fuerte, emocionado, enérgico. Me siento pasto húmedo y salmón de río. Me siento ciervo, dejando huellas en la nieve, respirando aire frío.
Y veo la vida sencilla. Veo que lo correcto es simple.
La culpa no es necesaria. La preocupación es inútil. Este momento es nuevo, irrepetible, nunca ha existido uno igual y no lo volverá a haber. Y sí, hay dolor en el mundo. Hay dolor e injusticia. Hay un sistema corrupto, guerras y empresas agroalimentarias que generan hambruna.
Sí, en el mundo hay todo eso, y es triste. No se me ocurre otra palabra para describirlo. Pero sé que se puede hacer algo distinto. Sé que podemos hacerlo mejor. Sé que la naturaleza es generosa y abundante. Lo he visto con mis ojos y sentido en mis manos. Sé que se puede vivir en paz, como hermanos y hermanas, con cariño y gratitud.
Y sé que puedo empezar a construir ese mundo, con cada acción, con cada gesto, instante a instante. Puedo dar ese paso a lo desconocido, ese salto de fe.

Porque la utopía de hoy es la realidad de mañana.