jueves, 19 de junio de 2014

Hablemos del futuro



El futuro, puedo planearlo, intentar predecirlo, comerme las uñas pensando en él, o sencillamente ignorarlo. Y lo único que jamás podré hacer, será vivirlo.
El mañana tan solo es una palabra que se convierte en hoy, a medida que se suceden los días. Por mucho que nos pasemos la mitad de nuestra existencia anticipando el porvenir, la ventaja que nos sacó desde el día en que nacimos, es inalcanzable.
Así pues, disfrutemos de lo único que existe, del presente, de este segundo que se apresura a marcharse, agarrémoslo y exprimámosle hasta la última centésima que lleva encima. No sacrifiques lo que eres por lo que llegarás a ser. No sacrifiques tu esfuerzo por una seguridad que nunca llegará. Despreocúpate de la persona que serás dentro de veinte años, y pasa un poco más de tiempo con el ser humano que eres ahora.
Haz lo que te gusta, carpe diem, sueña, y sé feliz. Y aquí podría acabar este texto, con un final feliz, el que quiero y necesito escuchar.
Lamentablemente, el mañana ya llegó. Y yo no he muerto, no ha caído ningún meteorito, ni el planeta ha decidido regalarnos una segunda glaciación. No, en lugar de eso, el solsticio de verano se acerca, las yemas de los dedos se me curten por la sequedad y por fin, la universidad se acabó. ¡Ah! Relacionado con esto último, he suspendido casi todas las asignaturas.
La carrera no me motiva, casi no he ido a clases y he mandado a freír espárragos al sistema. Dicho de otra manera, ahora mismo, soy yo el que está friendo los condenados espárragos.
Llevo dos años en los que si tan solo me juzgas por mis resultados académicos, dirías que soy un completo idiota. Un imbécil que no aprende, un irresponsable, vago y testarudo.
Si dejas de lado los estudios, te encontrarás con un joven lleno de vitalidad, un amigo leal, una persona que hace todo lo posible por causar un impacto positivo en los demás, un aventurero nato, un apasionado deportista con grandes dotes para la escritura. O al menos, eso es lo que me gustaría a mí.
La verdad es que estoy en un difuso punto intermedio entre ambos extremos. He cambiado y madurado mucho, en diversos aspectos de mi vida, soy plenamente consciente de ello. Del mismo modo, me doy cuenta de que me encanta cavar profundos hoyos, a los que me lanzo de cabeza.
Poco antes de que me tomara, descoordinadamente, doce uvas en noche vieja, mi alma me suplicaba cambiar. Mi corazón estaba desesperado por hacer algo que acelerara sus latidos, todo mi cuerpo añoraba arroparse de nuevas ilusiones. Yo estaba harto de la normalidad, hastiado de no tener planes para los domingos, de jugar a la consola o desperdiciar  mis tardes en una siesta. Sé que soy muy repetitivo en esto, pero ¡Quería vivir!
Y lo hice, vaya si lo hice. Los primeros días del año fueron trepidantes, seguidos de viajes al húmedo norte, personas nuevas, sueños que se abrían paso entre miedos pasados, amistades que se fortalecían y aprendizaje que marcaba. Mi pelo crecía en alborotados rizos, mi barba se hacía más espesa. Las camisas elegantes y mis zapatos de vestir, acumulaban polvo en el armario. Me bañé en unas cuantas cascadas, pero también  me di importantes duchas de humildad. Empecé a acostumbrarme a sonreír, a todo y a todos. La opinión de los demás dejó de importarme, degollé a mi timidez, y celebré su muerte bailando por las aceras. Mi aspecto era salvaje, y yo me sentía extremadamente orgulloso de enseñar la esencia de mi espíritu.
Cogí mi bici y busqué una montaña en la que perderme. Y me lo conseguí, perdí el sendero y deambulé solo, en medio de las colinas. Con un poco de susto encontré nuevamente el camino y no me conformé con volver, sino que subí hasta la cima. Y allí, mientras veía al sol reflejarse en las plácidas aguas de un lago, descubrí que me quería, aunque suene egoísta, es la verdad. Me quería, y mucho, y cuidaba a mi cuerpo, tenía en forma a sus músculos y le daba comida saludable. También alimenté mi mente con un puñado de buenas lecturas y descubrí la mejor forma de nutrir los latidos de mi corazón, Escribiendo.
Durante meses, cuando la gente me preguntaba cómo estaba, yo no podía responder con otra palabra que no fuera “feliz”. Era cierto, intentaba descubrir algo que me perturbara, que me quitara el sueño por las noches o que hiciera segregar algo de bilis a mi hígado, pero no había nada que me quitara las ganas de sonreír.
Yo ya empezaba a cuestionarme la veracidad de aquello de que todo lo bueno llega a su fin. Hasta que llegó la época de exámenes, ¡! Ahí el grifo del interminable arcoíris, se cerró de golpe.
Yo tan solo había ido a la facultad para hacer deporte, reflexionar sobre la vida en el trayecto de autobús, o encontrarme con algún amigo. En cuanto a la asistencia a clases, bueno, supongo que pensé que estaba demasiado ocupado siendo feliz, como para poner un pie en algún aula.
La hecatombe era inminente, y tratando de evitarla, en un intento desesperado, me colgué una pancarta en el pecho, advirtiendo al mundo entero que me embarcaría en un viaje para ser feliz, sin tener ni idea de la fecha de retorno.
Me refugié en la idea de más viajes, mejores aventuras y sueños de mayor altitud. Me dije que haría lo que realmente quería. No quiero malinterpretaciones, no pretendía vivir de la gracia divina y con los brazos cruzados. Me planteé seriamente dejar los estudios,  formar parte de algún proyecto de voluntariado, o incluso, aceptar una oferta de trabajo en el campo, cortesía de mi abuelo.
Fue entonces, cuando me di cuenta de que el futuro existe y que es un maldito incordio. No me quedó más remedio que aparcar durante un momento mi potente maquinaria emocional, y desempolvar algo de mi enterrada racionalidad. Y realmente fue un alivio, como si le hubiera añadido unos cuantos cubitos de hielo a mi visión.
Me di cuenta de que por evitar pensar en el futuro, estaba haciendo todo lo posible por mantener viva la llama del pasado. Me estaba aferrando a esos increíbles seis meses de principio de año, abrazándolos con piernas y brazos, intentando que no se fueran.
Pero del pasado, lo único que queda es el recuerdo, y si vives de recuerdos, cualesquiera que sean, te acabarán matando.
Yo ansiaba que aquella etapa de viajes, descubrimiento personal, experiencias vitales, relajación y filosofía, perduraran por siempre. Lo más gracioso de todo, es que yo quería que la vida me siguiera brindando cambios bruscos y nuevos acontecimientos, y eso fue exactamente lo que me regaló, solo que no del modo en que yo esperaba.
No me quedó otra alternativa que terminar la sanguinaria guerra entre mi cerebro y mi corazón. Ya que iba a necesitar a ambos para salir victorioso de esta batalla.
Lo primero y más importante, no me arrepiento de nada. Así soy de caradura. Este es el mejor año de mi vida, uno en el que he disfrutado como un delfín, en el que he endurecido mis abdominales de tanto reír, he llenado una bañera entera de lagrimitas de emoción, me he acercado al cielo y he terminado enamorándome del sol. Así pues, no tengo ningún pecado que confesar.
Y lo que he decidido, es que no voy a abandonar aquello que no me gusta, no voy a dejar que lo difícil me derribe. Sé que nunca seré capaz de acabar la carrera si mi única motivación es ponerme una túnica negra, subirme a un altar y recoger un papelito doblado (al menos eso es lo que ocurre en las películas). No voy a seguir en la universidad para que me ponga números más bonitos en las calificaciones finales. Tampoco lo haré por prestigio, ni por la esperanza de un mejor puesto de trabajo.
He decidido darle un enfoque completamente distinto a mi educación. Absorberé las enseñanzas que me brinden, realizaré nuevos descubrimientos y leeré autores que me cautiven. Y si hay algo en lo que no crea, algo que me parezca injusto, poco ético o simplemente, aburrido; no lo dejaré, lo cambiaré.
Durante mucho tiempo he volcado mis frustraciones sobre el sistema, pero apenas he mirado por debajo de mi piel. He criticado a la sociedad y al mundo, y me he divertido haciéndolo. Es muy terapéutico maldecir todo lo que te rodea. Desestresante e inútil al mismo tiempo, porque una crítica nunca ha cambiado nada.
Como dijo Michael Jackson, voy a empezar por el hombre del espejo. Ya que si quieres hacer de este mundo un sitio mejor, mírate a ti mismo y cambia algo.
Ya sé cómo vivir al máximo, como si cada segundo fuera el último. Mis retinas se han convertido en cámaras de alta definición, captando al detalle cada instante. Mis pies han aprendido a correr y mi alma, después de tantas tardes fundiéndose con el horizonte, por fin sabe volar. Ahora tengo que averiguar cómo mirar al futuro, sin despegar mis pies del presente. Planificar mi vida, sin dejar de vivirla. Soñar, y al mismo tiempo, trazarme objetivos. No tengo ni idea de cómo hacerlo, pero tengo muchas ganas de descubrirlo.
Así pues, me iré a ser feliz. Mañana mismo me voy, ya tengo mi billete. Pero sé exactamente cuándo volveré, porque hay un mundo entero por cambiar.



martes, 17 de junio de 2014

Dualidad



-Soy la racionalidad que odias, la frialdad de la que escapas, pero estoy dentro de ti, formo parte de tus decisiones, por más que siempre quieras apartarme.
-Lo sé, sé que te necesito, sé que sin tus fríos consejos, habría ardido hace mucho.
-Entonces, ¿Por qué me rechazas?
-Supongo que lo hago porque eres el antihéroe de mis sueños. Siempre que abro las cerraduras de mi pensamiento, tú estás custodiando, tramando mi encarcelamiento nuevamente.
-No intento encerrarte, tan solo evitar que te destroces las alas.
-Pero qué alas, si nunca me has dejado volar.
-Sí que lo has hecho, tú eres de los que vuela todo el tiempo, he visto la admiración que tienes hacia los pájaros. Los envidias, te imaginas siendo uno, por eso nunca dejas de mirar al cielo.
-Y tú siempre estás perdida en la tierra, pudriéndote con el resto de seres conformistas.
-Es irónico, ya que tú eres el primero que te conformas.
-¿Y con qué me conformo?
-Con soñar.
-¡Soñar no es conformarse!
-Si lo único que haces es soñar, te estás conformando con observar a tus ilusiones flotar por el aire, realmente no las interiorizas, ni las experimentas como propias.
-Nunca lo había visto de ese modo.
-Lo sé.
-Tú te crees que sabes todo, y tampoco es cierto, tú no llegas a las nubes, tú no conoces el calor de las lágrimas, los gritos del alma. No tienes ni idea de lo que es la piel de gallina, que tu garganta te arda de tanto rugir, tú no entiendes la vida.
-Pero tú tampoco la entiendes.
-No necesito entenderla, yo solo la vivo.
-¿En serio? Te crees que vives cada instante con la máxima intensidad, pero lo único que haces refugiarte en las alegrías de la emoción. Es adictiva, esa emoción, la necesitas, y cada vez en mayores dosis.
-Eso es por tu culpa, tú eres la que no conformas con ser feliz, con palpar el viento y admirar el horizonte. Tú eres la que exiges más.
-¿Entonces admites que te conformas?
-Tan solo estás intentado engatusarme, alejarme de lo que quiero.
-Y Tú continúas hablando como si yo estuviera fuera de ti. Como si pudieras desprenderte de mí.
-Cada vez que apareces, la felicidad se aleja un poco más.
-Eso es porque no sabes utilizarme.
- Y tú lo único que haces es intentar imponerte, creerte más importante.
-Estamos enfocando esto de manera errónea.
-Tú eres la que estás equivocada. ¡Vete!
-No te das cuenta, no puedo irme.
-No sé qué hacer, estoy perdido.
-Me necesitas.
-Y tú a mí.
-Lo sé.
-¿Entonces por qué discutimos?
-Porque supongo que incluso yo, tengo algo de irracional, y a ti todavía te quedan vestigios de frialdad.
-Puede que sea algo bueno pararse a razonar de vez en cuando. Canalizar las energías, apuntar al cielo, tener una estrategia.
-Y tal vez, aunque te marques el camino, es bueno recordarte que nada saldrá como te lo esperas, que en muchas elecciones no debes escucharme, y guiarte por tus latidos. Sé que no me necesitas, pero yo a ti sí. Y estaré aquí siempre que vengas sangrando, para reorientarte, para ponerte hielo a las heridas y prepararte para la siguiente batalla.
-Y eso será lo que haga. Y te equivocas, ninguno necesita del otro, ni siquiera estamos separados. No sé por qué nos enemistamos, pero somos uno solo. Cuando nos topamos ante una flor, tú la ves, y distingues sus pétalos, y acercas tu nariz para analizar su fragancia. Yo, en cambio, tan solo la admiro, con los ojos cerrados, me inundo y respiro de ella. Pero todo eso ocurre al mismo tiempo, sin que ninguno de los dos haga una sola elección, ambos captamos la belleza de la flor. Juntos, formamos la percepción completa.
-Porque el calor no tendría sentido sin el frío, y la vida estaría demasiado sola sin la muerte. Formamos parte de un todo, y el todo forma parte de nosotros.
-No podría expresarlo mejor.
-Lo sé, lo tuyo no son las palabras.
-Exacto. Yo me impregno de rocío, me lleno las uñas de mugre, acaricio crines de caballos y me lleno los rizos de granitos de arena. Tú te encargas de interpretar mis latidos, darles sentido, empuñar mi inspiración y transformarla en palabras.
-Y juntos, escribimos nuestra historia.

lunes, 9 de junio de 2014

Nací para VIVIR



No elegí nacer en un país con una bandera de tres colores, o hacerlo en las últimas estancias del llamado siglo XX. No elegí hablar esta lengua, ni el color de mis ojos. Tampoco elegí ir a la escuela, ni las asignaturas que estaba obligado a aprobar. No elegí educarme para ser parte de esta sociedad. No elegí vivir tras la estela del poder, ni la indiferencia que consume a este lugar. No elegí vivir en un primer piso y tener vistas al patio de un hotel de cuatro estrellas. No elegí consumir antes que compartir. No elegí al partido político que gobierna este pueblo, ni tampoco la moda que impera en las aceras. No elegí el bipedismo, ni las lumbalgias que conlleva. No elegí ser humano, ni pertenecer a este mundo.
Elegí, sin embargo, soñar con montañas nevadas, correr por la noche, admirar la luna llena y escribir de madrugada. Elegí vivir, en todos los sentidos, usando cada uno de ellos, mientras los tuviera. Para oír los murmullos de la lluvia en mis ojos y saborear su fragancia a través de mi piel.
De ese modo, descubrí mi mayor virtud. Hallé en mi interior una chispita, algo que ardía y movía mis entrañas, era alegría. El material por el que estaba compuesta mi alma.
Tenía una capacidad innata para emocionarme, tan solo me hacía falta ver un árbol plagado de hojas verdes, saborear una manzana, sonreír a un desconocido o imaginarme siendo una golondrina.
Ese era el talento que me definía, ser feliz, por el simple hecho de respirar. Pero lo que realmente agitaba mi pecho, era la idea de compartir este don. Creía que el mundo, podría necesitarlo. Un mundo plagado de coches grises, edificios y asfalto, incluso pensamientos, todos teñidos con tonos grisáceos. Un lugar así, se encontraba sediento de color.
Empecé a soñar con provocar sonrisas, tocar corazones y repartir abrazos.
Y encontré mi otra gran virtud, la ingenuidad. Par muchos un defecto, una maldición.
Por eso, nadie en este mundo es ingenuo. Todos han dejado de creer, todos han acogido al escepticismo como su credo. Los golpes y las arrugas del tiempo hacen que el odio se acumule en los pulmones, y  termine siendo expulsado en forma de rencor, en cada exhalación. Aquí todos buscan dobles sentidos, resquicios de malicia entre frases. Aquí se mata y luego se pregunta, los humanos ni previenen, ni curan, solo destruyen. Se tapan los ojos con miedo y tienen asumido que lo malo conocido es mejor que lo bueno por conocer.
Yo, sin embargo, siempre pienso que lo mejor está por llegar. Pero soy humano y vivo en este mundo, y, del mismo modo en que las gaviotas no eligen morir asfixiadas en petróleo, yo tampoco puedo hacer nada para evitar que la contaminación del hombre se filtre en mi respiración.
Yo también me ahogo en problemas inventados, indiferente a que millones se mueran por conflictos reales. A veces levanto muros sobre los demás, soy egoísta, me dejo invadir por la nostalgia del pasado y me desgarro pensando en el futuro.
Pero todavía siento la voz de la inocencia en mi interior, y en sus pupilas veo reflejada una tierra de iguales, donde los ojos solo se inundan de torrentes de risa y los niños corren descalzos por la hierba.
Todos los seres de este mundo rebosan ingenuidad, a excepción de los humanos, cuya avaricia se ha aprovechado al máximo de esta noble virtud.
Para que la naturaleza humana no destruya mi esencia, decidí vivir cada día como si fuera el último.
Viviendo como si no hubiera mañana, realicé grandes hallazgos. Me di cuenta de que el ocaso no es una ilusión, ni tampoco está lejos, ya que para cortar el fino hilo que separa la vida de la muerte, tan solo basta un estornudo.
Lo siguiente de lo que me percaté, fue de lo mal que enfocamos nuestra existencia. Porque si de verdad te fueras a morir mañana, lo primero que se te cruzaría por la cabeza, sería perdonar a las personas que condenaste, ya que no querrías que el rencor fuera tu único compañero bajo la tierra. Del mismo modo, pedirías disculpas, te darías cuenta de lo ridículo que es el orgullo. Correrías a abrazar a aquellos que amas, porque casi nunca lo habías hecho. Seguramente dejarías tu trabajo, porque dado que vas a morir, perder ocho horas de tu último día, para ganar unos cuantos billetes, seguramente no valdría la pena.
Esa es la primera fase, en la que intentas enmendar lo que deshiciste y tirar por la borda aquello que te pesa y te amarga. Porque comparados con la muerte, los demás problemas parecen una broma de mal gusto.
Si el crepúsculo final todavía no te llevó consigo, lo siguiente que ocurriría, sería que empezarías a dedicar tu tiempo a aquello que realmente enciende tu corazón. Perseguirías tus sueños, aunque fuera solo por un día. Te darían igual las estaciones, y por una vez, no añorarías el verano en invierno, ni la nieve en días soleados. Te darías tiempo para escuchar el canto de los gorriones y disfrutar de los arbustos danzando al viento.
Y si aún sigues vivo, como para ver al astro rey emerger una vez más, te tocarías el pecho, y agradecerías que algo lata ahí dentro. Serías curioso, no escatimarías sonrisas, no tendrías tiempo para prejuicios, rabietas o preocupaciones. Dedicarías tu vida, a vivir.
Así pues, tan solo necesité dos días para aprender a ser feliz. Sentía que crecía, con fortaleza y vitalidad, al ver que la esencia de mi alma, ya no era simplemente una chispa, sino una incontenible llamarada.
Pero, cómo pretender dedicarte a ser feliz, cuando esa profesión no está instaurada en ninguna universidad. Cómo desarrollar tu mayor talento en un mundo que lo desprecia. Aquí la felicidad es el fin, pero no el camino. Todos quieren llegar a ser felices, pero no quieren vivir felices. Todos aspiran a conquistar la felicidad, con una gran casa de tejados rojos frente al mar, un trabajo que derroche prestigio o una novia que exhale suspiros. Pero nadie quiere vivir a carcajadas, darle una patada a sus miedos o bromear sobre sus dificultades.
No podía compartir mi felicidad con ellos, no sabría cómo decirles que el cielo es hermoso. Cómo transmitirles la libertad que te invade, al mirar a las golondrinas surcar las nubes, y desaparecer entre el infinito horizonte azul. Para ellos lo sencillo, es demasiado simple. Para ellos los pájaros son simplemente aves, los árboles, seres inertes con los que construir muebles.
Los humanos tienen otros intereses, algo más complicados que los míos. Ellos no tienen tiempo para vivir, están demasiado ocupados. Estudiando para no aprender, obsesionados únicamente por colgar títulos en sus paredes. No trabajan impulsados por amor, sino más bien, movidos por ese agujero sin fondo, llamado ambición. Extraen arena del fondo de los océanos para levantar islas artificiales. Cazan ballenas, arrasan bosques, arrancan colmillos a elefantes, todo por conseguir más recursos, para poderse matar de mejor manera unos a otros.
Ellos no disfrutan acariciando el rocío de la hierba, ni mantienen conversaciones con los árboles. No comparten mis lágrimas al ver vagabundos morirse de hambre, a las puertas de locales, donde los demás nutren su hinchada panza de grasa.
No quiero ganarme la vida como ellos, nadie debería tener que ganarse la vida. Todos deberían tener derecho a vivirla, y además, con dignidad. Sin embargo, ellos insisten, tienes que seguir sus normas para llegar a ser alguien. Eso significa que si no haces lo que te dicen, no eres nada.
Cuando llegue el día en que la muerte reclame mi cadáver, no quiero presumir de tener dos carreras, tres especialidades y un doctorado. No quiero despedirme de este mundo con dinero en el bolsillo y sueños truncados en el corazón. Quiero decirle adiós a esta vida saltando desde la catarata más alta del planeta, salpicar mis últimos segundos de agua cristalina y desaparecer junto con la espuma, mientras mi cuerpo es devuelto a la corriente.
A veces, he estado tentado de alejarme de mi especie. Dejar atrás las ciudades artificiales y perderme entre los pinares de algún bosque. Comer raíces y bayas, acurrucarme sobre la vegetación y que sean las estrellas lo último que vea, antes de conciliar el sueño. De esa manera, sería el frío del invierno, y no la gelidez de la gente, lo que le ponga fin a mis días.
Pasé muchas veladas despierto, intentando hallar mi lugar en este nido de locura. La idea de escapar, no me reconfortaba, quedarme con ellos, era un tormento. No sabía ni quién era ni de dónde venía.
Hasta que una noche, mientras la lógica dormía y la imaginación se desperezaba, logré internarme en el valle de los sueños. Los robles que custodiaban su entrada, inclinaron apaciblemente sus troncos y me dieron la bienvenida. Sus raíces emergieron del suelo y con pesadas zancadas me guiaron hacia el interior del valle, atravesando un camino de piedras flotantes. No había sombra, ni oscuridad alguna, una luz cegadora entrecerraba mis ojos. No sabía hacia dónde me dirigían los robles, pero yo confiaba en aquellos seres, los conocía desde que eran simples semillas. A medida que la luminosidad aumentaba, por fin me percaté a dónde iba y con quién me encontraría. Habíamos llegado al corazón del valle y el sol me estaba esperando. Hizo una reverencia con dos haces de luz y me dijo que quería contarme un relato. Cuando vio que asentí con la cabeza, la estrella me levantó en una de sus estelas y me llevó a su hogar, al ingrávido firmamento. Desde allí me mostró a mis antepasados, y me contó su historia, la que dio origen a la mía. Se trataba de un pueblo de costumbres humildes. Pero detrás de la sencillez, había magia. Ellos creían que la vida era sagrada, y besaban la tierra, esa madre que los alimentaba. Rendían culto a las majestuosas montañas y creaban leyendas sobre los dioses que moraban en ellas. Disfrutaban de las lluvias que auguraban nueva vida y veneraban a todos los seres con los que compartían hogar. Pero por encima de todo, adoraban al sol. Se inclinaban ante él, realizaban ceremonias en su honor y le llamaban astro rey. El sol me dijo que siempre se sintió alagado, pero que él simplemente hacía lo que tenía que hacer, iluminar al mundo.
El sol me mostró de dónde venía y yo por fin averigüé quien soy.
Y no quiero ser ingeniero, militar o abogado. No quiero definirme por profesiones, ni por adjetivos. No quiero ser un puñado de músculos que envejecen, ni una mente que se embota. Ya que lo único que me define, es el polvo de estrella que ilumina mi interior.
Soy muy consciente de la oscuridad que consume a mi especie. Sé que todos tienen miedo, que la avaricia los ciega, que son seres complicados y egoístas. He visto todo eso reflejado en mí.
Sé que no nací en un mundo de soñadores, que aquí las ilusiones tienden a podrirse o corromperse. Sé que aquí no hay lugar para la ingenuidad, que hay buitres al acecho de cualquier resquicio de inocencia.
Quizás nací en el sitio equivocado para explotar mi talento. Pero mis antepasados creían en el sol, igual que yo.
No he elegido casi nada en esta vida. Prácticamente todo, me vino impuesto. Por eso, elijo ser feliz. Elijo danzar con la vida y acariciar el musgo de los árboles. Elijo soñar de día y descansar por las noches. Elijo compartir en vez de ayudar, y abrazar en vez de hablar.
Elijo ser humano, pero no nací para serlo. Yo nací para vivir.