No elegí nacer en un país con una bandera de tres colores, o
hacerlo en las últimas estancias del llamado siglo XX. No elegí hablar esta
lengua, ni el color de mis ojos. Tampoco elegí ir a la escuela, ni las
asignaturas que estaba obligado a aprobar. No elegí educarme para ser parte de
esta sociedad. No elegí vivir tras la estela del poder, ni la indiferencia que
consume a este lugar. No elegí vivir en un primer piso y tener vistas al patio
de un hotel de cuatro estrellas. No elegí consumir antes que compartir. No
elegí al partido político que gobierna este pueblo, ni tampoco la moda que
impera en las aceras. No elegí el bipedismo, ni las lumbalgias que conlleva. No
elegí ser humano, ni pertenecer a este mundo.
Elegí, sin embargo, soñar con montañas nevadas, correr por
la noche, admirar la luna llena y escribir de madrugada. Elegí vivir, en todos
los sentidos, usando cada uno de ellos, mientras los tuviera. Para oír los murmullos
de la lluvia en mis ojos y saborear su fragancia a través de mi piel.
De ese modo, descubrí mi mayor virtud. Hallé en mi interior
una chispita, algo que ardía y movía mis entrañas, era alegría. El material por
el que estaba compuesta mi alma.
Tenía una capacidad innata para emocionarme, tan solo me
hacía falta ver un árbol plagado de hojas verdes, saborear una manzana, sonreír
a un desconocido o imaginarme siendo una golondrina.
Ese era el talento que me definía, ser feliz, por el simple
hecho de respirar. Pero lo que realmente agitaba mi pecho, era la idea de
compartir este don. Creía que el mundo, podría necesitarlo. Un mundo plagado de
coches grises, edificios y asfalto, incluso pensamientos, todos teñidos con
tonos grisáceos. Un lugar así, se encontraba sediento de color.
Empecé a soñar con provocar sonrisas, tocar corazones y
repartir abrazos.
Y encontré mi otra gran virtud, la ingenuidad. Par muchos un
defecto, una maldición.
Por eso, nadie en este mundo es ingenuo. Todos han dejado de
creer, todos han acogido al escepticismo como su credo. Los golpes y las arrugas
del tiempo hacen que el odio se acumule en los pulmones, y termine siendo expulsado en forma de rencor, en
cada exhalación. Aquí todos buscan dobles sentidos, resquicios de malicia entre
frases. Aquí se mata y luego se pregunta, los humanos ni previenen, ni curan,
solo destruyen. Se tapan los ojos con miedo y tienen asumido que lo malo
conocido es mejor que lo bueno por conocer.
Yo, sin embargo, siempre pienso que lo mejor está por
llegar. Pero soy humano y vivo en este mundo, y, del mismo modo en que las
gaviotas no eligen morir asfixiadas en petróleo, yo tampoco puedo hacer nada
para evitar que la contaminación del hombre se filtre en mi respiración.
Yo también me ahogo en problemas inventados, indiferente a
que millones se mueran por conflictos reales. A veces levanto muros sobre los
demás, soy egoísta, me dejo invadir por la nostalgia del pasado y me desgarro
pensando en el futuro.
Pero todavía siento la voz de la inocencia en mi interior, y
en sus pupilas veo reflejada una tierra de iguales, donde los ojos solo se
inundan de torrentes de risa y los niños corren descalzos por la hierba.
Todos los seres de este mundo rebosan ingenuidad, a
excepción de los humanos, cuya avaricia se ha aprovechado al máximo de esta
noble virtud.
Para que la naturaleza humana no destruya mi esencia, decidí
vivir cada día como si fuera el último.
Viviendo como si no hubiera mañana, realicé grandes
hallazgos. Me di cuenta de que el ocaso no es una ilusión, ni tampoco está
lejos, ya que para cortar el fino hilo que separa la vida de la muerte, tan
solo basta un estornudo.
Lo siguiente de lo que me percaté, fue de lo mal que
enfocamos nuestra existencia. Porque si de verdad te fueras a morir mañana, lo
primero que se te cruzaría por la cabeza, sería perdonar a las personas que
condenaste, ya que no querrías que el rencor fuera tu único compañero bajo la
tierra. Del mismo modo, pedirías disculpas, te darías cuenta de lo ridículo que
es el orgullo. Correrías a abrazar a aquellos que amas, porque casi nunca lo habías
hecho. Seguramente dejarías tu trabajo, porque dado que vas a morir, perder
ocho horas de tu último día, para ganar unos cuantos billetes, seguramente no
valdría la pena.
Esa es la primera fase, en la que intentas enmendar lo que
deshiciste y tirar por la borda aquello que te pesa y te amarga. Porque
comparados con la muerte, los demás problemas parecen una broma de mal gusto.
Si el crepúsculo final todavía no te llevó consigo, lo
siguiente que ocurriría, sería que empezarías a dedicar tu tiempo a aquello que
realmente enciende tu corazón. Perseguirías tus sueños, aunque fuera solo por
un día. Te darían igual las estaciones, y por una vez, no añorarías el verano
en invierno, ni la nieve en días soleados. Te darías tiempo para escuchar el
canto de los gorriones y disfrutar de los arbustos danzando al viento.
Y si aún sigues vivo, como para ver al astro rey emerger una
vez más, te tocarías el pecho, y agradecerías que algo lata ahí dentro. Serías
curioso, no escatimarías sonrisas, no tendrías tiempo para prejuicios, rabietas
o preocupaciones. Dedicarías tu vida, a vivir.
Así pues, tan solo necesité dos días para aprender a ser
feliz. Sentía que crecía, con fortaleza y vitalidad, al ver que la esencia de
mi alma, ya no era simplemente una chispa, sino una incontenible llamarada.
Pero, cómo pretender dedicarte a ser feliz, cuando esa
profesión no está instaurada en ninguna universidad. Cómo desarrollar tu mayor
talento en un mundo que lo desprecia. Aquí la felicidad es el fin, pero no el
camino. Todos quieren llegar a ser felices, pero no quieren vivir felices.
Todos aspiran a conquistar la felicidad, con una gran casa de tejados rojos
frente al mar, un trabajo que derroche prestigio o una novia que exhale
suspiros. Pero nadie quiere vivir a carcajadas, darle una patada a sus miedos o
bromear sobre sus dificultades.
No podía compartir mi felicidad con ellos, no sabría cómo
decirles que el cielo es hermoso. Cómo transmitirles la libertad que te invade,
al mirar a las golondrinas surcar las nubes, y desaparecer entre el infinito
horizonte azul. Para ellos lo sencillo, es demasiado simple. Para ellos los
pájaros son simplemente aves, los árboles, seres inertes con los que construir
muebles.
Los humanos tienen otros intereses, algo más complicados que
los míos. Ellos no tienen tiempo para vivir, están demasiado ocupados. Estudiando
para no aprender, obsesionados únicamente por colgar títulos en sus paredes. No
trabajan impulsados por amor, sino más bien, movidos por ese agujero sin fondo,
llamado ambición. Extraen arena del fondo de los océanos para levantar islas
artificiales. Cazan ballenas, arrasan bosques, arrancan colmillos a elefantes,
todo por conseguir más recursos, para poderse matar de mejor manera unos a
otros.
Ellos no disfrutan acariciando el rocío de la hierba, ni mantienen
conversaciones con los árboles. No comparten mis lágrimas al ver vagabundos
morirse de hambre, a las puertas de locales, donde los demás nutren su hinchada
panza de grasa.
No quiero ganarme la vida como ellos, nadie debería tener
que ganarse la vida. Todos deberían tener derecho a vivirla, y además, con
dignidad. Sin embargo, ellos insisten, tienes que seguir sus normas para llegar
a ser alguien. Eso significa que si no haces lo que te dicen, no eres nada.
Cuando llegue el día en que la muerte reclame mi cadáver, no
quiero presumir de tener dos carreras, tres especialidades y un doctorado. No
quiero despedirme de este mundo con dinero en el bolsillo y sueños truncados en
el corazón. Quiero decirle adiós a esta vida saltando desde la catarata más
alta del planeta, salpicar mis últimos segundos de agua cristalina y
desaparecer junto con la espuma, mientras mi cuerpo es devuelto a la corriente.
A veces, he estado tentado de alejarme de mi especie. Dejar
atrás las ciudades artificiales y perderme entre los pinares de algún bosque.
Comer raíces y bayas, acurrucarme sobre la vegetación y que sean las estrellas
lo último que vea, antes de conciliar el sueño. De esa manera, sería el frío
del invierno, y no la gelidez de la gente, lo que le ponga fin a mis días.
Pasé muchas veladas despierto, intentando hallar mi lugar en
este nido de locura. La idea de escapar, no me reconfortaba, quedarme con
ellos, era un tormento. No sabía ni quién era ni de dónde venía.
Hasta que una noche, mientras la lógica dormía y la imaginación
se desperezaba, logré internarme en el valle de los sueños. Los robles que
custodiaban su entrada, inclinaron apaciblemente sus troncos y me dieron la
bienvenida. Sus raíces emergieron del suelo y con pesadas zancadas me guiaron
hacia el interior del valle, atravesando un camino de piedras flotantes. No
había sombra, ni oscuridad alguna, una luz cegadora entrecerraba mis ojos. No
sabía hacia dónde me dirigían los robles, pero yo confiaba en aquellos seres,
los conocía desde que eran simples semillas. A medida que la luminosidad
aumentaba, por fin me percaté a dónde iba y con quién me encontraría. Habíamos
llegado al corazón del valle y el sol me estaba esperando. Hizo una reverencia
con dos haces de luz y me dijo que quería contarme un relato. Cuando vio que
asentí con la cabeza, la estrella me levantó en una de sus estelas y me llevó a
su hogar, al ingrávido firmamento. Desde allí me mostró a mis antepasados, y me
contó su historia, la que dio origen a la mía. Se trataba de un pueblo de
costumbres humildes. Pero detrás de la sencillez, había magia. Ellos creían que
la vida era sagrada, y besaban la tierra, esa madre que los alimentaba. Rendían
culto a las majestuosas montañas y creaban leyendas sobre los dioses que
moraban en ellas. Disfrutaban de las lluvias que auguraban nueva vida y
veneraban a todos los seres con los que compartían hogar. Pero por encima de
todo, adoraban al sol. Se inclinaban ante él, realizaban ceremonias en su honor
y le llamaban astro rey. El sol me dijo que siempre se sintió alagado, pero que
él simplemente hacía lo que tenía que hacer, iluminar al mundo.
El sol me mostró de dónde venía y yo por fin averigüé quien
soy.
Y no quiero ser ingeniero, militar o abogado. No quiero
definirme por profesiones, ni por adjetivos. No quiero ser un puñado de
músculos que envejecen, ni una mente que se embota. Ya que lo único que me
define, es el polvo de estrella que ilumina mi interior.
Soy muy consciente de la oscuridad que consume a mi especie.
Sé que todos tienen miedo, que la avaricia los ciega, que son seres complicados
y egoístas. He visto todo eso reflejado en mí.
Sé que no nací en un mundo de soñadores, que aquí las
ilusiones tienden a podrirse o corromperse. Sé que aquí no hay lugar para la
ingenuidad, que hay buitres al acecho de cualquier resquicio de inocencia.
Quizás nací en el sitio equivocado para explotar mi talento.
Pero mis antepasados creían en el sol, igual que yo.
No he elegido casi nada en esta vida. Prácticamente todo, me
vino impuesto. Por eso, elijo ser feliz. Elijo danzar con la vida y acariciar
el musgo de los árboles. Elijo soñar de día y descansar por las noches. Elijo
compartir en vez de ayudar, y abrazar en vez de hablar.
Elijo ser humano, pero no nací para serlo. Yo nací para
vivir.
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