lunes, 19 de octubre de 2015

La Capital

En una guía turística leí que los monumentos que alberga Washington DC son un símbolo del poder y la estabilidad de Estados Unidos en el panorama mundial.
Yo llegué a dicha ciudad de rebote, sin expectativas y con poco más de 24 horas para recorrerla. Lo único que quería hacer era sacarme una foto con mi amigo Lincoln, pero nunca imaginé que en tan poco tiempo Washington me pudiera transmitir tanto.
Los enormes pilares que sostienen los edificios emblemáticos no me sorprendieron, tampoco el capitolio y su gran cúpula, ni siquiera la casa blanca y toda la gente que la protege. Lo primero que me llamó la atención fue la cantidad de niños en todas partes, corriendo por los pasillos de los museos, gritando, riendo y escupiendo sinceridad en cada una de sus palabras; seguramente se organizan tours escolares de manera frecuente para visitar la capital, y a mí, de manera particular, me pareció que todos esos chiquillos le dan aire fresco a las soberbias calles y a la magnificencia de los edificios; de algún modo, esos niños me hicieron ver la ciudad con ojos más inocentes.
Y después de recorrer el famoso lago rectangular que tantas veces había visto en las películas, llegamos al Lincoln Memorial, y en cuanto subí las escaleras y me puse delante de la estatua, me invadió una sensación de profundo respeto. Me quedé quieto, observando a aquel individuo de mármol, en completo silencio; lo cual contrastaba con todos los flashes que salían disparados hacia el monumento. Yo realmente no sabía nada acerca del personaje que estaba admirando, tan solo que había sido el presidente durante la guerra civil, pero aun así tenía la piel de gallina por estar ahí y fui incapaz de sacar el teléfono para tomar una foto. Sentí que aquella era la estatua de un ser humano como otro cualquiera, uno del que no me atrevía a burlarme, uno al que tampoco pretendía idolatrar.
Con esa sensación bajé las escaleras y me dirigí hacia el monumento en honor a los caídos en la guerra de Vietnam. El monumento consistía básicamente en una pared interminable con millares de nombres esculpidos en ella; y a medida que avanzaba por ella y los nombres continuaban apareciendo, no pude retener las lágrimas. Me sentí triste, de la manera más pura posible. Sentí dolor porque de esas personas tan solo queda un nombre, pero sobre todo, porque todas ellas murieron por culpa de la guerra.
En el colegio estudié la primera y la segunda guerra mundial, así como la guerra civil española, y fui capaz de entender los motivos que provocaron tales conflictos, pude aprender fechas, personajes principales y acontecimientos destacados; lo cual también me hizo ver la guerra como algo justificable, como algo histórico, como algo normal que tiene lugar cuando las diferencias entre dos bandos son irreparables. De la guerra de Vietnam no sabía nada, nunca había leído un libro o visto un documental al respecto y esa ignorancia me confirió la inocencia necesaria para darme cuenta de lo inútil e injustificable que es la guerra en cualquier situación.
La guerra nunca es el camino hacia la paz, la guerra no deja héroes, ni bandos vencedores; el único residuo de la guerra es el dolor y eso es lo que pude ver con claridad al caminar al lado de esa pared cargada de nombres que una vez fueron personas. Qué más da que hayan sido americanos, negros, blancos o azules; esos nombres una vez fueron personas, personas que amaban, personas que reían y que tenían miedo, personas que murieron por una causa inútil; porque morir por un país es algo inútil.
Pero lo que más me dolió fue darme cuenta que las guerras no empiezan en las trincheras, la guerra empieza en el momento que intentas imponerte sobre alguien, en el instante en que actúas con ambición y no con amor. La guerra germina en el más pequeño acto de egoísmo, en los oídos que no escuchan, en las opiniones que se defienden como dogmas, en la creencia de que yo soy mejor que tú, o el mito de que tú y yo somos distintos por pensar de manera diferente, por haber nacido en lugares diferentes o por tener un color de piel diferente. El concepto de la separación es el origen de la guerra, y la guerra, como vi de manera tan vívida aquel día, tan solo puede engendrar dolor, el inherente dolor que brota cuando se comete un crimen en contra de la vida.
Y la ciudad todavía me tenía preparada una sorpresa más, cuando nos topamos con un hombre con trenzas cayendo por los hombros y una gran sonrisa en los labios. Llevaba un cartel bajo el brazo y nos dijo que un policía lo había echado del monumento de Thomas Jefferson por aquel cartelito, el cuál tan solo era un mensaje en contra del racismo.
El hombre, cuando se dio cuenta de que no teníamos prisa y nos interesaba escucharle, nos habló largo y tendido acerca de lo que él entendía por racismo y los motivos por los que existe. Él decía que el racismo no es algo casual, sino más bien estratégico, para mantener a las personas divididas, ocupadas luchando contra ellas mismas. Nos explicó el profundo condicionamiento que existe en la práctica totalidad del planeta para considerar a la raza blanca como la superior, como el ideal de belleza e incluso de éxito, al asociarla con la cultura occidental. Nos habló de las atrocidades que él ha presenciado a lo largo de su vida, relató historias que desgarraban el corazón, pero en ningún momento buscó culpables ni ocupar el lugar de una víctima. Dijo muchas cosas, pero sobre todo, las dijo con sinceridad, sin ningún otro objetivo que el de compartir lo que llevaba dentro con nosotros.
Yo le dije que veía que todo este mundo que hemos montado se basa en ilusiones, en mentiras que nos contamos a nosotros mismos, pero que hacemos reales en el momento que nos las creemos. Le dije que a veces se me hacía difícil vivir en un mundo así, tan complicado.
Y el hombrecito me dijo que por eso era tan importante descubrir lo que es verdadero, y dejar de vivir de falsedades. Dijo que la verdad se abre paso por sí sola y que todos los problemas del mundo se solucionarían con tan solo ayudar primero al que más lo necesita.
“Ayudar primero al que más lo necesita”, palabras simples y casi infantiles, pero a mí me llegaron al alma, porque vi que eran sensatas y que para hacerlas realidad se necesita una completa falta de egoísmo.
Y por último, el hombre nos puso una metáfora de la sociedad, diciendo que las personas somos cangrejos encerrados en una caja, todos mordiéndonos los unos a los otros para salir primero. Luego nos preguntó; ¿Por qué los cangrejos se muerden entre ellos en lugar de ayudarse?, pero más importante aún, ¿Por qué los cangrejos están encerrados en una caja?
-Yo no estoy aquí para pelearme con ningún cangrejo, no tengo ni tiempo ni ganas de hacerlo, y desde luego, tampoco estoy aquí para estar encerrado en una caja.
De él tan solo tengo una foto y el recuerdo de un abrazo. Hablamos por menos de dos horas, pero no necesito más para saber que aquel hombrecito es un amigo de verdad.

Un día en la capital del país no alcanzan para comprender la historia de una nación, pero un día sí que fue suficiente para darme cuenta de que la vida no se comprende a través de la historia, sino más bien a través de los ojos de un niño. Porque solo puedes comprender algo cuando no lo juzgas, cuando eres curioso, cuando es la inocencia la que te mueve.


domingo, 11 de octubre de 2015

Road trip I: Bosques, montañas y ríos

No quiero contar la historia día por día, no quiero describir sucesos ni escribir un diario de lo ocurrido, lo que sí quiero hacer, lo que necesito hacer, es destapar mi corazón por completo.
Empecé el viaje llorando, no aguanté ni diez minutos de carretera para que los ojos se me hicieran agua. Pero, ¿cómo no emocionarte cuando vives en primera persona lo que durante años has visto tan solo en la tele? Y es que estaba en un coche, recorriendo alguna vasta carretera de Estados Unidos, observando campos interminables a través de la ventanilla. Sentía que aquello no era real, pero que al mismo tiempo, era lo más real que había visto nunca.
Escuché música, vi viviendas blancas y banderas, muchas banderas, incluso en los lugares más remotos, siempre hay algún trapito con sus barras y sus estrellas. También veía de cuando en cuando a mi conductora y me deleitaba escuchándola tararear.
He disfrutado de una casita al lado del río y he tenido el placer de conocer al hombre que la cuida, un señor que lleva la camisa por debajo del pantalón y que habla de manera casi ininteligible; mas no hace falta entenderle del todo para saber que su corazón es noble. Basta con verle sonreír sin dientes para saber que su alegría es auténtica y que su mirada es sincera.
Me he bañado en un lago con una pequeña playita adornada con caca de gansos. He gritado a montañas que me devolvían la voz.
He dormido en una cama blanda y durante tres días sobre una colchoneta. He comido peanut butter hasta el hastío, he pasado frío, me he metido en sacos de dormir y he visto estrellas moverse por el horizonte. He orinado en mitad de la noche y sentido miedo al salir de la tienda en la oscuridad.
He caminado por bosques de otoño, he pisado hojas de mil colores y he admirado casadas de agua negra. He visto tanta belleza, tantos árboles y tantas ardillas, tanto cielo azul que caí en la obsesión de querer enjaularlo en una burda foto. He tomado muchas fotos, pero ninguna de ellas es capaz de encerrar la vida que pretendían capturar. Muchas de ellas son hermosas, pero tan solo porque lo que capturaban lo era aún más.
Me he sentido frustrado en plena naturaleza, he experimentado conflicto cuando todo lo que me rodeaba estaba en calma. Me he comportado con egoísmo habiendo flores regalando su aroma a mis costados. Por momentos, me volví ciego y me perdí los gusanitos que atraviesan los caminos y los halcones que planean en círculos, y me perdí todo eso por pensar en vez de vivir.
Pero todo continúa, todo fluye y se renueva cuando no te aferras a lo que ya pasó, cuando sueltas y no retienes ni una gotita de rencor. Y es que todos necesitamos reconciliación, sobre todo para con nosotros mismos.
Y así, he experimentado la gratitud que surge cuando te olvidas de ti, esa sensación de ligereza que te invade cuando no pretendes ser el centro de todo, cuando la humildad deja de ser una virtud y se convierte en una realidad. Y di gracias a los ojos castaños que me han acompañado durante todo este tiempo, di gracias por los abrazos y los besos que recibía de manera constante, di gracias por el agua limpia, por los amaneceres y la humedad que congela los pies. Di gracias al viento por peinarme, a la tierra por sostenerme y a los osos por no comerme.

Di gracias a las praderas de matas rojas, a los pinos moldeados por la brisa, di gracias a las personas que nos guiaron, con señas, mapas y sonrisas.