En una guía turística leí que los monumentos que alberga
Washington DC son un símbolo del poder y la estabilidad de Estados Unidos en el
panorama mundial.
Yo llegué a dicha ciudad de rebote, sin expectativas y con
poco más de 24 horas para recorrerla. Lo único que quería hacer era sacarme una
foto con mi amigo Lincoln, pero nunca imaginé que en tan poco tiempo Washington
me pudiera transmitir tanto.
Los enormes pilares que sostienen los edificios emblemáticos
no me sorprendieron, tampoco el capitolio y su gran cúpula, ni siquiera la casa
blanca y toda la gente que la protege. Lo primero que me llamó la atención fue
la cantidad de niños en todas partes, corriendo por los pasillos de los museos,
gritando, riendo y escupiendo sinceridad en cada una de sus palabras;
seguramente se organizan tours escolares de manera frecuente para visitar la
capital, y a mí, de manera particular, me pareció que todos esos chiquillos le
dan aire fresco a las soberbias calles y a la magnificencia de los edificios;
de algún modo, esos niños me hicieron ver la ciudad con ojos más inocentes.
Y después de recorrer el famoso lago rectangular que tantas
veces había visto en las películas, llegamos al Lincoln Memorial, y en cuanto
subí las escaleras y me puse delante de la estatua, me invadió una sensación de
profundo respeto. Me quedé quieto, observando a aquel individuo de mármol, en
completo silencio; lo cual contrastaba con todos los flashes que salían
disparados hacia el monumento. Yo realmente no sabía nada acerca del personaje
que estaba admirando, tan solo que había sido el presidente durante la guerra
civil, pero aun así tenía la piel de gallina por estar ahí y fui incapaz de
sacar el teléfono para tomar una foto. Sentí que aquella era la estatua de un
ser humano como otro cualquiera, uno del que no me atrevía a burlarme, uno al
que tampoco pretendía idolatrar.
Con esa sensación bajé las escaleras y me dirigí hacia el
monumento en honor a los caídos en la guerra de Vietnam. El monumento consistía
básicamente en una pared interminable con millares de nombres esculpidos en
ella; y a medida que avanzaba por ella y los nombres continuaban apareciendo,
no pude retener las lágrimas. Me sentí triste, de la manera más pura posible.
Sentí dolor porque de esas personas tan solo queda un nombre, pero sobre todo,
porque todas ellas murieron por culpa de la guerra.
En el colegio estudié la primera y la segunda guerra
mundial, así como la guerra civil española, y fui capaz de entender los motivos
que provocaron tales conflictos, pude aprender fechas, personajes principales y
acontecimientos destacados; lo cual también me hizo ver la guerra como algo
justificable, como algo histórico, como algo normal que tiene lugar cuando las
diferencias entre dos bandos son irreparables. De la guerra de Vietnam no sabía
nada, nunca había leído un libro o visto un documental al respecto y esa
ignorancia me confirió la inocencia necesaria para darme cuenta de lo inútil e
injustificable que es la guerra en cualquier situación.
La guerra nunca es el camino hacia la paz, la guerra no deja
héroes, ni bandos vencedores; el único residuo de la guerra es el dolor y eso
es lo que pude ver con claridad al caminar al lado de esa pared cargada de
nombres que una vez fueron personas. Qué más da que hayan sido americanos,
negros, blancos o azules; esos nombres una vez fueron personas, personas que
amaban, personas que reían y que tenían miedo, personas que murieron por una
causa inútil; porque morir por un país es algo inútil.
Pero lo que más me dolió fue darme cuenta que las guerras no
empiezan en las trincheras, la guerra empieza en el momento que intentas
imponerte sobre alguien, en el instante en que actúas con ambición y no con
amor. La guerra germina en el más pequeño acto de egoísmo, en los oídos que no
escuchan, en las opiniones que se defienden como dogmas, en la creencia de que
yo soy mejor que tú, o el mito de que tú y yo somos distintos por pensar de
manera diferente, por haber nacido en lugares diferentes o por tener un color
de piel diferente. El concepto de la separación es el origen de la guerra, y la
guerra, como vi de manera tan vívida aquel día, tan solo puede engendrar dolor,
el inherente dolor que brota cuando se comete un crimen en contra de la vida.
Y la ciudad todavía me tenía preparada una sorpresa más,
cuando nos topamos con un hombre con trenzas cayendo por los hombros y una gran
sonrisa en los labios. Llevaba un cartel bajo el brazo y nos dijo que un
policía lo había echado del monumento de Thomas Jefferson por aquel cartelito,
el cuál tan solo era un mensaje en contra del racismo.
El hombre, cuando se dio cuenta de que no teníamos prisa y
nos interesaba escucharle, nos habló largo y tendido acerca de lo que él
entendía por racismo y los motivos por los que existe. Él decía que el racismo
no es algo casual, sino más bien estratégico, para mantener a las personas
divididas, ocupadas luchando contra ellas mismas. Nos explicó el profundo
condicionamiento que existe en la práctica totalidad del planeta para
considerar a la raza blanca como la superior, como el ideal de belleza e
incluso de éxito, al asociarla con la cultura occidental. Nos habló de las
atrocidades que él ha presenciado a lo largo de su vida, relató historias que
desgarraban el corazón, pero en ningún momento buscó culpables ni ocupar el lugar
de una víctima. Dijo muchas cosas, pero sobre todo, las dijo con sinceridad,
sin ningún otro objetivo que el de compartir lo que llevaba dentro con
nosotros.
Yo le dije que veía que todo este mundo que hemos montado se
basa en ilusiones, en mentiras que nos contamos a nosotros mismos, pero que
hacemos reales en el momento que nos las creemos. Le dije que a veces se me
hacía difícil vivir en un mundo así, tan complicado.
Y el hombrecito me dijo que por eso era tan importante
descubrir lo que es verdadero, y dejar de vivir de falsedades. Dijo que la
verdad se abre paso por sí sola y que todos los problemas del mundo se
solucionarían con tan solo ayudar primero al que más lo necesita.
“Ayudar primero al que más lo necesita”, palabras simples y
casi infantiles, pero a mí me llegaron al alma, porque vi que eran sensatas y
que para hacerlas realidad se necesita una completa falta de egoísmo.
Y por último, el hombre nos puso una metáfora de la
sociedad, diciendo que las personas somos cangrejos encerrados en una caja,
todos mordiéndonos los unos a los otros para salir primero. Luego nos preguntó;
¿Por qué los cangrejos se muerden entre ellos en lugar de ayudarse?, pero más
importante aún, ¿Por qué los cangrejos están encerrados en una caja?
-Yo no estoy aquí para pelearme con ningún cangrejo, no
tengo ni tiempo ni ganas de hacerlo, y desde luego, tampoco estoy aquí para
estar encerrado en una caja.
De él tan solo tengo una foto y el recuerdo de un abrazo.
Hablamos por menos de dos horas, pero no necesito más para saber que aquel
hombrecito es un amigo de verdad.
Un día en la capital del país no alcanzan para comprender la
historia de una nación, pero un día sí que fue suficiente para darme cuenta de
que la vida no se comprende a través de la historia, sino más bien a través de
los ojos de un niño. Porque solo puedes comprender algo cuando no lo juzgas,
cuando eres curioso, cuando es la inocencia la que te mueve.