miércoles, 24 de febrero de 2016

Libros de una misma hoja


En una casita rodeada de praderas,  hay un libro vacío chupando mamadera. Es un bebé y un recién nacido. El mundo para él es un gran desconocido.
Todos venimos como una hoja en blanco. Sin miedo al vacío, ni a caer por el barranco. Los ojos desprenden inocencia y ni siquiera comprendemos lo que significa carencia.
¿Qué ocurre entonces al crecer? ¿Por qué las praderas dejan de florecer?
El tiempo moldea y el pasado marca. El futuro se encarga de dirigir nuestras barcas. El hoy se difumina entre quehaceres y preocupaciones, dejando a lo que late por dentro en constantes dilaciones.
Decimos que la niñez no puede –ni debe –durar. Hay que ser serio y ponerse a trabajar.
Tenemos responsabilidades y obligaciones que cumplir. Eso es lo que a la sociedad escucho decir. Así los humanos van con constantes apuros, llenando la atmósfera de hidrocarburos.
La hoja vacía se llena de tinta, sobre ella se escribe, se tacha y se pinta. Para colmo la vida tiene las páginas contadas, lo cual mantiene a la gente amargada. Las hojas se acaban y hay que rellenarlas, ya que es la única manera de aprovecharlas.
A ese proceso le llamamos madurar, a no dejar espacio en blanco sin rellenar. Lo escrito es experiencia y conocimiento, que pretendemos retener en todo momento.
Así, el libro de la vida se llena. Pero, ¿Realmente vale la pena?
Todo se graba y se recuerda. Del ayer al mañana se ata una cuerda. Lo escrito en el pasado es la mayor guía, esa que todos siguen y de la que nadie desconfía.
Buscamos predecir y buscar seguridad, pero fácil olvidamos lo que ocurre en realidad.
Y es que el libro se acabará. Hagas lo que hagas, de él nada quedará.
Podemos aferrarnos a nuestras hojitas, decir que nuestra historia es grande o bonita. Podemos luchar porque los libros permanezcan y se recuerden, pero al final, se convertirán en polvo, ¿Lo comprenden?
El libro de la vida tiene un principio y un final, como todo en el mundo de lo material. Eso puede parecer motivo de tristeza, pero habría que observar con mayor sutileza. Investiguemos pues, juntos la cuestión, si es que de verdad nos interesa de corazón.
¿Por qué tememos a la muerte? ¿Será porque la concebimos como algo inerte?
Pensamos que es lo opuesto a la vida, un túnel del que no hay salida. Por eso vamos con prisa, sin detenernos a escuchar la brisa. Siempre queriendo llegar al próximo lugar, pensando en el siguiente objetivo a terminar. Pero, ¿Llegar a dónde? ¿Terminar qué? ¿Sin si quiera pararnos para tomar un té?
Es algo paradójico lo que voy a decir, y es  que somos eternos, aunque vayamos a morir.
Lo cierto es que la vida no es un libro, ni una historia; es una hoja en blanco, sin memoria.
No hay páginas siguientes, ni arrancadas, solo hay una hoja, una sola, constantemente renovada. Una hojita en la que todo se traza, en la que sin embargo, el tiempo no pasa. En esa hoja las flores crecen, se marchitan y luego florecen. Muerte y vida son lo mismo, y entre ellas no hay ningún abismo.
De esa hoja en blanco nacemos y a ella siempre volvemos. Puede que esta existencia sea un libro de páginas contadas, pero nuestra esencia es eterna, ilimitada.

Es tiempo de volver a nacer, vivir de corazón, con todo nuestro ser. Ser niños, abrazar el instante, con infinito cariño. Cerrar los ojos, destapar cerrojos. Erizar frío, sudar calor. Dar un pasito, tener valor. Saltar, dejar de pensar, amar.

miércoles, 17 de febrero de 2016

Educación

A principios de mes dio comienzo una nueva aventura. Salí de casa de mi mamá, caminé ladera abajo con una mochila enorme y me embutí en un minibús que cruzaría La Paz de sur a norte. Para los que no estén acostumbrados a la jerga local, los minibuses son furgonetas, las cuales dudo que hayan sido creadas para ser utilizadas como transporte público. Pero como estamos en Bolivia, estos cochecitos recorren los laberintos de La Paz con una buena cantidad de personas retorciéndose en sus asientos.
Así transcurrió la primera parte del viaje, con mis rodillas levantadas, chocando contra el asiento de adelante, y la mochila sobre mis faldas, tapándome la vista.
Después, sin embargo, tocaba rearmarse, crujirse la espalda y subir a un teleférico limpio y rojo. Un teleférico cuya estación de origen cuenta con un sinfín de empleados uniformados que sonríen,  cortan tus boletos y te guían a tu espaciosa cabina. La Paz, como se puede ver, es una ciudad de opuestos.
Sin embargo, la última parada del teleférico estaba ya por encima del cráter que es La Paz, y es que acabábamos de arribar a El Alto, la interminable planicie que se extiende por encima, una ciudad en la que se respira polvo y comercio.
Allí teníamos que tomar otro minibús, si cabe, todavía más pequeño; en el que atravesar una avenida repleta de desvíos, y así llegar a la penúltima parada de la travesía.
Estaba cerca, pero todavía faltaba tomar un trufi (taxi compartido) de corto recorrido. Al bajar de éste, ya solo había que dar unos cuantos pasos hasta Luz de Esperanza, una fundación en la que viven chicos que se han criado en la calle. Ese era nuestro destino.
En esa fundación, Colleen –la gringuita pecosa con la que estoy –y yo íbamos a hacer de voluntarios. Se suponía que teníamos que enseñar a los chicos a leer y escribir, y una vez a la semana darles clases de inglés. Para ello, la directora del centro nos recomendó bombardear a los chicos con dictados.
-Que copien y que copien, una y otra vez; hasta que se les quede –nos dijo.
Y nosotros, para qué mentir, le hicimos caso. Esa señora lleva más de 15 años en la fundación, lo cual, además de otorgarle experiencia, le confería una gran autoridad.
Nada más llegar, te das cuenta de que aquí, ella es la mandamás. Tan solo hace falta ver que su oficina es la única que está en un segundo piso y que desde allí arriba, como un halcón, controla todo lo que ocurre en el lugar.
Pero volviendo al tema de los dictados; no funcionaron. Los chicos no tenían motivación alguna para leer, escuchar y copiar historias que nada tenían que ver con ellos. Las clases fueron un fracaso, pero todo lo que ocurría fuera de éstas me fue haciendo despertar.
Gotita a gotita, los chicos se fueron abriendo con nosotros y conocer sus historias me dio una perspectiva completamente distinta. Éstos son muchachos que han deambulado entre aceras por más tiempo del que se imaginan, la mayoría llevan años sin pisar un aula. Ellos han tenido una existencia complicada y violenta. Ellos han sentido en su propia piel lo peor de nuestra especie y sus pulmones han absorbido la contaminación que destila el egoísmo y la agresividad.
Y antes de proseguir, rogaría que se abstengan de sentir pena, porque la pena es un sentimiento inútil, que nace de la culpa de saberse superior que otro.
Estos jovenzuelos, son personitas normales, tan ordinarios como tú y yo. No hay ningún ser humano mejor que otro.
Los chicos me han enseñado que el espíritu humano es incorruptible. Todos tenemos una brújula en el interior, un algo cálido y bueno que late en cada uno de nosotros. Y podemos desviarnos de esa calidez, alejarnos hacia lugares gélidos, extraviarnos en las cicatrices que deja la memoria y sufrir por la incertidumbre del futuro; pero nuestro corazón no puede perderse, y siempre que estemos dispuestos a regresar, tan solo tenemos que escuchar sus latidos.
Con esa sensación en el pecho volví a casa de mi madre, para pasar el carnaval con la familia.
La situación con mi mamá estaba un tanto delicada. Yo vine a Bolivia para poder verla, ya que había transcurrido más de una década desde nuestro último encuentro. Mi prioridad era compartir con ella, con calma; conocernos, de a poquito, sin prisas.
Sin embargo, me topé con que ella sí tenía prisas, y muchas, por ella y por mí. Además, al parecer, nuestras prioridades son distintas. Para ella, lo más importante es que yo gane dinero y que invierta mi tiempo en un trabajo que pueda dármelo. Esa es su mayor preocupación, lo cual le hace imposible disfrutar de mi compañía, o incluso darse cuenta de que es la primera vez en diez años que nos vemos.
Así, escuchando constantes reproches, dejé a mi mamá una vez más. De nuevo, tocaba estrujarse en los minibuses y relajarse con las vistas en el teleférico, para llegar a El Alto.
Tocamos el timbre de la fundación y los chicos nos abrieron con una gran sonrisa. La directora se había marchado hacía unas horas y la libertad se respiraba en el ambiente.
Libertad, lo que más extrañan los chicos de su anterior vida.
Eso me dijo uno de ellos cuando le pregunté si echaba de menos la calle. “La libertad” fue su respuesta inmediata. Eso me hizo pensar, ¿Saben?
Si la única manera de ser libre es viviendo en la calle, algo va muy mal con este mundo que hemos creado.
En el momento que crucé por segunda vez las puertas de la fundación, todo mi ser se removió. Ante mis ojos aparecieron imágenes de mi etapa de estudiante, volvieron las tareas, las notas y la presión por estar aprobado. También volvieron las voces de mi madre y de todas las personas que viven preocupadas por lograr la tan ansiada seguridad material. Luego vi el mundo, con todas sus obsesiones superficiales, con sus figuras autoritarias y el miedo a las represalias. Y por último me vi a mí mismo, en ese instante, cuestionándome cómo debía comportarme con aquellos chicos, preguntándome cómo podía enseñarles a leer y escribir.
Entonces observé mi alrededor y vi al Huayna Potosí abriéndose paso entre las nubes. Y en ese instante recordé lo que de verdad importa en esta vida.
Y es que no importa el dinero, ni las posesiones, ni siquiera importa saber leer, sumar o restar. Lo que de verdad importa es ser una buena persona. Y no digo buena como opuesta de mala, hablo de esa bondad que no tiene contrarios, de esa luz que no conoce de sombras.
Vivir con bondad en el corazón y amor en nuestras acciones, eso es lo único que importa.
Desde entonces, ya no ha habido más dictados, pero creo que todos hemos aprendido más que nunca.
Y es que la educación no se puede encarcelar en un aula y un puñado de letras. La educación está en un partido de baloncesto al atardecer y en un día entero cocinando, hablando de verdad, con palabras que surgen de las entrañas. Se educa compartiendo un desayuno, haciendo flexiones y parándote de cabeza en una postura de yoga.  La auténtica educación no conoce de maestros y aprendices, sino de personas que aprenden juntas.
Y los caminos del aprendizaje son infinitos. Se puede hacer pan, cavar zanjas, alimentar gallinas, jugar fútbol e incluso leer y hasta escribir.
Así que aquí estoy, en un terreno perdido sobre el vasto altiplano, cobijándome del frío con mantas y los brazos de Colleen. Aquí escuchamos, aprendemos y compartimos con muchachos de ojos color marrón, marrón oscuro, con brillo dentro, como la mirada de los pajaritos.