En una casita rodeada de praderas, hay un libro vacío chupando mamadera. Es un
bebé y un recién nacido. El mundo para él es un gran desconocido.
Todos venimos como una hoja en blanco. Sin
miedo al vacío, ni a caer por el barranco. Los ojos desprenden inocencia y ni
siquiera comprendemos lo que significa carencia.
¿Qué ocurre entonces al crecer? ¿Por qué las
praderas dejan de florecer?
El tiempo moldea y el pasado marca. El futuro
se encarga de dirigir nuestras barcas. El hoy se difumina entre quehaceres y
preocupaciones, dejando a lo que late por dentro en constantes dilaciones.
Decimos que la niñez no puede –ni debe –durar.
Hay que ser serio y ponerse a trabajar.
Tenemos responsabilidades y obligaciones que
cumplir. Eso es lo que a la sociedad escucho decir. Así los humanos van con
constantes apuros, llenando la atmósfera de hidrocarburos.
La hoja vacía se llena de tinta, sobre ella se
escribe, se tacha y se pinta. Para colmo la vida tiene las páginas contadas, lo
cual mantiene a la gente amargada. Las hojas se acaban y hay que rellenarlas,
ya que es la única manera de aprovecharlas.
A ese proceso le llamamos madurar, a no dejar
espacio en blanco sin rellenar. Lo escrito es experiencia y conocimiento, que
pretendemos retener en todo momento.
Así, el libro de la vida se llena. Pero,
¿Realmente vale la pena?
Todo se graba y se recuerda. Del ayer al
mañana se ata una cuerda. Lo escrito en el pasado es la mayor guía, esa que
todos siguen y de la que nadie desconfía.
Buscamos predecir y buscar seguridad, pero
fácil olvidamos lo que ocurre en realidad.
Y es que el libro se acabará. Hagas lo que
hagas, de él nada quedará.
Podemos aferrarnos a nuestras hojitas, decir
que nuestra historia es grande o bonita. Podemos luchar porque los libros
permanezcan y se recuerden, pero al final, se convertirán en polvo, ¿Lo
comprenden?
El libro de la vida tiene un principio y un
final, como todo en el mundo de lo material. Eso puede parecer motivo de
tristeza, pero habría que observar con mayor sutileza. Investiguemos pues,
juntos la cuestión, si es que de verdad nos interesa de corazón.
¿Por qué tememos a la muerte? ¿Será porque la
concebimos como algo inerte?
Pensamos que es lo opuesto a la vida, un túnel
del que no hay salida. Por eso vamos con prisa, sin detenernos a escuchar la
brisa. Siempre queriendo llegar al próximo lugar, pensando en el siguiente
objetivo a terminar. Pero, ¿Llegar a dónde? ¿Terminar qué? ¿Sin si quiera
pararnos para tomar un té?
Es algo paradójico lo que voy a decir, y
es que somos eternos, aunque vayamos a
morir.
Lo cierto es que la vida no es un libro, ni
una historia; es una hoja en blanco, sin memoria.
No hay páginas siguientes, ni arrancadas, solo
hay una hoja, una sola, constantemente renovada. Una hojita en la que todo se
traza, en la que sin embargo, el tiempo no pasa. En esa hoja las flores crecen,
se marchitan y luego florecen. Muerte y vida son lo mismo, y entre ellas no hay
ningún abismo.
De esa hoja en blanco nacemos y a ella siempre
volvemos. Puede que esta existencia sea un libro de páginas contadas, pero
nuestra esencia es eterna, ilimitada.
Es tiempo de volver a nacer, vivir de corazón,
con todo nuestro ser. Ser niños, abrazar el instante, con infinito cariño.
Cerrar los ojos, destapar cerrojos. Erizar frío, sudar calor. Dar un pasito,
tener valor. Saltar, dejar de pensar, amar.
Me cuesta mucho pensar así, aunque se perfectamente que es una verdad irrefutable. Por momentos la vislumbro y me siento en paz, pero la vorágine existencial me quiere arrastrar. Es una lucha muy dura.
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