martes, 27 de febrero de 2018

Vivir


Cierro los ojos. Las manos se relajan, el corazón retumba con calma, los pulmones se hinchan y desinflan. La mente se va, se va lejos y la estricta realidad se torna abstracta. Los colores son difusos. El concepto de mí mismo, más amplio.
Me convierto en cualquier cosa, puedo caer, romperme los huesos y luego darme cuenta de que no era yo. Yo soy el que observa el cuerpo deshecho. A veces soy espectador, a veces protagonista, y a veces, soy todo a la vez. Observo y actúo, e incluso escribo el guion. Pero el guion se escribe solo. No hay nadie con lápiz y papel trazando la historia. No hay nadie. Entonces, ¿Quién soy yo?
Los ojos se abren. Y soy Ariel. Y tengo un pasado. Nací en Bolivia, me ensarté con un alambre de puás cuando tenía tres años. Vine a España. Me gusta el deporte y los espaguetis. Voy a desayunar yogurt griego con frutas y por la tarde ir a una academia a dar clases de Inglés. Caminaré por una acera, me cruzaré con personas, les miraré a los ojos y tal vez, en algún momento, esas personas devuelvan el gesto, y quizás algo empiece de esa mirada.
Por la acera hay césped, césped verde gallego. Hay incluso flores, flores que se adelantan a la primavera, aun a sabiendas que todavía llegarán escarchas mañaneras e incluso, quién sabe, lluvia tan fría que se convierte en nieve.
La vida pasa, la vida ocurre. Tenemos horarios y a veces apresuro mis pasos para no llegar tarde. Pero luego, cuando me toca enseñar la diferencia entre “much” y “many”, y las cosas contables e incontables, resulta que el tiempo es incontable.
Las horas se cuentan, y también los segundos y los siglos; pero el tiempo es incontable.
Es una clase con niños, y ellos continúan parloteando después de la explicación. Ellos se quedan muy tranquilos con lo que acaba de suceder, pero yo me quedo boquiabierto, con piel de gallina. De repente, me dejo sentir y explorar esa frase: El tiempo es incontable.
Los meses pasan, el pelo se cae, de a poquito, y disfruto mientras existe. Lo lavo cada dos días, me ducho con agua fría, voy al mar cuando puedo y disfruto de las olas del cantábrico.
Mis colores favoritos son el verde y el azul, cuando se acercan y se abrazan, entrelazando las manos, dando forma a mares y árboles, montañas y lagos, ríos y musgo. El cielo pregunta si también puede jugar, y las ramas de un árbol viejito lo empujan al océano. Los azules se mezclan, riéndose, persiguiéndose, haciéndose indivisibles en el horizonte. Así se pasa el día, hasta que al sol le entra sueño y decide pintar el mundo de naranja, naranja calientito, naranja que achucha y te invita a refugiarte en un sitio suave y hacerte un ovillo, esperando a la oscuridad.
Así, el negro lo va tiñendo todo. El color desaparece. Pero, si la noche es lo suficientemente oscura, las estrellas salen a hurtadillas y se dedican a darse guiños las unas a las otras, soltando murmullos, contándose los secretos del universo entero.
La vista contempla y admira, hasta que los párpados pesan y una vez más, sin quererlo ni controlarlo, los ojos se cierran.



1 comentario: