Cierro los ojos. Las manos se relajan, el corazón retumba
con calma, los pulmones se hinchan y desinflan. La mente se va, se va lejos y
la estricta realidad se torna abstracta. Los colores son difusos. El concepto
de mí mismo, más amplio.
Me convierto en cualquier cosa, puedo caer, romperme los
huesos y luego darme cuenta de que no era yo. Yo soy el que observa el cuerpo
deshecho. A veces soy espectador, a veces protagonista, y a veces, soy todo a
la vez. Observo y actúo, e incluso escribo el guion. Pero el guion se escribe
solo. No hay nadie con lápiz y papel trazando la historia. No hay nadie.
Entonces, ¿Quién soy yo?
Los ojos se abren. Y soy Ariel. Y tengo un pasado. Nací en Bolivia,
me ensarté con un alambre de puás cuando tenía tres años. Vine a España. Me gusta el
deporte y los espaguetis. Voy a desayunar yogurt griego con frutas y por la
tarde ir a una academia a dar clases de Inglés. Caminaré por una acera, me
cruzaré con personas, les miraré a los ojos y tal vez, en algún momento, esas
personas devuelvan el gesto, y quizás algo empiece de esa mirada.
Por la acera hay césped, césped verde gallego. Hay incluso
flores, flores que se adelantan a la primavera, aun a sabiendas que todavía
llegarán escarchas mañaneras e incluso, quién sabe, lluvia tan fría que se
convierte en nieve.
La vida pasa, la vida ocurre. Tenemos horarios y a veces
apresuro mis pasos para no llegar tarde. Pero luego, cuando me toca enseñar la
diferencia entre “much” y “many”, y las cosas contables e incontables, resulta
que el tiempo es incontable.
Las horas se cuentan, y también los segundos y los siglos;
pero el tiempo es incontable.
Es una clase con niños, y ellos continúan parloteando
después de la explicación. Ellos se quedan muy tranquilos con lo que acaba de
suceder, pero yo me quedo boquiabierto, con piel de gallina. De repente, me
dejo sentir y explorar esa frase: El tiempo es incontable.
Los meses pasan, el pelo se cae, de a poquito, y disfruto
mientras existe. Lo lavo cada dos días, me ducho con agua fría, voy al mar
cuando puedo y disfruto de las olas del cantábrico.
Mis colores favoritos son el verde y el azul, cuando se
acercan y se abrazan, entrelazando las manos, dando forma a mares y árboles,
montañas y lagos, ríos y musgo. El cielo pregunta si también puede jugar, y las
ramas de un árbol viejito lo empujan al océano. Los azules se mezclan,
riéndose, persiguiéndose, haciéndose indivisibles en el horizonte. Así se pasa
el día, hasta que al sol le entra sueño y decide pintar el mundo de naranja,
naranja calientito, naranja que achucha y te invita a refugiarte en un sitio suave
y hacerte un ovillo, esperando a la oscuridad.
Así, el negro lo va tiñendo todo. El color desaparece. Pero,
si la noche es lo suficientemente oscura, las estrellas salen a hurtadillas y
se dedican a darse guiños las unas a las otras, soltando murmullos, contándose
los secretos del universo entero.
La vista contempla y admira, hasta que los párpados pesan y
una vez más, sin quererlo ni controlarlo, los ojos se cierran.
Que lindo volver a leer tus escritos.
ResponderEliminarY hermosa la foto!