domingo, 18 de mayo de 2014

Deportes, redefiniendo lo imposible



Para algunos, esa palabra está directamente relacionada con sudor y agujetas, para otros, el deporte es lo que ocurre en los bares, cada fin de semana, en compañía de unas cervezas y en frente de una pantalla. Todas estas personas no están exentas de razón.
El deporte, como casi todo, puede ser un negocio, un generador de publicidad y dinero, puede corromperse, convertirse en una obsesión, arrancar lágrimas e incluso convertirse en la excusa para dar un par de puñetazos. Por contrapartida, puede encarnizar la gloria de un gladiador, incluso sin derramar una sola gota de sangre en la arena, puede hacerte sentir dueño de un pedacito de cielo, forjar alianzas inesperadas y provocar rugidos que hacen temblar leones.
Para vivirlo, puedes hundirte entre cojines una tarde de domingo o desafiar a tu cuerpo a salir de la cama un lunes por la madrugada. Para practicarlo puedes necesitar desde balones de goma inquebrantable, zapatillas ultrasónicas, que harán que tu cuerpo sea más ligero que un halcón, camisetas térmicas, que absorberán cada gota de tu esfuerzo, cintas para el pelo, gafas de sol para días de lluvia, bebidas energéticas fabricadas de inspiración líquida y barritas con más proteínas que un batido de dos docenas de huevos de dragón. Aunque al final, si de verdad quieres hacer deporte, puede que con tener un par de piernas y brazos, te sea suficiente. Los hay quienes no necesita ni siquiera eso, les basta con un corazón y un manojo de neuronas muy cabezotas, incapaces de rendirse a las barreras de lo posible.
Para mí, hacer deporte significa estar vivo, significa agasajar a mis músculos por permitirme moverme día tras días, hacer una fiesta, brindando por esa estructura perfecta a la que llamamos cuerpo, sin la cual no podríamos materializar ninguna de las demás virtudes humanas.
Pero más allá de eso, me gustaría compartir con el mundo entero, o con quien sea que lea esto, lo que en mi opinión, se esconde detrás de la palabra, dejando de lado definiciones y prejuicios, sumergiéndonos de lleno en esa fuerza natural, que arrebatándote toda energía, clava tus rodillas en el suelo y aun así, postrado ante la debilidad corporal, tu alma se sabe inmortal.
Antes de saber muy bien cómo realizar sumas y restas, echaba carreras por un patio de tierra, en cuanto el timbre anunciaba el recreo, una mirada de complicidad era el pistoletazo de salida a la feroz competición. Nuestras piernas de cigüeña se deslizaban frenéticamente, los brazos parecían esbozos de alas a punto de emprender vuelo, los ojos se entrecerraban a causa de la velocidad. Las reglas no parecían estar muy claras y si eras un adulto, probablemente no vieras una pugna olímpica por ninguna medalla, sino más bien, un puñado de críos alborotados.
Luego, al cabo de unos años, descubrí un juego que consistía en introducir un ente esférico dentro de una canasta colgada a un trozo de madera. En cuanto metí la primera bola por el cesto, supe que aquello era lo mío.
Después de un tiempo, descubrí que en las competiciones oficiales, los tableros eran de cristal y los balones recubiertos de cuero. Todavía recuerdo mi boca entre abierta cuando vi por primera vez un pabellón cubierto, que simbolizó la máxima expresión de la tecnología.
Salto a salto, fui descubriendo las artimañas del arte de la canasta. Y a medida que crecía, tanto en centímetros como en conocimientos, no tardé en darme cuenta de que no todo era botar y quebrar la muñeca después de cada tiro. El puro placer que sentía, fue invadido lenta, aunque peligrosamente, por un parásito llamado miedo.
Llegó un momento en el que era lo suficientemente joven y talentoso como para soñar seriamente con llegar a lo más alto. En aquel entonces todavía no sabía que los sueños no son serios, ni te llevan a ningún sitio, porque llegar significa acabar, y un auténtico sueño nunca deja de latir, o respirar.
Lamentablemente, esta fue una de las lecciones que tuve que aprender por el camino largo, a través de largas temporadas presionándome por ser mejor, siendo juzgado y alentado por igual, todos veían potencial por explotar, pero al final el único que explotó fui yo, y no para bien. Yo competía, entrenaba en polideportivos de parqué y lucía el calzado adecuado, pero sencillamente, me olvidé de jugar, olvidé a ese niño que se admiró la primera vez que convirtió una canasta, lo perdí por alguna parte del camino, enterrado bajo el miedo a fracasar, a no llenar ese gran vaso de expectativas que yo mismo había llenado.
Y lo dejé, durante más de medio lustro, me alejé delos uniformes, las camisetas por dentro, los silbatos y los dorsales. Volví a las canchas de barrio, a las batallas que se libran sobre líneas despintadas y cemento curtido.
Descubrí el gusto por hacer flexiones y me compré un par de mancuernas. Gané peso, confianza y un día decidí que ya era hora de regresar, de enfrentarme a los demonios que me arrebataron la ilusión, el deporte de la canasta y yo teníamos una deuda pendiente.
Regresé al equipo del que me marché, me vestí de su color azul y me abroché una capa de humildad. El escenario estaba listo para mi gran retorno.
El resultado fue que perdimos los primeros diez partidos de liga, cambiamos de entrenador y uno de los mejores jugadores nos dejó tirados en la pretemporada. Y aun así, a pesar de sufrir en cada derrota y lamentar cada decisión errónea, yo estaba pletórico. No éramos los mejores, ni los más rápidos, ni altos, ni ninguna otra cualidad atlética. Pero nos teníamos el uno al otro, ante la adversidad, crecimos juntos, como un equipo.
Y finalmente llegó el día, un sábado cualquiera, un partido intrascendental, una competición que por único público tenía familiares y amigos, que para nosotros era el desafío de nuestras vidas, conseguir nuestra primera victoria.
Bajo la enmienda de ser generosos con el esfuerzo y honrados con el compañero, luchamos cada jugada, desde el banquillo la garganta ardía al gritar cada acción, sobre la pista no nos dejamos nada, ni siquiera la piel. Los latidos se desbordaban, los pies chirriaban sobre la madera y finalmente, con el marcador a nuestro favor y el tiempo a punto de expirar, recibí el último balón y sonó la bocina final, en este caso el pitido del árbitro. Corrimos todos hacia el centro del campo de batalla. Apenas se distinguían unos brazos de otros, las voces se fundían en una sola y la alegría parecía desproporcionada a la proeza conseguida.
Así quedó saldada mi deuda, rodeado de amigos y no de rivales. Ahora finalmente puedo decir con certeza de que nunca llenaré un estadio, que mi nombre no será coreado por veinte mil personas, y que no me importa en absoluto. Porque, como escuché en una película de dibujos animados, para que algo sea especial, tan solo hace falta creer que lo es.
Una vez superados los fantasmas, con el orgullo de una mirada que ha vencido al miedo, empecé mi camino, otra vez.
Entre las arenas del mar, reinventamos el pasatiempo de las raquetas de playa, convirtiéndolo en un deporte extremo, donde las rodillas se magullan, los cuerpos vuelan por el aire, la espalda es abrasada por el sol y los ojos con sudor. Todo por golpear tan solo una vez más esa pelotita de goma, ante el rugido de las olas.
También incursioné en una actividad de mesa, que generalmente los chinos dominan con maestría. Con tan solo dos palas y una red, he celebrado épicas victorias, apretado los puños y palpitando de emoción.
Descubrí lo lejos que dos ruedas y un par de pedales te pueden llevar. Avancé por barro, salpiqué mi sonrisa de lodo, atravesé senderos entre pinares, parpadeando constantemente, con el sol inundando mis ojos a chispazos, entre sombra y sombra. Utilicé mis piernas como único motor, mis manos al timón, mientras que sinuosas curvas y estrepitosos descensos se encargaban de la producción de adrenalina.
He entrenado trepando árboles, nadando en pozas de agua turquesa, subiendo los ocho pisos del edificio en el que vivo o dando saltos de suajili.
Y después de todo este tiempo, una noche, en la que estaba a punto de asfixiarme entre las cuatro paredes de mi habitación, me di cuenta de algo increíble, ¡Puedo correr!
Correr a media noche y saltarme semáforos en rojo, correr con música, o en el bosque, con sinfonía de pajarillos incluida, correr nada más levantarme, o a la luz de un sol de mediodía, correr con frío, sólo los ojos al descubierto, con el viento empujando violentamente la capucha hacia atrás, o correr con lluvia, que cala huesos y empapa mis pestañas de vida líquida.
Así, finalmente llegará un momento, completamente natural, en que la sangre apenas llegue a tus pies entumecidos, el sudor ya no se evapore, que las fosas nasales se cierren y el aire apenas refresque la tráquea, que incluso el cerebro se ofusque, ese jefe de maquinaria te ordenará que pares, te ofrecerá tentadoras excusas, la visión de un refresco helado se convertirá en una obsesión y te darás cuenta de que no vale la pena. Justo en ese instante, cuando ya no se te ocurren motivos para seguir, aparece el impulso indómito del hombre, cabalgando a lomos de un ave fénix, rehaciendo su figura de entre cenizas y polvo, escupiendo tu dolor en llamaradas de fuego. El cronómetro, la victoria y los oponentes desaparecen, tan solo existe el último adversario, ese que se sabe invencible, uno que nadie jamás ha visto, pero su fama lo convierte en el mayor asesino de sueños, se trata de lo imposible. Un enemigo cuyo mismo nombre te advierte de las posibilidades que tienes de derrotarlo, hasta que te atreves a dar un paso más, a rugir un decibelio más alto, latir un poco más fuerte, y te haces consciente de que lo imposible no es más que la frontera entre el miedo y la ilusión.
Y entonces me di cuenta de que el auténtico enemigo no es lo imposible, ya que al fin y al cabo, éste tan solo nos reta a traspasar el umbral de las limitaciones, nos desafía, contrae las pupilas y provoca sonrisas que auguran revancha. No, el auténtico villano es su hermano mellizo, lo posible, arquitecto de cárceles invisibles y rutinas confortables, bajo las que nos tiene prisioneros, manteniéndonos mansos, predecibles y ciegos.
No dejes que ese manipulador de masas te enrede entre sus rejas, dale dos bofetadas a la realidad, rasca entre la piel de lo posible y abraza a su antagonista, o no abraces a nadie. Pero muévete, salta, corre, camina, sumérgete, bucea, abre los ojos en el océano, extiende los brazos, si puedes vuela, acaricia nubes, arrástrate por el lodo o quema tus pies en arena, pero no te quedes quieto, no dejes que tus sueños se suiciden sin haber nacido, que la muerte no te pille en el sofá, sino galopando hacia el atardecer.


jueves, 15 de mayo de 2014

El camino de vuelta



No soy amigo de la rutina, ni me gusta hacer lo mismo día tras día. Sin embargo, hay una actividad en particular, una que llevo repitiendo desde que abrí los ojos por primera vez. Puede durar un suspiro, o hasta que exhalas tu último aliento. Se trata de algo completamente ordinario, algo que todos hacen y que en apariencia, carece de cualquier importancia. Hablo del camino de vuelta.
Quizás algunos no puedan regresar de donde vinieron, los hay quienes prefieren no mirar atrás, pero siempre hay un camino de vuelta. No hace falta emprender grandes travesías, desafiar al océano o curtirse los pies por el camino para retornar, porque todos lo hacemos. Incluso el que sale a comprar pan por la mañana, vuelve a casa. Porque una montaña solo se acaba de subir cuando se baja del todo, por mucho que creamos que la vida tan solo consiste en avanzar, en realidad se basa en ir y volver.
Un día, como cualquier otro, estaba sentado en una de las primeras filas del costado derecho del aula, la profesora acababa de terminar la lección y yo guardaba distraídamente mi único cuaderno en la mochila. Desconecté del entorno con música borboteando en mi interior y salí de la clase apenas sin mirar a nadie, tampoco es que conociera demasiadas personas allí. Bajé las escaleras al tiempo que apretaba el botoncito de los auriculares para cambiar de canción. Atravesé la puerta principal de la facultad y recorrí la centena de metros que me separaban de la parada del autobús. Esperé a que el vehículo se acercara y como si fuéramos una masa uniforme e impersonal, el rebaño de estudiantes que formábamos la interminable cola para entrar, nos introdujimos como vacas a un matadero en el bus. Allí dentro, tan solo intenté no cruzar la mirada con nadie, supongo que es por eso que casi todos miran por la ventana.
Al cabo de un cuarto de hora una mecánica voz femenina nos anunciaba que llegábamos al final del trayecto, así que como todos, me aproximé a la puerta y me dispuse a bajar.
Después del trayecto en autobús, mi cita con el transporte público no se había acabado, ya que me tocaba bajar a las entrañas de la ciudad en busca de un tren subterráneo.
Recuerdo que era invierno, pero por alguna razón, el sol decidió brillar con más intensidad aquel día. Sentí cómo mis poros emanaban calor, así que antes de sumergirme en los inframundos, decidí quitarme la chaqueta. En el instante en que la piel de mis brazos desnudos sintió las caricias del viento, supe que en aquella ocasión, ningún tren bajo tierra me llevaría a casa.
Las nubes se abrieron como cortinas de teatro para enseñar la magistral obra del cielo, mi piel sentía al mismo tiempo el aire frío y la calidez solar. Y de repente, las calles que tantas veces había pisado, no eran las mismas, ni eran recorridas por las mismas gentes, ni si quiera yo, era el mismo. Me sentí feliz, y eso que tengo mucho cuidado de no utilizar esa palabra en vano, pero en ese momento, tenía todos los síntomas que indican que sufro un ataque repentino de felicidad. Piel de gallina, la sensación de que mis pulmones son más grandes y mi corazón más fuerte, como si lava y hielo se fundieran, como si la arena rompiera olas y la luna susurrara secretos a las estrellas, era feliz. Así que corrí, porque sí, ¿Por qué no?
Corrí, y extendí los brazos y levanté la vista al infinito, y canté, y di brincos, como un gorrión agitado, por las céntricas calles de la gran capital.
Y allí, en todo mi esplendor, un hombre de dientes perlinos y tez marrón oscura, que muchos, erróneamente tildan de negra, bailaba frenéticamente, gritando y riendo. Parecía que nuestro encuentro estaba predestinado. Intercambiamos una breve mirada y me dijo algo que no llegué a entender. Yo seguí corriendo, puesto que, aunque me hubiera gustado compartir algo más que una frase inteligible con aquel individuo, mi sentido común me decía que no debía pararme a hablar con extraños.
Me paré en seco, aquel día ya había roto demasiados esquemas como para escuchar al sentido común. Volví donde se encontraba aquel hombre, no sabía muy bien qué decirle, pero no hizo falta pensar demasiado. En cuanto me vio regresar, me saludó enérgicamente, como si de un viejo amigo se tratara. Sin darme cuenta, estábamos hablando, dos seres humanos que no compartían origen ni destino, lengua o color de piel, allí estábamos los dos.
Entre risas me contó que sería el próximo presidente de Guinea Ecuatorial, que había nacido para ser político, con un brillo de determinación, su mirada susurraba que él, más que nadie, había nacido para ser un líder. La pobreza y el hambre no eran desconocidos para él, vivía en una habitación compartida y estaba obligado a mendigar para comer. Y aun así, a pesar de la cruda evidencia, me era imposible decirle que su sueño era irrealizable, que nunca llegaría a ser presidente. Pero no por compasión, sino porque yo también acabé por creer en sus sueños, porque no había duda en él, y por consiguiente, en mí tampoco.
Le dije que quería ayudarle e hice el ademán de buscar alguna moneda en la mochila, él me detuvo con un gesto de la mano. Me contestó que no hacía falta, que el dinero realmente no le preocupaba, que simplemente era un medio, pero no el objetivo final. Para él era más valioso haber hablado conmigo, compartir lo que le latía por dentro, sentirse escuchado.
Nos despedimos en un abrazo, y por un instante, no abracé a un mendigo, sino a un futuro presidente, quizás  uno muy distinto a lo que estamos acostumbrados.
Aquel día, en el que decidí que fueran mis pies los que me llevaran a casa, algo revolucionó a ese pequeño y revoltoso ser interior, ese que reniega cuando elegimos una hora más de sueño, en vez de impregnarnos de un amanecer, ese que nos desgarra por dentro cuando sepultamos ilusiones bajo pesadas losas de realidad. Ese ser, aquel día despertó, y yo con él, porque al fin y al cabo, compartimos los mismos ojos.
A partir de entonces, he vuelto en incontables ocasiones, a cientos de sitios distintos, a veces incluso, sin haber ido previamente.
Viajé a una ciudad del Mediterráneo, una tierra de cítricos y memorias, un lugar que desprende aroma de adolescencia y donde crecen amigos de verdad. Retornar allí sustituyó signos de madurez por arrugas de felicidad, me llené de pelos de gatos, ritmos latinos y agua salada.
Volver significa dejar atrás una parte de ti, hasta que llega un momento en el que parece que ya nada queda dentro, que todo cuanto tenías quedó desperdigado como hojas de otoño. Hay veces que duele, las despedidas arden y las lágrimas queman, pero qué le vamos a hacer, somos árboles, de troncos curtidos y raíces profundas, nuestras ramas se visten de colores en primavera y se desnudan ante el invierno.
No sé cuántas han sido las ventanillas de coche que reflejaron mis pensamientos mientras volvía. En ocasiones, aquellos cristales fueron los únicos testigos de mi nostalgia, los únicos compañeros plegarias y reflexiones. Mi mirada se ha perdido por señales de carretera, entre sueños que se fundían en las nubes, susurros entre asfalto y recuerdos difusos asomando por el horizonte.
He emprendido el camino de vuelta tantas veces, que incluso he olvidado a dónde voy.
Todos procedemos del silencio, y después formar parte de la gran orquesta vital, que se prolonga todo lo que puede, retornamos al sigilo de la eternidad. Es como si la vida no fuera más que el camino que nos devuelve a la fuente de la que procedemos, un inacabable viaje de retornos.
Entonces abrí los ojos y sentí el ruido del motor del autobús, podía ver la incipiente calva del conductor y su rostro de mediana edad por el retrovisor.  Eché un vistazo a mi alrededor y vi manos sujetas a largos tubos de metal, con los dedos fuertemente apretados sobre aquellas estructuras cilíndricas.  Allí dentro, compartíamos viaje un puñado de seres humanos, cada cual distinto del otro, todos en movimiento, a pesar de que nadie moviera un solo músculo.
Vi una chica sentada, de piernas cruzadas, zapatos de charol y las uñas pintadas. Había dos jóvenes de melena dorada, parecían extranjeros, eran amigos, con un marcado acento hablaban, completamente distraídos. También hay un anciano, desafiando a la gravedad, sosteniéndose sobre pies firmes, a pesar de su edad. Una pareja se da un beso furtivo, rápidamente se separan, como si hubieran hecho algo prohibido.
Sin motivo alguno, me acuerdo del mendigo, ese que aspiraba a ser presidente, no volví a verlo, pero esté donde esté, seguro que su sonrisa perlina, alegra a la gente.
Miro mi reloj y me percato de que el autobús se retrasa. Pero da igual, ya recuerdo a dónde voy. Vuelvo a casa.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Apartado de dudas y preguntas



¿Por qué un traje es más elegante que una camiseta? ¿Por qué hay 30 tiendas de ropa en una misma calle? ¿Por qué algunos se debaten sobre cuál es el mejor restaurante de la ciudad y a otros les brillan los ojos cuando ven un mendrugo de pan? ¿Por qué todo tiene un precio? No, en serio, ¿Por qué? ¿Por qué se venden entradas de cine, tickets de lotería, billetes de avión o lencería? ¿Por qué casi nadie alza la vista al cielo? Y sobre todo, ¡por qué casi nadie se emociona al ver que es azul! ¿Por qué vivir en una casa más grande te hará más feliz? ¿Por qué la injusticia es tan solo un tema de conversación? ¿Por qué casi todos queremos un mundo distinto pero decimos que es algo imposible de conseguir? Es curioso, porque si de verdad todos quisiéramos lo  mismo, no sería tan complicado, ¿Verdad? ¿Por qué nadie canta en la calle? ¿Por qué los Spurs perdieron las finales del año pasado? ¿Por qué no me gusta tender mi cama por las mañanas? ¿Por qué postergamos todo? Desde lavar los platos hasta nuestros sueños más profundos. ¿Por qué vivimos como si nuestro cuerpo no tuviera los días contados? ¿Por qué tenemos que esperar a tener 65 años para tener tiempo libre y disfrutar de la vida? ¿Por qué la diversión en exceso es mala? ¿Por qué estudiar ecuaciones de segundo grado es más importante que bailar? ¿Por qué no se imparten clases de literatura en medio del bosque? ¿Por qué hemos llegado a creer que la comida viene de los súper mercados y no de la tierra? ¿Por qué la vida de un perro vale más que la de un cerdo? ¿Por qué necesitamos dinero? ¿Por qué necesitamos políticos que nos gobiernen, jefes que nos digan lo que debemos hacer, sacerdotes que perdonen nuestros pecados, banqueros que solucionen nuestras deudas y maestros espirituales que reconforten nuestro espíritu? ¿Por qué queremos una alita marcada en nuestras zapatillas? ¿Por qué aprobar un examen significa aprender? ¿Por qué detestamos estar solos? Y digo en auténtica soledad, sin la ruidosa compañía de la televisión, la vibración del móvil o las letras de un libro. ¿Por qué hay que encontrar una media naranja? ¿Por qué la policía te multa si vas sin camiseta por la calle? ¿Por qué te prohíben la entrada en una discoteca si no llevas los zapatos adecuados? ¿Por qué tan solo los ricos pueden disfrutar del teatro, la ópera o asistir a la final de la Champions League? ¿Por qué necesitas un pasaporte en vigor para recorrer nuestro planeta? ¿Por qué cercamos con vallas terrenos de tierra a los que llamamos países? ¿Por qué nos dividimos en blancos y negros? ¿En ricos y pobres? ¿En calvos y peludos? ¿En asiáticos y americanos?  No es una pregunta trampa, ¿Por qué? ¿Por qué no invitamos a un desconocido a comer a casa? ¿Por qué no hablamos con los vagabundos? ¿Por qué cuando vamos a un sitio nuevo, generalmente lo único que hacemos es apretar el gatillo de la cámara sin parar? ¿Por qué a casi todos los niños les gusta pintar y casi ningún adulto lo hace? Y no es que los dibujos que hacíamos de niños se pudieran vender por millones, simplemente pintábamos por placer. ¿Por qué nos quejamos de nuestro estado de forma, pero preferimos tragarnos un programa de media tarde a salir a correr? ¿Por qué solo los niños pueden decir lo que piensan? ¿Por qué a medida que crecemos nos privamos de la espontaneidad, de esas preguntas inocentes, de preguntar por qué el césped es verde, la nieve blanca o por qué la luna brilla? ¿Por qué tenemos miedo? Todos tenemos miedo, pero no hablo del natural miedo que experimentaríamos al vernos rodeados de una manada de leones hambrientos, sino del miedo a ser distintos, ¿Por qué tememos ser diferentes? ¿Por qué tenemos miedo al fracaso, al éxito, al amor, al rechazo o a la muerte?
 Hay todavía tanto que no entiendo, tantos misterios, tantas dudas… pero tal vez dudar sea el primer paso, abandonar la rutina, dejar de lado las respuestas prefijadas que hemos aprendido a través de años de automatización y preguntar: ¿Por qué?