Para algunos, esa palabra está directamente relacionada con
sudor y agujetas, para otros, el deporte es lo que ocurre en los bares, cada
fin de semana, en compañía de unas cervezas y en frente de una pantalla. Todas
estas personas no están exentas de razón.
El deporte, como casi todo, puede ser un negocio, un
generador de publicidad y dinero, puede corromperse, convertirse en una
obsesión, arrancar lágrimas e incluso convertirse en la excusa para dar un par
de puñetazos. Por contrapartida, puede encarnizar la gloria de un gladiador,
incluso sin derramar una sola gota de sangre en la arena, puede hacerte sentir
dueño de un pedacito de cielo, forjar alianzas inesperadas y provocar rugidos
que hacen temblar leones.
Para vivirlo, puedes hundirte entre cojines una tarde de
domingo o desafiar a tu cuerpo a salir de la cama un lunes por la madrugada.
Para practicarlo puedes necesitar desde balones de goma inquebrantable,
zapatillas ultrasónicas, que harán que tu cuerpo sea más ligero que un halcón,
camisetas térmicas, que absorberán cada gota de tu esfuerzo, cintas para el
pelo, gafas de sol para días de lluvia, bebidas energéticas fabricadas de
inspiración líquida y barritas con más proteínas que un batido de dos docenas
de huevos de dragón. Aunque al final, si de verdad quieres hacer deporte, puede
que con tener un par de piernas y brazos, te sea suficiente. Los hay quienes no
necesita ni siquiera eso, les basta con un corazón y un manojo de neuronas muy
cabezotas, incapaces de rendirse a las barreras de lo posible.
Para mí, hacer deporte significa estar vivo, significa
agasajar a mis músculos por permitirme moverme día tras días, hacer una fiesta,
brindando por esa estructura perfecta a la que llamamos cuerpo, sin la cual no
podríamos materializar ninguna de las demás virtudes humanas.
Pero más allá de eso, me gustaría compartir con el mundo
entero, o con quien sea que lea esto, lo que en mi opinión, se esconde detrás
de la palabra, dejando de lado definiciones y prejuicios, sumergiéndonos de
lleno en esa fuerza natural, que arrebatándote toda energía, clava tus rodillas
en el suelo y aun así, postrado ante la debilidad corporal, tu alma se sabe
inmortal.
Antes de saber muy bien cómo realizar sumas y restas, echaba
carreras por un patio de tierra, en cuanto el timbre anunciaba el recreo, una
mirada de complicidad era el pistoletazo de salida a la feroz competición.
Nuestras piernas de cigüeña se deslizaban frenéticamente, los brazos parecían
esbozos de alas a punto de emprender vuelo, los ojos se entrecerraban a causa
de la velocidad. Las reglas no parecían estar muy claras y si eras un adulto,
probablemente no vieras una pugna olímpica por ninguna medalla, sino más bien,
un puñado de críos alborotados.
Luego, al cabo de unos años, descubrí un juego que consistía
en introducir un ente esférico dentro de una canasta colgada a un trozo de
madera. En cuanto metí la primera bola por el cesto, supe que aquello era lo
mío.
Después de un tiempo, descubrí que en las competiciones
oficiales, los tableros eran de cristal y los balones recubiertos de cuero.
Todavía recuerdo mi boca entre abierta cuando vi por primera vez un pabellón
cubierto, que simbolizó la máxima expresión de la tecnología.
Salto a salto, fui descubriendo las artimañas del arte de la
canasta. Y a medida que crecía, tanto en centímetros como en conocimientos, no
tardé en darme cuenta de que no todo era botar y quebrar la muñeca después de
cada tiro. El puro placer que sentía, fue invadido lenta, aunque
peligrosamente, por un parásito llamado miedo.
Llegó un momento en el que era lo suficientemente joven y
talentoso como para soñar seriamente con llegar a lo más alto. En aquel
entonces todavía no sabía que los sueños no son serios, ni te llevan a ningún
sitio, porque llegar significa acabar, y un auténtico sueño nunca deja de
latir, o respirar.
Lamentablemente, esta fue una de las lecciones que tuve que
aprender por el camino largo, a través de largas temporadas presionándome por
ser mejor, siendo juzgado y alentado por igual, todos veían potencial por
explotar, pero al final el único que explotó fui yo, y no para bien. Yo
competía, entrenaba en polideportivos de parqué y lucía el calzado adecuado,
pero sencillamente, me olvidé de jugar, olvidé a ese niño que se admiró la
primera vez que convirtió una canasta, lo perdí por alguna parte del camino,
enterrado bajo el miedo a fracasar, a no llenar ese gran vaso de expectativas
que yo mismo había llenado.
Y lo dejé, durante más de medio lustro, me alejé delos
uniformes, las camisetas por dentro, los silbatos y los dorsales. Volví a las
canchas de barrio, a las batallas que se libran sobre líneas despintadas y
cemento curtido.
Descubrí el gusto por hacer flexiones y me compré un par de
mancuernas. Gané peso, confianza y un día decidí que ya era hora de regresar,
de enfrentarme a los demonios que me arrebataron la ilusión, el deporte de la
canasta y yo teníamos una deuda pendiente.
Regresé al equipo del que me marché, me vestí de su color
azul y me abroché una capa de humildad. El escenario estaba listo para mi gran
retorno.
El resultado fue que perdimos los primeros diez partidos de
liga, cambiamos de entrenador y uno de los mejores jugadores nos dejó tirados
en la pretemporada. Y aun así, a pesar de sufrir en cada derrota y lamentar
cada decisión errónea, yo estaba pletórico. No éramos los mejores, ni los más
rápidos, ni altos, ni ninguna otra cualidad atlética. Pero nos teníamos el uno
al otro, ante la adversidad, crecimos juntos, como un equipo.
Y finalmente llegó el día, un sábado cualquiera, un partido
intrascendental, una competición que por único público tenía familiares y
amigos, que para nosotros era el desafío de nuestras vidas, conseguir nuestra
primera victoria.
Bajo la enmienda de ser generosos con el esfuerzo y honrados
con el compañero, luchamos cada jugada, desde el banquillo la garganta ardía al
gritar cada acción, sobre la pista no nos dejamos nada, ni siquiera la piel.
Los latidos se desbordaban, los pies chirriaban sobre la madera y finalmente,
con el marcador a nuestro favor y el tiempo a punto de expirar, recibí el último
balón y sonó la bocina final, en este caso el pitido del árbitro. Corrimos
todos hacia el centro del campo de batalla. Apenas se distinguían unos brazos
de otros, las voces se fundían en una sola y la alegría parecía
desproporcionada a la proeza conseguida.
Así quedó saldada mi deuda, rodeado de amigos y no de
rivales. Ahora finalmente puedo decir con certeza de que nunca llenaré un
estadio, que mi nombre no será coreado por veinte mil personas, y que no me
importa en absoluto. Porque, como escuché en una película de dibujos animados,
para que algo sea especial, tan solo hace falta creer que lo es.
Una vez superados los fantasmas, con el orgullo de una
mirada que ha vencido al miedo, empecé mi camino, otra vez.
Entre las arenas del mar, reinventamos el pasatiempo de las raquetas
de playa, convirtiéndolo en un deporte extremo, donde las rodillas se magullan,
los cuerpos vuelan por el aire, la espalda es abrasada por el sol y los ojos
con sudor. Todo por golpear tan solo una vez más esa pelotita de goma, ante el
rugido de las olas.
También incursioné en una actividad de mesa, que
generalmente los chinos dominan con maestría. Con tan solo dos palas y una red,
he celebrado épicas victorias, apretado los puños y palpitando de emoción.
Descubrí lo lejos que dos ruedas y un par de pedales te
pueden llevar. Avancé por barro, salpiqué mi sonrisa de lodo, atravesé senderos
entre pinares, parpadeando constantemente, con el sol inundando mis ojos a
chispazos, entre sombra y sombra. Utilicé mis piernas como único motor, mis
manos al timón, mientras que sinuosas curvas y estrepitosos descensos se
encargaban de la producción de adrenalina.
He entrenado trepando árboles, nadando en pozas de agua
turquesa, subiendo los ocho pisos del edificio en el que vivo o dando saltos de
suajili.
Y después de todo este tiempo, una noche, en la que estaba a
punto de asfixiarme entre las cuatro paredes de mi habitación, me di cuenta de
algo increíble, ¡Puedo correr!
Correr a media noche y saltarme semáforos en rojo, correr
con música, o en el bosque, con sinfonía de pajarillos incluida, correr nada
más levantarme, o a la luz de un sol de mediodía, correr con frío, sólo los
ojos al descubierto, con el viento empujando violentamente la capucha hacia
atrás, o correr con lluvia, que cala huesos y empapa mis pestañas de vida
líquida.
Así, finalmente llegará un momento, completamente natural,
en que la sangre apenas llegue a tus pies entumecidos, el sudor ya no se
evapore, que las fosas nasales se cierren y el aire apenas refresque la
tráquea, que incluso el cerebro se ofusque, ese jefe de maquinaria te ordenará
que pares, te ofrecerá tentadoras excusas, la visión de un refresco helado se
convertirá en una obsesión y te darás cuenta de que no vale la pena. Justo en
ese instante, cuando ya no se te ocurren motivos para seguir, aparece el
impulso indómito del hombre, cabalgando a lomos de un ave fénix, rehaciendo su
figura de entre cenizas y polvo, escupiendo tu dolor en llamaradas de fuego. El
cronómetro, la victoria y los oponentes desaparecen, tan solo existe el último
adversario, ese que se sabe invencible, uno que nadie jamás ha visto, pero su
fama lo convierte en el mayor asesino de sueños, se trata de lo imposible. Un
enemigo cuyo mismo nombre te advierte de las posibilidades que tienes de
derrotarlo, hasta que te atreves a dar un paso más, a rugir un decibelio más
alto, latir un poco más fuerte, y te haces consciente de que lo imposible no es
más que la frontera entre el miedo y la ilusión.
No dejes que ese manipulador de masas te enrede entre sus
rejas, dale dos bofetadas a la realidad, rasca entre la piel de lo posible y
abraza a su antagonista, o no abraces a nadie. Pero muévete, salta, corre,
camina, sumérgete, bucea, abre los ojos en el océano, extiende los brazos, si
puedes vuela, acaricia nubes, arrástrate por el lodo o quema tus pies en arena,
pero no te quedes quieto, no dejes que tus sueños se suiciden sin haber nacido,
que la muerte no te pille en el sofá, sino galopando hacia el atardecer.