No soy amigo de la rutina, ni me gusta hacer lo mismo día
tras día. Sin embargo, hay una actividad en particular, una que llevo
repitiendo desde que abrí los ojos por primera vez. Puede durar un suspiro, o
hasta que exhalas tu último aliento. Se trata de algo completamente ordinario,
algo que todos hacen y que en apariencia, carece de cualquier importancia.
Hablo del camino de vuelta.
Quizás algunos no puedan regresar de donde vinieron, los hay
quienes prefieren no mirar atrás, pero siempre hay un camino de vuelta. No hace
falta emprender grandes travesías, desafiar al océano o curtirse los pies por
el camino para retornar, porque todos lo hacemos. Incluso el que sale a comprar
pan por la mañana, vuelve a casa. Porque una montaña solo se acaba de subir cuando
se baja del todo, por mucho que creamos que la vida tan solo consiste en
avanzar, en realidad se basa en ir y volver.
Un día, como cualquier otro, estaba sentado en una de las
primeras filas del costado derecho del aula, la profesora acababa de terminar
la lección y yo guardaba distraídamente mi único cuaderno en la mochila. Desconecté
del entorno con música borboteando en mi interior y salí de la clase apenas sin
mirar a nadie, tampoco es que conociera demasiadas personas allí. Bajé las
escaleras al tiempo que apretaba el botoncito de los auriculares para cambiar
de canción. Atravesé la puerta principal de la facultad y recorrí la centena de
metros que me separaban de la parada del autobús. Esperé a que el vehículo se
acercara y como si fuéramos una masa uniforme e impersonal, el rebaño de
estudiantes que formábamos la interminable cola para entrar, nos introdujimos
como vacas a un matadero en el bus. Allí dentro, tan solo intenté no cruzar la
mirada con nadie, supongo que es por eso que casi todos miran por la ventana.
Al cabo de un cuarto de hora una mecánica voz femenina nos
anunciaba que llegábamos al final del trayecto, así que como todos, me aproximé
a la puerta y me dispuse a bajar.
Después del trayecto en autobús, mi cita con el transporte
público no se había acabado, ya que me tocaba bajar a las entrañas de la ciudad
en busca de un tren subterráneo.
Recuerdo que era invierno, pero por alguna razón, el sol
decidió brillar con más intensidad aquel día. Sentí cómo mis poros emanaban
calor, así que antes de sumergirme en los inframundos, decidí quitarme la
chaqueta. En el instante en que la piel de mis brazos desnudos sintió las
caricias del viento, supe que en aquella ocasión, ningún tren bajo tierra me
llevaría a casa.
Las nubes se abrieron como cortinas de teatro para enseñar
la magistral obra del cielo, mi piel sentía al mismo tiempo el aire frío y la
calidez solar. Y de repente, las calles que tantas veces había pisado, no eran
las mismas, ni eran recorridas por las mismas gentes, ni si quiera yo, era el
mismo. Me sentí feliz, y eso que tengo mucho cuidado de no utilizar esa palabra
en vano, pero en ese momento, tenía todos los síntomas que indican que sufro un
ataque repentino de felicidad. Piel de gallina, la sensación de que mis
pulmones son más grandes y mi corazón más fuerte, como si lava y hielo se
fundieran, como si la arena rompiera olas y la luna susurrara secretos a las
estrellas, era feliz. Así que corrí, porque sí, ¿Por qué no?
Corrí, y extendí los brazos y levanté la vista al infinito,
y canté, y di brincos, como un gorrión agitado, por las céntricas calles de la
gran capital.
Y allí, en todo mi esplendor, un hombre de dientes perlinos
y tez marrón oscura, que muchos, erróneamente tildan de negra, bailaba
frenéticamente, gritando y riendo. Parecía que nuestro encuentro estaba
predestinado. Intercambiamos una breve mirada y me dijo algo que no llegué a
entender. Yo seguí corriendo, puesto que, aunque me hubiera gustado compartir
algo más que una frase inteligible con aquel individuo, mi sentido común me
decía que no debía pararme a hablar con extraños.
Me paré en seco, aquel día ya había roto demasiados esquemas
como para escuchar al sentido común. Volví donde se encontraba aquel hombre, no
sabía muy bien qué decirle, pero no hizo falta pensar demasiado. En cuanto me
vio regresar, me saludó enérgicamente, como si de un viejo amigo se tratara.
Sin darme cuenta, estábamos hablando, dos seres humanos que no compartían
origen ni destino, lengua o color de piel, allí estábamos los dos.
Entre risas me contó que sería el próximo presidente de
Guinea Ecuatorial, que había nacido para ser político, con un brillo de
determinación, su mirada susurraba que él, más que nadie, había nacido para ser
un líder. La pobreza y el hambre no eran desconocidos para él, vivía en una
habitación compartida y estaba obligado a mendigar para comer. Y aun así, a
pesar de la cruda evidencia, me era imposible decirle que su sueño era
irrealizable, que nunca llegaría a ser presidente. Pero no por compasión, sino
porque yo también acabé por creer en sus sueños, porque no había duda en él, y
por consiguiente, en mí tampoco.
Le dije que quería ayudarle e hice el ademán de buscar
alguna moneda en la mochila, él me detuvo con un gesto de la mano. Me contestó
que no hacía falta, que el dinero realmente no le preocupaba, que simplemente
era un medio, pero no el objetivo final. Para él era más valioso haber hablado
conmigo, compartir lo que le latía por dentro, sentirse escuchado.
Nos despedimos en un abrazo, y por un instante, no abracé a
un mendigo, sino a un futuro presidente, quizás uno muy distinto a lo que estamos
acostumbrados.
Aquel día, en el que decidí que fueran mis pies los que me
llevaran a casa, algo revolucionó a ese pequeño y revoltoso ser interior, ese
que reniega cuando elegimos una hora más de sueño, en vez de impregnarnos de un
amanecer, ese que nos desgarra por dentro cuando sepultamos ilusiones bajo
pesadas losas de realidad. Ese ser, aquel día despertó, y yo con él, porque al
fin y al cabo, compartimos los mismos ojos.
A partir de entonces, he vuelto en incontables ocasiones, a
cientos de sitios distintos, a veces incluso, sin haber ido previamente.
Viajé a una ciudad del Mediterráneo, una tierra de cítricos
y memorias, un lugar que desprende aroma de adolescencia y donde crecen amigos
de verdad. Retornar allí sustituyó signos de madurez por arrugas de felicidad,
me llené de pelos de gatos, ritmos latinos y agua salada.
Volver significa dejar atrás una parte de ti, hasta que
llega un momento en el que parece que ya nada queda dentro, que todo cuanto
tenías quedó desperdigado como hojas de otoño. Hay veces que duele, las
despedidas arden y las lágrimas queman, pero qué le vamos a hacer, somos
árboles, de troncos curtidos y raíces profundas, nuestras ramas se visten de
colores en primavera y se desnudan ante el invierno.
No sé cuántas han sido las ventanillas de coche que
reflejaron mis pensamientos mientras volvía. En ocasiones, aquellos cristales
fueron los únicos testigos de mi nostalgia, los únicos compañeros plegarias y
reflexiones. Mi mirada se ha perdido por señales de carretera, entre sueños que
se fundían en las nubes, susurros entre asfalto y recuerdos difusos asomando
por el horizonte.
He emprendido el camino de vuelta tantas veces, que incluso
he olvidado a dónde voy.
Todos procedemos del silencio, y después formar parte de la
gran orquesta vital, que se prolonga todo lo que puede, retornamos al sigilo de
la eternidad. Es como si la vida no fuera más que el camino que nos devuelve a
la fuente de la que procedemos, un inacabable viaje de retornos.
Entonces abrí los ojos y sentí el ruido del motor del
autobús, podía ver la incipiente calva del conductor y su rostro de mediana
edad por el retrovisor. Eché un vistazo
a mi alrededor y vi manos sujetas a largos tubos de metal, con los dedos
fuertemente apretados sobre aquellas estructuras cilíndricas. Allí dentro, compartíamos viaje un puñado de
seres humanos, cada cual distinto del otro, todos en movimiento, a pesar de que
nadie moviera un solo músculo.
Vi una chica sentada, de piernas cruzadas, zapatos de charol
y las uñas pintadas. Había dos jóvenes de melena dorada, parecían extranjeros,
eran amigos, con un marcado acento hablaban, completamente distraídos. También
hay un anciano, desafiando a la gravedad, sosteniéndose sobre pies firmes, a
pesar de su edad. Una pareja se da un beso furtivo, rápidamente se separan,
como si hubieran hecho algo prohibido.
Sin motivo alguno, me acuerdo del mendigo, ese que aspiraba
a ser presidente, no volví a verlo, pero esté donde esté, seguro que su sonrisa
perlina, alegra a la gente.
Miro mi reloj y me percato de que el autobús se retrasa.
Pero da igual, ya recuerdo a dónde voy. Vuelvo a casa.
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