A principios de mes dio comienzo una nueva aventura. Salí de
casa de mi mamá, caminé ladera abajo con una mochila enorme y me embutí en un
minibús que cruzaría La Paz de sur a norte. Para los que no estén acostumbrados
a la jerga local, los minibuses son furgonetas, las cuales dudo que hayan sido
creadas para ser utilizadas como transporte público. Pero como estamos en
Bolivia, estos cochecitos recorren los laberintos de La Paz con una buena
cantidad de personas retorciéndose en sus asientos.
Así transcurrió la primera parte del viaje, con mis rodillas
levantadas, chocando contra el asiento de adelante, y la mochila sobre mis
faldas, tapándome la vista.
Después, sin embargo, tocaba rearmarse, crujirse la espalda
y subir a un teleférico limpio y rojo. Un teleférico cuya estación de origen
cuenta con un sinfín de empleados uniformados que sonríen, cortan tus boletos y te guían a tu espaciosa
cabina. La Paz, como se puede ver, es una ciudad de opuestos.
Sin embargo, la última parada del teleférico estaba ya por
encima del cráter que es La Paz, y es que acabábamos de arribar a El Alto, la
interminable planicie que se extiende por encima, una ciudad en la que se
respira polvo y comercio.
Allí teníamos que tomar otro minibús, si cabe, todavía más
pequeño; en el que atravesar una avenida repleta de desvíos, y así llegar a la
penúltima parada de la travesía.
Estaba cerca, pero todavía faltaba tomar un trufi (taxi
compartido) de corto recorrido. Al bajar de éste, ya solo había que dar unos
cuantos pasos hasta Luz de Esperanza, una fundación en la que viven chicos que
se han criado en la calle. Ese era nuestro destino.
En esa fundación, Colleen –la gringuita pecosa con la que
estoy –y yo íbamos a hacer de voluntarios. Se suponía que teníamos que enseñar
a los chicos a leer y escribir, y una vez a la semana darles clases de inglés.
Para ello, la directora del centro nos recomendó bombardear a los chicos con
dictados.
-Que copien y que copien, una y otra vez; hasta que se les
quede –nos dijo.
Y nosotros, para qué mentir, le hicimos caso. Esa señora
lleva más de 15 años en la fundación, lo cual, además de otorgarle experiencia,
le confería una gran autoridad.
Nada más llegar, te das cuenta de que aquí, ella es la
mandamás. Tan solo hace falta ver que su oficina es la única que está en un
segundo piso y que desde allí arriba, como un halcón, controla todo lo que
ocurre en el lugar.
Pero volviendo al tema de los dictados; no funcionaron. Los
chicos no tenían motivación alguna para leer, escuchar y copiar historias que
nada tenían que ver con ellos. Las clases fueron un fracaso, pero todo lo que
ocurría fuera de éstas me fue haciendo despertar.
Gotita a gotita, los chicos se fueron abriendo con nosotros
y conocer sus historias me dio una perspectiva completamente distinta. Éstos
son muchachos que han deambulado entre aceras por más tiempo del que se
imaginan, la mayoría llevan años sin pisar un aula. Ellos han tenido una
existencia complicada y violenta. Ellos han sentido en su propia piel lo peor
de nuestra especie y sus pulmones han absorbido la contaminación que destila el
egoísmo y la agresividad.
Y antes de proseguir, rogaría que se abstengan de sentir
pena, porque la pena es un sentimiento inútil, que nace de la culpa de saberse
superior que otro.
Estos jovenzuelos, son personitas normales, tan ordinarios como
tú y yo. No hay ningún ser humano mejor que otro.
Los chicos me han enseñado que el espíritu humano es
incorruptible. Todos tenemos una brújula en el interior, un algo cálido y bueno
que late en cada uno de nosotros. Y podemos desviarnos de esa calidez,
alejarnos hacia lugares gélidos, extraviarnos en las cicatrices que deja la
memoria y sufrir por la incertidumbre del futuro; pero nuestro corazón no puede
perderse, y siempre que estemos dispuestos a regresar, tan solo tenemos que
escuchar sus latidos.
Con esa sensación en el pecho volví a casa de mi madre, para
pasar el carnaval con la familia.
La situación con mi mamá estaba un tanto delicada. Yo vine a
Bolivia para poder verla, ya que había transcurrido más de una década desde
nuestro último encuentro. Mi prioridad era compartir con ella, con calma;
conocernos, de a poquito, sin prisas.
Sin embargo, me topé con que ella sí tenía prisas, y muchas,
por ella y por mí. Además, al parecer, nuestras prioridades son distintas. Para
ella, lo más importante es que yo gane dinero y que invierta mi tiempo en un
trabajo que pueda dármelo. Esa es su mayor preocupación, lo cual le hace
imposible disfrutar de mi compañía, o incluso darse cuenta de que es la primera
vez en diez años que nos vemos.
Así, escuchando constantes reproches, dejé a mi mamá una vez
más. De nuevo, tocaba estrujarse en los minibuses y relajarse con las vistas en
el teleférico, para llegar a El Alto.
Tocamos el timbre de la fundación y los chicos nos abrieron
con una gran sonrisa. La directora se había marchado hacía unas horas y la
libertad se respiraba en el ambiente.
Libertad, lo que más extrañan los chicos de su anterior
vida.
Eso me dijo uno de ellos cuando le pregunté si echaba de
menos la calle. “La libertad” fue su respuesta inmediata. Eso me hizo pensar,
¿Saben?
Si la única manera de ser libre es viviendo en la calle,
algo va muy mal con este mundo que hemos creado.
En el momento que crucé por segunda vez las puertas de la
fundación, todo mi ser se removió. Ante mis ojos aparecieron imágenes de mi
etapa de estudiante, volvieron las tareas, las notas y la presión por estar
aprobado. También volvieron las voces de mi madre y de todas las personas que
viven preocupadas por lograr la tan ansiada seguridad material. Luego vi el
mundo, con todas sus obsesiones superficiales, con sus figuras autoritarias y
el miedo a las represalias. Y por último me vi a mí mismo, en ese instante,
cuestionándome cómo debía comportarme con aquellos chicos, preguntándome cómo
podía enseñarles a leer y escribir.
Entonces observé mi alrededor y vi al Huayna Potosí
abriéndose paso entre las nubes. Y en ese instante recordé lo que de verdad
importa en esta vida.
Y es que no importa el dinero, ni las posesiones, ni
siquiera importa saber leer, sumar o restar. Lo que de verdad importa es ser
una buena persona. Y no digo buena como opuesta de mala, hablo de esa bondad
que no tiene contrarios, de esa luz que no conoce de sombras.
Vivir con bondad en el corazón y amor en nuestras acciones,
eso es lo único que importa.
Desde entonces, ya no ha habido más dictados, pero creo que
todos hemos aprendido más que nunca.
Y es que la educación no se puede encarcelar en un aula y un
puñado de letras. La educación está en un partido de baloncesto al atardecer y
en un día entero cocinando, hablando de verdad, con palabras que surgen de las
entrañas. Se educa compartiendo un desayuno, haciendo flexiones y parándote de cabeza
en una postura de yoga. La auténtica
educación no conoce de maestros y aprendices, sino de personas que aprenden
juntas.
Y los caminos del aprendizaje son infinitos. Se puede hacer
pan, cavar zanjas, alimentar gallinas, jugar fútbol e incluso leer y hasta
escribir.
Así que aquí estoy, en un terreno perdido sobre el vasto
altiplano, cobijándome del frío con mantas y los brazos de Colleen. Aquí
escuchamos, aprendemos y compartimos con muchachos de ojos color marrón, marrón
oscuro, con brillo dentro, como la mirada de los pajaritos.
Felicidades muchachos y el dictado más importante es el que dicta nuestro corazón. Abrazos
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