viernes, 13 de mayo de 2016

El fabricante de tornillos maleables

Había una vez un ser vivo, de forma definida y con un alma abstracta. La criatura no tenía por qués, ni cómos, ni cuándos, ni dóndes. Ese ser tan solo vivía y se había materializado con el aspecto que tenía para vivir las experiencias que necesitaba experimentar.
Su forma definida y su esencia abstracta no entraban en conflicto, pues la materia no limitaba a lo eterno y el pensamiento no pretendía encarcelar dentro de sí mismo a lo ilimitado.
La criatura jugaba descalza y creaba tornillos maleables que encajaban y desencajaban con facilidad. Esos tornillos hacían posible que los edificios y demás construcciones cambien de forma de manera constante y que se hagan grandes o pequeñitos según las necesidades de sus ocupantes.
Y es que en el lugar donde habitaba este ser, nadie deseaba más de lo que necesitaba. Incluso, podría decir que nadie deseaba nada en absoluto, pues ni si quiera se planteaban una realidad en la que no existiera todo cuanto precisaban. Por eso, esos tornillos mágicos (por así llamarlos), hacían posible hacer más grandes los hogares cuando llegaban forasteros y necesitaban un lugar cálido en el que soñar y dormir.
Los habitantes del sitio no tenían sentido de propiedad, porque tampoco tenían sentido de identidad. Sabían que la forma no delimitaba lo que eran y vivían para vivir. Y en ese vivir, hacían el bien, sin quererlo y sin saberlo, por supuesto.
Tampoco había diferencia entre niños y adultos, pues todos reían y disfrutaban de trepar árboles para recolectar frutas juntos. ¿Y cómo era posible eso?
Era posible porque nadie se cuestionaba si era posible.
Allí todos aprendían. La vida era un aprendizaje tan vasto y diverso, que no hacía falta universidades para separar a los que estudian de los que no. Tampoco había abogados, pues no se necesitaba leyes para regir a la población ni decirle cómo debía comportarse. ¿Y cómo sabían cómo comportarse?
Porque nadie tenía una noción de lo que era comportarse bien o comportarse mal. Y como no conocían esta diferencia, tampoco tenían miedo al castigo por un mal comportamiento, ni buscaban la recompensa que sigue a la buena conducta.
No existían premios o castigos. Había tan solo, lo que ellos llamaban, una interacción de acciones. Lo que tú hacías, estaba intrínsecamente relacionado con lo que hacían los demás.
Tampoco existían presidentes o gobernantes, porque a nadie se le ocurría la necesidad de que alguien los representase.
En aquel sitio el pasto crecía verde en primavera y se amarilleaba sin pena al llegar el otoño. Las hojas caían sin remordimiento y la vida se entregaba a la muerte con los brazos abiertos.
Allí los seres vivos no buscaban un propósito y no nacían con ese sabor de estar incompletos. No buscaban respuestas que los hiciesen felices, ni pretendían convertirse en algo que todavía no eran. No conocían la palabra felicidad, pero vivían con alegría. Y estaban alegres porque no tenían ambición.
No ambicionaban éxito propio o fracaso ajeno, no ambicionaban una vida mejor, porque la vida era inmejorable. Sus motivos para reír o disfrutar, no se encontraban en lo que conseguirían al día siguiente o en lo que habían logrado el anterior. Reían con el silencio y al ver una rama mecerse con el viento, pues comprendían la belleza de la poesía en movimiento.
No buscaban impresionar ni alabar. Respiraban y sudaban (los que tenían poros para hacerlo).
Bailaban, desnudos, revolcándose por la arena, raspándose la piel y las escamas. Volaban cuando tenían alas y se arrastraban cuando les faltaban extremidades. No existían los días de la semana, pero eso sí, cuando la luna de su mundo se ponía grande, todos salían a disfrutar de la luz nocturna y tocaban instrumentos de viento que sonaban como las brisas del oeste. También había unos artesanos que construían tambores invisibles, que hacían vibrar la tierra con cada movimiento de baqueta. Todo vibraba en aquel lugar; desde los cuerpos a los órganos, pasando por la vegetación y el agua. Y es que la vibración es la chispa vital, un movimiento que surge de la nada para volverse a fundir en ésta, un fenómeno que sacude el universo, un grito que llena el aire para después ofrecerle un precioso silencio.
¡Ah! Estos seres eran muy silenciosos. Los que tenían pies, caminaban con sigilo. Los que recibieron pezuñas o patas grandes y pesadas, aunque hacían temblar el suelo que pisaban, no rompían la armonía de lo natural. Todas las criaturas se comunicaban en perfecta sincronía unas con otras, sin importar sus rasgos físicos o la supuesta especie a la que pertenecían. Algunos de los seres vivos habían desarrollado cuerdas vocales y lenguas escurridizas que les permitían expresar sonidos complejos. Aquello sin embargo, no era una cualidad de superioridad sobre los otros seres, tan solo una característica corporal que estaba a su disposición mientras habitaran aquel cuerpo.
No había seres mejores o más avanzados que otros. Nadie aspiraba a ser mejor que otro. No había luchas ni competencias. Todos eran lo que eran sin resistencia alguna. En otras palabras, se permitían ser ellos mismos, con total inocencia, con absoluta vulnerabilidad.
Mas todas aquellas criaturas vivientes sabían que había lugares en los que la vida no fluía del mismo modo. Sentían –y no como algo lejano –que había sitios en los que la vida se encontraba atascada en la materia, identificada en la forma. Pero no se preocupaban por el sufrimiento, no intentaban erradicarlo ni modificarlo de ninguna manera. Tan solo lo abrazaban, al igual que abrazaban a un árbol milenario de tronco rechoncho. Abrazaban el conflicto, el dolor y el miedo que provoca el egoísmo, y lo hacían como quien abraza a un anciano enfermo, cuyo irrevocable destino es la muerte.
Después de todo, no hay lugar para el egoísmo en la tierra sagrada. ¿Y cuál es la tierra sagrada?
Esta misma, la que estas pisando. Solo que el ego es demasiado pequeño y limitado como para percibirlo. Por eso el ego nace con un impulso de lucha y se mantiene vivo mientras se resiste a aceptar su pequeñez y limitación. Así, la liberación tiene lugar cuando hay una rendición total y completa, cuando dejas de luchar por tu permanencia como individuo. Es como saltar a lo desconocido, literalmente. Solo que ese desconocido en realidad somos nosotros mismos, nuestra auténtica esencia, nuestro verdadero hogar.

Y allí, en esas tierras vive la criatura que construye tornillos maleables que se ajustan y desajustan a su antojo, ayudando a la creación de edificios grandes y pequeñitos. Y ese lugar, ese en el que se camina descalzo y donde se toca tambores invisibles, es aquí mismo.


lunes, 2 de mayo de 2016

Cultura del físico

Ya desde niño dibujaba zambardos con músculos gigantescos. ¿Por qué importa tanto cómo luce el cuerpo?
En el barrio en el que estoy, hay al menos dos centros de depilación y otro par de salones de belleza por calle. En esos sitios salen mujeres aceitosas, sensuales y más flacas que un palo anémico. En cambio, los hombres que protagonizan los anuncios parecen espartanos mastodontes.
Y yo sufro. Sufro en ocasiones cuando me miro al espejo y veo un pecho peludo y a pesar de todas las flexiones que he hecho en mi vida, relativamente plano.
Si enduro el vientre, se me marcan entre la capita de grasa unos cuantos abdominales, pero desde luego no los suficientes como para presumir de ellos. Mis piernas son flacas y mis tobillos un tanto débiles.
En cambio, de lo que en ocasiones me siento orgulloso, es de mi espalda, que cuando meto aire a mis  pulmones se hincha y me da un aspecto de cobra, cuando extienden esas cosas que tienen alrededor de su cuello. Eso, por algún motivo, me hace sentir bien.
También me gustan mis dientes y que la mayoría estén rectitos. En cambio, no me gusta que sean pequeñitos y que tenga que usar una placa para evitar que se desgasten por las noches.
Siguiendo con la descripción de mi cuerpo, mi nariz es protuberante y torcidita, algunos incluso me han dicho que tengo un machete en medio de la cara. Luego tenemos los ojos, y en general suelen gustar, cuando se los mira con detenimiento, ya que así se puede apreciar sus diferentes tonalidades y las pestañas que los adornan.
A mí, de manera particular, me gustan mis brazos, sobre todo después de hacer ejercicio y cuando se me brotan las venitas de los hombros y los antebrazos. Toda la gente hipermazada tiene esas venitas brotadas, acompañando a sus músculos de toraco.
¡Ah! Y luego está mi pelo, con el que tengo una relación conflictiva. Y es que me gusta tener el pelo largo, pero también resulta que tengo poco y cada vez que se me cae uno, es un drama tremendo.
Y todas esas descripciones que he hecho las he sacado de lo que miro en el espejo y de lo que otras personas han opinado sobre mí.
Primero, en cuanto al espejo, no sé, es muy curioso lo que hacen los espejos. A veces, según la iluminación que haya o el momento del día, mirarme en el espejo es una gloria, y me siento hermoso, atractivo y fuerte; mientras que en otras ocasiones me siento un pedazo de mierda aplastada. Me veo calvo, con mollas en las caderas, una nariz de elefante, más peludo que un zorro ártico y con la guinda de algún granito coronando mi frente.
Y durante casi toda mi vida he intentado camuflar esas cosas que no me gustaban de mi cuerpo y resaltar los aspectos que a mí me parecían atractivos.
Y no sé, este es un tema del que me costaba hablar. Porque no es bonito admitir que te sientes tan identificado con tu cuerpo y que tienes tantas inseguridades acerca de éste. Es algo de lo que no se habla (o al menos de lo que yo no hablaba).
Yo quería mostrarme como una persona despreocupada por su aspecto, un  tipo seguro de sí mismo, pero a la vez sano, atlético y por qué no, atractivo. Pero, no sé, son tantas cosas de las que preocuparse, por las que ocuparse, tanto esfuerzo por mostrar algo a los demás, por intentar convencerlos, pero sobre todo, de convencerte a ti mismo de todas esas tonterías.
Y provoca sufrimiento querer ser algo que no eres, desear un cuerpo que no tienes. Pero así es el mundo en el que vivimos. El cuerpo es tu presentación y yo quería estar presentable, o incluso, destacable.
Es otro deseo más del ego. Destacar. Destacar por tu aspecto, por tu inteligencia o tu carisma, pero diferenciarte al fin y al cabo.
Pero en este momento digo: ¡A tomar por saco! Renacuajos en almíbar. Queso rallado con fideo. Leche de culebra malparida con tomates disecados a punto de explotar.
No tiene sentido. Todos mis problemas empiezan cuando quiero ser algo más, cuando ambiciono, cuando quiero ser mejor que otro, cuando quiero labrarme un nombre, cuando proyecto, cuando me amarro al pasado, cuando actúo condicionado, cuando me identifico, con cualquier cosa, da igual que sea el cuerpo, la mente o un país. Identificarte es encarcelarte.
Por eso, la libertada va desnuda. Y así quiero ir yo, en pelotas, corriendo por un río, salpicándome la piel sin pudor alguno.
Y así me siento feliz. Es algo que siempre he sabido. Desde que tengo memoria. Cuando he soltado mis miedos, cuando me he dejado ser, he disfrutado, he sentido y he llorado. Cuando he perdido la vergüenza y me he olvidado del orgullo. Cuando no quise ser nada más que yo mismo. Esa es mi esencia y siempre lo he sabido, aunque a veces me obligué a intentar olvidarlo. Pero no puedes olvidar de dónde vienes, no puedes olvidarte de quién eres.
Y cuando estoy así, que ahora lo estoy, veo mis deditos y me encantan, moviéndose ligeros por el teclado. Me salen lágrimas y sonrisas. Veo mis pies y mis tobillos huesudos. Qué belleza hay en el cuerpo, sea como sea. Y se empieza por ahí, queriéndolo. Acariciándote, mimándote, dándote besitos y haciendo bailes en honor a la vida.
No sé si soy guapo, feo, flaco o gordo. Tal vez algún día me quede calvo, o mi barriga crezca. Da igual. Da igual. Ahora tan solo escribo y vivo. Y no sé cómo terminar este texto, pero creo que ya está todo dicho.
Tan solo se me ocurre decirte, quien quiera que seas, que si en algún momento tú también has sentido rechazo o cierta inseguridad con tu cuerpo, el primer y único paso es amarte. Porque si amas el cuerpecito que te permite experimentar este mundo, sabrás qué hacer para que funcione bien. Cuando hay amor, la comida no se mide en nutrientes, sino en suspiros de sabor; el ejercicio se torna en danza. Los espejos dejan de reflejar lo que eres, porque lo que eres no se ve en un ordinario trozo de cristal (o cualquiera que sea el material por el que están compuestos los espejos). Cuando hay amor no hay necesidad de impresionar a nadie, porque no hace falta, porque en ti ya está todo, así que no necesitas que alguien te diga lo bien que te ves. Pero si alguien te lo dice, das las gracias y cuando alguien te dice que tu fealdad es mayor que la de los orcos, también lo agradeces, porque la belleza nunca fue la apariencia, sino más bien la esencia. Así pues, todo empieza y termina con el amor, no hay más vueltas que darle ni más cuentos que contarte.

Nada más, me gustaría terminar esta historia dos palabras que  leí en cierta ocasión en una nevera: Nos Amo.