Había una vez un ser vivo, de forma definida y con un alma
abstracta. La criatura no tenía por qués,
ni cómos, ni cuándos, ni dóndes. Ese
ser tan solo vivía y se había materializado con el aspecto que tenía para vivir
las experiencias que necesitaba experimentar.
Su forma definida y su esencia abstracta no entraban en
conflicto, pues la materia no limitaba a lo eterno y el pensamiento no
pretendía encarcelar dentro de sí mismo a lo ilimitado.
La criatura jugaba descalza y creaba tornillos maleables que
encajaban y desencajaban con facilidad. Esos tornillos hacían posible que los
edificios y demás construcciones cambien de forma de manera constante y que se
hagan grandes o pequeñitos según las necesidades de sus ocupantes.
Y es que en el lugar donde habitaba este ser, nadie deseaba
más de lo que necesitaba. Incluso, podría decir que nadie deseaba nada en
absoluto, pues ni si quiera se planteaban una realidad en la que no existiera
todo cuanto precisaban. Por eso, esos tornillos mágicos (por así llamarlos),
hacían posible hacer más grandes los hogares cuando llegaban forasteros y
necesitaban un lugar cálido en el que soñar y dormir.
Los habitantes del sitio no tenían sentido de propiedad,
porque tampoco tenían sentido de identidad. Sabían que la forma no delimitaba
lo que eran y vivían para vivir. Y en ese vivir, hacían el bien, sin quererlo y
sin saberlo, por supuesto.
Tampoco había diferencia entre niños y adultos, pues todos
reían y disfrutaban de trepar árboles para recolectar frutas juntos. ¿Y cómo
era posible eso?
Era posible porque nadie se cuestionaba si era posible.
Allí todos aprendían. La vida era un aprendizaje tan vasto y
diverso, que no hacía falta universidades para separar a los que estudian de
los que no. Tampoco había abogados, pues no se necesitaba leyes para regir a la
población ni decirle cómo debía comportarse. ¿Y cómo sabían cómo comportarse?
Porque nadie tenía una noción de lo que era comportarse bien
o comportarse mal. Y como no conocían esta diferencia, tampoco tenían miedo al
castigo por un mal comportamiento, ni buscaban la recompensa que sigue a la
buena conducta.
No existían premios o castigos. Había tan solo, lo que ellos
llamaban, una interacción de acciones. Lo que tú hacías, estaba intrínsecamente
relacionado con lo que hacían los demás.
Tampoco existían presidentes o gobernantes, porque a nadie
se le ocurría la necesidad de que alguien los representase.
En aquel sitio el pasto crecía verde en primavera y se
amarilleaba sin pena al llegar el otoño. Las hojas caían sin remordimiento y la
vida se entregaba a la muerte con los brazos abiertos.
Allí los seres vivos no buscaban un propósito y no nacían
con ese sabor de estar incompletos. No buscaban respuestas que los hiciesen
felices, ni pretendían convertirse en algo que todavía no eran. No conocían la palabra
felicidad, pero vivían con alegría. Y estaban alegres porque no tenían ambición.
No ambicionaban éxito propio o fracaso ajeno, no
ambicionaban una vida mejor, porque la vida era inmejorable. Sus motivos para
reír o disfrutar, no se encontraban en lo que conseguirían al día siguiente o
en lo que habían logrado el anterior. Reían con el silencio y al ver una rama
mecerse con el viento, pues comprendían la belleza de la poesía en movimiento.
No buscaban impresionar ni alabar. Respiraban y sudaban (los
que tenían poros para hacerlo).
Bailaban, desnudos, revolcándose por la arena, raspándose la
piel y las escamas. Volaban cuando tenían alas y se arrastraban cuando les
faltaban extremidades. No existían los días de la semana, pero eso sí, cuando
la luna de su mundo se ponía grande, todos salían a disfrutar de la luz
nocturna y tocaban instrumentos de viento que sonaban como las brisas del
oeste. También había unos artesanos que construían tambores invisibles, que
hacían vibrar la tierra con cada movimiento de baqueta. Todo vibraba en aquel
lugar; desde los cuerpos a los órganos, pasando por la vegetación y el agua. Y
es que la vibración es la chispa vital, un movimiento que surge de la nada para
volverse a fundir en ésta, un fenómeno que sacude el universo, un grito que
llena el aire para después ofrecerle un precioso silencio.
¡Ah! Estos seres eran muy silenciosos. Los que tenían pies,
caminaban con sigilo. Los que recibieron pezuñas o patas grandes y pesadas,
aunque hacían temblar el suelo que pisaban, no rompían la armonía de lo
natural. Todas las criaturas se comunicaban en perfecta sincronía unas con
otras, sin importar sus rasgos físicos o la supuesta especie a la que
pertenecían. Algunos de los seres vivos habían desarrollado cuerdas vocales y
lenguas escurridizas que les permitían expresar sonidos complejos. Aquello sin
embargo, no era una cualidad de superioridad sobre los otros seres, tan solo
una característica corporal que estaba a su disposición mientras habitaran
aquel cuerpo.
No había seres mejores o más avanzados que otros. Nadie
aspiraba a ser mejor que otro. No había luchas ni competencias. Todos eran lo
que eran sin resistencia alguna. En otras palabras, se permitían ser ellos
mismos, con total inocencia, con absoluta vulnerabilidad.
Mas todas aquellas criaturas vivientes sabían que había
lugares en los que la vida no fluía del mismo modo. Sentían –y no como algo
lejano –que había sitios en los que la vida se encontraba atascada en la
materia, identificada en la forma. Pero no se preocupaban por el sufrimiento,
no intentaban erradicarlo ni modificarlo de ninguna manera. Tan solo lo
abrazaban, al igual que abrazaban a un árbol milenario de tronco rechoncho. Abrazaban
el conflicto, el dolor y el miedo que provoca el egoísmo, y lo hacían como
quien abraza a un anciano enfermo, cuyo irrevocable destino es la muerte.
Después de todo, no hay lugar para el egoísmo en la tierra
sagrada. ¿Y cuál es la tierra sagrada?
Esta misma, la que estas pisando. Solo que el ego es
demasiado pequeño y limitado como para percibirlo. Por eso el ego nace con un
impulso de lucha y se mantiene vivo mientras se resiste a aceptar su pequeñez y
limitación. Así, la liberación tiene lugar cuando hay una rendición total y
completa, cuando dejas de luchar por tu permanencia como individuo. Es como
saltar a lo desconocido, literalmente. Solo que ese desconocido en realidad
somos nosotros mismos, nuestra auténtica esencia, nuestro verdadero hogar.
Y allí, en esas tierras vive la criatura que construye
tornillos maleables que se ajustan y desajustan a su antojo, ayudando a la
creación de edificios grandes y pequeñitos. Y ese lugar, ese en el que se
camina descalzo y donde se toca tambores invisibles, es aquí mismo.
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