Hoy vi un hombre en la calle, sentado en un bordillo. Su
pelo era canoso, su expresión calmada y un par de gafas en su nariz colgaban.
Tenía un cartelito a sus pies. En él se podía leer:
“No tengo ingresos.
Esto me da vergüenza, pero necesito una ayuda para empezar de nuevo”.
Leí eso y me paré. Por mi cabeza surcaron imágenes de todo
lo que he vivido esta última semana y abrí el bolsillo izquierdo de mi
chaqueta. Ahí había un billetito verde.
La cabeza, en cuanto se enteró de mis intenciones, protestó:
-Es demasiado. ¡Tú no eres rico! Dale una moneda si quieres
ayudarle.
Pero, por algún motivo, sentí que tenía que hacerlo. Y
deposité el papelito en la caja a los pies del hombre. Sus ojos se abrieron y
sus cejas se levantaron.
Yo le dije que también estaba empezando de nuevo, y que eso
no sería posible sin todo lo que he recibido.
Hablamos durante un buen rato y quiero guardarme los
detalles para mí. Tan solo diré que él puso palabras a los pensamientos que se
habían estado gestando en mi interior durante este tiempo:
“Nada es permanente”.
Ayer, monté en bici después de mucho tiempo y el sendero
hacia mi destino me condujo hacia el oeste, dándome la oportunidad de bañarme
en sol poniente. La luz lo inundaba todo y coloreaba las luces con calidez.
¡Qué hermosas estaban las nubes! El rosa fundiéndose con el gris, coqueteando
con el blanco, las formas cayendo, esparciéndose o simplemente flotando.
Y en ese momento de tanta belleza, una voz interior me
susurró:
“¡Qué gran momento para morir!”
Parece contradictorio, que en un instante de pura vida uno
piense en la muerte. Pero así me sentía yo. Estaba preparado para dejar ir toda
esa belleza. No había ansias de extenderla, ni preocupación por que se acabe,
sabía que terminaría, sabía que el sol se pondría, que la oscuridad llegaría, y
que eso, estaba bien.
Nada es permanente. Y cuando abrazo la naturaleza finita de
la vida, cuando me entrego al momento, siento la eternidad en cada uno de sus
pestañeos.
No puedo expresar la emoción que me invade cuando contemplo
mi existencia, consciente de que en algún momento, acabará. Y aun sabiendo que
habrá un final, siento en mis entrañas que hay algo que dura para siempre. Me
gusta no entenderlo, ni intentar controlarlo, tan solo vivirlo.
Ya ha empezado. Hace un tiempo hablaba de que el siguiente
capítulo de mi vida consistiría en dar un salto a lo desconocido. Y ahora veo
que eso ya no es algo para contemplar en el futuro, un plan lejano o una idea
rondando en la cabeza. Es real.
Me la he jugado, una vez más. Y es excitante. No puedo
expresarlo de otra forma. Me emociona no saber lo que ocurrirá. Me emociona
lanzarme al mundo, con la certeza de que no controlo el resultado y que no
tengo nada que perder.
¡Qué liberador es eso último! Y sí, estoy corriendo un
riesgo, pero, el riesgo es la semilla de la que nace una oportunidad. Y, ¿Qué
hay de la suerte? ¿Qué papel juega en todo esto?
No lo sé. Tampoco sé si yo tengo buena o mala suerte. De
hecho, creo que la suerte no es lo uno ni lo otro. Pero sí que soy consciente
de lo afortunado que soy, y que eso no me lo he ganado, pero que tampoco se lo
debo a nadie. Tan solo me siento agradecido. Siento tanta gratitud en este
instante. Y agradecer, me impulsa a dar. Porque lo que se llena, se tiene que vaciar,
tiene que haber equilibrio. El agua no puede retenerse, tiene que fluir, seguir
su camino, siempre por el sendero más sencillo, saltando, quebrando, siempre en
movimiento, hasta llegar al mar.
Voy a vivir muy cerquita del mar. Me rio. No sé lo que va a
pasar.
El señor del cartelito me dijo que le gusta observar la
vida, y que se da cuenta de que hay muchas cosas que están mal en este mundo. Y
sí, tiene razón, hay muchas cosas que están mal, aunque, siempre se puede
empezar de nuevo.
Al despedirnos, le agradecí su tiempo, le deseé un buen día,
que siga sus sueños y que sea feliz.
Él sonrió, posó sus ojos sobre los míos y me dijo que ya lo
era.
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