viernes, 28 de julio de 2017

EX

Hoy desperté sobresaltado. Tuve un sueño con mi ex…
En primer lugar, no me gusta esa palabra: “ex”. No me gusta porque en mi vida solo hay dos personas a las que podría otorgarle ese título, pero tan solo utilizo ese término para referirme a una de ellas.
“Ex” me suena a lejano, impersonal, dos letras que reflejan algo que se perdió y que ya no está. No me gusta esa palabra, pero menos me gusta utilizarla y que me salga de manera natural cuando hablo de la persona con la que tuve el sueño anoche.
No hablo con esa persona desde hace tres años y medio, pero casi siempre que la menciono es para recalcar lo diferentes que éramos y de cómo esa relación no iba a ninguna parte desde el principio. Además, cuando surge una conversación acerca de ella, no voy a mentir, lo hace en un tono sarcástico y burlón, centrado únicamente en mi versión de la historia.
Pero hoy, después de ese sueño, he sentido la necesidad de comunicarme con ella.
Así que, por si algún enrevesado capricho de la vida hace que acabes leyendo esto, estas palabras son para ti:
En primer lugar, lo siento. Lo siento de verdad. Es algo que nunca te dije cuando separamos nuestros caminos. Estoy seguro de que tomé la decisión correcta, no solo para mí, sino para los dos, por la sencilla razón de que yo ya no podía dar todo mi ser en la relación que teníamos; y en la vida he aprendido que algo solo puede florecer cuando te entregas con todo lo que tienes.
No te pido disculpas porque nuestra relación terminase, lo hago por lo que vino después. Siento que en los años que vinieron luego no he sabido valorar lo que tuvimos, ni honrarte en mi memoria.
La verdad es que conocerte me llenó el corazón de esperanza. Apareciste en un momento en el que me sentía muy solo, y en el que no estaba listo para afrontar esa soledad. Entraste en mi vida como un soplo de aire fresco, y todo me parecía fascinante en ti; tu nacionalidad, tu cultura, tu familia, tu manera de entender la cocina, la carrera que estudiabas. Fue un placer conocerte e irte descubriendo.
Recuerdo que al principio nunca discutíamos, y eso me extrañaba, tanto así, que un día le dije a un amigo que estaba deseando que tuviéramos nuestra primera pelea, tan solo para asegurarme de que lo que teníamos era real.
Y ese día llego. Y no fue una discusión, sino varias, por diversos temas. Creo que es justo decir que los dos nos atrincherábamos en nuestras fortalezas, y desde ahí pretendíamos convencer al otro de nuestra opinión. Esas discusiones nos desgastaban, como gotitas de agua que se derraman sobre una roca, hasta partirla.
Uno de los temas principales de discusión fueron los celos. Los dos los padecimos, pero solo puedo hacerme responsable de mis acciones, así que por eso, también lo siento. Siento haberte juzgado y haberme obsesionado con las personas que vinieron antes que yo. Siento haber sido tan egoísta y haber tenido tan poca confianza en mí mismo como para exigirte haber sido el único en tu vida y en tu corazón. Siento haber volcado mis propias inseguridades en ti y no haberte tratado con todo el cariño que merecías.
Yo tenía mucho por aprender en aquel entonces, y ahora incluso más. Pero comprendí valiosas lecciones contigo. Siempre voy a recordar esa tarde en la que yo te estaba dando una de mis charlas acerca de cómo cambiar el mundo, presumiendo de mis códigos morales y de que mi mayor prioridad en la vida era ayudar a los demás; y de repente, en medio de mi cháchara, tú te metiste a la avenida y te acercaste a un coche que estaba parado. Su conductor estaba fuera, intentando empujarlo, y tú, con total naturalidad, te ofreciste a ayudarlo. Después de sonreír con ironía, yo también me uní a la faena y el tipo pudo meterse de nuevo al auto y ponerlo en marcha.
Sin embargo, el momento por el que más te agradezco, llegó después. Era una mañana de principios de verano. El curso universitario había terminado y yo acababa de suspender 7 asignaturas. Estaba echado en tu sofá, cabizbajo y pensativo, y cuando me preguntaste qué pasaba, intenté resistirme y decirte que todo estaba bien. Pero claro, tú insististe, y al final, después de un gran suspiro, te dije que sentía que yo no valía la pena. Me empezaron a brotar riachuelos de los ojos y saqué todo lo que llevaba dentro; te hablé de mi miedo a ser considerado tan solo un número, y que si hablábamos de números, yo era un fracaso. Te hablé del sentimiento de mediocridad que me envolvía, te dije que nunca en mi vida había destacado, que siempre me había quedado a medias. Te conté mis miedos a ser juzgado y a ser considerado como alguien insignificante, pero sobre todo, te hablé de ese profundo temor a que el mundo no pudiera ver que yo era más que una persona que suspendía 7 asignaturas en un semestre. Y tú me dijiste que ya era mucho más que eso. Me miraste a los ojos, sujetaste mis manos y me dijiste que era un chico con un corazón bueno, que quería hacer el bien y que era sensible al sufrimiento de las personas. Me dijiste que daba lo mejor de mí a la gente que conocía, y que mi alegría y energía contagiaban a los demás.
Aquel día, quizás sembraste la primera semillita que me hizo dar cuenta de que las notas de la universidad no eran lo más importante en la vida.
Aunque no quisiera, eres parte de mí. Pero, ¿Sabes qué? Quiero, y te lo agradezco.
No sé qué estarás haciendo en tu vida, qué caminos estarás recorriendo o con qué personitas estarás compartiendo tus días. No sé si te volveré a ver, o si algún día volveremos a hablar, pero necesitaba decirte esto.
Además, creo que al principio no fui del todo sincero cuando dije que estas palabras eran para ti, porque en definitiva, también son para mí.
Creo que después de este relato, no necesitaré volver a referirme a ti como “ex”. Tu nombre basta, y suena mucho más bonito.

Ojalá que tu corazón siga retumbando con fuerza y que en él no lleves cargas, sino entusiasmo y ligereza.

miércoles, 26 de julio de 2017

Esta Tierra Importa

Voy a hablar de un pedazo de tierra al que se llama Bolivia.
Aquí hay árboles de barrigas gorditas, tierras planas y montañas que rascan los cielos. Aquí hay ciudades de hormigas, vientos del sur, ríos grandes y desiertos de sal.
En estas tierras crece pasto húmedo, de ese que todas las mañanas se moja, aunque no llueva. Hay caminos de tierra y atardeceres que los tiñen de rosado. También se respira verde en los bosques, un verde que parece meticulosamente compinchado con el azul del cielo, creando contraste y a la vez equilibrio, entre lo que está arriba y lo que descansa abajo.
Aquí hay yuca en el oriente y papas para elegir en occidente. Hay choclo y locoto, cacao en los yungas y monos que rugen desde la profundidad de la selva. Hay pájaros de mil colores, mosquitos de diversos tamaños, hornos de barro y hamacas que se mecen despacio, entre postes. Hay altiplano, tan extenso como alcanza la vista, cubierto de siluetas de llamas y casitas dispersas. Hay frío, calor, humedad que se pega y frío que te agrieta. Y cómo olvidar la noche, que se viste negro y en cuyo manto se regocijan las estrellas, esparcidas como mil luciérnagas a través de la oscuridad.
Aquí, también hay que decirlo, hay basuras de plástico que adornan las calles y autos viejos exhalando humo negro. Hay naturaleza que se arrasa y destruye para ser transformada en billetes verdes, o números escritos en una pantalla. Aquí se alzan edificios de cristales relucientes al lado de viviendas derruidas. Hay anuncios que venden belleza en tratamientos de depilación, y que enseñan felicidad en botellas de coca cola.
En esta tierra hay avenidas atascadas, bocinazos, latas de cerveza, perros huesudos, canales que se utilizan de vertedero y centros comerciales gigantescos. Hay hoteles de lujo, niños que venden chicles, deslizándose descalzos. Hay vacas con joroba, campos de soya transgénica y tomates de goma.
Entonces, ¿Es Bolivia fea o hermosa?
Quizás la respuesta no pueda darse de manera tan dicotómica. Pero de lo que estoy seguro es de que este lugar vale la pena.
Sin embargo, aquí percibo cierta energía de pesimismo, o mejor dicho, de desinterés. Y esa energía no solo la siento aquí, sino en la humanidad, como una especie de letargo generalizado.
A veces llegamos a creer que esta vida y esta Tierra no valen la pena. Cada cual encuentra su excusa adecuada para decir que ya nada importa. Y uno de los mayores problemas es que nos sentimos insignificantes. Eso en particular me ocurre a menudo, creerme chiquito y que mis acciones no tienen relevancia.
Y esa misma sensación de insignificancia y pequeñez he sentido en la gente al llegar a Bolivia.
No me considero patriótico, pero creo que aquí no valoramos lo suficiente este suelo que nos cobija.
Creo que lo primero que hay que hacer es detenernos y observarnos, mirarnos unos a otros y hacerlo de verdad; observar nuestro pelo, nuestras narices gordas o flaquitas, las manchas de la piel, nuestras arrugas, las venas que se deslizan por los brazos, nuestras piernas y torsos, tomar conciencia de que somos humanos, todos únicos y todos iguales, al mismo tiempo.
Valorar lo que somos, aceptando lo que somos; seres vulnerables y de increíble capacidad creativa, explorando un lienzo con infinitas posibilidades. Y ver que eso se extiende a cada personita que habita este lugar, sin importar lo que haga, lo que sienta o lo que esté atravesando. Siento que es crucial entender que aunque queramos buscar mil excusas para dividirnos, estamos en esto juntos, nos guste o no.
Yo creo en nosotros, creo que podemos crear un mundo que se base en el cariño y en un profundo sentido de unidad, en el que podamos expresarnos de manera libre y sincera, un mundo que no busque ser perfecto y que tampoco lo exija. Un mundo en el que todos tengamos derecho a tropezar y no sentir vergüenza por ello.
Y sí, en Bolivia hay pobreza, corrupción y sufrimiento, como en todo el mundo. No se trata de cerrar los ojos a lo que no nos gusta, ignorar lo que nos desagrada o inyectarnos apatía para que nos deje de importar.
No pretendo dar consejos ni decir a nadie lo que tiene que hacer. Tampoco se me ocurren soluciones o planes estructurados para mejorar las cosas.
Lo único que tengo claro es que esta tierra vale la pena. Vale la pena escurrirla entre tus dedos y darle gracias. Vale la pena darle todo mi amor y dedicación a este mundo y a cada persona con la que me encuentre. Valen la pena todos los seres que habitan este planeta, en todas sus formas, tamaños y colores.

Acabo de observar que tal vez resulte confuso saber cuándo me refiero a Bolivia y cuando estoy hablando del planeta cuando uso la palabra “tierra”, pero es que siento que en realidad son lo mismo.
La idea de este texto surgió queriendo hablar de Bolivia y con la intención de hacer que la valoremos más, que veamos que su gente, su cultura y todo cuanto contiene vale la pena y merece ser reconocida como algo valioso. Pero, a medida que escribía, me di cuenta de que también necesitaba hablar acerca de la importancia de valorarnos a nosotros mismos y a toda la vida en general. Me di cuenta de que uno no se puede centrar en una sola porción de tierra y en solo una parte de la población.
Quería expresar en este texto cuánto me importa la tierra en la que nací, pero la verdad es que al expresar cariño hacia este lugar, me vinieron también cálidos latidos con aroma a España y a las personas con las que he podido compartir mi vida por la península ibérica. Y tampoco puedo olvidarme de Estados Unidos y sus bosques y la casa del río en Ohio.
Es como que quería hacer que Bolivia sea más importante que los demás, darle un lugar privilegiado en mi corazón, pero siendo sincero, no puedo. No puedo querer más un pedazo de tierra que otro. No sé, creo que el amor tiene eso, que es imposible dirigirlo a un punto en concreto. El amor brota y se esparce y llega, impregnándolo todo, calando hondo, haciéndote cosquillas, dándote ganas de reír y derramar lágrimas al mismo tiempo.

En fin, que con este texto tan solo quiero decirle a todo el mundo que valoremos el lugar en el que estamos, cualquiera que sea. Que abramos los ojos y que los cerremos cuando haga falta, que no tacañeemos abrazos y que no escondamos lo que somos, ni de dónde venimos.


martes, 11 de julio de 2017

3 Días. 3 Continentes

Son las 7 de la mañana en Sao Paulo, mi última parada antes de llegar a Bolivia (si es que llego).

Capítulo 1: Valencia
Cada día había cosas que hacía por última vez. La última comida en nuestro apartamento, la última vez que bajaba los cinco pisos, la última vez que recorría el río o que pedaleaba en bici.
En Valencia, hace seis meses, me convertí en profesor y ha sido una experiencia trepidante, llena de emociones, desafíos, inseguridades, alegrías, cansancio, energía, gritos, consejos y planificación de actividades. Me siento en paz conmigo mismo después de haber terminado el curso. Este año pude comprobar algo que ya sabía, y es que cuando algo te apasiona, le echas ganas y te despojas de excusas.
Había días que estaba durmiendo la siesta y cuando sonaba el despertador, lo que menos me apetecía era realizar una travesía para estar con unos chiquillos que no quieren estar en un aula a las 5 de la tarde. En la universidad, cuando la desmotivación acechaba, yo me entregaba a ella, y ni siquiera había conflicto o duda cuando sonaba el despertador; lo apagaría y seguiría durmiendo.
¿Cuál es el cambio? A veces, por sonar como un héroe, les decía a los demás que en esta ocasión no se trataba solo de mí, que esta vez había personitas que contaban conmigo. Pero eso es una mentira cochina. Estoy seguro que la mayoría de mis alumnos hubieran celebrado a lo grande si yo faltaba a clase. No lo hacía por los demás, lo hacía por mí. Apagaba el despertador, me cambiaba y si todavía me notaba aturdido, me comía un cuadradito de chocolate negro, pero iba. Era como una especie de compromiso conmigo mismo, y siempre, en cada trayecto a clase, me preguntaba: ¿Dónde te gustaría estar en este momento?
La respuesta era siempre la misma: Aquí. Si pudiera elegir hacer cualquier cosa y estar en cualquier sitio, sería aquí y haría esto mismo, ir a dar clases.
Siento que en la clase me transformo. Me siento con confianza, mis hombros se echan para atrás, camino con soltura y mis manos parece que bailen al son de mis palabras. No sé con exactitud por qué me gusta ser profesor, pero lo disfruto de verdad. De eso sí que estoy seguro, porque no solo disfruto los grandes momentos, esos en los que sientes que estás compartiendo conocimientos, en los que los chicos son creativos y colaboran entre ellos y una energía de entusiasmo llena el ambiente; sino que también he aprendido a disfrutar de las expectativas frustradas, del desinterés,  las provocaciones, los intentos de chantaje, las ganas de hacer pipí y hasta mis propios errores. Estos últimos son abundantes y aun así, difíciles de digerir. Dar clases me está ayudando a exponer en una bandeja mis fallos e imperfecciones, y así, dejándolos a la vista, empezar a darme cuenta de que tal vez no haga falta llamarlos fallos e imperfecciones. Sino tal vez, aspectos de mí mismo a los que suelo tener rechazo, pero parte de mí al fin y al cabo.

Capítulo 2: Casablanca
Vuelo de dos horas y escala de 24 antes de partir hacia Sao Paulo. Y todo ese tiempo da para muchas reflexiones. Al dejar Valencia y emprender este viaje, brotaba una vez más la pregunta de qué vendría después.
Cuando el avión despegó,  mi cabeza recorrió en imágenes los meses pasados y me sentí tranquilo, tanto por las clases, como por el tiempo compartido con las personas de la ciudad del Turia. Me sentía pleno, cargado de abrazos y deseos de buena suerte. Sin embargo, al mirar hacia adelante, ya no había tanta tranquilidad, sino más bien incertidumbre.
Lo bueno de los aeropuertos es que mi cabeza se centra en lo que se tiene que centrar y nada más. Palpo mis bolsillos con frecuencia para asegurarme que todo está en su sitio, controlo el tiempo que queda para embarcar y me aseguro de que mi botella esté cargada de agua.
Por eso, no fue hasta llegar a mi hotel cuando las divagaciones acerca del futuro volvieron a asaltarme. Y sí, reservé un hotel en las afueras de Casablanca, uno con piscina, jardines con rosas, cama grande, aire acondicionado y un cachorrito que no paraba de morder los tobillos. Me costó 56 euros y me sentía muy avergonzado de haber tomado una decisión así. Me sentía culpable y sentía que aquella decisión no encajaba con mi perfil humilde y ahorrativo. Pero bueno, la verdad es que quería descansar bien, tener mi propia habitación y nadar en la piscina.
Como decía antes, en el hotel me volvieron las divagaciones. Estaba en mi hotel con piscina y jardines y no podía disfrutarlos del todo porque mi cabeza estaba anclada en el futuro, ya no solo en lo que haría, sino en el sentido de lo que haría. ¿Qué sentido tiene la vida? ¿Qué sentido tiene estar aquí?
Entonces vi unos pajarillos agruparse en una esquina de la piscina y tomar sorbitos al tiempo que cantaban con alegría mañanera. Y en ese momento volví, volví a ese instante y a la vida y me di cuenta, maravillado, de dónde estaba. En Marruecos, donde hace dos años trepé una montaña y casi muero congelado, donde vi estrellas fugaces surcar dunas y donde me enamoré de Colleen.
Sin motivo alguno, recordé un atardecer en la playa, hace poco, jugando a las palas con Berni y los otros lorzombawers. Yo corría y me tiraba por la arena, me estiraba y me lanzaba con total determinación incluso a las pelotas que sabía que no podía llegar.
Ese es el sentido de la vida, sentía dentro de mí, lanzarte con todo tu ser incluso allí donde no puedes llegar, porque habrá un momento en el que llegarás… o no. Llegar en realidad no importa, sino lanzarte, con todo tu corazón, pulmones y tripas. Siempre queremos buscar el sentido al final, o con la excitación previa, que no tiene nada de malo. A mí todavía me alegra el alma recordar el título de los Spurs en 2014, o volver a Cuevas el año pasado. También me emociona ver a mis hermanos y a mi mamá en unas horas, pero ahora estoy aquí, en el aeropuerto de Sao Paulo, escribiendo y con muchas ganas de hacer pipí.

Capítulo 3: Sao Paulo
Estoy al lado de la puerta 246, acabo de llenar por tercera vez mi botella y estoy listo para el abordaje. Llegué ayer a este sitio estando carcomido por dentro y derruido por fuera. Así, me tiré al suelo abrazado a mis mochilas y me quedé dormido. Me levanté una hora después y volví a dormir una hora más, repitiéndose ese mismo proceso hasta tres veces. Aquí la piel va del rosa pálido al negro, pasando por un gran número de tonalidades marrones, el mestizaje característico de Latinoamérica, o mejor dicho, de la humanidad. Solo he pisado baldosas de aeropuerto en Brasil, pero ya siento gran cariño y conexión a esta cultura y este idioma cantarín.
Este viaje me ha machacado, pero también ha revitalizado una llama de hermandad en mis adentros. Ver tanta gente, tan distinta, tantos ropajes y expresiones, y al mismo tiempo, todas personas, todos con cabezas complicadas que juegan malas pasadas, pero todos con el potencial de ser ellos mismos y lanzarse con todo su ser a por esa pelota imposible en la playa.
En esta gran familia humana, ya no busco perfección. Esta familia nuestra tan solo necesita una sólida base de cariño y confianza mutua, y a partir de ahí ir aprendiendo, de a poquito, como los cachorritos torpes y vulnerables que somos.



P.D.: Ya llegué a Bolivia.