martes, 11 de julio de 2017

3 Días. 3 Continentes

Son las 7 de la mañana en Sao Paulo, mi última parada antes de llegar a Bolivia (si es que llego).

Capítulo 1: Valencia
Cada día había cosas que hacía por última vez. La última comida en nuestro apartamento, la última vez que bajaba los cinco pisos, la última vez que recorría el río o que pedaleaba en bici.
En Valencia, hace seis meses, me convertí en profesor y ha sido una experiencia trepidante, llena de emociones, desafíos, inseguridades, alegrías, cansancio, energía, gritos, consejos y planificación de actividades. Me siento en paz conmigo mismo después de haber terminado el curso. Este año pude comprobar algo que ya sabía, y es que cuando algo te apasiona, le echas ganas y te despojas de excusas.
Había días que estaba durmiendo la siesta y cuando sonaba el despertador, lo que menos me apetecía era realizar una travesía para estar con unos chiquillos que no quieren estar en un aula a las 5 de la tarde. En la universidad, cuando la desmotivación acechaba, yo me entregaba a ella, y ni siquiera había conflicto o duda cuando sonaba el despertador; lo apagaría y seguiría durmiendo.
¿Cuál es el cambio? A veces, por sonar como un héroe, les decía a los demás que en esta ocasión no se trataba solo de mí, que esta vez había personitas que contaban conmigo. Pero eso es una mentira cochina. Estoy seguro que la mayoría de mis alumnos hubieran celebrado a lo grande si yo faltaba a clase. No lo hacía por los demás, lo hacía por mí. Apagaba el despertador, me cambiaba y si todavía me notaba aturdido, me comía un cuadradito de chocolate negro, pero iba. Era como una especie de compromiso conmigo mismo, y siempre, en cada trayecto a clase, me preguntaba: ¿Dónde te gustaría estar en este momento?
La respuesta era siempre la misma: Aquí. Si pudiera elegir hacer cualquier cosa y estar en cualquier sitio, sería aquí y haría esto mismo, ir a dar clases.
Siento que en la clase me transformo. Me siento con confianza, mis hombros se echan para atrás, camino con soltura y mis manos parece que bailen al son de mis palabras. No sé con exactitud por qué me gusta ser profesor, pero lo disfruto de verdad. De eso sí que estoy seguro, porque no solo disfruto los grandes momentos, esos en los que sientes que estás compartiendo conocimientos, en los que los chicos son creativos y colaboran entre ellos y una energía de entusiasmo llena el ambiente; sino que también he aprendido a disfrutar de las expectativas frustradas, del desinterés,  las provocaciones, los intentos de chantaje, las ganas de hacer pipí y hasta mis propios errores. Estos últimos son abundantes y aun así, difíciles de digerir. Dar clases me está ayudando a exponer en una bandeja mis fallos e imperfecciones, y así, dejándolos a la vista, empezar a darme cuenta de que tal vez no haga falta llamarlos fallos e imperfecciones. Sino tal vez, aspectos de mí mismo a los que suelo tener rechazo, pero parte de mí al fin y al cabo.

Capítulo 2: Casablanca
Vuelo de dos horas y escala de 24 antes de partir hacia Sao Paulo. Y todo ese tiempo da para muchas reflexiones. Al dejar Valencia y emprender este viaje, brotaba una vez más la pregunta de qué vendría después.
Cuando el avión despegó,  mi cabeza recorrió en imágenes los meses pasados y me sentí tranquilo, tanto por las clases, como por el tiempo compartido con las personas de la ciudad del Turia. Me sentía pleno, cargado de abrazos y deseos de buena suerte. Sin embargo, al mirar hacia adelante, ya no había tanta tranquilidad, sino más bien incertidumbre.
Lo bueno de los aeropuertos es que mi cabeza se centra en lo que se tiene que centrar y nada más. Palpo mis bolsillos con frecuencia para asegurarme que todo está en su sitio, controlo el tiempo que queda para embarcar y me aseguro de que mi botella esté cargada de agua.
Por eso, no fue hasta llegar a mi hotel cuando las divagaciones acerca del futuro volvieron a asaltarme. Y sí, reservé un hotel en las afueras de Casablanca, uno con piscina, jardines con rosas, cama grande, aire acondicionado y un cachorrito que no paraba de morder los tobillos. Me costó 56 euros y me sentía muy avergonzado de haber tomado una decisión así. Me sentía culpable y sentía que aquella decisión no encajaba con mi perfil humilde y ahorrativo. Pero bueno, la verdad es que quería descansar bien, tener mi propia habitación y nadar en la piscina.
Como decía antes, en el hotel me volvieron las divagaciones. Estaba en mi hotel con piscina y jardines y no podía disfrutarlos del todo porque mi cabeza estaba anclada en el futuro, ya no solo en lo que haría, sino en el sentido de lo que haría. ¿Qué sentido tiene la vida? ¿Qué sentido tiene estar aquí?
Entonces vi unos pajarillos agruparse en una esquina de la piscina y tomar sorbitos al tiempo que cantaban con alegría mañanera. Y en ese momento volví, volví a ese instante y a la vida y me di cuenta, maravillado, de dónde estaba. En Marruecos, donde hace dos años trepé una montaña y casi muero congelado, donde vi estrellas fugaces surcar dunas y donde me enamoré de Colleen.
Sin motivo alguno, recordé un atardecer en la playa, hace poco, jugando a las palas con Berni y los otros lorzombawers. Yo corría y me tiraba por la arena, me estiraba y me lanzaba con total determinación incluso a las pelotas que sabía que no podía llegar.
Ese es el sentido de la vida, sentía dentro de mí, lanzarte con todo tu ser incluso allí donde no puedes llegar, porque habrá un momento en el que llegarás… o no. Llegar en realidad no importa, sino lanzarte, con todo tu corazón, pulmones y tripas. Siempre queremos buscar el sentido al final, o con la excitación previa, que no tiene nada de malo. A mí todavía me alegra el alma recordar el título de los Spurs en 2014, o volver a Cuevas el año pasado. También me emociona ver a mis hermanos y a mi mamá en unas horas, pero ahora estoy aquí, en el aeropuerto de Sao Paulo, escribiendo y con muchas ganas de hacer pipí.

Capítulo 3: Sao Paulo
Estoy al lado de la puerta 246, acabo de llenar por tercera vez mi botella y estoy listo para el abordaje. Llegué ayer a este sitio estando carcomido por dentro y derruido por fuera. Así, me tiré al suelo abrazado a mis mochilas y me quedé dormido. Me levanté una hora después y volví a dormir una hora más, repitiéndose ese mismo proceso hasta tres veces. Aquí la piel va del rosa pálido al negro, pasando por un gran número de tonalidades marrones, el mestizaje característico de Latinoamérica, o mejor dicho, de la humanidad. Solo he pisado baldosas de aeropuerto en Brasil, pero ya siento gran cariño y conexión a esta cultura y este idioma cantarín.
Este viaje me ha machacado, pero también ha revitalizado una llama de hermandad en mis adentros. Ver tanta gente, tan distinta, tantos ropajes y expresiones, y al mismo tiempo, todas personas, todos con cabezas complicadas que juegan malas pasadas, pero todos con el potencial de ser ellos mismos y lanzarse con todo su ser a por esa pelota imposible en la playa.
En esta gran familia humana, ya no busco perfección. Esta familia nuestra tan solo necesita una sólida base de cariño y confianza mutua, y a partir de ahí ir aprendiendo, de a poquito, como los cachorritos torpes y vulnerables que somos.



P.D.: Ya llegué a Bolivia.




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