miércoles, 23 de agosto de 2017

Carta al Miedo

Querido miedo:
Hoy te he vuelto a sentir y en maneras muy diversas.
Empezaste a abrirte paso con sabor a nostalgia, una que vino prematura, ya que todavía no hay nada que extrañar. Aún estoy en Bolivia, pero ya empiezo a ver el final de esta travesía.
Ya he atravesado el punto medio de mi estadía y al mirar la vista atrás veo detalles más que días, semanas o viajes. Veo risas de hermanos, escucho tenedores rozarse con cuchillos, agua escurriendo sobre platos, guisos hirviendo y manos cargando bolsas de Hipermaxi.
Venir a Bolivia ha sido olvidarme del resto del mundo, de todo lo que había hecho antes. Es como estar en otro planeta, o mejor dicho, viviendo otra vida. Al principio las avenidas me aterrorizaban, ciertos olores me chocaban y los acentos me divertían. Ahora cruzo andando con confianza, con un camión a dos metros. Mi olor es distinto, ya que se ha vestido de casa de mamá, vientos de sur y polvo. Y por supuesto, ahora mi lengua se suelta en expresiones cruceñas y me siento orgulloso cuando la gente me dice que mi acento no ha cambiado nada, salvo por los “vales” y “hostias” que ya tengo integrados.
Ya estaba empezando a armar mi rutina, disfrutando de los quehaceres de la casa, bañándome en la piscina antes de cocinar y dando paseos por la noche con mi mamá. Me comenzaba a sentir cómodo y relajado, en casa. Pero ahora, resulta que me voy de aventura, creo que una de las de verdad. Tanto así, que tengo la sensación de que no sé si volveré. Supongo que exagero, que soy un tanto dramático y cobarde, y que dentro de mí, claro que espero regresar, y volver cambiado, para compartir todo lo que captaron mis ojos y palparon mis manos.
En esta aventura también estás presente, querido miedo. Y es que voy a la selva, a un lugar donde se respira verde y en el que navegaré por ríos de verdad. Dentro de mí te mezclas con ilusión y ganas de descubrimiento.
Pero más allá de los peligros que pudieran surgir en la aventura, me asusta que al regresar ya solo me quedarán dos semanas. Me da miedo de emprender este viaje, porque esto ya significa entrar a la recta final antes de cruzar el Atlántico una vez más.
Y ahí, esperándome del otro lado, estás tú otra vez, miedo. Aguardando a que llegue, en forma de las ya clásicas preguntas: ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo voy a hacerlo? ¿A dónde estoy yendo? ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Y si esta vez no todo sale bien?
Porque siento que en mi vida, he sido y soy tremendamente afortunado. Siempre que repaso lo que me ha ocurrido, no puedo encontrar motivos de queja, pero sí cientos de razones para estar agradecido por cada instante que he respirado en este mundo.
Pero tú te escabulles en esa misma sensación de fortuna, haciendo que me pregunte qué pasaría si esta vez no tengo tanta suerte.
Me da flojera volver a enviar currículums, contactar academias, sentirme insignificante, poco capaz y tener que lidiar con todo lo que conlleva empezar de nuevo, menos de un año después.
Es como que da igual lo que haga, tú siempre vuelves y yo siempre te recibo con marcado rechazo.
No tengo métodos para evitarte y nunca te he podido expulsar por la fuerza. Tú vienes, entras, haces tu trabajo y cuando menos me lo espero, ya te has ido, sin siquiera despedirte. Es una relación curiosa la que tenemos tú y yo.
Pero bueno, aquí estoy, escribiéndote.
Como en cada una de tus visitas, estás en mi pasado y en mi futuro, en lo que fue y en lo que podría ser, en las posibilidades del mañana y la nostalgia del ayer. Pero aquí, aquí mismo, en esta habitación, en el movimiento de mis dedos y en el pelo acariciando mis orejas, no estás.
Creo que ya estoy llegando al punto en el que te acepto, y me acepto a mí mismo contigo. Ese momento en el que me rindo a tu presencia, suelto una risita y continúo andando, sin culparme por tenerte conmigo.
Tal vez nunca has estado fuera, quizás no seas un visitante. Tal vez esta carta no esté escrita a alguien ajeno, sino a mí mismo.
Tengo miedo a la muerte, a lo que vendrá con ésta. Tengo miedo a que en la muerte no haya redención, y que morir no sea dejar de ser gota para fundirte en el océano. Tengo miedo a que mi esperanza en el mundo sea en vano, a que al final, después de todo, nos terminemos matando unos a otros. Tengo miedo a cosas grandes y trascendentales, y también miedos chiquitos y egoístas, como no llegar a ser reconocido o nunca publicar un libro. También tengo miedo a no ser lo suficientemente bueno, a rendirme demasiado fácil, a perder el tiempo, a tomar decisiones de las que me arrepienta, a complicarme la cabeza con trivialidades y perderme amaneceres por estar demasiado distraído.
El miedo está en mí y también en mi interior, hay amor. Hay amor hacia todo, incluso al miedo. Y sí, el miedo me detiene por momentos, me arranca lágrimas y me hace caer pelos. El amor me impulsa, me hace sentir magia y cosquilleos, me llena y me desinfla.
En mi vida parece haber mucha contradicción, una auténtica batalla por dentro. A veces me siento un auténtico loco, me siento solo y perdido. En otras ocasiones me siento seguro, valiente, decidido, con fuego en la mirada. Me siento león y renacuajo, mar y montaña, olas y roca, pasto y arena.
Tengo nudos en la garganta, palabras que se atascan, sueños que vuelan.
Por momentos me gustaría que más personas se sintieran como yo. Y en otros instantes sé que los demás experimentan lo mismo. No soy único, aunque a veces quiera serlo. Pero sí que lo soy, como todos lo somos. 
Sé que estoy vivo por un motivo, uno que no tiene por qué ser algo específico y que no tengo por qué descubrir. Basta con saber que la vida tiene sentido. De algún modo, lo tiene.
Siempre llego al mismo punto, a esa conclusión que no concluye nada, sino más bien que deja todo abierto.
A veces me avergüenza repetirme y que la gente me juzgue por ello. Pero bueno, podemos añadir “repetitivo” a la lista de adjetivos con los que definirme. Aunque en realidad, ningún adjetivo lo hace. No soy una lista de calificativos, por mucho que a veces quiera convencerme de ello. Nadie lo es, por si acaso tú también tengas la tendencia a creerte algo parecido.
No tengo muy claro quién soy. Pero sé que nací para vivir. Vine a este mundo para expresar la chispa de vida que llevo dentro y compartir esos latidos con los demás.
Está bien escribirle cartas al miedo y tener días en los que dudas de todo, incluso de tu corazón. Como decía Gandalf: No todo lo que es oro reluce, ni todo el que anda errante anda perdido.

P.D: Al final no habrá aventura en la selva. ¿Ves la ironía de todo querido miedo?

Sin embargo, no me siento triste. De algún modo, sé que ya se dará la oportunidad de vivir esa experiencia.



lunes, 14 de agosto de 2017

Bárbaros. Salvajes. Familia.

El viaje se gestó improvisando, abriendo senda por donde se podía, avanzando a trompicones y sin saber muy bien a dónde se llegaría. Lo único que estaba claro era que el viaje se realizaría.
Sin embargo, hasta el último momento, hubo la posibilidad de echarnos atrás y desempacar las mochilas.
Pero no. Después de horas de espera, buscando culpables, mirando el reloj y riendo con cierta amargura, el transporte llegó. Y así, emprendimos camino.
Justo el día anterior a partir, yo había pronunciado un discurso acerca de la belleza de la imperfección y la importancia de aceptarnos tal como somos. Nadie me dijo que iba a poder vivir en mi propia piel aquel discurso tan solo un día después.
Fuimos recorriendo curvas, serpenteando entre montañas, hasta llegar al pueblito que nos alojaría durante dos noches de luna llena.
Allí comimos queso sin tomate, y con bicarbonato en vez de sal. Subimos caminos entre pinos, persiguiendo al sol a medida que éste descendía. Corrimos, gritamos, tropezamos, hablamos y callamos.
Perdimos llaves, buscamos responsables, hallamos soluciones. Sentimos hambre, buscamos aromas a pizza, pero no pudimos degustarla. Regresamos, frustrados. Preparamos fideos, cansados, y los saboreamos, igualmente. Escuchamos relatos con atención, con ese gozo espontaneo que brota de una historia bien contada.
Dormimos y despertamos, unos más pronto que otros. Desayunamos, observamos colinas un tanto peladas, nos entretuvimos sin hacer demasiado y de repente, ya era mediodía. Coordinar y planear para ocho se hacía un poco complicado y cansador.
Al final salimos, buscamos pan y no lo encontramos. Pero sí que conseguimos arepas y empanadas veganas a precio astronómico. Me derrumbé, mi cabeza se saturó y dejé de intentar sacar el paseo hacia adelante.
Pero cuando uno cae, otro se levanta. Porque así funcionan los equipos. Eso me dijo mi primo.
Y seguimos, nos embutimos en un vehículo y nos descomprimimos para recorrer un río poblado por sanguijuelas, líquenes y vientos cantarines. En poco tiempo perdimos el refinamiento y nos dejaron de importar las alimañas que pudieran trepar nuestras piernas. Y caminamos, con el cielo azul encima nuestro, con algún que otro tajibo exhibiendo puntitos rosas en las laderas.
Nos bañamos en aguas turbias, gritamos, nos ensuciamos y sudamos con olor a comino.
Volvía a haber calma, y también hambre. Y la idea de una buena pizzeada volvía a hacer eco en las tripas. Pero surgió otro inconveniente, uno que siempre incomoda, al menos a mí. El del dinero. Yo quería invitar, pero no llevé suficiente.
Me frustré por tener billetitos en una cartera y haberlos dejado guardados para alguna ocasión que no se sabe si vendrá. Faltaban billetes y había que hacer malabares si queríamos comer pizza. Sonaba mucho más razonable quedarnos en la cabaña y preparar una comida casera. Pero las voces rogaban queso derretido, masa crocante y tomate empapándolo todo.
Decidimos varias veces ir, y varias veces decidimos quedarnos, todo esto desde la sala de la cabaña, sin hacer en realidad nada. Tan solo alzando la voz, cada cual con su opinión, y cada opinión en desconexión con las demás. Hasta que por fin se impuso el veredicto de salir.
Y fuimos. Y pedimos 6 pizzas. Y nos sentamos, observando cómo llegaban, una por una. Parecía mucho, pero al final, trocito a trocito, rompiendo unos cuantos vasos de por medio, nos terminamos hasta el último grano de choclo.
Así contentos, volvimos a la cabaña. Dentro de mí yo decía que por fin la historia terminaba bien.
Pero luego jugamos cartas. Y al principio yo ganaba, celebraba, mi ego se hinchaba. No obstante, todo lo que sube, baja. Y las siguientes partidas fueron miserables, y se me hacían la burla. La rabia crecía en mí. La adrenalina brotaba y cuanto más competitivo me ponía, peor me iba en el juego, hasta que lo inevitable sucedió y perdí de manera horrible.
Subí las escaleras, me lavé los dientes y la cara, me tiré en la cama, me cubrí con un buen puñado de mantas y acepté mi derrota, mi rabia y mi frustración por creerme por encima de la ésta.
A la mañana siguiente desperté temprano y saqué gusanos de berenjenas, mientras observaba al sol desperezarse a través de la ventana. Puse lentejas a cocer, y fuimos echando verduras hasta llenar la olla, dejando cocer el guiso sin tapa.
Hicimos arroz y adquirió un sabor a quemado que quedó delicioso. Comí tres platos y mi barriga se hinchó como una pelota. Pero no fui yo el que más engulló, ya que uno de mis hermanos comió y devoró hasta terminar la ollada de comida, todo por demostrar que podía hacerlo.
Así, con lentejas borboteando por las orejas, emprendimos camino hasta nuestra última parada. Nos dirigíamos a ese mágico lugar que trae recuerdos de infancia, por el que fluyen ríos sobre arenas rojizas y del emergen cascadas que esculpen la roca.
Andamos, y seguimos andando, cargando con trescientos bultos, abriéndonos paso entre alambres de púas y cacas de vaca. Seguimos el río, sin rumbo fijo, tan solo avanzando, movidos por la curiosidad de saber lo que se escondería detrás de la siguiente curva.
Hasta que llegamos a una playa que se abría en un codo de la corriente. Allí había un tronco caído que confería al lugar la apariencia de una isla en la que más de un náufrago había encontrado refugio.
Pero más allá de la playa, se alzaba un cañón de rocas resbalosas y en su interior fluía el río, estrechándose cada vez más, hasta formar un pozo oscuro y profundo, de apariencia tenebrosa. Y más allá todavía, atravesando el cañón y el pozo tenebroso, estaba lo desconocido.
En el camino habíamos abandonado nuestras mochilas, y con nosotros tan solo llevábamos lo puesto, los que teníamos algo puesto. Atrás quedaban las cámaras, teléfonos y dinero para retornar a la ciudad. Delante nuestro, la aventura nos llamaba. Las montañas nos cantaban canciones para que siguiéramos y las ranas del agua hacían de coro en las melodías.
Así, cruzamos, uno por uno, ya que aquella era una prueba que debíamos afrontar solos. Nos lanzamos al pozo oscuro y tenebroso, y nadamos, brazada a brazada, gritando, con el corazón latiendo y los pies pataleando, hasta llegar al otro lado. Atravesar ese pozo era muy importante para mí y creo que para todos. Era un reto, una de esas oportunidades para enfrentar miedos y nadar sin saber lo que esconde el agua. Cruzar aquel pozo, era, de algún modo, dejar atrás el pasado y empezar de nuevo, confiando en que llegaríamos.
Y llegamos. A pesar de todo, o gracias a todo. Llegamos. Llegamos con discusiones, sudor en los sobacos, desorden, falta de plata, peleas, insultos y hambre.

Después, comimos mote con queso. Nos bañamos como bárbaros salvajes y luego volvimos, juntos, en familia.



sábado, 5 de agosto de 2017

26

Queridos amigos y familiares. Queridos seres humanos de todo el planeta. Queridos peces de río y criaturas del mar, alimañas de tierra y seres alados, árboles grandes, arbustos silvestres, gracias a todos por estar aquí.
Hace tres años empecé esta tradición de escribir algo cada 4 de agosto. Acabo de leer los tres textos anteriores y me ha revuelto emociones ver todo lo que estaba experimentando en cada uno de esos momentos.
Hace tres años dejé la universidad. Hace dos estaba a punto de emprender mi viaje por las Américas. El año pasado estaba en la casa del río de Ohio, disfrutando de unos super fideos con berenjena.
Hoy vuelvo a estar por el continente Americano, en el corazón de éste. Por primera vez en más de una década, mi cuerpo celebrará su vuelta al sol desde la tierra en la que nací.
No puedo expresar la gratitud ni el cariño que siento hacia este lugar y las personas que hoy escuchan estas palabras. No puedo expresar lo afortunado que soy, en tantos sentidos.
Por eso me sentiría ridículo pidiéndoles algo más de lo que ya me dan todos ustedes.
Siento que en esta vida he recibido tanto, de tantas personitas distintas, todas ellas dispuestas a tenderme una mano, a prestar un oído, a dar un abrazo, o por qué no, a darme dinerito cuando lo necesitaba.
Con el tiempo he aprendido que no puedes hacer nada solo. Aunque no quieras, aunque a veces nos resistamos a aceptarlo, estamos todos entrelazados, compartiendo latidos, trenzando raíces, nuestras ramas mezclándose, nuestros pulmones absorbiendo el mismo aire.
Eso me hace sentir cosquillas en lo más profundo de mi ser. Saber que estamos juntos, que nada está aislado, que existe un mar común desde el que mana la vida y que todos volveremos a esa fuente, o que mejor dicho, llevamos esa fuente dentro, en cada creación, en cada paso que damos. Ojalá las palabras pudieran transmitir el amor que alberga mi pecho.
Es una sensación rara la que hay ahí dentro. Es como si hubiera mil volcanes a punto de estallar, es como un viento que te sacude, que te mueve y te refresca. Pero al mismo tiempo, también siento la quietud de un desierto en mí, una certeza serena, como el tintineo de las estrellas, como un riachuelo que despacito se abre camino entre la roca, sabiendo que inequívocamente, llegará a su destino, porque su destino está en él.
Y en este día especial, este día que es especial gracias a ustedes, quiero hacer un brindis. Hoy quiero brindar por la imperfección.
Hoy quiero brindar por las rodillas torcidas, por los codos arrugados, por los callos en los talones, por los juanetes. Quiero brindar por los berrinches, por los comentarios mezquinos, por el egoísmo que te impulsa a comer más torta que los demás. Quiero brindar por nuestros miedos más profundos y trascendentales, y también por los miedos chiquitos. Brindemos por la tristeza que albergamos, por la vulnerabilidad de nuestra piel y la fragilidad de nuestros cuerpos.
Y no quiero hacer ese brindis porque sea un bastardo masoquista asqueroso. Es todo lo contrario, quiero brindar porque todo lo anterior es parte de nosotros.
Nuestros cuerpos no son perfectos, por mucho que queramos engañarnos con los estereotipos de belleza que hemos creado. Nuestras cabecitas no son computadoras robóticas, lógicas y templadas. Nuestras vidas no son caminos de rosas, ni cuentos de hadas.
Nuestra naturaleza no se expresa en trajes impecablemente planchados. Nuestra esencia no está en la eficiencia con que realicemos cálculos, o ajustemos cuentas. Nuestra fuerza no reside en los billetes que generamos, o las propiedades que tengan nuestro nombre.
La fuerza de la vida reside en su desnudez, en la simple e imparable belleza de la vulnerabilidad.
Por eso, aunque hoy tenga puesto un short y una polera, en realidad estoy desnudo ante ustedes. Y así, desde ese corazón al descubierto, surgen estas palabras.
Hoy quiero hacer una invitación al mundo entero a desnudarse, y sentir que está bien mostrarte débil y frágil, torpe, descoordinado e ingenuo. Está bien equivocarse, pasarse con la sal en las comidas, olvidarte de fechas límite, o tener un moquito colgando de la nariz.
Está bien porque así somos. Todos, sin importar nuestra edad, procedencia o circunstancias, somos cachorritos descubriendo este mundo.
Antes, me gustaba decir que había que vivir cada día como si fuera el último. Hoy quiero proponer algo distinto, ¿Qué tal si este fuera nuestro primer día de vida?
Qué tal si este es tan solo el comienzo. ¿Y si todo es posible? ¿Y si la vida es en realidad un lienzo en blanco?
No lo es. Todos hemos ya saturado ese lienzo, de una u otra manera, y en él apenas queda espacio para colorear nada. Pero en realidad, sin importar lo que hayamos pintado hasta ahora, en este instante siempre está latente la posibilidad de empezar de nuevo. Quizás, más que un lienzo en blanco, la vida sea un único lienzo en el que todo queda plasmado, pero que al mismo tiempo, en cada respiración, cada pincelada es borrada, renovándose, dando espacio para empezar otra vez. Algo así como las huellas que dejamos en la arena, que con cada ola se difuminan hasta desaparecer y dar paso a algo nuevo.
Somos pues, cachorritos, personitas. Me gusta, me divierte y me conmueve sentir eso. Vernos como seres llenos de vida, cada cual con sus propias particularidades, talentos, dificultades y tropiezos, todos aprendiendo, evolucionando, sacando la lengua, revolviéndonos sobre hierba húmeda, ensuciándonos las patas, haciéndonos heridas, lamiéndolas, dejando que sequen y cantándoles canciones de ranas para que curen.
No puedo dejar de creer en nosotros, sencillamente no puedo hacerlo. Y no puedo, porque escucho nuestros corazones y nuestras mandíbulas masticando. Puedo ver las miradas humanas y las miles de sonrisas que expresan, unas resplandecientes, otras sin dientes, pero todas, a su manera, perfectas.
Y esa perfección no reside en la forma o apariencia, sino en la esencia, en ese algo invisible que vibra y canta, como una melodía, una que brota de las cuerdas de un violín, uno que hace eco y al que acompañan cientos de voces. Voces que cantan acerca de la vida y la muerte, juntas danzando en armonía, al son de unos tambores que retumban y te invitan a saltar y a buscar a alguien a quien abrazar, y mirar a los ojos y decir gracias. Y en medio de la música, los poros se abren y el sudor salpica, las risas escupen, las barrigas truenan. Y la comida llega, comida de la tierra, comida nuestra y de todos. Las bocas se abren, los sabores se mezclan, las muelas trituran, las narices resoplan, contentas.

Gracias por hacer de esta vida algo tan mágico y especial.