sábado, 5 de agosto de 2017

26

Queridos amigos y familiares. Queridos seres humanos de todo el planeta. Queridos peces de río y criaturas del mar, alimañas de tierra y seres alados, árboles grandes, arbustos silvestres, gracias a todos por estar aquí.
Hace tres años empecé esta tradición de escribir algo cada 4 de agosto. Acabo de leer los tres textos anteriores y me ha revuelto emociones ver todo lo que estaba experimentando en cada uno de esos momentos.
Hace tres años dejé la universidad. Hace dos estaba a punto de emprender mi viaje por las Américas. El año pasado estaba en la casa del río de Ohio, disfrutando de unos super fideos con berenjena.
Hoy vuelvo a estar por el continente Americano, en el corazón de éste. Por primera vez en más de una década, mi cuerpo celebrará su vuelta al sol desde la tierra en la que nací.
No puedo expresar la gratitud ni el cariño que siento hacia este lugar y las personas que hoy escuchan estas palabras. No puedo expresar lo afortunado que soy, en tantos sentidos.
Por eso me sentiría ridículo pidiéndoles algo más de lo que ya me dan todos ustedes.
Siento que en esta vida he recibido tanto, de tantas personitas distintas, todas ellas dispuestas a tenderme una mano, a prestar un oído, a dar un abrazo, o por qué no, a darme dinerito cuando lo necesitaba.
Con el tiempo he aprendido que no puedes hacer nada solo. Aunque no quieras, aunque a veces nos resistamos a aceptarlo, estamos todos entrelazados, compartiendo latidos, trenzando raíces, nuestras ramas mezclándose, nuestros pulmones absorbiendo el mismo aire.
Eso me hace sentir cosquillas en lo más profundo de mi ser. Saber que estamos juntos, que nada está aislado, que existe un mar común desde el que mana la vida y que todos volveremos a esa fuente, o que mejor dicho, llevamos esa fuente dentro, en cada creación, en cada paso que damos. Ojalá las palabras pudieran transmitir el amor que alberga mi pecho.
Es una sensación rara la que hay ahí dentro. Es como si hubiera mil volcanes a punto de estallar, es como un viento que te sacude, que te mueve y te refresca. Pero al mismo tiempo, también siento la quietud de un desierto en mí, una certeza serena, como el tintineo de las estrellas, como un riachuelo que despacito se abre camino entre la roca, sabiendo que inequívocamente, llegará a su destino, porque su destino está en él.
Y en este día especial, este día que es especial gracias a ustedes, quiero hacer un brindis. Hoy quiero brindar por la imperfección.
Hoy quiero brindar por las rodillas torcidas, por los codos arrugados, por los callos en los talones, por los juanetes. Quiero brindar por los berrinches, por los comentarios mezquinos, por el egoísmo que te impulsa a comer más torta que los demás. Quiero brindar por nuestros miedos más profundos y trascendentales, y también por los miedos chiquitos. Brindemos por la tristeza que albergamos, por la vulnerabilidad de nuestra piel y la fragilidad de nuestros cuerpos.
Y no quiero hacer ese brindis porque sea un bastardo masoquista asqueroso. Es todo lo contrario, quiero brindar porque todo lo anterior es parte de nosotros.
Nuestros cuerpos no son perfectos, por mucho que queramos engañarnos con los estereotipos de belleza que hemos creado. Nuestras cabecitas no son computadoras robóticas, lógicas y templadas. Nuestras vidas no son caminos de rosas, ni cuentos de hadas.
Nuestra naturaleza no se expresa en trajes impecablemente planchados. Nuestra esencia no está en la eficiencia con que realicemos cálculos, o ajustemos cuentas. Nuestra fuerza no reside en los billetes que generamos, o las propiedades que tengan nuestro nombre.
La fuerza de la vida reside en su desnudez, en la simple e imparable belleza de la vulnerabilidad.
Por eso, aunque hoy tenga puesto un short y una polera, en realidad estoy desnudo ante ustedes. Y así, desde ese corazón al descubierto, surgen estas palabras.
Hoy quiero hacer una invitación al mundo entero a desnudarse, y sentir que está bien mostrarte débil y frágil, torpe, descoordinado e ingenuo. Está bien equivocarse, pasarse con la sal en las comidas, olvidarte de fechas límite, o tener un moquito colgando de la nariz.
Está bien porque así somos. Todos, sin importar nuestra edad, procedencia o circunstancias, somos cachorritos descubriendo este mundo.
Antes, me gustaba decir que había que vivir cada día como si fuera el último. Hoy quiero proponer algo distinto, ¿Qué tal si este fuera nuestro primer día de vida?
Qué tal si este es tan solo el comienzo. ¿Y si todo es posible? ¿Y si la vida es en realidad un lienzo en blanco?
No lo es. Todos hemos ya saturado ese lienzo, de una u otra manera, y en él apenas queda espacio para colorear nada. Pero en realidad, sin importar lo que hayamos pintado hasta ahora, en este instante siempre está latente la posibilidad de empezar de nuevo. Quizás, más que un lienzo en blanco, la vida sea un único lienzo en el que todo queda plasmado, pero que al mismo tiempo, en cada respiración, cada pincelada es borrada, renovándose, dando espacio para empezar otra vez. Algo así como las huellas que dejamos en la arena, que con cada ola se difuminan hasta desaparecer y dar paso a algo nuevo.
Somos pues, cachorritos, personitas. Me gusta, me divierte y me conmueve sentir eso. Vernos como seres llenos de vida, cada cual con sus propias particularidades, talentos, dificultades y tropiezos, todos aprendiendo, evolucionando, sacando la lengua, revolviéndonos sobre hierba húmeda, ensuciándonos las patas, haciéndonos heridas, lamiéndolas, dejando que sequen y cantándoles canciones de ranas para que curen.
No puedo dejar de creer en nosotros, sencillamente no puedo hacerlo. Y no puedo, porque escucho nuestros corazones y nuestras mandíbulas masticando. Puedo ver las miradas humanas y las miles de sonrisas que expresan, unas resplandecientes, otras sin dientes, pero todas, a su manera, perfectas.
Y esa perfección no reside en la forma o apariencia, sino en la esencia, en ese algo invisible que vibra y canta, como una melodía, una que brota de las cuerdas de un violín, uno que hace eco y al que acompañan cientos de voces. Voces que cantan acerca de la vida y la muerte, juntas danzando en armonía, al son de unos tambores que retumban y te invitan a saltar y a buscar a alguien a quien abrazar, y mirar a los ojos y decir gracias. Y en medio de la música, los poros se abren y el sudor salpica, las risas escupen, las barrigas truenan. Y la comida llega, comida de la tierra, comida nuestra y de todos. Las bocas se abren, los sabores se mezclan, las muelas trituran, las narices resoplan, contentas.

Gracias por hacer de esta vida algo tan mágico y especial.


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