Queridos amigos y familiares. Queridos seres humanos de todo
el planeta. Queridos peces de río y criaturas del mar, alimañas de tierra y
seres alados, árboles grandes, arbustos silvestres, gracias a todos por estar
aquí.
Hace tres años empecé esta tradición de escribir algo cada 4
de agosto. Acabo de leer los tres textos anteriores y me ha revuelto emociones
ver todo lo que estaba experimentando en cada uno de esos momentos.
Hace tres años dejé la universidad. Hace dos estaba a punto
de emprender mi viaje por las Américas. El año pasado estaba en la casa del río
de Ohio, disfrutando de unos super fideos con berenjena.
Hoy vuelvo a estar por el continente Americano, en el
corazón de éste. Por primera vez en más de una década, mi cuerpo celebrará su
vuelta al sol desde la tierra en la que nací.
No puedo expresar la gratitud ni el cariño que siento hacia
este lugar y las personas que hoy escuchan estas palabras. No puedo expresar lo
afortunado que soy, en tantos sentidos.
Por eso me sentiría ridículo pidiéndoles algo más de lo que
ya me dan todos ustedes.
Siento que en esta vida he recibido tanto, de tantas
personitas distintas, todas ellas dispuestas a tenderme una mano, a prestar un
oído, a dar un abrazo, o por qué no, a darme dinerito cuando lo necesitaba.
Con el tiempo he aprendido que no puedes hacer nada solo.
Aunque no quieras, aunque a veces nos resistamos a aceptarlo, estamos todos
entrelazados, compartiendo latidos, trenzando raíces, nuestras ramas
mezclándose, nuestros pulmones absorbiendo el mismo aire.
Eso me hace sentir cosquillas en lo más profundo de mi ser.
Saber que estamos juntos, que nada está aislado, que existe un mar común desde
el que mana la vida y que todos volveremos a esa fuente, o que mejor dicho, llevamos
esa fuente dentro, en cada creación, en cada paso que damos. Ojalá las palabras
pudieran transmitir el amor que alberga mi pecho.
Es una sensación rara la que hay ahí dentro. Es como si
hubiera mil volcanes a punto de estallar, es como un viento que te sacude, que
te mueve y te refresca. Pero al mismo tiempo, también siento la quietud de un
desierto en mí, una certeza serena, como el tintineo de las estrellas, como un
riachuelo que despacito se abre camino entre la roca, sabiendo que inequívocamente,
llegará a su destino, porque su destino está en él.
Y en este día especial, este día que es especial gracias a
ustedes, quiero hacer un brindis. Hoy quiero brindar por la imperfección.
Hoy quiero brindar por las rodillas torcidas, por los codos
arrugados, por los callos en los talones, por los juanetes. Quiero brindar por
los berrinches, por los comentarios mezquinos, por el egoísmo que te impulsa a
comer más torta que los demás. Quiero brindar por nuestros miedos más profundos
y trascendentales, y también por los miedos chiquitos. Brindemos por la
tristeza que albergamos, por la vulnerabilidad de nuestra piel y la fragilidad
de nuestros cuerpos.
Y no quiero hacer ese brindis porque sea un bastardo
masoquista asqueroso. Es todo lo contrario, quiero brindar porque todo lo
anterior es parte de nosotros.
Nuestros cuerpos no son perfectos, por mucho que queramos
engañarnos con los estereotipos de belleza que hemos creado. Nuestras cabecitas
no son computadoras robóticas, lógicas y templadas. Nuestras vidas no son
caminos de rosas, ni cuentos de hadas.
Nuestra naturaleza no se expresa en trajes impecablemente
planchados. Nuestra esencia no está en la eficiencia con que realicemos
cálculos, o ajustemos cuentas. Nuestra fuerza no reside en los billetes que
generamos, o las propiedades que tengan nuestro nombre.
La fuerza de la vida reside en su desnudez, en la simple e
imparable belleza de la vulnerabilidad.
Por eso, aunque hoy tenga puesto un short y una polera, en
realidad estoy desnudo ante ustedes. Y así, desde ese corazón al descubierto,
surgen estas palabras.
Hoy quiero hacer una invitación al mundo entero a
desnudarse, y sentir que está bien mostrarte débil y frágil, torpe,
descoordinado e ingenuo. Está bien equivocarse, pasarse con la sal en las
comidas, olvidarte de fechas límite, o tener un moquito colgando de la nariz.
Está bien porque así somos. Todos, sin importar nuestra
edad, procedencia o circunstancias, somos cachorritos descubriendo este mundo.
Antes, me gustaba decir que había que vivir cada día como si
fuera el último. Hoy quiero proponer algo distinto, ¿Qué tal si este fuera
nuestro primer día de vida?
Qué tal si este es tan solo el comienzo. ¿Y si todo es
posible? ¿Y si la vida es en realidad un lienzo en blanco?

Somos pues, cachorritos, personitas. Me gusta, me divierte y
me conmueve sentir eso. Vernos como seres llenos de vida, cada cual con sus
propias particularidades, talentos, dificultades y tropiezos, todos
aprendiendo, evolucionando, sacando la lengua, revolviéndonos sobre hierba
húmeda, ensuciándonos las patas, haciéndonos heridas, lamiéndolas, dejando que
sequen y cantándoles canciones de ranas para que curen.
No puedo dejar de creer en nosotros, sencillamente no puedo
hacerlo. Y no puedo, porque escucho nuestros corazones y nuestras mandíbulas
masticando. Puedo ver las miradas humanas y las miles de sonrisas que expresan,
unas resplandecientes, otras sin dientes, pero todas, a su manera, perfectas.
Y esa perfección no reside en la forma o apariencia, sino en
la esencia, en ese algo invisible que vibra y canta, como una melodía, una que
brota de las cuerdas de un violín, uno que hace eco y al que acompañan cientos
de voces. Voces que cantan acerca de la vida y la muerte, juntas danzando en
armonía, al son de unos tambores que retumban y te invitan a saltar y a buscar
a alguien a quien abrazar, y mirar a los ojos y decir gracias. Y en medio de la
música, los poros se abren y el sudor salpica, las risas escupen, las barrigas
truenan. Y la comida llega, comida de la tierra, comida nuestra y de todos. Las
bocas se abren, los sabores se mezclan, las muelas trituran, las narices
resoplan, contentas.
Gracias por hacer de esta vida algo tan mágico y especial.
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