El viaje se gestó improvisando, abriendo senda por donde se
podía, avanzando a trompicones y sin saber muy bien a dónde se llegaría. Lo
único que estaba claro era que el viaje se realizaría.
Sin embargo, hasta el último momento, hubo la posibilidad de
echarnos atrás y desempacar las mochilas.
Pero no. Después de horas de espera, buscando culpables,
mirando el reloj y riendo con cierta amargura, el transporte llegó. Y así,
emprendimos camino.
Justo el día anterior a partir, yo había pronunciado un
discurso acerca de la belleza de la imperfección y la importancia de aceptarnos
tal como somos. Nadie me dijo que iba a poder vivir en mi propia piel aquel
discurso tan solo un día después.
Fuimos recorriendo curvas, serpenteando entre montañas,
hasta llegar al pueblito que nos alojaría durante dos noches de luna llena.
Allí comimos queso sin tomate, y con bicarbonato en vez de
sal. Subimos caminos entre pinos, persiguiendo al sol a medida que éste
descendía. Corrimos, gritamos, tropezamos, hablamos y callamos.
Perdimos llaves, buscamos responsables, hallamos soluciones.
Sentimos hambre, buscamos aromas a pizza, pero no pudimos degustarla.
Regresamos, frustrados. Preparamos fideos, cansados, y los saboreamos,
igualmente. Escuchamos relatos con atención, con ese gozo espontaneo que brota
de una historia bien contada.
Dormimos y despertamos, unos más pronto que otros.
Desayunamos, observamos colinas un tanto peladas, nos entretuvimos sin hacer
demasiado y de repente, ya era mediodía. Coordinar y planear para ocho se hacía
un poco complicado y cansador.
Al final salimos, buscamos pan y no lo encontramos. Pero sí
que conseguimos arepas y empanadas veganas a precio astronómico. Me derrumbé,
mi cabeza se saturó y dejé de intentar sacar el paseo hacia adelante.
Pero cuando uno cae, otro se levanta. Porque así funcionan
los equipos. Eso me dijo mi primo.
Y seguimos, nos embutimos en un vehículo y nos
descomprimimos para recorrer un río poblado por sanguijuelas, líquenes y
vientos cantarines. En poco tiempo perdimos el refinamiento y nos dejaron de
importar las alimañas que pudieran trepar nuestras piernas. Y caminamos, con el
cielo azul encima nuestro, con algún que otro tajibo exhibiendo puntitos rosas
en las laderas.
Nos bañamos en aguas turbias, gritamos, nos ensuciamos y
sudamos con olor a comino.
Volvía a haber calma, y también hambre. Y la idea de una
buena pizzeada volvía a hacer eco en las tripas. Pero surgió otro
inconveniente, uno que siempre incomoda, al menos a mí. El del dinero. Yo
quería invitar, pero no llevé suficiente.
Me frustré por tener billetitos en una cartera y haberlos
dejado guardados para alguna ocasión que no se sabe si vendrá. Faltaban
billetes y había que hacer malabares si queríamos comer pizza. Sonaba mucho más
razonable quedarnos en la cabaña y preparar una comida casera. Pero las voces
rogaban queso derretido, masa crocante y tomate empapándolo todo.
Decidimos varias veces ir, y varias veces decidimos
quedarnos, todo esto desde la sala de la cabaña, sin hacer en realidad nada.
Tan solo alzando la voz, cada cual con su opinión, y cada opinión en
desconexión con las demás. Hasta que por fin se impuso el veredicto de salir.
Y fuimos. Y pedimos 6 pizzas. Y nos sentamos, observando
cómo llegaban, una por una. Parecía mucho, pero al final, trocito a trocito,
rompiendo unos cuantos vasos de por medio, nos terminamos hasta el último grano
de choclo.
Así contentos, volvimos a la cabaña. Dentro de mí yo decía
que por fin la historia terminaba bien.
Pero luego jugamos cartas. Y al principio yo ganaba,
celebraba, mi ego se hinchaba. No obstante, todo lo que sube, baja. Y las
siguientes partidas fueron miserables, y se me hacían la burla. La rabia crecía
en mí. La adrenalina brotaba y cuanto más competitivo me ponía, peor me iba en
el juego, hasta que lo inevitable sucedió y perdí de manera horrible.
Subí las escaleras, me lavé los dientes y la cara, me tiré
en la cama, me cubrí con un buen puñado de mantas y acepté mi derrota, mi rabia
y mi frustración por creerme por encima de la ésta.
A la mañana siguiente desperté temprano y saqué gusanos de
berenjenas, mientras observaba al sol desperezarse a través de la ventana. Puse
lentejas a cocer, y fuimos echando verduras hasta llenar la olla, dejando cocer
el guiso sin tapa.
Hicimos arroz y adquirió un sabor a quemado que quedó
delicioso. Comí tres platos y mi barriga se hinchó como una pelota. Pero no fui
yo el que más engulló, ya que uno de mis hermanos comió y devoró hasta terminar
la ollada de comida, todo por demostrar que podía hacerlo.
Así, con lentejas borboteando por las orejas, emprendimos
camino hasta nuestra última parada. Nos dirigíamos a ese mágico lugar que trae
recuerdos de infancia, por el que fluyen ríos sobre arenas rojizas y del
emergen cascadas que esculpen la roca.
Andamos, y seguimos andando, cargando con trescientos
bultos, abriéndonos paso entre alambres de púas y cacas de vaca. Seguimos el
río, sin rumbo fijo, tan solo avanzando, movidos por la curiosidad de saber lo
que se escondería detrás de la siguiente curva.
Hasta que llegamos a una playa que se abría en un codo de la
corriente. Allí había un tronco caído que confería al lugar la apariencia de
una isla en la que más de un náufrago había encontrado refugio.
Pero más allá de la playa, se alzaba un cañón de rocas
resbalosas y en su interior fluía el río, estrechándose cada vez más, hasta
formar un pozo oscuro y profundo, de apariencia tenebrosa. Y más allá todavía,
atravesando el cañón y el pozo tenebroso, estaba lo desconocido.
En el camino habíamos abandonado nuestras mochilas, y con
nosotros tan solo llevábamos lo puesto, los que teníamos algo puesto. Atrás
quedaban las cámaras, teléfonos y dinero para retornar a la ciudad. Delante
nuestro, la aventura nos llamaba. Las montañas nos cantaban canciones para que
siguiéramos y las ranas del agua hacían de coro en las melodías.
Así, cruzamos, uno por uno, ya que aquella era una prueba
que debíamos afrontar solos. Nos lanzamos al pozo oscuro y tenebroso, y nadamos,
brazada a brazada, gritando, con el corazón latiendo y los pies pataleando,
hasta llegar al otro lado. Atravesar ese pozo era muy importante para mí y creo
que para todos. Era un reto, una de esas oportunidades para enfrentar miedos y
nadar sin saber lo que esconde el agua. Cruzar aquel pozo, era, de algún modo,
dejar atrás el pasado y empezar de nuevo, confiando en que llegaríamos.
Y llegamos. A pesar de todo, o gracias a todo. Llegamos.
Llegamos con discusiones, sudor en los sobacos, desorden, falta de plata,
peleas, insultos y hambre.
Después, comimos mote con queso. Nos bañamos como bárbaros
salvajes y luego volvimos, juntos, en familia.
Cuando ya no estés dispuesto a ocultar nada, no sólo estarás dispuesto a entrar en comunión, sino que entenderás también lo que es la dicha y la paz UCDM Mensaje de Jesus Pienso que esa es lo que caracteriza a Ariel Gracias¡¡¡
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