lunes, 14 de agosto de 2017

Bárbaros. Salvajes. Familia.

El viaje se gestó improvisando, abriendo senda por donde se podía, avanzando a trompicones y sin saber muy bien a dónde se llegaría. Lo único que estaba claro era que el viaje se realizaría.
Sin embargo, hasta el último momento, hubo la posibilidad de echarnos atrás y desempacar las mochilas.
Pero no. Después de horas de espera, buscando culpables, mirando el reloj y riendo con cierta amargura, el transporte llegó. Y así, emprendimos camino.
Justo el día anterior a partir, yo había pronunciado un discurso acerca de la belleza de la imperfección y la importancia de aceptarnos tal como somos. Nadie me dijo que iba a poder vivir en mi propia piel aquel discurso tan solo un día después.
Fuimos recorriendo curvas, serpenteando entre montañas, hasta llegar al pueblito que nos alojaría durante dos noches de luna llena.
Allí comimos queso sin tomate, y con bicarbonato en vez de sal. Subimos caminos entre pinos, persiguiendo al sol a medida que éste descendía. Corrimos, gritamos, tropezamos, hablamos y callamos.
Perdimos llaves, buscamos responsables, hallamos soluciones. Sentimos hambre, buscamos aromas a pizza, pero no pudimos degustarla. Regresamos, frustrados. Preparamos fideos, cansados, y los saboreamos, igualmente. Escuchamos relatos con atención, con ese gozo espontaneo que brota de una historia bien contada.
Dormimos y despertamos, unos más pronto que otros. Desayunamos, observamos colinas un tanto peladas, nos entretuvimos sin hacer demasiado y de repente, ya era mediodía. Coordinar y planear para ocho se hacía un poco complicado y cansador.
Al final salimos, buscamos pan y no lo encontramos. Pero sí que conseguimos arepas y empanadas veganas a precio astronómico. Me derrumbé, mi cabeza se saturó y dejé de intentar sacar el paseo hacia adelante.
Pero cuando uno cae, otro se levanta. Porque así funcionan los equipos. Eso me dijo mi primo.
Y seguimos, nos embutimos en un vehículo y nos descomprimimos para recorrer un río poblado por sanguijuelas, líquenes y vientos cantarines. En poco tiempo perdimos el refinamiento y nos dejaron de importar las alimañas que pudieran trepar nuestras piernas. Y caminamos, con el cielo azul encima nuestro, con algún que otro tajibo exhibiendo puntitos rosas en las laderas.
Nos bañamos en aguas turbias, gritamos, nos ensuciamos y sudamos con olor a comino.
Volvía a haber calma, y también hambre. Y la idea de una buena pizzeada volvía a hacer eco en las tripas. Pero surgió otro inconveniente, uno que siempre incomoda, al menos a mí. El del dinero. Yo quería invitar, pero no llevé suficiente.
Me frustré por tener billetitos en una cartera y haberlos dejado guardados para alguna ocasión que no se sabe si vendrá. Faltaban billetes y había que hacer malabares si queríamos comer pizza. Sonaba mucho más razonable quedarnos en la cabaña y preparar una comida casera. Pero las voces rogaban queso derretido, masa crocante y tomate empapándolo todo.
Decidimos varias veces ir, y varias veces decidimos quedarnos, todo esto desde la sala de la cabaña, sin hacer en realidad nada. Tan solo alzando la voz, cada cual con su opinión, y cada opinión en desconexión con las demás. Hasta que por fin se impuso el veredicto de salir.
Y fuimos. Y pedimos 6 pizzas. Y nos sentamos, observando cómo llegaban, una por una. Parecía mucho, pero al final, trocito a trocito, rompiendo unos cuantos vasos de por medio, nos terminamos hasta el último grano de choclo.
Así contentos, volvimos a la cabaña. Dentro de mí yo decía que por fin la historia terminaba bien.
Pero luego jugamos cartas. Y al principio yo ganaba, celebraba, mi ego se hinchaba. No obstante, todo lo que sube, baja. Y las siguientes partidas fueron miserables, y se me hacían la burla. La rabia crecía en mí. La adrenalina brotaba y cuanto más competitivo me ponía, peor me iba en el juego, hasta que lo inevitable sucedió y perdí de manera horrible.
Subí las escaleras, me lavé los dientes y la cara, me tiré en la cama, me cubrí con un buen puñado de mantas y acepté mi derrota, mi rabia y mi frustración por creerme por encima de la ésta.
A la mañana siguiente desperté temprano y saqué gusanos de berenjenas, mientras observaba al sol desperezarse a través de la ventana. Puse lentejas a cocer, y fuimos echando verduras hasta llenar la olla, dejando cocer el guiso sin tapa.
Hicimos arroz y adquirió un sabor a quemado que quedó delicioso. Comí tres platos y mi barriga se hinchó como una pelota. Pero no fui yo el que más engulló, ya que uno de mis hermanos comió y devoró hasta terminar la ollada de comida, todo por demostrar que podía hacerlo.
Así, con lentejas borboteando por las orejas, emprendimos camino hasta nuestra última parada. Nos dirigíamos a ese mágico lugar que trae recuerdos de infancia, por el que fluyen ríos sobre arenas rojizas y del emergen cascadas que esculpen la roca.
Andamos, y seguimos andando, cargando con trescientos bultos, abriéndonos paso entre alambres de púas y cacas de vaca. Seguimos el río, sin rumbo fijo, tan solo avanzando, movidos por la curiosidad de saber lo que se escondería detrás de la siguiente curva.
Hasta que llegamos a una playa que se abría en un codo de la corriente. Allí había un tronco caído que confería al lugar la apariencia de una isla en la que más de un náufrago había encontrado refugio.
Pero más allá de la playa, se alzaba un cañón de rocas resbalosas y en su interior fluía el río, estrechándose cada vez más, hasta formar un pozo oscuro y profundo, de apariencia tenebrosa. Y más allá todavía, atravesando el cañón y el pozo tenebroso, estaba lo desconocido.
En el camino habíamos abandonado nuestras mochilas, y con nosotros tan solo llevábamos lo puesto, los que teníamos algo puesto. Atrás quedaban las cámaras, teléfonos y dinero para retornar a la ciudad. Delante nuestro, la aventura nos llamaba. Las montañas nos cantaban canciones para que siguiéramos y las ranas del agua hacían de coro en las melodías.
Así, cruzamos, uno por uno, ya que aquella era una prueba que debíamos afrontar solos. Nos lanzamos al pozo oscuro y tenebroso, y nadamos, brazada a brazada, gritando, con el corazón latiendo y los pies pataleando, hasta llegar al otro lado. Atravesar ese pozo era muy importante para mí y creo que para todos. Era un reto, una de esas oportunidades para enfrentar miedos y nadar sin saber lo que esconde el agua. Cruzar aquel pozo, era, de algún modo, dejar atrás el pasado y empezar de nuevo, confiando en que llegaríamos.
Y llegamos. A pesar de todo, o gracias a todo. Llegamos. Llegamos con discusiones, sudor en los sobacos, desorden, falta de plata, peleas, insultos y hambre.

Después, comimos mote con queso. Nos bañamos como bárbaros salvajes y luego volvimos, juntos, en familia.



1 comentario:

  1. Cuando ya no estés dispuesto a ocultar nada, no sólo estarás dispuesto a entrar en comunión, sino que entenderás también lo que es la dicha y la paz UCDM Mensaje de Jesus Pienso que esa es lo que caracteriza a Ariel Gracias¡¡¡

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