domingo, 27 de mayo de 2018

Momentos de Mayo


El mes empezó con visitas de amigos, callos que se desgarran y arepas con aguacate.
La gente llegó y abril se fue.
Me enteré de que mis pasos se dirigirán un poco más al oeste.
Sentí nostalgia por Lugo, por este apartamento y por la alfombra en medio de la sala.
La primera reacción al cambio es casi siempre la resistencia. Pero, cuando lo acepté, me sentí liberado. De repente, me sentí libre, con puertas abiertas y pasos ligeros.
Pero el miedo volvió. Porque toca buscar otra actividad que resulte en dinero. Y ahora resulta que no sé si quiero seguir siendo profesor de inglés. Y no sé qué otra cosa hacer. Sobre todo si quiero que me paguen por hacer dicha cosa.
A veces, me olvido del futuro y huelo rosas que brotan en las aceras. Respiro y observo gotas de agua entre pétalos. Sonrío y me siento nube que atraviesa cielos, despacio, cambiando de forma.
Pero el futuro vuelve con sus preguntas y yo tiendo a esquivarlo. Y por evitarlo, me persigue.
Este mes fui al cine solo, vi películas hindúes y documentales de educación. Me lancé al río, pisé nieve en primavera y una vez más, volví a cocinar para dos.
Ha sido un periodo de adaptación, volver a vivir en pareja. Integrar lo aprendido en solitario a la relación con la otra persona.
Este mes me sentí perdido, como siempre. Siempre hay momentos así y siempre creo que no volverán. Me siento perdido cada vez que busco respuestas y tan solo me encuentro en paz cuando dejo de ofuscarme en soluciones.
Entonces miro caracoles que salen con la lluvia y se deslizan babosos por los arbustos. Y al verlos me relajo y todo lo demás deja de existir. ¡Qué fascinantes criaturas! Con sus antenas y cuerpos blanditos.
Siento que la vida transcurre entre complicada y sencilla, entre rutinaria e impredecible.
A veces me gustaría sentir más control sobre el camino que recorro. A veces siento cosas que no sé cómo expresar. A veces me avergüenzo de lo que pienso y entierro sentimientos entre pliegues de cerebro.
Pero este mes vi semillas de roble brotar. ¿No es increíble?
Un roble brota de una bellota. Ésta se abre y busca tierra en la que asentarse.
Los robles crecen a las faldas de su madre, cobijados en hojas de otoño. Los robles crecen despacio y la mayoría no llegará a ser árbol. Pero no se puede saber cuáles vivirán y cuáles no.
Pero ahí están, con sus hojitas curvadas, aguardando el momento oportuno. E incluso los que perecen, entregarán valiosos nutrientes a los que siguen creciendo.
Vivir y morir. Aferrarse a la vida, luchar por sobrevivir. Eso es adaptativo, evolutivo, al menos eso dicen. Pero a veces me pregunto qué pasaría si dejara de luchar. ¿Moriría?
Tal vez. ¿Y qué pasaría entonces?
No lo sé. Pero en ocasiones me alivia pensar que vamos a morir. Que todos vamos a morir.
Tengo una relación curiosa con la muerte. A veces la observo con curiosidad, otras con reserva y en ocasiones con temor. A veces la aparto de mi vista y pretendo que no está ahí, en cada exhalación.
Pienso mucho. Pienso mucho y a veces doy vueltas entre pensamientos.
Mayo se fue rápido. Entre visitas, reencuentros, dos resfriados y clases de inglés.
No sé por qué escribo, ni por qué lo comparto. Pero siento que escribir me hace bien y que es muy importante para mí.
En un mes cruzaré el Atlántico, una vez más. Pero todavía no.
Hoy estoy aquí y escribo para recordar.
¿Qué cosa hay que recordar?
Nada. Todo. ¿Por qué siempre suelto tantas paradojas?
Tal vez, lo que tengo que recordar es que no tengo que avergonzarme por ser contradictorio. Que tal vez la contradicción solo sea cambio y evolución. Tal vez sientes que te contradices porque en un momento dices negro y al siguiente blanco. Pero tal vez solo estés cambiando y descubriendo.
Tal vez, todo lo que tenías que recordar ya lo has escrito.
Descansa Arielito, descansa que Mayo se va. Descansa y no tengas miedo a creer. No fuerces a los sueños a abrir los ojos, pero tampoco te fuerces a vivir de sueños.
Deja que la intuición te guíe. Recuerda y luego olvida, deja que lo aprendido se vaya.
Recuerda que el mundo es nuevo en este instante. Recuerda que acabas de nacer y que solo algo vacío se puede llenar. Recuerda que beber es tan importante como orinar.

P.D.: Una vez me dijeron que no se podía beber agua y orinar al mismo tiempo. Pero este mes, por primera vez en mi vida lo hice, y fue tremendo. ¿Para qué digo esto?
Para no morir con curiosidad.




jueves, 24 de mayo de 2018

Un viaje de valentía


Hace tiempo que quería escribir. Pero solo ahora siento toda la fuerza del mundo para hacerlo. En estas dos semanas quería escribir para seguir con la constancia del último mes. Quería escribir para que las personas que dieron “me gusta” a la página tengan algo que leer.
Quería escribir para los demás y para demostrarme cosas a mí mismo. Pero hoy no es algo que quiera, es algo que necesita salir. Algo que no hace falta forzar.
Hoy desperté con dolor de lumbares y no hice deporte. En cambio, preparé lentejas y vi un capítulo de 13 reasons why. Dormí siesta, me duché, lavé mi pelo y fui para clases.
Y en la segunda hora, ocurrió algo mágico.
Y ocurrió, como no podía ser de otra forma, de manera inesperada.
Estaba a punto de salir a hacer fotocopias para la lección del día, pero al borde de la puerta, una de las estudiantes dice que está muy indignada.
Me detuve en seco. Y escuché.
Ese simple gesto de detenerme ante la puerta, hizo que algo mucho más importante se abriera.
Es una clase de personitas de 13 y 14 años. Y hoy, dos chicas se sentían indignadas por cómo se comportan los chicos en su colegio. Estaban hartas de comentarios mezquinos, de bromas ofensivas y de gente que les pide que acepten las cosas tal como son.
Brotaron críticas, historias y sentimientos. Todo con fuerza, a veces con rabia mezclada en tristeza.  Pero todo lo que salió fue en un ambiente de respeto. Cuando alguien hablaba, los demás prestaban oídos.
De repente, dejé de sentirme profesor de inglés. Me sentí persona y tan solo veía seres humanos. El idioma que se hablaba era castellano. Y yo tenía miedo.
Las voces hacían eco y lo que resonaba era sincero y real. Pero mi cabeza todavía recordaba que estábamos en una academia de inglés, que el propósito de aquella hora era aprender dicho idioma.
Y el director entró en la clase. El miedo se agudizó. Sin embargo, su visita no tenía nada que ver con lo que se hablaba.
Cuando se fue, era momento de decidir. Era momento de ser valiente. Las personitas que tenía al frente mío ya habían decidido. Estaban compartiendo lo que les rugía por dentro en ese instante, y me habían elegido a mí como compañero de viaje.
Sin darnos cuenta, sin buscarlo si quiera, habíamos emprendido viaje hacia lo desconocido.
No sabíamos qué rumbo seguir, pero aun así surcábamos el mar.
La conversación podría catalogarse como feminista. Hubo historias del miedo que siente una chica al salir a la calle. Chicas de 14 años ya con el miedo instaurado en el manual de instrucciones. Chicas que a esa edad ya sentían la presión de las etiquetas y los roles a seguir.
Había tres chicos en la clase. La mayor parte del tiempo estuvieron en silencio. Pero escucharon. Quizás no sabían qué decir, quizás no querían decir nada. Tal vez se sentían presionados por tener que decir algo.
Pedimos su opinión, pero no forzamos nada. Podría entenderse que ellos no estaban en el barco, que aquel viaje no iba con ellos. Pero sé que escucharon. Algo dentro de mí me dice que era importante que estuvieran ahí. Y que ellos también aprendieron algo valioso de esta experiencia.
Hablamos de masculinidad, de niños que dejan de bailar ballet porque se burlan de ellos. Hablamos de chistes machistas y que si te los tomas en serio eres una “feminazi”. Hablamos de las diferencias de género, de las limitaciones que surgen de éstas. Hablamos de chicas que quieren hacer artes marciales y de que cuando les gusta el deporte, se suele decir que lo hacen bien “para ser chicas”.
Hablamos de hipocresía en los colegios, de que muchas veces importa más la reputación de la institución que el bienestar de los estudiantes.
Hablamos de mucho, sabíamos que lo que se hablaba tenía relevancia, pero todavía no entendíamos a dónde nos dirigíamos.
-¿Qué podemos hacer? –se preguntó.
-Nada –se murmuró.
Esa fue la primera respuesta, la automática. Pero no creíamos en ese “nada”. Creíamos en algo más. Creíamos en algo que todavía no conocíamos.
Al buscar posibles soluciones, no las encontramos. Pero al expresarnos con honestidad y valentía nos fuimos encontrando, unos a otros.
Hace falta ser valiente para zarpar a lo desconocido. Para no adaptarnos a algo que no está bien.
Y duele. Duele sentirte impotente, solo y pequeño. Hoy sentí mi conocida pequeñez reflejada en los ojos de esas personitas. Quizás ellas se sentían todavía más pequeñas que yo, sintiéndose adolescentes, escuchando que su voz está llena de hormonas, pero carente de experiencia.
Pero en todos ardía el mismo fuego, la misma llama que quema lo viejo, para dejar paso a lo nuevo.
En varios momentos me entraron ganas de llorar, tenía ganas de hacerlo, pero al final las lágrimas no brotaron.
Pero dije lo que sentía. Y me sentía orgulloso. Me sentía feliz. No habíamos encontrado soluciones, ni puesto fin a los conflictos. Pero me sentía orgulloso de esas personitas en frente mío. Me sentía tan afortunado por viajar con ellas.
Y al final, me di cuenta a dónde nos dirigíamos. El viaje nos llevó a lo desconocido.
Antes no sabía que lo desconocido era un destino. O bueno, mejor dicho, pensaba que el objetivo de ir hacia lo desconocido era conocerlo.
Pero, tal vez, la magia resida en no saber. En seguir latidos y escuchar historias. En juntar manos y caminar sin miedo.
Hoy me sentí valiente. Hoy todos fuimos valientes, quizás no por navegar hacia lo desconocido, sino por permanecer en él.
Esa es la verdadera valentía. Vivir en lo desconocido. En esa tierra donde las preguntas brotan y las respuestas no existen.
Y es que no sabemos si el mundo va a cambiar. No sabemos si las acciones que hieren dejarán de existir. No sabemos si las diferencias de género se evaporarán y surgirá una nueva relación entre seres humanos. No sabemos si los árboles talados volverán a crecer, o si los ríos contaminados podrán correr transparentes otra vez. No sabemos si la muerte nos reclamará hoy o mañana.
Y ser valiente significa aceptar que no sabemos, y aun así vivir. Aun así, creer y actuar en base a lo que nos late por dentro. Entregarte con todo lo que tienes, por algo que consideras justo y que valoras como sagrado, aunque no haya evidencia, aunque no haya respuestas ni teorías que nos respalden.
Hoy esas personitas de 14 años hicieron eso. Navegar con valentía por lo desconocido.
Al terminar la clase, tan solo quería decir una cosa:
-Que esto que acaba de ocurrir, siga con vida.

Dos horas después, tenía otra clase de adolescentes de 14 años. En esa clase una chica me dijo que había sacado un 9 en inglés del colegio. Estaba presumiendo que tenía esa calificación sin hablar ni entender el idioma. Yo le dije que la nota no importa mucho, que lo que de verdad cuenta es el aprendizaje.
Ella se enfadó y me dijo que estaba loco. Que lo único que importa en la educación es la nota que sacas. Con la nota puedes ir a la universidad y encontrar un buen trabajo.
Me preguntaron si yo saqué buenas notas en el instituto. Les dije que no.
-Por eso estás aquí, de profesor de inglés –contestó un chico. –Si no, serías arquitecto, ingeniero o alguna cosa importante.
Me sentí un poco triste. Pero no me sentí ofendido. En ese momento no. Tan solo me pregunté por qué me diría algo tan mezquino. Por qué diría algo tan solo por hacer daño.
Yo tenía claro quién era y por eso pude responder con amor y compasión. En ese momento no podía responder de otro modo. Porque las palabras que había dicho hacía dos horas, todavía respiraban en mi boca, aun latían con calidez en el pecho:
“Que esto siga con vida”. Que este amor, esta conexión, este viaje a lo desconocido siga con vida.
Está vivo. Y si quieres, tú también puedes unirte.

jueves, 10 de mayo de 2018

No voy a ser Alejandro Magno


De niño, me dijeron que los de símbolo Leo son competitivos y se dan aires de grandeza. Esas características encajaban conmigo.
Crecí como hijo único, como centro de  universo, merecedor de todo, heredero del reino. Fue el ambiente y era yo mismo.
Quería brillar, que me reconozcan, que coreen mi nombre, que mis pasos dejen huellas profundas.
Pero esas añoranzas se fueron desvaneciendo por el camino.
A medida que voy descubriendo lo que soy, más me doy cuenta de que mi esencia es simple y mi ambición pequeña.
Me gustan las siestas y correr desnudo. No me gusta estudiar para tener buenas notas, ni trabajar en exceso a costa de billetitos.
No siento necesidad de planificar mucho. Disfruto andando despacio y estirando las piernas en un columpio.
A veces siento tanta gratitud que me abrumo. Me siento afortunado y me pregunto por qué. Luego me doy cuenta de que también es cierto que pido muy poco y necesito apenas nada.
Soy feliz escuchando y mirando a los ojos, comiendo con la boca abierta y acariciando a un perro en la barriga.
Pero todavía queda ese lejano anhelo de grandeza, ese que todavía sueña con ser Alejandro Magno.
A veces miro lo que otras personas hacen. Veo su dedicación, el sacrificio y los resultados. Y siento envidia. Y también tristeza.
Me siento triste porque ellos serán recordados. Y yo me siento viento pasajero. Siento que de mí no quedará nada. Porque yo lo estoy eligiendo así.
Yo estoy eligiendo no caminar hacia el éxito convencional.
Mi definición de éxito ha cambiado con el tiempo. Ahora, al usar esa palabra, me refiero a cuánto estás cambiando el mundo, a la influencia de tus acciones para hacer de éste un lugar mejor.
En esa definición está presente todavía el impulso de grandeza. Quizás ya no tan centrado en el individuo, sino en las acciones que realiza. Pero todavía se busca la grandeza. Que lo que hagas sea grande. Que pese. Que se recuerde. Que se hable de ello.
Me da vergüenza reconocer mis delirios de grandeza. Pero también me avergüenza aceptar mi carencia de ambición.
Pero hoy he descubierto algo. Quizás lo olvide pronto. Sin embargo, me gustaría escribirlo, solo para recordarlo.
Hoy he sentido mi pequeñez. La pequeñez de mi ego. La pequeñez de Ariel y todo lo que identifico a ese nombre.
Ese ego, ese “Yo”, está aquí. Existe, recuerda y piensa. Pero es muy pequeño, diminuto.
Yo voy a morir, desvanecerme y apagarme, como una vela, de un soplido. O tal vez sea como una hoguera, y mi fuego vaya menguando con la leña, hasta quedar atrapado en unas brasas, para finalmente enfriarme y desaparecer entre cenizas.
Yo, realmente no importo. Pero la vida sí. La vida que respira en mí importa, y mucho.
Importan los tigres de bengala y las ballenas azules. Importa mi papá y la Wallita y las personas que me cruzo en cada acera. Importan sus pasos y sus tripas que suenan. Importa lo que transmiten sus rostros. Pero no importan sus medallas ni sus fracasos.
Hace poco escuché a alguien decir que no importaba el artista, sino el arte. Quizás esa fue la premisa que dio pie a todo lo que estoy experimentando ahora.
Cuando lo escuché, me quedé en silencio. No sabía si estaba de acuerdo o no.
A veces me he descubierto pensando en cambiar el mundo. Quería ser yo el que empezara un movimiento, el que encendiera una llama y que provocara un cambio. Pero lo importante es el cambio, no yo.
A mi ego pequeño y frágil le es imposible entenderlo. Se resiste a aceptar que él en realidad no importa.
Pero no te preocupes ego. No llores. O bueno, llora. Llora que yo te abrazo y te digo que todo va a estar bien. Eso es bonito, desahógate. Eres pequeño y siempre lo serás. Pero tienes tu lugar en mí. Y saber que en este momento existes me hace sonreír.
Gracias a ti puedo experimentar orgullo y decepción. Y de momento no puedo imaginar cómo sería vivir sin ti. Siento que es bonito que tengas un sitio en la vida, sobre todo cuando aceptas lo que eres.
Gracias a ti puedo experimentar la vida como Ariel, como individuo, con mis propias experiencias y recuerdos. Es bonito sentir eso. Pero recuerda ego, recuerda que en realidad no eres tú el protagonista. Está bien. Está bien. No te sientas mal por eso.
Una vez más me surge mencionar al océano.
Imagina un océano infinito. Lo infinito es indivisible. Es unidad. La unidad es vacío. El vacío es todo. ¿Qué pasa si el todo quiere experimentarse? ¿Saber qué se siente estar en el océano?
Y entonces aparece una gota. Y la gota se siente gota, y se mueve por el océano, y va de aquí para allá. Y de repente, se encuentra con otra gota, y se siente feliz de ver a alguien semejante a ella. Así, van apareciendo más y más gotas, todas ellas distintas y todas ellas parecidas de algún modo. Todas disfrutan de ser parte del océano.
Pero llega un día en que la primera gota se siente triste. Se siente pequeña y sabe que va a morir. Las gotas mueren. Hacen “pop” y desaparecen. La gotita tiene miedo. Le gustaría ser grande como el océano, extenso e infinito. Pero la gota olvidó que ella no está en el océano. Ella es el océano. Porque el océano, por mucho que se divida en gotas, sigue siendo indivisible.
Somos el océano. Somos el mundo, la vida y el universo, experimentándose en cuerpos humanos que son capaces de leer y escribir.
Cuando se planta un árbol, dan igual las manos que pusieron la semilla. Lo que importa es que la planta crezca. Las manos que lo sembraron son parte del árbol, el árbol mismo.
Plantar un árbol no es hacer un bien a algo externo, sino a nosotros mismos. Amar a otro ser vivo es amarte a ti mismo.
Amarte a ti mismo es expresar amor hacia la vida entera.
Dicho todo esto, ¿Qué es lo que de verdad quiero?
Quiero que las tortugas marinas no mueran con plástico en el estómago. Quiero que mueran en paz, flotando boca arriba. Quiero que las selvas crezcan fuertes y que los monos aúllen desde las ramas más altas.
Quiero que mi vida sea un regalo hacia ese mundo que todavía no está aquí. Me da igual si mis ojos llegan a ver ese mundo. Solo quiero que la posibilidad de ese mundo siga latiendo. Ese mundo de monos aulladores y tortugas que mueren en paz.
Yo también quiero morir en paz. Y un día lo haré. Pero creo que hoy no.
No voy a ser Alejandro Magno. Pero voy a vivir, porque nací para hacerlo.