Existe un lugar en el centro de una ciudad. Para acceder a
él, tienes que atravesar un portón de madera, uno que chirría y tiembla al
abrirse.
Una vez dentro, te encontrarás un patio con flores,
enredaderas y paredes desgastadas. En ese patio me pasé muchos fines de semana,
persiguiendo primos, inventando juegos, escondiéndome entre la vegetación.
De niño, ese espacio era inmenso, interminable, infinito en
posibilidades. Ahora quizás se antoje más pequeño, pero después de todos estos
años, todavía conserva su magia.
Ese patio era el santuario de los infantes. Allí creció mi
tropa de primos. Por allí también pasaron mi mamá, mis tías, tíos y mi abuela.
Recuerdo cuando llegaba al patio con el corazón acelerado y
las piernas inquietas. Pero, antes de poder jugar, había que entrar a saludar a
Mamá Agarita y a Papá Reinerio, mis bisabuelos. Siendo pequeño eso era un mero
trámite, un paso previo antes de poder divertirme.
Luego yo vine a España, papá Reinerio falleció mientras yo
estaba aquí y yo no regresé a aquel patio hasta después de una década.
Sin embargo, en un momento en el que las puertas se
cerraban, aquel portón de madera se abrió. Mi abuela Gloria me recibió con un
abrazo fuerte y luego me llevó hasta Mamá Agarita, esta vez en silla de ruedas,
más delgada y con más arruguitas adornando su rostro.
Era 2016 y tuve la fortuna de compartir seis semanas con mi
abuela y mi bisabuela.
Desayunábamos a las ocho y media; ensalada de frutas, pan
francés tostado y queso fresco.
En esas seis semanas conocí mejor a mi bisabuela que en
todas mis visitas de niñez. En ese tiempo me habló de su pasión por la educación
y de su devoción por Santa Cruz, la tierra adoptiva con la ella tanto se
identificaba.
También me contó acerca de Papá Reinerio y yo le pregunté
cómo se habían enamorado. Ella soltó una risita y solo entonces me dijo que se
conocieron en la universidad, y que él era inteligente, educado y bueno. Después
me miró con complicidad y añadió que en aquel tiempo, también era bastante
guapo.
Sé que parece un tópico, aquello de que cuando envejeces,
tan solo te queda contar tus batallitas pasadas, y esperar a que haya algún
oído dispuesto a escucharlas. Pero Mamá Agarita no solo contaba historias del
ayer. Ella escribía relatos para el mañana, picaba verduras en trozos muy
pequeños y tejía con paciencia.
Después de 2016, regresé a la casa de Mamá Agarita el año
pasado y también este.
Allí se juntaba la familia entera, en una mesa larga, con
sillas pesadas y comida abundante. Allí reíamos, masticábamos y celebrábamos
nuestra compañía. Luego, cuando lo necesitaba, yo me retiraba a alguna
habitación y me lanzaba en una cama, listo para disfrutar de la siesta.
Esa casa tiene un olor especial. Tiene un aroma a infancia,
mezclada con experiencia, madera y gente diversa. La casa tiene tejas que en
antaño fueron rojas, y que ahora, descoloridas, están pobladas de musgo.
Durante estos últimos tres años, visitar a Mamá Agarita ya
no era el acto formal de mi niñez, sino un momento muy especial y
significativo.
Cuando me despedí de ella en 2016, tenía un nudo en el corazón,
porque no sabía si podría verla otra vez.
Sin embargo, la vida me regaló dos oportunidades más.
Este año, mi cumpleaños iba a servir de excusa una vez más
para reunir a la familia. Estaba todo planeado. Habría plato paceño y torta. Íbamos
a juntarnos cinco generaciones de humanos en aquella mesa larga de mantel
blanco.
Pero todo eso, no llegó a ocurrir. Un día antes de la
celebración, Mamá Agarita sufrió un ataque cerebral y fue ingresada en el
hospital.
Su corazón seguía latiendo, pero todo indicaba que su
sendero vital había llegado a su fin.
La ingresaron un viernes. Y aquella noche, en medio del seco
invierno cruceño, empezó a llover. El cielo regalaba valiosa agua a la tierra
sedienta, mientras que la vida de mi bisabuela comenzaba a evaporarse.
Llovió todo el fin de semana. En ese tiempo yo cumplí 27
años, salté sobre charcos de barro y comí nutella después de mucho tiempo.
El lunes, el cielo cesó con su aguacero y Mamá Agarita
murió.
En ese momento se hizo real. Todos sabíamos que era
inevitable, pero para mí, solo entonces se hizo real.
La muerte te detiene, de eso no hay duda. Un día hay vida y
al siguiente ya no. Eso hace que respires, que recuerdes y te preguntes mil
cosas.
Lo primero que cruzó por mi cabeza fue: ¿Qué será de la
casa? ¿Qué será de ese patio con olor a niñez?
La conocida incertidumbre se encargó de responder.
Una semana después, tomé un taxi con destino al centro de la
ciudad. Cuando vi el portón de madera, le dije al conductor que se detuviera.
Llamé al timbre y abrió mi sobrina. Le acaricié la cabeza y entré al patio.
Observé todo y las emociones comenzaron a sacudirme.
Luego abrí la puerta de la cocina y vi a mi abuela. En
cuanto nos abrazamos, los dos comenzamos a llorar. Las lágrimas corrían y
todavía lo hacen.
Reviví todos los desayunos en esa cocina. Todas las conversaciones,
los tecitos y cuñapés. Sentía todo y a la vez había un vacío en mi pecho. Una
semana había esperado para que mis ojos se inundaran.
Después entré en la habitación de mi primo. Al ver mis
mejillas mojadas, él también me recibió en sus brazos y así nos quedamos un buen rato.
Su hijita se nos quedó mirando y cuando nos separamos, nos
miró con gesto curioso y dijo que parecíamos hermanos.
Entre lágrimas, le sonreí.
Deslicé mi mirada hacia el patio y allí se quedó. Hasta ese
momento, tenía miedo de que ese espacio sagrado despareciera y que con él se
sepultara todo lo que allí había ocurrido, a lo largo de una vida entera. Tenía
miedo a que Mamá Agarita se desvaneciera junto con esa casa y ese jardín.
Con los ojos cerrados, pude ver todas las vidas que
transitaron aquel lugar, todos los que habíamos sido abrazados, de una forma u
otra, por su magia y calidez.
¿Por qué no podía durar aquel lugar para siempre?
No lo sé. Pero en ese instante, sentí que aquella era, muy
probablemente, la última vez que pisaría el patio.
Yo seguía llorando, pero todavía tenía una leve sonrisa
dibujada en mi boca. De algún modo, una profunda sensación de paz, comenzaba a
asentarse en mi interior.
“Parecen hermanos” volví a escuchar dentro de mí. Observé a
mi primo y sentí que las palabras de su hija eran ciertas. Parecíamos hermanos.
Somos hermanos.
Y, ¿Qué convierte a alguien en tu hermano?
El amor. Aquel abrazo hermanaba, y de algún modo, ese gesto,
era nuestra manera de honrar a Mamá Agarita.
El amor es la constante en este mundo de cambios. En este
lugar de comienzos y finales, el amor trasciende y se entrega, de vida en vida,
de historia en historia.
Ese es el único y verdadero legado, el amor que hayamos
compartido en esta existencia.
La esencia de los que se fueron, vive a través del amor
sembrado en los corazones de los que se quedan.
Unos minutos después, abracé otra vez a mi abuela y nos
dijimos que las cosas saldrían bien. Me dio unos regalitos para traer a España,
nos abrazamos, lloramos un poco más y finalmente nos despedimos hasta nuestro
próximo encuentro.
Dejé la cocina, atravesé el patio y aspiré su aroma. Miré
todo con detenimiento y caminé despacio hasta llegar a la puerta de madera.
Entonces salí y la cerré detrás de mí. Pensé en Mamá Agarita y la alegría brotó
de repente, empapando a la tristeza, pero sin llegar a diluirla. Casi parecía
que danzaban, que se acariciaban.
¿Qué queda de ti Mamá Agarita?
Quedamos nosotros y el amor que nos regalaste.
Soy yajita.
ResponderEliminarGracias por las lagrimas que tus letras me hacen resbalar por mis mejillas bronceaditas al sol de Francia. Amaría abrazarte fuerte en este momento.
Lloro, me emociono de una manera mágica con tu amor Arito.
Gracias por compartir esto con el mundo.
Te abrazo fuerte e infinitamente.
Me hacia falta llorar, ahorita sonrio mejor y más llena.