lunes, 21 de abril de 2014

He vivido mucho

"Cuando la única herramienta es un martillo, todo empieza a parecerse a un clavo" Abraham Maslow



La gente me dice que he vivido poco, pero yo creo que mis ojos han visto mucho. Me cuesta recordar de dónde vine, cómo llegué hasta aquí, han pasado tantos días, tantos que incluso no sé lo que desayuné ayer. No, miento, es muy difícil olvidar lo que ayer desayuné, no por la cercanía temporal, sino más bien porque el desayuno de ayer fue uno de esos instantes que se convierten en recuerdos, uno de esos momentos que no buscas, pero te encuentran y conviven contigo de por vida, porque ayer, ayer fui a la playa antes de que el sol bañara las aguas del mediterráneo con su calor, ayer llevé en la mochila una bolsita de nísperos cosechados con mis propias manos y mientras la arena de la playa se entrelazaba con los dedos de mis pies, mientras las gaviotas sobrevolaban las olas y la luna se negaba a desaparecer del cielo, pelé aquellos frutos, me pringué los dedos con su juguito, separé las semillas y disfruté de cada bocado de su ácida pulpa.
Dicen que he vivido poco, pero tal vez se refieran a que este cuerpo que ocupo, ha vivido poco, tanto en años como en experiencias, soy consciente de ello. Sé que todavía no tengo cabellos grises ni mirada cansada, sé que mi rostro todavía está exento de cicatrices, pero no de esas que sangran y a las que se dan puntos, de esas tengo ya unas cuantas, me refiero a cicatrices que te dejan marcas en el espíritu, esas huellas que derrumban sueños e impiden florecer nuevas ilusiones. Sé que todavía no sé lo que es asfixiarme en una hipoteca, trabajar para un jefe injusto y recibir un sueldo aún menos justo. De momento, la sociedad no me sujeta con grilletes y las únicas barreras están marcadas por mis miedos. De momento, no llevo ningún anillo que indique que le debo lealtad a nadie, por ahora, nadie ha llamado a la puerta para llevarse mi libertad. Todavía no tengo coche, ni carné de conducir, no tengo trajes, ni corbatas, no lustro mis zapatos ni tengo una colección de perfumes, apenas he aprendido en el arte de la seducción y han sido escasos los labios que buscaron los míos, no he dado más de dos caladas a un cigarro, nunca hice la primera comunión, ni tampoco una barbacoa.
Tal vez por eso digan que apenas he vivido, que ni siquiera sé lo que vivir significa, que todavía no me he sumergido en el mundo real. Pero ¿Y si no quiero pertenecer a ese supuesto mundo real? ¿Y si tan solo quiero vivir?
Porque cuando cierro los ojos y echo la vista atrás, no veo años, ni fechas apuntadas en un calendario, no veo partidas de nacimiento, ni diplomas de honor, lo único que veo es vida, porque vivir, en cuanto a mi propia definición, he vivido mucho.
He atravesado un océano, percatándome de mi pequeñez a través de la ventanilla de un avión. Aprendí a leer antes de ir a la escuela, no por prodigio, sino por mi bisabuela. He aprendido muchas cosas, algunas mediante sabios consejos, otras a base de práctica e incluso unas pocas, gracias a los libros. Aprendí que necesitar no es lo mismo que amar, y que lo primero nos lleva al temor y lo segundo a la liberación, la necesidad rompe corazones y el amor los sincroniza. Aprendí también que hay lágrimas que no es bueno secar, que ninguna sonrisa se debería esconder y que los abrazos no se pueden reprimir. Descubrí que a veces el frío no se tapa con mantas, que las cordilleras más altas no las forja la erosión, sino el temor, descubrí que no hace falta sumergirte en un río para formar parte de su corriente y que a veces no hace falta tomar una foto para inmortalizar un momento. He tenido mucho tiempo para observar miradas y perderme en algunas, he compartido carcajadas y meriendas, han sujetado mis manos en una puesta de sol, me han dicho que me querían y que me odiaban, muy pocas de ellas en serio, me han lanzado piropos e insultos por igual, me han gritado y amenazado, he oído “siempres” que nunca fueron y “nuncas” que se las arreglaron para ser siempre, es por eso que al final, he decidido dar a las palabras su justo lugar, y no utilizarlas allí donde no pueden llegar. He caminado, solo y acompañado, por caminos pedregosos, por carreteras asfaltadas, a través de senderos apenas marcados y suelos de parqué, he dado pasos firmes y zancadas inseguras, he acelerado el ritmo y me he detenido, he corrido, he corrido hasta que el aire no llegaba, las piernas tambaleaban y el sudor se fundía con lágrimas que acariciaban mis mejillas sonrientes. He tenido tiempo para descubrir la amistad, para aprender que la lealtad no se compra y que los hermanos se fabrican con proporciones iguales de camaradería, trabajo en equipo y bromas pesadas.
Una vez, vi el diminuto nido de un colibrí, ramitas casi imperceptibles contenían el mayor tesoro de una madre de alas extremadamente inquietas. En otra ocasión, me vi rodeado de cabras montesas afilando sus cornamentas  en un tronco caído. Acaricié caballos, mis dedos palparon la fortaleza de sus mandíbulas y me fue imposible no emocionarme ante la inocencia de su mirada. He jugado con perritos y dejé que sus patas sucias embarren mi ropa.
He conectado con la vida, ya sea en forma humana, animal o vegetal, todas definiciones que tan solo buscan categorizar, en pos de simplificar la realidad. Cuando en verdad, la naturaleza es simple de por sí. He vivido lo suficiente como para darme cuenta de que lo único complicado es nuestra mente, que en su afán de explicar todo, a veces no explica nada.
He tenido tiempo de sobra para sacar conclusiones, crear esquemas y dar explicaciones, me he llenado la cabeza de conceptos e ideas, todo para que al final, decida tirarlo todo por la borda. Porque si de algo me ha servido mi vida, ha sido para darme cuenta, de que tal vez no sea un simple puñado de músculos y articulaciones arrastrando un cerebro que lo controla todo, no, quizás nunca hubo separación entre mis ojos y aquel colibrí, ni distancia alguna entre las personas, tampoco barreras hacia el cielo o fronteras entre las rocas y el mar. Una vocecilla de racionalidad me pide que pare, que no siga aventurándome a decir cosas tan insensatas e inverosímiles, me invita a regresar a la realidad, me dice que la vida es corta, que se mide en años, que los cuerpos se desgastan y el tiempo se agota, me susurra que he vivido muy poco y que por eso todavía fantaseo con algo distinto, pero que no me preocupe, que no tardaré en asimilar el crudo mundo real.
Ante estas dudas, que emanan directamente desde nuestro interior, tendemos a buscar desesperadamente terreno firme en el que refugiarnos, a encontrar respuestas, formular teorías, aferrarnos a cualquier resquicio de certeza, porque nos da miedo dudar, nos da miedo enfrentarnos a la pregunta de si hay algo más, nos da miedo adentrarnos en ese territorio desconocido al que la mente no puede llegar.
Yo tengo miedo, pero todo lo que he vivido me ha traído hasta aquí, a esta encrucijada entre la sensatez y la locura, entre el pensamiento y el más puro instinto y una vez más, lejos de tener que elegir, tan solo cierro los ojos y vivo, porque hay vida en mí, siempre la hubo y de algún modo siempre la habrá, porque del mismo modo que parte de los nísperos que ayer desayuné forman parte de mí, lo hace el pensamiento, mi cuerpo y la llamada conciencia superior, todo indisoluble, construyendo pieza a pieza una obra magistral, la vida, porque en realidad no es mía, ni nunca lo fue, porque tan solo soy y siempre seré, y quizás resulte difícil de entender, pero que le voy a hacer, esto es todo lo que por ahora sé.

lunes, 14 de abril de 2014

Reflexiones sobre mi mundo



Observo miradas severas, tranquilas o ilusionadas, veo hombres trajeados, caminando apresurados, con el cabello engominado, así como mendigos, tendiendo la mano, con las ropas ajadas y gesto cansado, huelo fragancias enmascarando olores humanos, escucho parloteos, quejas y a veces carcajadas, distingo colores y diversas formas entre los ropajes, mujeres ancianas, cubiertas en piel, niños saltarines con el mundo a sus pies, jóvenes distraídos, imbuidos en sus asuntos, algunos fumando, otros soñando, percibo latidos, corazones inquietos, algunos rotos, pero todos palpitando, adivino pensamientos, sueños y ambiciones, madres de familia e hijos caprichosos, manos entrelazadas, labios que se buscan y sonrisas encontradas, veo almas humanas, todas ellas de algún modo conectadas, forjadas por el amanecer, sin importar su procedencia , destino o menester.

Vivo en un mundo en el que existe la riqueza, para muchos en forma de joyas, lámparas raras y aviones privados, para otros se mide en abrazos sinceros, en seres queridos, en recuerdos memorables y sueños cumplidos. También hay pobreza, en el mundo en el que vivo, además de muchos tipos, está la pobreza de los pobres, que aguan la sopa y comparten el pan y también la de los ricos, que en este caso suele ser espiritual. En este mundo, los árboles crecen y las flores se marchitan, los ríos fluyen como la vida, las montañas se alzan en busca del cielo y los mares se funden en arena, la belleza aquí siempre está presente, puedes percibirla en unos ojos azules, en un cielo anaranjado o en un cuadro recién enmarcado. Algunas personas en este mundo venden sus principios, otros dan la vida por sus ideales, en este lugar hay villanos, sin súper poderes, pero con viles intenciones, existen los héroes, anónimos y corrientes, que tan solo quieren el bienestar de la gente. En este mundo cada día, al alba, se libra una batalla entre la luz y la oscuridad, cada vez que el sol pide permiso a la noche, para despertar, para luego devolverle el horizonte, en el crepúsculo final. Así pues, mi mundo rebosa vida y muerte por igual. Sin embargo, hay algo más, una fuerza irracional, una chispa de emoción, el impulso del espíritu, el amor.

viernes, 11 de abril de 2014

Cansado de ser un número



“Las calificaciones son sobre 10, se considera compensable a partir de 4 y aprobado a partir de 5”.
¿Qué significa eso?

 Vivo en un mundo dominado por los números, un mundo de primeros y segundos, aprobados y suspensos, buenos y malos, todo en base a simples simbolitos inventados.
Algunos se pasan la vida persiguiendo de manera casi obsesiva el número 1, otros, desde que alguien les susurró a sus oídos que lo que les latía por dentro jamás podría cumplirse, se conforman con el 2.
Hay niños que desde que sus capacidades cognitivas empiezan a florecer, dedican gran parte de su vida a buscar el tan ansiado 10, mientras que algunos, ya sea por perezosos, o quizás menos capaces, vagan indefinidamente, flotando sobre un bonito 5, y por debajo de esa maraña de mediocridad, de esos que no destacan pero tampoco desencajan, están los errantes, los protagonistas de miradas de incomprensión, los que por no llegar al número que se espera de ellos, acaban por desertar o nadar nuevamente para poderse renganchar.
Unos piden por monedas cuyo valor se cuenta con un dedo, mientras que otros hinchan sus cuentas bancarias con varios ceros a la derecha de las unidades. Se piden números de teléfono, se busca  a las personas por el dígito que danza encima de los portales, se cuentan las horas, los minutos y los segundos, se miden los años y los aniversarios, se cuenta el tiempo que dura la vida, y hasta la longevidad de algo tan intangible como el amor.
Se enumeran personas, hijos, los kilos que pesas, los países que se crean, los ríos navegables, la cantidad de zapatos guardados en el armario y quizás ahora mismo alguien esté intentando contar estrellas y medir la profundidad del océano.
Al menos yo, estoy harto de ser un número, estoy harto de ser una calificación, estoy harto de perseguir estadísticas, remar contra viento y marea para alcanzar la cifra que se espera de mí, la que supuestamente es la adecuada, estoy cansado de medir mis aptitudes con decimales, me cansé de prejuzgar a las personas por probabilidades conductuales, me aburrí de calcular porcentajes para explicar el mundo, de construir gráficas deprimentes que tan solo auguran crisis económicas y catástrofes medioambientales.
No estoy en contra de los números, ni mucho menos de las matemáticas, aunque por lo general me provoquen escalofríos en la espalda, de lo que reniego es de crear un mundo numérico, basado únicamente en lo cuantificable, medible y observable.
 Pueden decirme lo que quieran, yo simplemente me resisto a tratar de manera preferente a alguien por el número que acompaña a los billetes que lleva en el bolsillo, me niego a encarcelar al amor con fecha de inicio y final, me opongo a implantar códigos de barras a los animales, y por ende a las personas.
Puede que haya números para encontrar la dirección de una casa, pero no un hogar. Puedes enumerar los músculos necesarios para fabricar una sonrisa, sin embargo, conocer la cifra no te hará más feliz. Puedes contar los kilómetros de distancia de la tierra al sol, pero el dato no hará que el amanecer sea más hermoso. Puedes contar los latidos que da un corazón por minuto, pero el dígito no hará que la sangre retumbe por tu cuerpo. Y sin embargo, sin tan solo haces un esfuerzo por levantarte pronto, echas la vista hacia el cielo, observas a nuestro astro emerger de entre la oscuridad, tiñendo el horizonte de calidez, quizás sonrías sin explicación, tal vez de manera espontánea la felicidad invada tu cuerpo y por algún motivo, tu corazón haga retumbar cada célula de tu cuerpo, llegando incluso al obstáculo definitivo para la ciencia, el último refugio alejado de las limitaciones numéricas, ese rinconcito en medio de alguna parte de ti, el alma. Y quizás allí, en ese instante, te des cuenta de dónde está tu auténtico hogar.

viernes, 4 de abril de 2014

Una realidad alternativa



Hacia las laderas de una colina, por un camino de rocas y arena, avanzamos a trompicones, mi padre y yo, hacia un fin de semana apartados de la ciudad, con un amigo suyo, un viejo con mirada de niño, alojados en el humilde hogar de un hombre de barbas largas, eso era todo cuanto sabía.
La sonrisa escondida entre la barba, los ojos oscuros y la mirada clara. Así era él, un hombre que vive en medio de la montaña, aislado del mundo y del sistema. La tierra le provee todo lo que necesita, no tiene nada, pero parece que está en conexión con todo.
No pretende cambiar nada, pero sin duda se ha transformado a sí mismo.
Al principio, sus palabras tenían dificultades para llegar hasta mí, la maraña de conceptos y teorías que he construido, forman una barrera que no deja pasar argumentos que amenazan con destruir aquella sensación de orden y control.
Me dice que él no forma parte del sistema, le respondo que eso es imposible, que todos estamos inmersos en el mismo, pero él se ríe a carcajadas, argumentando que en el momento en que dejas de ser lo que se espera de ti y te aventuras a conocer tu verdadera naturaleza, ya no formas parte de ningún sistema. Me quedo callado, intentando entenderlo, él mientras tanto, me mira fijamente, haciéndome sentir incómodo, ya que supongo que según las normas sociales aquello no es adecuado, pero por supuesto, a él parece no importarle.
Él tan solo habla, mira y se ríe, no para de reírse, después de cada frase, en cualquier momento, sin previo aviso, la risa hace que la espesa barba le tiemble.
Me explica que la conciencia y la forma son lo mismo, que el problema de los humanos es que materializamos la conciencia, y por eso nos creemos seres limitados, pero que en realidad tan solo somos energía, energía que fluye por todas partes, es decir que somos todo y que todos somos uno. Me dice que las personas crean grupos y sociedades porque se sienten separados unos de otros, cuando en realidad, sin necesidad de hacer nada ya estamos todos conectados.
Ese es el punto clave según él, la separación, toda separación, la distancia imaginaria creada entre ellos y yo, entre mi cuerpo y mi mente, entre materia y energía.
Se queda callado, durante un largo rato, con los ojos cerrados y de repente vuelve a sonreír. “¡Qué belleza!” Exclama, refiriéndose a que no haya separación entre conciencia y forma, repite un par de veces más, como si fuera para sí mismo, que el significado de aquello es realmente hermoso.
Por conciencia, deduje que se refería a aquello que se nos escapa, a eso que el lenguaje no llega y en lo que la lógica se pierde, aunque en aquel momento no tuve que preguntar nada, ni aclarar el concepto, simplemente entendí perfectamente a lo que se refería.
Vive en una casa construida con sus propias manos, a base de ladrillos colocados de forma rudimentaria y culminando en un techo que tan solo lo conforman unas cuantas vigas de madera, recubiertas por una capa de plástico impermeable y una especie de alfombra que ha sido invadida por el moho y la humedad.
Es complicado encontrarle completo sentido a lo que dice, incluso a él mismo, es difícil definirlo de alguna manera, con algún adjetivo, describir su personalidad o su filosofía de vida, ya que él simplemente es como es, sin pretender ser otra cosa, como todos de alguna manera hacemos.
Pero al cabo de las horas, a medida que su voz y la visión de una realidad diferente se van filtrando a través de mi sistema de seguridad, ese que juzga y critica, intentando hacerse una idea de lo que es real y de lo que no. Así pues, simplemente me dejo inundar por lo que transmite, dejo de torcer la mirada cuando sus ojos se fijan durante breves eternidades sobre los míos, los silencios prolongados dejan de incomodarme, es más, se hacen incluso necesarios.
Al caer la noche, después de cenar hortalizas y fruta fresca, cortesía de la madre naturaleza, el único ruido que se escucha es el de la lluvia de fuera, fundiéndose con la tierra, impregnando el ambiente de una fina capa de agua.
Poco antes de que el sueño nos persuada de cerrar los ojos, volvemos a hablar de la sociedad y después de escuchar mis críticas sobre la manera en que funciona el sistema y la necesidad de cambiar los valores bajo los que nos regimos, él simplemente argumenta que en la sociedad actual, todos son ricos, lo que pasa es que hay ricos que tienen todo y ricos que no tienen nada, esa es la única diferencia, los que están arriba luchan por mantener su riqueza, mientras que los que están abajo, pelean desesperadamente para arrebatársela, un mundo de ricos.
A la mañana siguiente, desperté al tercer canto de un gallo, di un paseo matutino acompañado de mi padre y un perrito de ojos claros y patas sucias. Cuando volvíamos nos encontramos con otro personaje singular, un hombre también acompañado por su mascota, que nos dijo que aquel sitio perdido del resto del mundo le parecía el paraíso.
“Esta debería ser la capital del país” esas fueron sus palabras, según él, el mundo marchaba al revés, respirando aire gris, mirando el atardecer desde oficinas y caminando entre acero y hormigón.
De algún modo, su punto de vista ya no me sorprendía, al parecer yo también estaba zambulléndome en aquel mundo de locos, o sabios y cuerdos, dependiendo de la lente que utilices para observar la realidad que allí acontece.
Al volver a la humilde casita de nuestro hospedante, pasamos parte de la mañana en silencio, cada cual haciendo lo que mejor le parecía. El hombre de las barbas pelaba cacahuetes, el anciano con ojos de niño remojaba sus pies en agua caliente, mi padre observaba al sol abrirse paso entre las nubes todavía grises y yo intentaba no perderme nada de lo que allí ocurría.
Poco después, alguien llamó a la puerta y entro casi inmediatamente después. Se podría decir que llamó simplemente por cortesía, ya que la cerradura nunca está puesta y el mensaje de que en aquel sitio no existe el sentido de propiedad queda más que claro.
El nuevo invitado tiene escasos y largos cabellos, y al igual que todos allí, parece que la forma natural de sus labios es una sonrisa. Tiene un apodo raro y divertido, despliega singularidad al primer vistazo y nos trae lechugas recién cosechadas para la comida del día. Viene en cambio a pedir ayuda, un poco de combustible para arrancar su furgoneta. Mi padre se ofrece amablemente a sacar un poco de nuestro coche y ambos salen después de coger una botella de agua para rellenar.
Al cabo de un tiempo, yo también voy al exterior, movido tal vez por la curiosidad de conocer mejor a aquel individuo.
Mi instinto no se equivocó y me encontré a mi padre hablando con aquel hombre animadamente sobre abejas. El hombre explicaba apasionadamente sus proyectos para ser un futuro apicultor, decía que era su destino, que siempre había tenido una conexión especial con aquellos bichitos alados, capaces de brindarnos ese manjar tan dulce y pegajoso del que tanto disfrutan los osos de las películas.
Después de aquello, sin saber el motivo exacto, la conversación se tornó hacia el internet y el uso de las llamadas páginas web. Él, totalmente serio, aseguró que todo aquello de esas “páginas y tal” estaba muy bien, al menos a corto plazo, porque claro, el futuro de la humanidad estaba en el campo. No había duda o burla en su voz, así lo sentía él, a esa certeza le había llevado su aprendizaje vital.
Poco después tocó despedirnos y abrazó efusivamente a mi padre y le agradeció soportar su locura, luego se dirigió a mí extendiendo la mano y yo le pedí otro abrazo. Después de esbozar infinita ilusión en sus pequeños ojos, me estrechó entre sus brazos y me dijo la mano tan solo debería darse cuando necesitas salvarle la vida a alguien.
A la hora de la comida, deleitamos nuestros sentidos con una ensalada íntegramente compuesta por hortalizas de la huerta, tan frescas que puedo asegurar que en cada mordisco, sentía el salvaje poder de la naturaleza.
Por la tarde, emprendimos otra travesía en coche, a visitar una familia de alemanes que querían que conociéramos.
Se trataba de una madre y sus cuatro hijos, todos criados a la luz del sol, lejos de cualquier aula o pared opresora. El bosque, el crujir de las ramas al pisarlas, los insectos al borde de un riachuelo, el ingenio y la creatividad inherente al ser humano eran sus únicos recursos.
Allí crecieron y se desarrollan aquellas criaturas, con los pies descalzos y la ropa hecha jirones, cualquiera que los observara sin detenimiento, podría deducir precipitadamente que se traba de vagabundos, sin embargo, la realidad no podría ser más lejana. Caminaban con los pies descubiertos, sí, pero eso tan solo acrecentaba la sensación de comunión entre sus cuerpos inquietos y la naturaleza reinante de aquel lugar, tal vez sus pantalones estuvieran gastados y rotos, pero esa tan solo era la evidencia de que no tenían tiempo para ponerse a pensar en la imagen que tienen que representar de cara a los demás, están demasiado ocupados, ingeniándoselas para construir cocinas solares, moldeando el tronco de un arbolito hasta que forme una espiral, cultivando cualquier semilla que puedas imaginar, dibujando prototipos de herramientas, e incluso, intentando sustituir el combustible de una motosierra por hidrógeno. Sí, se ve que mediante un proceso de hidrólisis separan el hidrógeno y con la ayuda de un amperímetro, lo trasladan hasta la motosierra. Para ser honesto, esto es lo único que llegué a entender de lo que allí creaban, moviendo cosas, uniendo cables, conectando cacharros, utilizando terminología que tan solo me sonaba vagamente de alguna clase de química.
Intrigado les pregunté cómo es que sabían tanto, “Probando” fue su respuesta. Probando, descubriendo, haciendo, a fin de cuentas, prácticamente la antítesis de la rigurosa teoría que durante más de quince años los colegios y la universidad vienen llenando mi cabeza.
Su madre, aunque más mayor y quizás con menos curiosidad destellando en su mirada, no se quedaba atrás, inundando su hogar con los colores de sus cuadros, todos ellos combinando formas de animales, plantas y figuras geométricas de una manera que era difícil entender, si precisamente intentabas comprender usando la razón. Ella dice que vislumbra aquellas creaciones dentro de sí e intenta plasmarlas sobre el papel.
Después de que me enseñara sus dibujos, me di cuenta de que el anciano con mirada de niño estaba a medio trepar un árbol de casi veinte metros de altura. Movido por la envidia, corrí a imitarlo, balanceándome entre las ramas, subiendo, buscando apoyos, en eso de hacer el mono, no podían vencerme. Pero lo hicieron, aquel niño escondido en el cuerpo de un viejo llegó hasta lo más alto, hasta un punto en el que el tronco se tambaleaba por su peso, y yo no pude, no sé si por cobardía o instinto de supervivencia, pero al final tan solo pude admirar la proeza del hombre desde abajo.
Y de esa manera nuestra estrella decidió despedirse de nosotros, advirtiendo la sombra de un hombre de sesenta años balanceándose en la copa de un fresno.


 A la mañana siguiente, después de agradecer a nuestro anfitrión, tocaba despedirse, y las palabras elegidas fueron  “hasta la próxima”. Incluso las despedidas eran distintas en aquel sitio, no había sensación de dejar algo atrás, no había necesidad de decir adiós, porque si el hombre de la barba estaba en lo cierto, si todo está conectado, si ya formas parte de todo y de todos, despedirte se convierte en un mero trámite, culminado cómo no, por una última estruendosa carcajada.

Y aquí estoy nuevamente, en la realidad, donde los niños van a la escuela y los hombres de sesenta años ya se preparan para la jubilación, donde las barbas se afeitan y los trajes se llevan impolutos.
Sé que cada uno debe librar sus propias batallas, las que nos ha tocado vivir y superar, sé que la mayoría de nosotros hacemos lo que podemos en este frenético mundo, intentando cumplir lo que se espera de nosotros, cubriéndonos de roles y acatando normas.
Tal vez la solución a nuestros problemas no sea inmigrar masivamente al campo, porque supongo que para eso nos hemos pasado unos cuantos miles de años construyendo ciudades, sino quizás, abrir los ojos, o cerrarlos, y cuestionar si únicamente somos simples piezas de ensamblaje, peones en un inmenso tablero de ajedrez, enredados entre las conspiraciones de poder de un par de reyes. 

 ¿O somos algo más?
Tal vez sea hora de despertar y preguntarnos si una realidad alternativa existe, porque la hay.