La gente me dice que he vivido poco, pero yo creo que mis
ojos han visto mucho. Me cuesta recordar de dónde vine, cómo llegué hasta aquí,
han pasado tantos días, tantos que incluso no sé lo que desayuné ayer. No,
miento, es muy difícil olvidar lo que ayer desayuné, no por la cercanía
temporal, sino más bien porque el desayuno de ayer fue uno de esos instantes
que se convierten en recuerdos, uno de esos momentos que no buscas, pero te
encuentran y conviven contigo de por vida, porque ayer, ayer fui a la playa
antes de que el sol bañara las aguas del mediterráneo con su calor, ayer llevé
en la mochila una bolsita de nísperos cosechados con mis propias manos y
mientras la arena de la playa se entrelazaba con los dedos de mis pies,
mientras las gaviotas sobrevolaban las olas y la luna se negaba a desaparecer
del cielo, pelé aquellos frutos, me pringué los dedos con su juguito, separé
las semillas y disfruté de cada bocado de su ácida pulpa.
Dicen que he vivido poco, pero tal vez se refieran a que
este cuerpo que ocupo, ha vivido poco, tanto en años como en experiencias, soy
consciente de ello. Sé que todavía no tengo cabellos grises ni mirada cansada,
sé que mi rostro todavía está exento de cicatrices, pero no de esas que sangran
y a las que se dan puntos, de esas tengo ya unas cuantas, me refiero a
cicatrices que te dejan marcas en el espíritu, esas huellas que derrumban
sueños e impiden florecer nuevas ilusiones. Sé que todavía no sé lo que es
asfixiarme en una hipoteca, trabajar para un jefe injusto y recibir un sueldo
aún menos justo. De momento, la sociedad no me sujeta con grilletes y las
únicas barreras están marcadas por mis miedos. De momento, no llevo ningún
anillo que indique que le debo lealtad a nadie, por ahora, nadie ha llamado a
la puerta para llevarse mi libertad. Todavía no tengo coche, ni carné de
conducir, no tengo trajes, ni corbatas, no lustro mis zapatos ni tengo una
colección de perfumes, apenas he aprendido en el arte de la seducción y han sido
escasos los labios que buscaron los míos, no he dado más de dos caladas a un
cigarro, nunca hice la primera comunión, ni tampoco una barbacoa.
Tal vez por eso digan que apenas he vivido, que ni siquiera
sé lo que vivir significa, que todavía no me he sumergido en el mundo real.
Pero ¿Y si no quiero pertenecer a ese supuesto mundo real? ¿Y si tan solo
quiero vivir?
Porque cuando cierro los ojos y echo la vista atrás, no veo
años, ni fechas apuntadas en un calendario, no veo partidas de nacimiento, ni
diplomas de honor, lo único que veo es vida, porque vivir, en cuanto a mi
propia definición, he vivido mucho.
He atravesado un océano, percatándome de mi pequeñez a
través de la ventanilla de un avión. Aprendí a leer antes de ir a la escuela,
no por prodigio, sino por mi bisabuela. He aprendido muchas cosas, algunas
mediante sabios consejos, otras a base de práctica e incluso unas pocas,
gracias a los libros. Aprendí que necesitar no es lo mismo que amar, y que lo
primero nos lleva al temor y lo segundo a la liberación, la necesidad rompe
corazones y el amor los sincroniza. Aprendí también que hay lágrimas que no es
bueno secar, que ninguna sonrisa se debería esconder y que los abrazos no se
pueden reprimir. Descubrí que a veces el frío no se tapa con mantas, que las
cordilleras más altas no las forja la erosión, sino el temor, descubrí que no
hace falta sumergirte en un río para formar parte de su corriente y que a veces
no hace falta tomar una foto para inmortalizar un momento. He tenido mucho
tiempo para observar miradas y perderme en algunas, he compartido carcajadas y
meriendas, han sujetado mis manos en una puesta de sol, me han dicho que me
querían y que me odiaban, muy pocas de ellas en serio, me han lanzado piropos e
insultos por igual, me han gritado y amenazado, he oído “siempres” que nunca
fueron y “nuncas” que se las arreglaron para ser siempre, es por eso que al
final, he decidido dar a las palabras su justo lugar, y no utilizarlas allí
donde no pueden llegar. He caminado, solo y acompañado, por caminos pedregosos,
por carreteras asfaltadas, a través de senderos apenas marcados y suelos de
parqué, he dado pasos firmes y zancadas inseguras, he acelerado el ritmo y me
he detenido, he corrido, he corrido hasta que el aire no llegaba, las piernas
tambaleaban y el sudor se fundía con lágrimas que acariciaban mis mejillas
sonrientes. He tenido tiempo para descubrir la amistad, para aprender que la
lealtad no se compra y que los hermanos se fabrican con proporciones iguales de
camaradería, trabajo en equipo y bromas pesadas.
Una vez, vi el diminuto nido de un colibrí, ramitas casi
imperceptibles contenían el mayor tesoro de una madre de alas extremadamente
inquietas. En otra ocasión, me vi rodeado de cabras montesas afilando sus
cornamentas en un tronco caído. Acaricié
caballos, mis dedos palparon la fortaleza de sus mandíbulas y me fue imposible
no emocionarme ante la inocencia de su mirada. He jugado con perritos y dejé
que sus patas sucias embarren mi ropa.
He conectado con la vida, ya sea en forma humana, animal o
vegetal, todas definiciones que tan solo buscan categorizar, en pos de
simplificar la realidad. Cuando en verdad, la naturaleza es simple de por sí. He
vivido lo suficiente como para darme cuenta de que lo único complicado es
nuestra mente, que en su afán de explicar todo, a veces no explica nada.
He tenido tiempo de sobra para sacar conclusiones, crear
esquemas y dar explicaciones, me he llenado la cabeza de conceptos e ideas,
todo para que al final, decida tirarlo todo por la borda. Porque si de algo me
ha servido mi vida, ha sido para darme cuenta, de que tal vez no sea un simple
puñado de músculos y articulaciones arrastrando un cerebro que lo controla
todo, no, quizás nunca hubo separación entre mis ojos y aquel colibrí, ni distancia
alguna entre las personas, tampoco barreras hacia el cielo o fronteras entre
las rocas y el mar. Una vocecilla de racionalidad me pide que pare, que no siga
aventurándome a decir cosas tan insensatas e inverosímiles, me invita a
regresar a la realidad, me dice que la vida es corta, que se mide en años, que
los cuerpos se desgastan y el tiempo se agota, me susurra que he vivido muy
poco y que por eso todavía fantaseo con algo distinto, pero que no me preocupe,
que no tardaré en asimilar el crudo mundo real.
Ante estas dudas, que emanan directamente desde nuestro
interior, tendemos a buscar desesperadamente terreno firme en el que
refugiarnos, a encontrar respuestas, formular teorías, aferrarnos a cualquier
resquicio de certeza, porque nos da miedo dudar, nos da miedo enfrentarnos a la
pregunta de si hay algo más, nos da miedo adentrarnos en ese territorio
desconocido al que la mente no puede llegar.
Yo tengo miedo, pero todo lo que he vivido me ha traído
hasta aquí, a esta encrucijada entre la sensatez y la locura, entre el
pensamiento y el más puro instinto y una vez más, lejos de tener que elegir,
tan solo cierro los ojos y vivo, porque hay vida en mí, siempre la hubo y de
algún modo siempre la habrá, porque del mismo modo que parte de los nísperos
que ayer desayuné forman parte de mí, lo hace el pensamiento, mi cuerpo y la
llamada conciencia superior, todo indisoluble, construyendo pieza a pieza una
obra magistral, la vida, porque en realidad no es mía, ni nunca lo fue, porque
tan solo soy y siempre seré, y quizás resulte difícil de entender, pero que le
voy a hacer, esto es todo lo que por ahora sé.
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