“Las calificaciones son sobre 10, se considera compensable a
partir de 4 y aprobado a partir de 5”.
¿Qué significa eso?
Vivo en un mundo
dominado por los números, un mundo de primeros y segundos, aprobados y
suspensos, buenos y malos, todo en base a simples simbolitos inventados.
Algunos se pasan la vida persiguiendo de manera casi
obsesiva el número 1, otros, desde que alguien les susurró a sus oídos que lo
que les latía por dentro jamás podría cumplirse, se conforman con el 2.
Hay niños que desde que sus capacidades cognitivas empiezan
a florecer, dedican gran parte de su vida a buscar el tan ansiado 10, mientras
que algunos, ya sea por perezosos, o quizás menos capaces, vagan
indefinidamente, flotando sobre un bonito 5, y por debajo de esa maraña de
mediocridad, de esos que no destacan pero tampoco desencajan, están los
errantes, los protagonistas de miradas de incomprensión, los que por no llegar
al número que se espera de ellos, acaban por desertar o nadar nuevamente para
poderse renganchar.
Unos piden por monedas cuyo valor se cuenta con un dedo,
mientras que otros hinchan sus cuentas bancarias con varios ceros a la derecha
de las unidades. Se piden números de teléfono, se busca a las personas por el dígito que danza encima
de los portales, se cuentan las horas, los minutos y los segundos, se miden los
años y los aniversarios, se cuenta el tiempo que dura la vida, y hasta la
longevidad de algo tan intangible como el amor.
Se enumeran personas, hijos, los kilos que pesas, los países
que se crean, los ríos navegables, la cantidad de zapatos guardados en el
armario y quizás ahora mismo alguien esté intentando contar estrellas y medir
la profundidad del océano.
Al menos yo, estoy harto de ser un número, estoy harto de ser
una calificación, estoy harto de perseguir estadísticas, remar contra viento y
marea para alcanzar la cifra que se espera de mí, la que supuestamente es la
adecuada, estoy cansado de medir mis aptitudes con decimales, me cansé de
prejuzgar a las personas por probabilidades conductuales, me aburrí de calcular
porcentajes para explicar el mundo, de construir gráficas deprimentes que tan
solo auguran crisis económicas y catástrofes medioambientales.
No estoy en contra de los números, ni mucho menos de las
matemáticas, aunque por lo general me provoquen escalofríos en la espalda, de
lo que reniego es de crear un mundo numérico, basado únicamente en lo
cuantificable, medible y observable.
Pueden decirme lo que
quieran, yo simplemente me resisto a tratar de manera preferente a alguien por
el número que acompaña a los billetes que lleva en el bolsillo, me niego a
encarcelar al amor con fecha de inicio y final, me opongo a implantar códigos
de barras a los animales, y por ende a las personas.
Puede que haya números para encontrar la dirección de una casa,
pero no un hogar. Puedes enumerar los músculos necesarios para fabricar una
sonrisa, sin embargo, conocer la cifra no te hará más feliz. Puedes contar los
kilómetros de distancia de la tierra al sol, pero el dato no hará que el
amanecer sea más hermoso. Puedes contar los latidos que da un corazón por
minuto, pero el dígito no hará que la sangre retumbe por tu cuerpo. Y sin
embargo, sin tan solo haces un esfuerzo por levantarte pronto, echas la vista
hacia el cielo, observas a nuestro astro emerger de entre la oscuridad, tiñendo
el horizonte de calidez, quizás sonrías sin explicación, tal vez de manera
espontánea la felicidad invada tu cuerpo y por algún motivo, tu corazón haga
retumbar cada célula de tu cuerpo, llegando incluso al obstáculo definitivo
para la ciencia, el último refugio alejado de las limitaciones numéricas, ese
rinconcito en medio de alguna parte de ti, el alma. Y quizás allí, en ese
instante, te des cuenta de dónde está tu auténtico hogar.
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