miércoles, 24 de septiembre de 2014

Una gringa muy chida

Hay personas con las que desde la primera mirada sientes una conexión inmediata, como si de algún modo, hubieras estado destinado a conocerla.
La primera vez que la vi, ella cargaba una mochila el doble de grande que ella, iba encorvada por el peso y su rostro reflejaba el cansancio de un día entero de viaje. Pero aun así, sonreía, con la sencillez de un cachorro. Y a pesar de la aparatosa carga en su espalda, me dio un gran abrazo, de esos que te reconfortan el alma. Si hay algo que he aprendido en la vida es que las mejores personas que hay en este mundo, dan abrazos de verdad.
Desde ese instante, ya me caía bien. Más que una desconocida, me parecía una vieja amiga, con la que ya había compartido más de mil anécdotas. Quizás fuera por la alegría que destilaban sus ojos de miel, tal vez fue la combinación de su nariz quemada por el sol africano y sus pintas despreocupadas, que le conferían un aspecto aventurero, no lo sé.
En teoría tan solo iba a estar en la ciudad tres días, pero al final, en un acuerdo que nunca llegó a verbalizarse, logramos que la cifra inicial se extendiera a cinco. Ambos necesitábamos esas 48 horas extra.
Hace un par de semanas, yo me encontraba un tanto paralizado. No estaba diagnosticado con depresión, ni tampoco me pasaba las tardes en soledad engullendo botes de helado de chocolate. Mis sueños empezaba a cobrar forma y el futuro inmediato parecía divisarse entre la neblina. Pero aun así, me faltaba algo.
Sé que tu motivación no puede depender de las circunstancias o las personas que te rodean, que tienes que ser capaz de mantener tus convicciones incluso en los días grises, cuando la lluvia arrastra tus energías y te cala los huesos. Sé que nadie puede darte la clave que descifre la caja fuerte de tus sueños. Al final, cada uno recorre su propio sendero, y debe hacerlo a su manera.
Pero, ¿Sabes qué? Hay veces que necesitas un soplo de aire fresco, un puñado de inspiración, una mirada que escuche  a tus ojos y una voz que cuente historias a tu espíritu.
Quién me iba a decir que aquello que quería, vendría en el envoltorio de una gringa con una falda hippie, sandalias de lesbiana y que parlotea español con acento mejicano.
En el tiempo que pasamos juntos, me empapé de tu vitalidad. Redescubrí la ciudad y bajo el primer aguacero de otoño, nos internamos en los rincones de la capital. Conocimos gente de todo tipo en aquella oscura plaza; desde inmigrantes trabajadores, pasando por bohemios nocturnos y guitarristas callejeros, e incluso un curioso asesino. Todos con algo que contar, llenos de experiencias dispares, que seguramente jamás volveremos a escuchar. También hicimos nuevas amistades, casi todas provenientes, de un modo u otro, de ese imán para las personas extraordinarias llamado couchsurfing.
Disfruté las tardes de chilling, el monstruoso sándwich de avocato, la recolección de moras y la densa conversación con aquel monje holandés. Siempre guardaré conmigo todas nuestras conversaciones, tan variadas como las estrellas; de las que sin duda alguna extraje valiosas lecciones, tanto para la mente como para lo más profundo de mis entrañas.
Una vez me dijiste que la vida consiste en causar un impacto positivo en la existencia de los demás. No importa cómo, lo importante es ayudar, compartir y facilitar. A veces puede ser algo insignificante lo que le cambie la vida a una persona, por eso, es importante aprovechar cualquier oportunidad para hacer algo bueno, ¿Verdad?
Sé que no te hace falta que te recuerden lo chida que eres, pero aun así, ese es el motivo por el cuál escribo esto, solo por si acaso. Por si en algún momento dudas de ti misma, por si te invade el temor y las expectativas de nuestra ajetreada sociedad amenazan con apagar lo que te late por dentro.
 Si esto te pasa alguna vez, no te olvides de tu valentía, porque eres una leona de la sabana, incluso ya tienes una frondosa melena anaranjada. Requiere coraje lanzarte al mundo en soledad, persiguiendo lo que quieres, mezclándote entre seres humanos de todo el planeta, aprendiendo de ellos, expandiendo tus conocimientos y rompiendo de raíz los prejuicios culturales.
Sin embargo, no sólo eres valiente, también derrochas entusiasmo en cada uno de tus gestos, tienes facilidad para reírte de ti misma y has aprendido a dejar de lado el miedo al ridículo. Combinas inteligencia con humildad, y te las apañas para mostrarte educada a la par que informal. En conclusión, eres un auténtico camaleón, adaptándote sin dificultad a cualquier situación. Supongo que por eso, no te importó pasarte dos meses haciendo el “ice bucket challenge” como único medio para ducharte en Ghana. No exiges apenas nada y en tus labios siempre se dibuja una sonrisa, a excepción de cuando te lanzas a un río de agua helada y se tornan de un color morado que roza la hipotermia.
Pero por encima de todo, eres una persona buena, una de esas que deja huella en el alma. Te preocupas de los demás, te gusta compartir lo que tienes y se nota que disfrutas haciendo sentir bien a los que te rodean. Estás llena de pequeños detalles, gestos que te reconfortan el interior, como aquel cafelito preparado con amor que nos tomamos. Tú eres igualita a ese café, una explosión de sabor para todos los que te conocen.
Puede que todavía te queden muchas incógnitas por resolver, que aún estés descubriéndote a ti misma. Tal vez la vida en sí misma sea un proceso de descubrimiento constante, ya que todo sería mucho más aburrido si ya tuviéramos todas las respuestas.
De lo que estoy seguro, es que conseguirás lo que sea que te propongas, sin importar la magnitud o altitud de tus sueños, sé que lo harás. De hecho, ya lo haces, ya estás influyendo en vidas ajenas, como la mía. Porque en el mundo ya hay suficiente oscuridad, ya hay bastantes personas que te dicen que soñar está prohibido, que te incitan a conformarte con un trabajo de oficina, ya hay  demasiadas voces que te recuerdan constantemente los límites entre lo que es posible y lo que no.

Por eso, hoy más que nunca la gente necesita almas como la tuya, que irradien color, que contagien juventud, que inspiren locura y que te sacudan del conformismo. Esa eres tú, una gringa extraordinaria, una socióloga talentosa y sobre todo, una amiga auténtica. Y al que te diga lo contrario, ya me encargaré yo de decirle:



jueves, 18 de septiembre de 2014

La madre que olvidamos

Sus ojos se despegaron en medio de una costra de legañas, al tiempo que sus cabellos de trigo reflejaban cada una de las tonalidades del sol naciente. Estiró los brazos, contorsionó su espalda como la de un felino y comenzó a andar.
No sabía desde cuándo lo hacía, tampoco sabía si era joven o vieja, había olvidado incluso su nombre, al menos el que aparecía en su carné de identidad, que por supuesto, no llevaba consigo.
Ella simplemente deslizaba sus pies sobre el camino, siempre descalza, con trocitos de tierra incrustados en las uñas de los pies. Atravesó valles de fértiles semillas, se deslizó a través de rocas ardientes, que saltaba de puntillas, pisó asfalto de ciudades y se hundió entre dunas de arena. Danzó con la lluvia y también con el fuego, fue adoptada por las montañas de nieves moradas y entabló amistad con las criaturas que se cobijan en la humedad de las cuevas.
A veces, sin embargo, se sentía sola, o mejor dicho, aislada. Las personas ni siquiera eran capaces de verla. Los cervatillos le lamían las mejillas intentando consolarla, los robles le tendían sus ramas para abrazarla y los delfines realizaban sus mejores piruetas intentando extraerle una sonrisa.
Ella aceptaba agradecida estas muestras de afecto, pero no le ayudaban a entender por qué los humanos la habían condenado al exilio.  La mayoría ni siquiera la veían –y eso que era hermosa –  aunque quizás no cumplía con los cánones de belleza actuales. Los que se percataban de su presencia, la ignoraban, desviaban la mirada o se tapaban los oídos, y eso que ella nunca intentó hablarles, ya que no conocía ningún idioma que se hable con los labios.
Todos estaban demasiado ocupados para recordarla, todos tenían un sitio al que llegar, un propósito para marchar, alguien a quien esperar, algo que decir o un asunto por resolver.
Por suerte, o por desgracia, ella no abandonó a esos seres bípedos de cráneos complicados. Y como toda madre, se resiste a dejar de creer en sus hijos. Espera en las orillas de los arroyos, sentada sobre las copas de los árboles, ondeando su melena incorpórea con la brisa marina, escondida entre el algodón de las nubes y en el canto mañanero de los gallos.

Tan solo pide una canción, una mirada que atisbe cariño, o una caricia a cualquiera de sus múltiples formas; a cambio, la naturaleza nos ofrece lo único que puede darnos, la vida.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Visiones nocturnas

Sé que era tarde, pero no eché la vista hacia mi muñeca para comprobarlo, no era necesario.
El libro que más ha conmovido mi corazón se había terminado. Yo era un volcán de emociones, con los ojos hinchados, sin saber muy bien si reír o llorar, con lava bullendo por mis venas, comprimido como un feto sobre mi cama. Me sentía solo, desamparado, vivo y despierto.
Tenía que salir a la amplitud de la noche y así lo hice.
Una tímida ráfaga de frescor vaticinaba que el otoño no está tan lejos y unos cánticos desafinados provenientes de pasos sin coordinación me recordaron que era una madrugada de viernes.
Tenía la sensación de que debía ir hacia el centro de la ciudad y así lo hice.
En cuanto llegué a la primera gran arteria de vehículos motorizados me detuve ante un árbol inmenso. Nunca había reparado en los majestuosos troncos de esos seres, a pesar de que siempre están esperándome en el mismo sitio. Pero en aquella ocasión lo hice y acaricié su textura escarchada que se extendía hasta ramas que conversaban con la luna. Aquel árbol tenía una cicatriz provocada por los de mi especie, alguien que intentó inmortalizar su nombre en la piel de un ser inocente. Le pedí perdón, posé mis manos sobre aquella marca humana y un charquito de agua inundó mis párpados. Ese árbol cumplía con su propósito sin quejarse, nos daba sombra, desplegaba belleza, incluso nos regalaba aire gratuito y nosotros se lo devolvíamos así, marcándolo como a una burda propiedad. Cerré los ojos y lo abracé, expresándole mi gratitud, con mis mejillas apoyadas sobre esa corteza radiante de vida.
Me despedí de él y proseguí mi marcha, hacia el corazón de la civilización. A medida que me acercaba, los ruidos de los hombres se hacían más notorios, así como los rastros de su presencia. Botellas, latas, cartones y colillas entre las baldosas eran su legado. ¡Había tanta basura! Tanta que intenté hacer algo al respecto. Me dediqué a recolectar desperdicios y depositarlos en su justo lugar; al cabo de cinco minutos observé que era inútil. Los residuos parecían multiplicarse a medida que avanzaba y mis congéneres continuaban utilizando las aceras como vertederos. Estaba tentado de criticar su actitud, de ponerme en un peldaño superior y mirar desde arriba, pero a tiempo me di cuenta de cuán estúpido hubiera sido. La mayoría de ellos no eran plenamente conscientes de sus actos, estaban embriagados de libertad después de una semana rutinaria. Podía ver en sus rostros la alegría que otorga la ignorancia de las consecuencias, después de todo, ese era el único instante en que podían permitírselo. Yo lo sé muy bien, también he pasado numerosas veladas intentando alejarme de mí, vaciarme por dentro, quemar mi garganta y marear mis sentidos.
Pero aquella ocasión yo no era parte del espectáculo, era simplemente un intruso. Esa sensación me transmitían las miradas desconfiadas, sabiéndose observadas. Caminaba por aquel mundo de extremos, donde la euforia y la decadencia van de la mano. Iba con los brazos por detrás de la espalda y las pupilas encogidas ante las luces artificiales.
Y llegué a la plaza principal, desde allí nuestro astro de queso nos observaba atentamente a través de sus cuencas grisáceas. Un constante aroma a orina inundaba el ambiente, mezclándose con otras fragancias, como el aceite hirviendo de la comida rápida o el vaho de bebidas espirituosas emanando de los cuerpos.  Sin embargo, no era desagradable, era lo que tenía que ser.
Era un mundo de dualidad, como lo es la realidad. En medio de la inmundicia, la belleza se las arreglaba para emerger de las formas más creativas posibles. Emanaba de los acordes de una guitarra desgastada, se fundía en el calor de dos labios apasionados, desesperados por encontrarse y se exhalaba en risas de amigos auténticos.
Ya en el camino de vuelta, me topé con una lata de cerveza medio aplastada sobre la calzada. El líquido dorado se esparcía moribundo sobre el suelo y se adhería a las pisadas cercanas. Era una escena insignificante, pero para mí era una metáfora perfecta de nuestra existencia, cuando los cuerpos se viertan marchitos sobre la tierra. Era algo realmente triste si para ti la vida es algo puramente material.
Durante mi ruta a casa, me topé con algunas señoritas que ofrecen su amor como servicio. Una de ellas se acercó haciendo retumbar sus tacones, yo intenté ignorarla pero ella me cogió de la mano. Me giré hacia ella y era hermosa. La juventud destellaba sobre su piel, sus ojos eran grandes e inocentes, como los de un ciervo y tenía una cascada castaña resbalando sobre sus hombros. Me preguntó cómo estaba y yo salí de mi ensoñación.
   -No, gracias –le dije negando con la cabeza. Esa fue toda mi respuesta antes de acelerar el paso y librarme de sus dedos.
Era tan solo una muchacha, una chica preciosa. Se me resquebrajaba algo por dentro al pensar que la mayoría de los ojos que se detuvieran sobre ella tan solo verían un apetitoso trozo de carne. Y sin embargo, yo la había tratado de ese mismo modo. Sabía a lo que se dedicaba y le di el trato que se merecía su oficio, sin tomar en cuenta nada más.
Me detuve en seco y durante unos segundos mi mente y mi alma tiraron en direcciones opuestas. Finalmente, retorné al encuentro de la joven.
Me acerqué con determinación hacia ella y ésta se quedó un tanto perpleja. Me paré delante y le pedí disculpas, por haber sido tan grosero anteriormente. Ella me había preguntado cómo estaba y yo me había marchado sin responderle. Así pues, sintiéndome un tanto ridículo, le dije: “Estoy muy bien, la noche está siendo increíble. ¿Y tú, qué tal estás?”
Ella tenía su bonita boca entreabierta, la mirada esquiva y un tanto cabizbaja.
   -Bien, tirando –fue su tímida contestación.
   -No suenas muy convencida. ¿Seguro que estás bien?
   -Sí… bueno, haciendo lo que me toca.
Distinguí en su acento el toque ríspido de las lenguas de Europa del Este. Le pregunté de dónde era y descubrí que no me equivocaba. Yo le conté que tampoco era de este país y le intenté explicar dónde se situaba geográficamente mi tierra. Fue divertido porque ninguno de los dos tenía realmente demasiados conocimientos sobre nuestros lugares de origen. De repente, ya no había tensión alguna en nuestra conversación y durante un buen rato estuvimos bromeando sobre comidas típicas, lugares turísticos y estereotipos de nuestras culturas.
Un chico de barba y pelo recogido en una cinta deportiva charlando animadamente con una señorita de piernas largas y vestido exiguo. Quizás así se veía desde fuera, pero en realidad, tan solo eran dos seres humanos entablando una conversación.
Finalmente nos despedimos y le dije que me había gustado mucho hablar con ella. En un último acto de espontaneidad la estreché entre mis brazos y para sorpresa mía, ella también me rodeó con los suyos. Cuando nos desprendimos el uno del otro, vi que hasta sus pestañas sonreían, con una renovada vitalidad.
Cuando ya me había alejado una distancia considerable, eché la vista atrás y me percaté de que la chica se retiraba con decisión de aquella esquina, y lo hacía sola.
No sé cómo se llamaba, ni cuántos años tenía, tampoco su motivo de ejercer aquella profesión, esos datos carecen de relevancia. Casi siempre nos obcecamos en definirnos con datos superfluos. Nos identificamos con banalidades como los nombres, el género, la ocupación o nuestra etnia. Muy pocas veces traspasamos el cristal de los iris y nos adentramos en la auténtica esencia del espíritu, esa que cobija por igual a todos los seres humanos, sin tener en cuenta su procedencia o su destino.
Somos una especie curiosa, que no se encuentra, pero tampoco se busca, ya que hay demasiadas distracciones para hacerlo. Vivimos bajo paredes de etnocentrismo, atrapados en una canica de ideologías y reglas, dándole la espalda a la auténtica esfera que alberga vida. Y aun así, embobados, con viseras autoimpuestas que nos dejan prácticamente ciegos, tenemos instantes de lucidez, en los que fundimos nuestros latidos, creamos arte, compartimos historias y donamos felicidad en vez de monedas plateadas.
¿Te imaginas de lo que seríamos capaces si nos quitáramos la armadura completa?