Sé que
era tarde, pero no eché la vista hacia mi muñeca para comprobarlo, no era
necesario.
El
libro que más ha conmovido mi corazón se había terminado. Yo era un volcán de
emociones, con los ojos hinchados, sin saber muy bien si reír o llorar, con
lava bullendo por mis venas, comprimido como un feto sobre mi cama. Me sentía
solo, desamparado, vivo y despierto.
Tenía
que salir a la amplitud de la noche y así lo hice.
Una
tímida ráfaga de frescor vaticinaba que el otoño no está tan lejos y unos
cánticos desafinados provenientes de pasos sin coordinación me recordaron que
era una madrugada de viernes.
Tenía
la sensación de que debía ir hacia el centro de la ciudad y así lo hice.
En
cuanto llegué a la primera gran arteria de vehículos motorizados me detuve ante
un árbol inmenso. Nunca había reparado en los majestuosos troncos de esos
seres, a pesar de que siempre están esperándome en el mismo sitio. Pero en
aquella ocasión lo hice y acaricié su textura escarchada que se extendía hasta
ramas que conversaban con la luna. Aquel árbol tenía una cicatriz provocada por
los de mi especie, alguien que intentó inmortalizar su nombre en la piel de un
ser inocente. Le pedí perdón, posé mis manos sobre aquella marca humana y un
charquito de agua inundó mis párpados. Ese árbol cumplía con su propósito sin
quejarse, nos daba sombra, desplegaba belleza, incluso nos regalaba aire
gratuito y nosotros se lo devolvíamos así, marcándolo como a una burda
propiedad. Cerré los ojos y lo abracé, expresándole mi gratitud, con mis
mejillas apoyadas sobre esa corteza radiante de vida.
Me
despedí de él y proseguí mi marcha, hacia el corazón de la civilización. A
medida que me acercaba, los ruidos de los hombres se hacían más notorios, así
como los rastros de su presencia. Botellas, latas, cartones y colillas entre
las baldosas eran su legado. ¡Había tanta basura! Tanta que intenté hacer algo
al respecto. Me dediqué a recolectar desperdicios y depositarlos en su justo
lugar; al cabo de cinco minutos observé que era inútil. Los residuos parecían
multiplicarse a medida que avanzaba y mis congéneres continuaban utilizando las
aceras como vertederos. Estaba tentado de criticar su actitud, de ponerme en un
peldaño superior y mirar desde arriba, pero a tiempo me di cuenta de cuán
estúpido hubiera sido. La mayoría de ellos no eran plenamente conscientes de
sus actos, estaban embriagados de libertad después de una semana rutinaria. Podía
ver en sus rostros la alegría que otorga la ignorancia de las consecuencias,
después de todo, ese era el único instante en que podían permitírselo. Yo lo sé
muy bien, también he pasado numerosas veladas intentando alejarme de mí,
vaciarme por dentro, quemar mi garganta y marear mis sentidos.
Pero
aquella ocasión yo no era parte del espectáculo, era simplemente un intruso.
Esa sensación me transmitían las miradas desconfiadas, sabiéndose observadas.
Caminaba por aquel mundo de extremos, donde la euforia y la decadencia van de
la mano. Iba con los brazos por detrás de la espalda y las pupilas encogidas
ante las luces artificiales.
Y
llegué a la plaza principal, desde allí nuestro astro de queso nos observaba
atentamente a través de sus cuencas grisáceas. Un constante aroma a orina
inundaba el ambiente, mezclándose con otras fragancias, como el aceite
hirviendo de la comida rápida o el vaho de bebidas espirituosas emanando de los
cuerpos. Sin embargo, no era
desagradable, era lo que tenía que ser.
Era un
mundo de dualidad, como lo es la realidad. En medio de la inmundicia, la
belleza se las arreglaba para emerger de las formas más creativas posibles.
Emanaba de los acordes de una guitarra desgastada, se fundía en el calor de dos
labios apasionados, desesperados por encontrarse y se exhalaba en risas de
amigos auténticos.
Ya en
el camino de vuelta, me topé con una lata de cerveza medio aplastada sobre la
calzada. El líquido dorado se esparcía moribundo sobre el suelo y se adhería a
las pisadas cercanas. Era una escena insignificante, pero para mí era una
metáfora perfecta de nuestra existencia, cuando los cuerpos se viertan marchitos
sobre la tierra. Era algo realmente triste si para ti la vida es algo puramente
material.
Durante
mi ruta a casa, me topé con algunas señoritas que ofrecen su amor como
servicio. Una de ellas se acercó haciendo retumbar sus tacones, yo intenté
ignorarla pero ella me cogió de la mano. Me giré hacia ella y era hermosa. La
juventud destellaba sobre su piel, sus ojos eran grandes e inocentes, como los
de un ciervo y tenía una cascada castaña resbalando sobre sus hombros. Me
preguntó cómo estaba y yo salí de mi ensoñación.
-No, gracias –le dije negando con la cabeza.
Esa fue toda mi respuesta antes de acelerar el paso y librarme de sus dedos.
Era tan
solo una muchacha, una chica preciosa. Se me resquebrajaba algo por dentro al
pensar que la mayoría de los ojos que se detuvieran sobre ella tan solo verían
un apetitoso trozo de carne. Y sin embargo, yo la había tratado de ese mismo
modo. Sabía a lo que se dedicaba y le di el trato que se merecía su oficio, sin
tomar en cuenta nada más.
Me
detuve en seco y durante unos segundos mi mente y mi alma tiraron en
direcciones opuestas. Finalmente, retorné al encuentro de la joven.
Me
acerqué con determinación hacia ella y ésta se quedó un tanto perpleja. Me paré
delante y le pedí disculpas, por haber sido tan grosero anteriormente. Ella me
había preguntado cómo estaba y yo me había marchado sin responderle. Así pues,
sintiéndome un tanto ridículo, le dije: “Estoy muy bien, la noche está siendo
increíble. ¿Y tú, qué tal estás?”
Ella
tenía su bonita boca entreabierta, la mirada esquiva y un tanto cabizbaja.
-Bien, tirando –fue su tímida contestación.
-No suenas muy convencida. ¿Seguro que estás
bien?
-Sí… bueno, haciendo lo que me toca.
Distinguí
en su acento el toque ríspido de las lenguas de Europa del Este. Le pregunté de
dónde era y descubrí que no me equivocaba. Yo le conté que tampoco era de este
país y le intenté explicar dónde se situaba geográficamente mi tierra. Fue
divertido porque ninguno de los dos tenía realmente demasiados conocimientos
sobre nuestros lugares de origen. De repente, ya no había tensión alguna en
nuestra conversación y durante un buen rato estuvimos bromeando sobre comidas
típicas, lugares turísticos y estereotipos de nuestras culturas.
Un
chico de barba y pelo recogido en una cinta deportiva charlando animadamente
con una señorita de piernas largas y vestido exiguo. Quizás así se veía desde
fuera, pero en realidad, tan solo eran dos seres humanos entablando una
conversación.
Finalmente
nos despedimos y le dije que me había gustado mucho hablar con ella. En un
último acto de espontaneidad la estreché entre mis brazos y para sorpresa mía,
ella también me rodeó con los suyos. Cuando nos desprendimos el uno del otro,
vi que hasta sus pestañas sonreían, con una renovada vitalidad.
Cuando
ya me había alejado una distancia considerable, eché la vista atrás y me
percaté de que la chica se retiraba con decisión de aquella esquina, y lo hacía
sola.
No sé
cómo se llamaba, ni cuántos años tenía, tampoco su motivo de ejercer aquella
profesión, esos datos carecen de relevancia. Casi siempre nos obcecamos en
definirnos con datos superfluos. Nos identificamos con banalidades como los
nombres, el género, la ocupación o nuestra etnia. Muy pocas veces traspasamos
el cristal de los iris y nos adentramos en la auténtica esencia del espíritu,
esa que cobija por igual a todos los seres humanos, sin tener en cuenta su
procedencia o su destino.
Somos
una especie curiosa, que no se encuentra, pero tampoco se busca, ya que hay
demasiadas distracciones para hacerlo. Vivimos bajo paredes de etnocentrismo,
atrapados en una canica de ideologías y reglas, dándole la espalda a la
auténtica esfera que alberga vida. Y aun así, embobados, con viseras
autoimpuestas que nos dejan prácticamente ciegos, tenemos instantes de lucidez,
en los que fundimos nuestros latidos, creamos arte, compartimos historias y
donamos felicidad en vez de monedas plateadas.
¿Te
imaginas de lo que seríamos capaces si nos quitáramos la armadura completa?
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