Sus ojos se despegaron en medio de una costra de legañas, al
tiempo que sus cabellos de trigo reflejaban cada una de las tonalidades del sol
naciente. Estiró los brazos, contorsionó su espalda como la de un felino y
comenzó a andar.
No sabía desde cuándo lo hacía, tampoco sabía si era joven o
vieja, había olvidado incluso su nombre, al menos el que aparecía en su carné
de identidad, que por supuesto, no llevaba consigo.
Ella simplemente deslizaba sus pies sobre el camino, siempre
descalza, con trocitos de tierra incrustados en las uñas de los pies. Atravesó
valles de fértiles semillas, se deslizó a través de rocas ardientes, que
saltaba de puntillas, pisó asfalto de ciudades y se hundió entre dunas de
arena. Danzó con la lluvia y también con el fuego, fue adoptada por las
montañas de nieves moradas y entabló amistad con las criaturas que se cobijan
en la humedad de las cuevas.
A veces, sin embargo, se sentía sola, o mejor dicho,
aislada. Las personas ni siquiera eran capaces de verla. Los cervatillos le
lamían las mejillas intentando consolarla, los robles le tendían sus ramas para
abrazarla y los delfines realizaban sus mejores piruetas intentando extraerle
una sonrisa.
Ella aceptaba agradecida estas muestras de afecto, pero no
le ayudaban a entender por qué los humanos la habían condenado al exilio. La mayoría ni siquiera la veían –y eso que era
hermosa – aunque quizás no cumplía con
los cánones de belleza actuales. Los que se percataban de su presencia, la
ignoraban, desviaban la mirada o se tapaban los oídos, y eso que ella nunca
intentó hablarles, ya que no conocía ningún idioma que se hable con los labios.
Todos estaban demasiado ocupados para recordarla, todos
tenían un sitio al que llegar, un propósito para marchar, alguien a quien
esperar, algo que decir o un asunto por resolver.
Por suerte, o por desgracia, ella no abandonó a esos seres
bípedos de cráneos complicados. Y como toda madre, se resiste a dejar de creer
en sus hijos. Espera en las orillas de los arroyos, sentada sobre las copas de
los árboles, ondeando su melena incorpórea con la brisa marina, escondida entre
el algodón de las nubes y en el canto mañanero de los gallos.
Tan solo pide una canción, una mirada que atisbe cariño, o
una caricia a cualquiera de sus múltiples formas; a cambio, la naturaleza nos
ofrece lo único que puede darnos, la vida.
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