jueves, 18 de septiembre de 2014

La madre que olvidamos

Sus ojos se despegaron en medio de una costra de legañas, al tiempo que sus cabellos de trigo reflejaban cada una de las tonalidades del sol naciente. Estiró los brazos, contorsionó su espalda como la de un felino y comenzó a andar.
No sabía desde cuándo lo hacía, tampoco sabía si era joven o vieja, había olvidado incluso su nombre, al menos el que aparecía en su carné de identidad, que por supuesto, no llevaba consigo.
Ella simplemente deslizaba sus pies sobre el camino, siempre descalza, con trocitos de tierra incrustados en las uñas de los pies. Atravesó valles de fértiles semillas, se deslizó a través de rocas ardientes, que saltaba de puntillas, pisó asfalto de ciudades y se hundió entre dunas de arena. Danzó con la lluvia y también con el fuego, fue adoptada por las montañas de nieves moradas y entabló amistad con las criaturas que se cobijan en la humedad de las cuevas.
A veces, sin embargo, se sentía sola, o mejor dicho, aislada. Las personas ni siquiera eran capaces de verla. Los cervatillos le lamían las mejillas intentando consolarla, los robles le tendían sus ramas para abrazarla y los delfines realizaban sus mejores piruetas intentando extraerle una sonrisa.
Ella aceptaba agradecida estas muestras de afecto, pero no le ayudaban a entender por qué los humanos la habían condenado al exilio.  La mayoría ni siquiera la veían –y eso que era hermosa –  aunque quizás no cumplía con los cánones de belleza actuales. Los que se percataban de su presencia, la ignoraban, desviaban la mirada o se tapaban los oídos, y eso que ella nunca intentó hablarles, ya que no conocía ningún idioma que se hable con los labios.
Todos estaban demasiado ocupados para recordarla, todos tenían un sitio al que llegar, un propósito para marchar, alguien a quien esperar, algo que decir o un asunto por resolver.
Por suerte, o por desgracia, ella no abandonó a esos seres bípedos de cráneos complicados. Y como toda madre, se resiste a dejar de creer en sus hijos. Espera en las orillas de los arroyos, sentada sobre las copas de los árboles, ondeando su melena incorpórea con la brisa marina, escondida entre el algodón de las nubes y en el canto mañanero de los gallos.

Tan solo pide una canción, una mirada que atisbe cariño, o una caricia a cualquiera de sus múltiples formas; a cambio, la naturaleza nos ofrece lo único que puede darnos, la vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario