lunes, 25 de agosto de 2014

Lo mío es crear, no reparar

“Lo tuyo es crear” me dijo una persona que vive del otro lado del océano atlántico, en una conversación a través de una red social. Eso fue cuando el verano aún no había empezado y yo me ponía camiseta para estar por casa. Fue una simple frase, pero germinó rápidamente en mi interior, haciendo eco en cada una de mis acciones, colándose en mis pensamientos, fluyendo por mi sangre.
Hasta que finalmente, hace poco menos de un mes, terminé por entregarme con los brazos abiertos a aquella frase. Tenía que hacerlo, incluso utilicé al destino como excusa para perseguirla, yo había nacido para crear. No es que piense que soy alguna especie de deidad o superhéroe norteamericano, que pueda hacer florecer los desiertos o abrir las nubes con un chasquido. Tampoco me considero especial en ningún sentido, es más, últimamente no creo que nadie lo sea; pero sí que tengo la certeza de que cada uno tiene algo que ofrecer a este mundo. Ya lo dijo Shakespeare: “Todo hombre tiene una gran historia que contar, la historia de su vida”, o al menos, era algo así, y creo que fue Shakespeare, la verdad es que lo escuché de boca de un alpinista en una conferencia, así que entiendo que la veracidad de la frase sea dudosa.
En fin, lo que quería decir, era que me gusta inventar historias, provocar sonrisas, hablar con mendigos, cantar mientras corro y mirar a los ojos a la gente. Haciendo todo esto, creo experiencias que quedan almacenadas en algún lugar que no es la memoria. Intentaré explicarme mejor, tal vez incluso pueda poner un buen ejemplo:
En el verano de 2012, cuando corría el mes de julio, mis amigos y yo emprendimos una travesía en bici que marcó nuestras vidas. Fue un viaje de cuatro días, pero el impacto que tuvo en mí fue descomunal. Recuerdo todo de aquella aventura, incluso escribí un bonito relato sobre la misma, con fotos y detalladas descripciones (cualquier interesado en leerla tan solo tiene que pedírmela), pero estoy completamente seguro de que no está acumulando polvo en alguna pate de mi cerebro, sino que de alguna manera todo lo que viví se encuentra incrustado en mi piel, adherido a mis retinas, conectado a cada uno de mis nervios, de tal manera que siempre llevo conmigo la felicidad que nos invadió al vernos rodeados de un paraíso verde, después de atravesar una sierra quemada y conseguir aquello que nos habían dicho que era imposible; en ese momento creamos algo, llámalo magia, alegría, locura o cardiotripa –si me permiten usar un neologismo –el nombre no importa, pero sí nuestra creación.
Pero no hace falta remontarme dos años atrás para hablar de mi talento para crear y guardar memorias de forma extraña. Hace tan solo un par de semanas viví un momento muy especial junto a una chica que ya no está aquí, y no me refiero a que esté muerta, sino a que se marchó de esta ciudad y de este país. Por si algún casual, llegaras a leer esto (aunque dudo que lo hagas, ya que como bien sabemos, no aprovechaste en absoluto tus lecciones de castellano), recuerda que tú me autorizaste a nombrarte disimuladamente entre mis párrafos sin cuestionarte previamente, así que abstente a las consecuencias. Ella ya no está aquí, como decía, pero recuerdo de manera curiosa lo que vivimos juntos, como si fueran pestañeos, eso que haces cuando cierras brevemente los ojos; ahí apareces tú, casi cada vez que mis párpados envuelven mis pupilas, estás tú, y la luna reflejando tu mirada esquiva, y tú poniéndote nerviosa, con las manos sudadas y repitiendo tu palabra favorita. Intenté hacer que la antigua negrura volviera cuando cerraba los ojos, pero al parecer, tu recuerdo y la huella que has dejado en mí, son más fuertes que la oscuridad.
Supongo que no puedo explicar de mejor manera la primera frase del título de este texto.
Quizás los embriones de psicólogos que son algunos de mis amigos, tengan preparados un puñado de argumentos científicos para demostrarme de manera inequívoca que mi explicación sobre la memoria es totalmente falsa, ya que los recuerdos se almacenan en alguna parte del córtex cerebral o la amígdala, el hipocampo o alguno de esos órganos que un día archivé durante unos breves instantes para contestar una respuesta de un examen tipo test.
A todos ellos les digo que voy a estudiar, o mejor dicho, aprender, más acerca del funcionamiento de nuestro sistema nervioso y los procesos que le incumben. Pero eso no hará que sienta algo distinto a lo que me late por dentro en este instante, y ese es el motivo principal por el cual ya no vamos a ser compañeros de clase.
“Lo tuyo no es reparar” eso me lo dijo un chico de ojos fríos, ligeramente obsesionado con el control y propietario de un corazón noble que casi nadie ve, pero cuyos latidos retumban en casi todos los que le rodean. Y en cuanto esa frase atravesó mis oídos, yo completé el puzzle.
Lo mío es crear y no reparar. Me di cuenta –y esto no sé si es bueno o malo –de que no soy capaz de reparar mis problemas, es más, casi siempre que rompo algo, no soy muy partidario de recomponerlo, pero sí de convertirlo en algo distinto, cuando hay ocasión, claro.
Hace poco empecé a experimentar un período de profundas dudas personales, en todos los niveles, tanto en cuestiones de índole material como de esas otras, más peliagudas, del tipo: “¿Quién soy?, ¿De dónde vengo?, ¿Qué sentido tiene la vida?, ¿Existe el destino?, ¿Somos tan solo un saco de huesos con articulaciones?”
Todas estas preguntas emergían de un manantial en lo más profundo de mi ser, y yo estaba muy tentado de responder diciendo: “Ni lo sé, ni me importa.” Es una muy buena contestación, firme y tajante.
Lamentablemente, decidí tomar el camino largo y me zambullí en ese turbio mar de asuntos existenciales. Les juro que fue uno de los baños que menos disfruté en toda mi vida, y eso que nunca desaprovecho una oportunidad para bañarme, de hecho, ese es uno de los puntos de mi lista de las cosas que tengo que hacer antes de morir; sumergirme en la mayor cantidad de ríos, mares y lagos posibles, hasta que mi cuerpo se arrugue como una pasa y mis articulaciones pierdan la movilidad.
A lo que iba, me estrujé el coco intentando descifrar los enigmas de mis entrañas, pasé horas de horas cuestionándome, razonando, dando explicaciones y formulando más preguntas. Era un círculo vicioso, cuanto más descubría, más dudas surgían, más grietas se abrían en mi navío y más reparaciones tenía que hacer. ¡Eso era! Estaba intentando desesperadamente hallar la forma de repararme, como si yo fuera un coche averiado.
Así que cambié rápidamente la estrategia, tal vez mis profesores de filosofía no se hubieran sentido muy orgullosos ante mi respuesta, pero decidí quedarme con el “ni lo sé, ni me importa”.
No tengo nada en contra de la gente que necesite reparaciones, sé que son necesarias y tal vez yo mismo tenga que hacer alguna de vez en cuando (sobre todo con la puerta de mi cuarto, que tiene un par de clavos colgando y puede que me haya costado contraer el tétano), pero no es mi rollo.
Hace poco, leí un libro muy bueno, de esos en los que tienes que parar de leer para soltar un “wow” y asimilar lo que acabas de procesar. En él se decía que todos los hombres tienen un destino, pero que jamás les será revelado, ya que entonces la existencia perdería su sentido.
No sé quién soy, ni tampoco sé si algún día lo voy a averiguar, puede que cuando muera, entienda el mundo de los muertos, hasta entonces, tan solo tengo que preocuparme por el de los vivos. No me importa si somos un trozo de carne con unas cuantas neuronas locas, o si en cambio, tenemos un alma inmaterial que se despegará de nuestro cuerpo en cuanto éste perezca. Realmente, todo eso, carece de relevancia, lo que de verdad importa, es que estoy vivo y tengo sueños por el día, a veces incluso también de noche. Mi corazón late y mis ojos lloran, disfruto del cine y me emociono por igual en una película épica que en una buena comedia romántica. Sé leer, aunque a veces me trabo con los términos complicados, y me encanta escribir, también corro y a veces, me gusta mirarme al espejo para ver si me ha salido algún abdominal adicional. Soy egoísta, por momentos, y también tengo miedo, muchos miedos, en ocasiones también soy perezoso y tengo un problema crónico con la organización; tal vez también sea demasiado poco racional y a pesar de calzar un 45, tengo los pies demasiado ligeros, ya que casi nunca están en la tierra.  A veces imagino que vuelo y una vez vi las estrellas desde el cielo. Conozco el color de los ojos de las gaviotas y en ocasiones me pongo triste sin razón alguna. Hablo demasiado alto y canto peor que una hiena resfriada, ¡Pero cómo me gusta cantar!
Ahora mismo, estoy creando algo especial, a las 2:42 de la madrugada, cerrando los ojos y transformando latidos en palabras. Ya no me aferro a definiciones, e intento no depender de otros corazones. No soy el mismo de ayer, ni seré el mismo mañana, y esto sí que lo puedo argumentar con bases empíricas, como a algunos les gusta; ya que las células de nuestro cuerpo están regenerándose continuamente y se estima que cada siete años, el organismo entero se renueva; es decir, que literalmente, ya no queda nada de lo que eras antes.
Así que yo lo veo simple, hay dos opciones, o aceptas por voluntad propia que lo que eres en este momento es único e irrepetible, o te esperas siete años para afirmarlo de manera científica.


No hay comentarios:

Publicar un comentario