lunes, 4 de agosto de 2014

Cumpleaños, señales y comienzos



Hoy cumplo 22 años, o 23, ya no lo recuerdo. Lamentablemente, algunos sí que lo hacen.
Pero qué más da, es un año más de vida, 365 días en los que he vuelto a sobrevivir a los miles de peligros que rondan en cada esquina.
Cuestión de destino, casualidad o simplemente falta de sentido común, hoy lo he sentido, he sentido que mi alma se despegaba de mi cuerpo y obligaba a mis ojos a escuchar su voz sin sonido. Desde que empecé a vivir, y ojo que no digo desde que nací, sino que desde que empecé a vivir, me di cuenta de que no podía seguir caminando de la manera en que lo había hecho. Mis pies no tenían nada de malo, el calzado era el adecuado, aunque yo prefería caminar descalzo. Por desgracia, la mayor parte del camino era de concreto, una áspera carretera gris que hierve con el sol.
Fue entonces cuando empecé a percatarme de que tal vez no fueran mi piel, ni mis zancadas, ya que la respuesta se antojaba más sencilla, no disfrutaba del camino.
Lo que acabo de decir es una mentira, una profunda mentira, de esas que me cuento todas las noches antes de dormir, para poder conciliar el sueño. Disfrutaba del camino, por momentos, pero la mayor parte del tiempo, cuando no había ojos que me espiaran, me escabullía hacia lo desconocido, hacia aquello a lo que todo el mundo teme, por el simple hecho de no haberlo sentido antes. Allí donde me refugiaba, no hacía falta andar, y las huellas no se marcaban en la arena, la brisa levantaba tus entrañas y hacía hervir tus cuerdas vocales, incitando a cantar, o mejor dicho tararear, melodías que conmovían a las gaviotas del cielo, y extraía lágrimas de sus ojos amarillos, porque sus ojos son amarillos, los he visto.
Allí donde iba no había nadie, ni siquiera yo, pero de vez en cuando, solo cuando de verdad dejaba de existir, todo el mundo aparecía, y me refiero al mundo entero. Cada gota de agua estaba conmigo, desde los ríos turbios en los que se bañaban los niños desnudos de mi país, a los cristalinos arroyos que brotan de entre frescas cordilleras. Todos los sonidos se juntaban y creaban la obra más increíble de este rinconcito del universo, el silencio.
Y por eso empecé a aborrecer la carretera, donde yo era yo mismo, y los coches eran impulsados por motores y no por imaginación, donde la gente levanta edificios y carece de promesas, de esas que les susurras a las estrellas en veladas nubladas. Aquí todos se han olvidado de levantar la cabeza, sus espinas dorsales han quedado condicionadas para apuntar a sus propios ombligos.
Ellos no tienen la culpa, tampoco la tengo yo, ni siquiera la tienen esos a los que todo el mundo odia y nombra en sus aletargadas tardes de ojos hinchados. Pero así somos en este mundo, aquí nuestros ojos solo apuntan hacia afuera; por eso nunca paramos de buscar belleza que consuele, sabores amargos que endulcen nuestros acorazados latidos y la ilusión de un poder que se estruja entre manos corruptas.
Por eso, cuando te sales del camino y te dejas instruir por las sabias ranas de los estanques, ya no tienes ganas de volver, allí no hace falta apretar los puños y contener la respiración, allí puedes gritar hasta que la garganta te raspe y tus sueños naden en lágrimas que reflejan el arcoíris. Allí no hace falta pensar y luego actuar, porque las acciones no son malas, ni tampoco hacen daño, allí tan solo generan risas que se alimentan de los abrazos que te dan los árboles de troncos gruesos y ramas finas.
Pero yo no pertenezco a ese lugar, todavía no. Aunque ese es mi auténtico hogar, estoy aquí, en la carretera por donde vagan las almas solitarias, tan solas se sienten, que siempre están acompañadas. Tal vez aquí el agua del mar sea salada y escueza la piel, tal vez aquí los estómagos se encuentren hambrientos, y se identifique a las personas por las yemas de los dedos. Así es, este mundo nuestro no es perfecto, tal vez por eso estén obsesionados con esa palabra, no lo sé. No sé tantas cosas, apenas sé nada, pero de algún  modo, creo que lo sé todo, y por eso creía que podría recorrer el camino de todos y no perder el fuego que inunda mis pupilas cuando me despierto. Pero no puedo. Y tampoco puedo irme, aún no.
“Llegará, todo llegará”, eso me dijo un mulato de ojos serenos en un pasillo oscuro, mientras subía unas escaleras que conducían hacia la luz; es verdad, conducían hacia la luz, porque estábamos en el sótano de un instituto de secundaria y era el último día de clases, así que esos escalones conducían a la luz del exterior. Y nunca más lo volví a ver. Tan solo una vez más, cinco minutos después, de camino a casa, solo que él no se fijó en mí, porque yo me escabullí entre las paredes para que no lo hiciera, ya que yo quería que las últimas palabras que me dijera, fueran esas, “llegará Ariel, llegará”.
He contado esa historia cientos de veces, es una gran historia. Al menos a todos los que se la cuento, parecen disfrutarla, aunque también puede ser por mi particular forma de emocionarme cuando relato algo, ya que vuelvo a vivirlo. Mi mente viaja al pasado e inserta la película adecuada justo delante de mis retinas, entonces, yo lo único que tengo que hacer, es dejarme llevar y experimentar, una vez más, en cada uno de mis órganos, la vibración que sacudió mi sangre en aquel instante.
Quizás todavía no sé quién soy, tampoco tengo demasiado claro que en algún momento llegue a descubrir el significado de esa cuestión. Pero hoy, me di cuenta de lo que quiero hacer, no sé por cuanto tiempo, pero desde ahora, quiero contar historias. Mías, tuyas, nuestras, no importa, siempre hay historias que contar y si se me permite ser brutalmente sincero, no lo hago por nadie, ni siquiera por mí. Porque no se trata de mí, no se trata de llegar a algún sitio, alcanzar la cima o nada parecido. Para cimas, prefiero alcanzar las de las montañas, desde ahí se puede ver picos escarpados rompiendo nubes con delicadeza, en cambio, las cimas de las que se habla en este mundo, nada tienen que ver con la sutileza, sino más bien con destripar el cielo. Creo que los de mi especie ya hemos causado algún hueco en el firmamento, después de todo, esa es la única manera de cumplir con el objetivo de no tener que mirar nunca más hacia arriba.
Decía que no se trata de mí, no importan los autógrafos, los garabatos, las señas de identidad o el nombre que eligieron mis padres cuando era un recién nacido. Lo que sea que cuente, no tendrá destinatario, ni autor, porque cuando formas parte de la creación de la belleza, lo último que deseas es poseerla.
Aunque claro, si de paso, en el camino puedo conseguir algo de sustento que me permita comer al menos tres veces al día, guarecerme en algún cálido refugio en los días en los que el sol se enfada y decide no regalarnos su calor, y si es posible, y como único capricho personal, tener la posibilidad de explorar los rincones de nuestro planeta, estaría más que agradecido.
No pido nada, pero quiero darlo todo, porque lo único que no quiero, es que la vida se me vaya con música latiendo por dentro.
Hoy es mi cumpleaños, hace tres primaveras, celebré mi día especial con la que en ese momento, era para mí el ser más especial del lugar, como a ella le gustaba autoproclamarse. Fuimos al cine, y vimos una película de extraterrestres, pocas veces me había reído tanto, y me encantó y le agradecí a ese ser que ese instante, convertido en una estrellita en medio de recuerdos, haya sido solo nuestro.
Al año siguiente, ya no estaba solo ella, mis invitados fueron unas vacas de pelaje parduzco que masticaban pastos verdes, rebosantes de vida; también hubo caballitos, que me obsequiaron la oportunidad de acariciarlos y compartieron algo de la inocencia de su mirada con mis ojos ávidos de aventura, y por supuesto, también estaban las montañas, esos enormes abuelos poblados de vida, que te recuerdan lo mucho que todavía te queda por recorrer.
Y mi último cumpleaños, eran unas vacaciones de familia, mi persona especial ya no estaba, pero la sustituí por una versión más moderna, solo que venía con ciertos problemas de fábrica, y envuelta en una carcasa demasiado hermética. Yo no era lo que quería, y los vientos del oeste me habían llevado por tierras lejanas, nuevas y complicadas.
Ha pasado un año desde entonces, y ya no hay nadie especial, ni tampoco la busco, aunque, por si acaso, si existes, no tengas prisas, no te estaré esperando, pero seguro que cuando por fin demos el uno con el otro, lo sabremos.
Tan solo quedo yo, y los que quiero, que no son pocos, y pertenecen a diversas formas de vida, por ahora, todas pertenecientes de este mundo, aunque si hay algo que respire ahí fuera, en esa mancha negra interminable a la que llamamos universo, puede que algún día, si te llego a conocer, o incluso sin hacerlo, te quiera a ti también.
No creo en las señales, ni el destino, pero sé que la casualidad no existe, lo sé. Así que simplemente no creo, tan solo siento y me escucho, cuando callo. Y he escuchado susurros, voces de fuego y brisas de cambio, que amansan mis pensamientos y erizan mi piel, porque comenzar de nuevo, una vez más, no es fácil.
Porque tengo miedo, ya que es la primera vez que me atrevo admitir que no puedo seguir abrasando mi piel con la sequedad de la carretera, ni seguir criando ampollas de nostalgia en las plantas de los pies.
No tengo nada de diferente, no soy mejor que nadie en este camino de pisadas inquietas, pero es hora de descubrir si lo que veo cuando cierro los ojos es posible. Es hora de comprobar si en este lugar hay tanto color como siempre he soñado, escondido entre las opacas luces artificiales que encendemos, evitando a toda costa la llama innata que habita en algún lugar de cada uno de nosotros, perdida entre algún puñado de músculos, huesos y sangre espesa.
Tal vez todos seamos estrellas perdidas, astros radioactivos, esperando a dar con la tecla que nos haga palpitar, el momento indicado para absorber una chispa de inspiración que nos aparte de la oscuridad.
Nunca hizo falta mostrarle a nadie la luz, sacar una linterna de cualquier bolsillo y pretender que ese albor amarillento revelará las respuestas que tanto ansían los desesperados corazones de los mortales.
Puedo brillar, algo me dice que puedo hacerlo, aunque me resulte extremadamente difícil escribirlo, o incluso hasta pensarlo. Supongo que le tengo miedo a esa palabra, brillar suena demasiado grande, demasiado egoísta, e inmediatamente siento el impulso de hacer más humildes mis deseos, reducir el tamaño de mis alas, pero no puedo, eso es precisamente lo que me está matando, vivir a medias, perdido entre un mundo gris y un lugar de tierras fértiles que me ofrece jugosas frutas tropicales, cuyo principal nutriente es la curiosidad.
Hoy es mi cumpleaños y no tengo nada que pedir, pero sí mucho que agradecer. Llegó la hora de dejar las viejas costumbres, desprenderme de las manos que me evitaban dolorosas caídas y empezar a madrugar, porque tengo muchas preguntas que solo un nuevo amanecer puede ayudarme a descifrar.
Hasta ahora he recorrido la carretera de todos, esa ajetreada autopista de prisas y apariencias, aunque también me aventuré a incursionar en el sendero de nadie, ese que como su nombre indica, carece de dueño, ni tampoco lo busca. Provengo y desembocaré mis aguas en el segundo, pero hasta que la vida reclame mis huesos, para devolverlos a la madre tierra, me lanzaré a descubrir un sendero que no convierta mi corazón en cenizas. Tal vez, incluso, puede que ya haya empezado a recorrerlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario