Hoy cumplo 22 años, o 23, ya no lo recuerdo.
Lamentablemente, algunos sí que lo hacen.
Pero qué más da, es un año más de vida, 365 días en los que
he vuelto a sobrevivir a los miles de peligros que rondan en cada esquina.
Cuestión de destino, casualidad o simplemente falta de
sentido común, hoy lo he sentido, he sentido que mi alma se despegaba de mi
cuerpo y obligaba a mis ojos a escuchar su voz sin sonido. Desde que empecé a
vivir, y ojo que no digo desde que nací, sino que desde que empecé a vivir, me
di cuenta de que no podía seguir caminando de la manera en que lo había hecho.
Mis pies no tenían nada de malo, el calzado era el adecuado, aunque yo prefería
caminar descalzo. Por desgracia, la mayor parte del camino era de concreto, una
áspera carretera gris que hierve con el sol.
Fue entonces cuando empecé a percatarme de que tal vez no
fueran mi piel, ni mis zancadas, ya que la respuesta se antojaba más sencilla,
no disfrutaba del camino.
Lo que acabo de decir es una mentira, una profunda mentira,
de esas que me cuento todas las noches antes de dormir, para poder conciliar el
sueño. Disfrutaba del camino, por momentos, pero la mayor parte del tiempo,
cuando no había ojos que me espiaran, me escabullía hacia lo desconocido, hacia
aquello a lo que todo el mundo teme, por el simple hecho de no haberlo sentido
antes. Allí donde me refugiaba, no hacía falta andar, y las huellas no se
marcaban en la arena, la brisa levantaba tus entrañas y hacía hervir tus
cuerdas vocales, incitando a cantar, o mejor dicho tararear, melodías que
conmovían a las gaviotas del cielo, y extraía lágrimas de sus ojos amarillos,
porque sus ojos son amarillos, los he visto.
Allí donde iba no había nadie, ni siquiera yo, pero de vez
en cuando, solo cuando de verdad dejaba de existir, todo el mundo aparecía, y
me refiero al mundo entero. Cada gota de agua estaba conmigo, desde los ríos
turbios en los que se bañaban los niños desnudos de mi país, a los cristalinos
arroyos que brotan de entre frescas cordilleras. Todos los sonidos se juntaban
y creaban la obra más increíble de este rinconcito del universo, el silencio.
Y por eso empecé a aborrecer la carretera, donde yo era yo
mismo, y los coches eran impulsados por motores y no por imaginación, donde la
gente levanta edificios y carece de promesas, de esas que les susurras a las
estrellas en veladas nubladas. Aquí todos se han olvidado de levantar la
cabeza, sus espinas dorsales han quedado condicionadas para apuntar a sus
propios ombligos.
Ellos no tienen la culpa, tampoco la tengo yo, ni siquiera
la tienen esos a los que todo el mundo odia y nombra en sus aletargadas tardes
de ojos hinchados. Pero así somos en este mundo, aquí nuestros ojos solo
apuntan hacia afuera; por eso nunca paramos de buscar belleza que consuele,
sabores amargos que endulcen nuestros acorazados latidos y la ilusión de un
poder que se estruja entre manos corruptas.
Por eso, cuando te sales del camino y te dejas instruir por
las sabias ranas de los estanques, ya no tienes ganas de volver, allí no hace
falta apretar los puños y contener la respiración, allí puedes gritar hasta que
la garganta te raspe y tus sueños naden en lágrimas que reflejan el arcoíris.
Allí no hace falta pensar y luego actuar, porque las acciones no son malas, ni
tampoco hacen daño, allí tan solo generan risas que se alimentan de los abrazos
que te dan los árboles de troncos gruesos y ramas finas.
Pero yo no pertenezco a ese lugar, todavía no. Aunque ese es
mi auténtico hogar, estoy aquí, en la carretera por donde vagan las almas
solitarias, tan solas se sienten, que siempre están acompañadas. Tal vez aquí
el agua del mar sea salada y escueza la piel, tal vez aquí los estómagos se
encuentren hambrientos, y se identifique a las personas por las yemas de los
dedos. Así es, este mundo nuestro no es perfecto, tal vez por eso estén
obsesionados con esa palabra, no lo sé. No sé tantas cosas, apenas sé nada,
pero de algún modo, creo que lo sé todo,
y por eso creía que podría recorrer el camino de todos y no perder el fuego que
inunda mis pupilas cuando me despierto. Pero no puedo. Y tampoco puedo irme,
aún no.
“Llegará, todo llegará”, eso me dijo un mulato de ojos
serenos en un pasillo oscuro, mientras subía unas escaleras que conducían hacia
la luz; es verdad, conducían hacia la luz, porque estábamos en el sótano de un
instituto de secundaria y era el último día de clases, así que esos escalones
conducían a la luz del exterior. Y nunca más lo volví a ver. Tan solo una vez
más, cinco minutos después, de camino a casa, solo que él no se fijó en mí,
porque yo me escabullí entre las paredes para que no lo hiciera, ya que yo
quería que las últimas palabras que me dijera, fueran esas, “llegará Ariel,
llegará”.
He contado esa historia cientos de veces, es una gran
historia. Al menos a todos los que se la cuento, parecen disfrutarla, aunque
también puede ser por mi particular forma de emocionarme cuando relato algo, ya
que vuelvo a vivirlo. Mi mente viaja al pasado e inserta la película adecuada
justo delante de mis retinas, entonces, yo lo único que tengo que hacer, es
dejarme llevar y experimentar, una vez más, en cada uno de mis órganos, la
vibración que sacudió mi sangre en aquel instante.
Quizás todavía no sé quién soy, tampoco tengo demasiado
claro que en algún momento llegue a descubrir el significado de esa cuestión.
Pero hoy, me di cuenta de lo que quiero hacer, no sé por cuanto tiempo, pero
desde ahora, quiero contar historias. Mías, tuyas, nuestras, no importa,
siempre hay historias que contar y si se me permite ser brutalmente sincero, no
lo hago por nadie, ni siquiera por mí. Porque no se trata de mí, no se trata de
llegar a algún sitio, alcanzar la cima o nada parecido. Para cimas, prefiero
alcanzar las de las montañas, desde ahí se puede ver picos escarpados rompiendo
nubes con delicadeza, en cambio, las cimas de las que se habla en este mundo,
nada tienen que ver con la sutileza, sino más bien con destripar el cielo. Creo
que los de mi especie ya hemos causado algún hueco en el firmamento, después de
todo, esa es la única manera de cumplir con el objetivo de no tener que mirar
nunca más hacia arriba.
Decía que no se trata de mí, no importan los autógrafos, los
garabatos, las señas de identidad o el nombre que eligieron mis padres cuando
era un recién nacido. Lo que sea que cuente, no tendrá destinatario, ni autor,
porque cuando formas parte de la creación de la belleza, lo último que deseas
es poseerla.
Aunque claro, si de paso, en el camino puedo conseguir algo
de sustento que me permita comer al menos tres veces al día, guarecerme en
algún cálido refugio en los días en los que el sol se enfada y decide no
regalarnos su calor, y si es posible, y como único capricho personal, tener la
posibilidad de explorar los rincones de nuestro planeta, estaría más que
agradecido.
No pido nada, pero quiero darlo todo, porque lo único que no
quiero, es que la vida se me vaya con música latiendo por dentro.
Hoy es mi cumpleaños, hace tres primaveras, celebré mi día
especial con la que en ese momento, era para mí el ser más especial del lugar,
como a ella le gustaba autoproclamarse. Fuimos al cine, y vimos una película de
extraterrestres, pocas veces me había reído tanto, y me encantó y le agradecí a
ese ser que ese instante, convertido en una estrellita en medio de recuerdos,
haya sido solo nuestro.
Al año siguiente, ya no estaba solo ella, mis invitados fueron
unas vacas de pelaje parduzco que masticaban pastos verdes, rebosantes de vida;
también hubo caballitos, que me obsequiaron la oportunidad de acariciarlos y
compartieron algo de la inocencia de su mirada con mis ojos ávidos de aventura,
y por supuesto, también estaban las montañas, esos enormes abuelos poblados de
vida, que te recuerdan lo mucho que todavía te queda por recorrer.
Y mi último cumpleaños, eran unas vacaciones de familia, mi
persona especial ya no estaba, pero la sustituí por una versión más moderna,
solo que venía con ciertos problemas de fábrica, y envuelta en una carcasa
demasiado hermética. Yo no era lo que quería, y los vientos del oeste me habían
llevado por tierras lejanas, nuevas y complicadas.
Ha pasado un año desde entonces, y ya no hay nadie especial,
ni tampoco la busco, aunque, por si acaso, si existes, no tengas prisas, no te
estaré esperando, pero seguro que cuando por fin demos el uno con el otro, lo
sabremos.
Tan solo quedo yo, y los que quiero, que no son pocos, y
pertenecen a diversas formas de vida, por ahora, todas pertenecientes de este
mundo, aunque si hay algo que respire ahí fuera, en esa mancha negra
interminable a la que llamamos universo, puede que algún día, si te llego a
conocer, o incluso sin hacerlo, te quiera a ti también.
No creo en las señales, ni el destino, pero sé que la
casualidad no existe, lo sé. Así que simplemente no creo, tan solo siento y me
escucho, cuando callo. Y he escuchado susurros, voces de fuego y brisas de
cambio, que amansan mis pensamientos y erizan mi piel, porque comenzar de
nuevo, una vez más, no es fácil.
Porque tengo miedo, ya que es la primera vez que me atrevo
admitir que no puedo seguir abrasando mi piel con la sequedad de la carretera,
ni seguir criando ampollas de nostalgia en las plantas de los pies.
No tengo nada de diferente, no soy mejor que nadie en este
camino de pisadas inquietas, pero es hora de descubrir si lo que veo cuando
cierro los ojos es posible. Es hora de comprobar si en este lugar hay tanto
color como siempre he soñado, escondido entre las opacas luces artificiales que
encendemos, evitando a toda costa la llama innata que habita en algún lugar de
cada uno de nosotros, perdida entre algún puñado de músculos, huesos y sangre
espesa.
Tal vez todos seamos estrellas perdidas, astros
radioactivos, esperando a dar con la tecla que nos haga palpitar, el momento
indicado para absorber una chispa de inspiración que nos aparte de la
oscuridad.
Nunca hizo falta mostrarle a nadie la luz, sacar una
linterna de cualquier bolsillo y pretender que ese albor amarillento revelará
las respuestas que tanto ansían los desesperados corazones de los mortales.
Puedo brillar, algo me dice que puedo hacerlo, aunque me
resulte extremadamente difícil escribirlo, o incluso hasta pensarlo. Supongo
que le tengo miedo a esa palabra, brillar suena demasiado grande, demasiado
egoísta, e inmediatamente siento el impulso de hacer más humildes mis deseos,
reducir el tamaño de mis alas, pero no puedo, eso es precisamente lo que me
está matando, vivir a medias, perdido entre un mundo gris y un lugar de tierras
fértiles que me ofrece jugosas frutas tropicales, cuyo principal nutriente es
la curiosidad.
Hoy es mi cumpleaños y no tengo nada que pedir, pero sí
mucho que agradecer. Llegó la hora de dejar las viejas costumbres, desprenderme
de las manos que me evitaban dolorosas caídas y empezar a madrugar, porque tengo
muchas preguntas que solo un nuevo amanecer puede ayudarme a descifrar.
Hasta ahora he recorrido la carretera de todos, esa
ajetreada autopista de prisas y apariencias, aunque también me aventuré a incursionar
en el sendero de nadie, ese que como su nombre indica, carece de dueño, ni
tampoco lo busca. Provengo y desembocaré mis aguas en el segundo, pero hasta
que la vida reclame mis huesos, para devolverlos a la madre tierra, me lanzaré
a descubrir un sendero que no convierta mi corazón en cenizas. Tal vez,
incluso, puede que ya haya empezado a recorrerlo.
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