Conozco un hombre, uno que hasta hace muy poco era lo que
algunos conocen como un inmigrante ilegal. Me contaba que apenas tomaba el
riesgo de montarse en cualquier transporte público, que no podía respirar tranquilo,
que todos sus sentidos tenían que estar alertas a las luces y sirenas que
amenazaban con llevárselo, por el único delito de haber nacido en el lugar
erróneo y no contar con el trozo de papel que le otorgue derecho a pisar este
país.
Siempre nos ayudaba con las bolsas del supermercado,
practicábamos inglés, hablábamos del tiempo y le dábamos un par de monedas al
llegar a casa. A veces le ofrecíamos algo de comer, o beber, pero él siempre
declinaba la oferta con una sonrisa, a veces triste, pero siempre con una
sonrisa.
Hasta que un día, después de que aquel hombre le comentara a
mi abuela su situación, después de decirle que nadie se había brindado a
ayudarle, que todos se compadecían, pero que nadie estaba dispuesto a
arriesgarse por él, mi abuela lo hizo. Le prometió que tendría la documentación
para vivir libre.
Y así fue, después de casi un año de trámites, por fin lo
consiguió. Cabe resaltar que mi abuela pagó con todos los gastos, pero él
insistió en devolverle hasta el último centavo.
Después de algún tiempo lo vi, con un uniforme del
supermercado, con una auténtica sonrisa en los labios y gotitas de felicidad
inundando sus ojos. Me dijo que ya no tenía miedo, que por primera vez en
muchos años había podido ir al cine, e incluso, a la discoteca, y enseñar con
orgullo, el carné que lo convertía en un ciudadano legal.
Nunca voy a olvidar las palabras que pronunció a
continuación. Con voz casi entrecortada, dijo que mi abuela le había salvado la
vida, no sabía de dónde había salido, que según él, era un ángel y que todos
los domingos, sus oraciones iban dedicadas a ella.
Se me partió el alma, sencillamente porque para aquel
hombre, la felicidad absoluta era adquirir lo que gran parte de nosotros
tenemos por derecho. Pero al mismo tiempo, me sentí agradecido, por poder
hablar con él, y aprender de su humildad, de la sabiduría que destilaban sus
palabras. Un conocimiento ajeno a los libros, relacionado más bien con la
necesidad de creer, reinventarte y no mirar atrás, porque sencillamente, cuando
estás en el fondo de los fondos, no hay otro camino que no sea el de subir.
Un día, después de varios meses, invitamos a ese antiguo
ilegal a comer a casa. Preparamos una comida típica de nuestra tierra y
mantuvimos un interesante intercambio cultural. Él nos habló de su país,
situado en la costa oeste del continente que vio nacer a la raza humana. Nos
dijo también que lo habían ascendido, que por fin tendría vacaciones y con la
alegría de un niño en su mirada, comentó que tenía suficiente dinero ahorrado
como para volar de vuelta con su familia, a la que no veía hacía casi una
década.
Finalmente, con la barriga llena y el corazón contento,
tocaba despedirse, y bruscamente, sin previo aviso, aquel hombre estrujó entre
sus fuertes brazos a mi abuela. Allí se quedaron un buen rato, compartiendo lo
que las palabras no pueden decir. Se veían rizos dorados, y cabellos oscuros,
atados en trenzas, daba igual, porque cuando las barreras se rompen, nace la
auténtica amistad.
Por primera vez, fui consciente de que en teoría, todos los
seres humanos pueden ser egoístas, miserables y ambiciosos, pero si te detienes
demasiado tiempo pensando en eso, te perderás lo más hermoso que nuestra
especie puede ofrecer. Como decía la madre Teresa: “Si estás demasiado ocupado
juzgando a las personas, no te queda tiempo para amarlas”.
De aquel modo, mi abuela me dio una de las mayores lecciones
de mi vida, con un simple abrazo, uno que del que ni siquiera fui protagonista,
pero que me brindó la oportunidad de descubrir que la gente no necesita ayuda,
ni compasión. No necesita miradas de pena, cuando la vida te deja en harapos,
lo último que quieres es que alguien vestido de Armani se ofrezca a darte un trozo sobrante de tela. Mi abuela
nunca le dio al amigo de las trenzas ni un céntimo de caridad, nunca quiso
ponerse por encima de él, porque tener los papeles en regla e ir al
supermercado a comprar en vez de a pedir, no te da derecho a sentirte superior
a nadie. Lo primero que hizo, fue ofrecerle un trato, uno justo. Él llevaba la
compra, y ella le remuneraba su trabajo. Muchos, antes que mi abuela, se
compadecieron de aquel hombre, pero a ella, desde el primer momento, tan solo
le generó inspiración. Por eso tal vez, los demás contentaron su conciencia con
donar calderilla sobrante, mientras que mi abuela, encontró en él un amigo leal,
un héroe anónimo, que lo único que necesitaba para desplegar su potencial, era
un permiso formal para pisar este suelo.
Así es mi abuela, una mujer que transforma lo extraordinario
en cotidiano. Muchos a su edad ya disfrutan, o sufren, tal como estamos hoy en
día, la jubilación. Pero ella no, ni creo que nunca lo haga, porque quizás
algún día dejará de abrocharse su uniforme blanco y enfrentarse a bocas ajenas,
pero sé que no será capaz de pasarse siquiera una mañana, tomando el sol en un
parque. Porque no puede, ya que cada célula de su cuerpo fue creada para ser
una exhibición de vida. Porque ella gasta mejores bromas que mis amigos más
revoltosos, porque con ella no hay temas incómodos, ni palabras tabú. No hay que
esperarla en las caminatas, y es ella la que lidera las fiestas, porque da
brincos, se ríe y se mueve inquieta, como un cachorrito que recién empieza a
vivir. Y precisamente porque es así, nunca la he llamado, ni la llamaré,
abuela.
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