martes, 29 de diciembre de 2015

La polilla que se creía colibrí

Había una vez una polilla grande, pero no tan grande. Era una polilla que recogía néctar y tenía una particular predilección por unas florecitas moradas.
Cada mañana y cada tarde se dirigía hacia las plantas de flores moradas y sobre ellas revoloteaba por horas y horas, metiendo su piquito entre los pétalos.
La polilla, al igual que todas las polillas, no sabía que era una polilla. Ella tan solo sabía que estaba viva y que le encantaba el néctar. Sin embargo, los humanos, cada vez que veían a esta polilla, soltaban suspiros de ternura y no paraban de decir lo hermosa que era.
Pero los humanos –al igual que la misma polilla –no sabían que la polilla era una polilla. Y a partir de ahora, para no repetir tanto la palabra “polilla”, vamos a llamar a nuestra polilla “Trevor”, y de ese modo, la historia será más personal.
Así pues, los humanos no sabían que Trevor era una polilla. Ellos estaban seguros de que Trevor era un colibrí. ¡Sí, un colibrí!
Y es que Trevor, como dije antes, era una polilla grande, pero tampoco tan grande, con lo cual era del tamaño de un colibrí pequeño. Además, recogía néctar de flores moradas, otra característica de los colibrís. Pero, por encima de todo, Trevor tenía unas alitas muy muy inquietas, las cuales batía con toda su energía mientras se desplazaba entre las flores. Esas alitas eran la principal cualidad por la que los humanos pensaban que era un colibrí.
Y los humanos, como todos sabréis, adoran a los colibrís, porque piensan que son pequeños y adorables. Y como Trevor parecía uno, los humanos también la adoraban.
Trevor, por su parte, disfrutaba de las adoraciones, y cuando escuchaba que alguien le gritaba “¡Hermosa!” o “¡Qué linda!” o “¡Qué alas tan pequeñas y bonitas!”, Trevor se sentía halagada y volaba todavía con más precisión y más estilo.
A esta altura del cuento, antes de proseguir, veo necesario presentaros a otro personaje, y es que es muy importante. Se trata de la mariposa Yala, que era una mariposa gris, gorda y vieja. Era la típica mariposa que intentarías sacar de tu cuarto si es que se las arreglara para entrar. Porque seguro que sabéis que a los humanos no les gustan las mariposas grises, gordas y viejas. Ellos prefieren las mariposas coloridas, esbeltas y jóvenes.
Pero Yala, a parte de los atributos mencionados, era una criatura observadora, astuta y un poco envidiosa.
Fueron esas las cualidades que hicieron posible que participe en este relato. Porque, ocurrió que Yala observó con detenimiento a Trevor y además sentía envidia de la polilla, ya que ésta recibía cariño y cumplidos, cosa que ella nunca había escuchado. Y como era astuta, Yala se dio cuenta del motivo real por el que los humanos adoraban a Trevor y decidió contarle a Trevor lo que en realidad estaba ocurriendo.
-Te confunden con un colibrí –le dijo. –Por eso te quieren. Si supieran que eres una polilla, te despreciarían, como a mí.
Sin embargo Trevor no entendía lo que la mariposa le decía y realmente quería entenderla, así que para salir de dudas, preguntó: “¿Qué es una polilla?”
-¡Boba! Es lo que tú eres –respondió Yala de mala manera, y es que además de envidiosa, también era un poco brusca. –Tú eres una vulgar y simple polilla.
-¿Y eso es malo? –preguntó Trevor.
Yala no tenía respuesta a esa pregunta, pero como seguía siendo empujada por la envidia, decidió darle a Trevor una lección práctica.
-La próxima vez que vayas a las flores moradas, no muevas tus alas muy rápido, tan solo muévelas como una polilla normal, y verás a lo que me refiero –dijo Yala.
Trevor no sabía cómo movía las alas una polilla normal, pero siguió las instrucciones de Yala y cuando estuvo cerca de las flores, dejó de aletear tan rápido como de costumbre.
Al principio, cuando los humanos la vieron, comenzaron con sus típicos cumplidos hacia Trevor, pero cuando observaron con detenimiento sus alas, sus patas y sus antenas, los humanos soltaron muecas de asco.
-¡No es un colibrí! –decían.
-¡Es una polilla! –se lamentaban.
Al escuchar esto, Trevor se sintió muy triste y por fin comprendió que los colibríes son mejores que las polillas.
Trevor se alejó de las flores moradas y se dirigió hacia unos arbustos muy apartados en el bosque. Y allí conoció al tercer personaje de nuestra historia, que era precisamente un colibrí.
Y la manera en que Trevor y el colibrí –cuyo nombre era Juancho –se conocieron fue cuanto menos, curiosa.
Juancho vio a Trevor volando con gesto triste entre los arbustos y decidió acercarse a hablarle. Y es que Juancho era un pájaro muy sensible y cuando veía a alguien triste se solía acercar para ver qué ocurría.
-¿Qué te ocurre polillita? –preguntó Juancho con voz suave.
-Hoy he descubierto que las polillas son peores que los colibrís –respondió Trevor.
-¿¡Cómo!? –se sorprendió Juancho. –Nunca había oído algo semejante.
-Es lo que los humanos dicen –argumentó Trevor. –Cuando se creían que era un colibrí, todos me adoraban, y cuando descubrieron que soy una polilla, todos me despreciaron.
Juancho soltó un gran “hmmmm” y se quedó un momento en silencio, reflexionando acerca de lo que acababa de decir la polilla. Y es que Juancho, aparte de ser un pájaro sensible, también era un pájaro reflexivo, y prestaba mucha atención a cómo funcionan las cosas.
-Te voy a decir tres cosas polillita –dijo finalmente. –Primero, nadie es mejor que nadie. Los colibrís no son mejores que las polillas y los humanos no son mejores que los colibrís. Segundo, si te comparas con los demás, entonces vas a seguir creyendo que hay mejores y peores, a eso es lo que lleva la comparación. Y tercero, tú no eres una polilla.
Y dicho esto, Juancho empezó a batir las alas y se despidió de Trevor. Porque aparte de ser sensible y reflexivo, Juancho era un pájaro poco hablador y una vez decía lo que tenía que decir, solía proseguir su camino sin mirar atrás.
La polilla quedó desconcertada y durante largo tiempo estuvo meditando acerca de las palabras de Juancho. Creía entender los dos primeros puntos, pero realmente no entendía eso de que no era una polilla. Todos le habían dicho y repetido que era una polilla y la habían hecho sentir como tal, pero luego llegaba ese pajarillo y le decía que no lo era.
Si no era una polilla, ¿Qué era?, ¿Quién era?
Trevor pensó y pensó, hasta que llegó un momento en el que dejó de pensar. Y en ese instante se dio cuenta de que la barriguita le sonaba de hambre. Con tanto pensamiento, hacía tiempo que no iba a tomar néctar.
Así que puso en marcha sus alas y se dirigió hacia las flores moradas. Ya de camino se acordó que allí estarían los humanos y que seguramente la volverían a despreciar por ser una polilla. Sin embargo, esas flores moradas eran sus favoritas, así que decidió ir de igual manera.
Trevor se alegró mucho cuando vio que en aquella ocasión no había humanos cerca de las flores. Así que ella se acercó con tranquilidad a los pétalos y comenzó a beber el néctar. ¡Qué rico que estaba!
Pero de repente, y sin que Trevor se diera cuanta, un niño comenzó a observarla con mucho detenimiento. Y poco después, su mamá fue a buscarlo y se lo encontró mirando las flores.
-¿Qué haces hijito? –preguntó la mamá.
-Estoy viendo a esa pequeña… no sé lo que será, pero, ¡Es hermosa! –respondió el niño señalando a Trevor.
-Es un colibrí, por eso es hermoso –argumentó la mamá, orgullosa de poder identificar la criatura que su hijo señalaba. Pero entonces se fijó con más atención y se percató de que no se trataba de un pajarito. -¡No! Es una polilla, ¡Qué decepción!
-Colibrí o polilla, sigue siendo hermosa –afirmó el niño con una sonrisa.
Y Trevor, que había estado escuchando la conversación desde las flores, sonrió y se sintió muy feliz. Y por fin lo comprendió. Daba igual ser polilla, o colibrí, era lo mismo ser una flor o una hormiga, era como había dicho Juancho, solo si se comparaba con los demás, se sentiría peor o mejor que el resto. Todas las criaturas vivas eran hermosas a su manera, desde los humanos a las mariposas, ¡Las mariposas!
Trevor se acordó en ese momento de la vieja Yala y de que quizás a ella nunca le habían dicho lo hermosa que era y que tal vez por eso era una mariposa tan envidiosa y brusca.
Así que Trevor fue en busca de la mariposa y la encontró descansando sobre una rosa.
-¡Yala! –gritó emocionada cuando la vio.
-¿Qué quieres? –refunfuñó Yala.
-Eres hermosa –dijo Trevor, con los ojos cargados de ilusión. –Eres hermosa y me encantan tus alas grandes y grises, y también tu barriguita redonda y también tus antenas arrugadas.
Yala estuvo a punto de contestar de manera brusca (como siempre había hecho), pero por algún motivo no pudo. Eso es lo que tiene el amor, que derrite incluso los corazones más duros. Y el amor de Trevor era tan puro que hasta Yala se contagió de él.
A partir de entonces, Yala dejó de ser envidiosa y brusca, aunque siguió siendo gris y gordita. Además, ella y Trevor se hicieron grandes amigas y todos los días vuelan juntas entre las flores moradas.
¿Cómo lo sé?

Lo sé porque Juancho el colibrí, me lo ha contado. Y Juancho, aparte de ser un pájaro sensible, reflexivo y directo, es un pájaro sincero. De eso podéis estar seguros.


jueves, 24 de diciembre de 2015

Frases que no tienen sentido, ¿O sí?

La vida no tiene propósito.
El miedo no es necesario.
El tiempo no existe.
La muerte no existe.
La seguridad no existe.
El poder no existe.
La ausencia de egoísmo es felicidad.
La belleza es sencillez.
La generosidad no es una virtud.

La vida en sí misma es el propósito. Y cuando vivir se convierte en tu propósito, el miedo no es necesario, porque te das cuenta de que el tiempo carece de relevancia y cuando el tiempo no te importa, la muerte deja de existir, ya que todo está muriendo y naciendo constantemente. Y como todo muere a cada instante, dejas de buscar seguridad, ya que al fin y al cabo nunca la vas a encontrar en algo material. De ese modo, también desaparece el afán de poder, ya que el poder no es más que otra búsqueda, con la que el egoísmo pretende sentirse seguro. Así, cuando dejas de buscar poder y hallar seguridad, el egoísmo muere, y de su ausencia emerge la felicidad. Porque el egoísmo es complicado, lleno de trucos y apariencias, mientras que la felicidad es bella, y la belleza solo puede ser sencilla. La belleza reside en lo puro, en lo inocente, en lo que no pretende ni aparenta. La belleza habita en aquello que no busca ser bello. Por eso, cuando abandonas tu egoísmo, cuando eres feliz en lo sencillo, no te sientes virtuoso, ni pretendes serlo. La bondad y la generosidad dejan de ser un motivo de orgullo, porque no buscas ser generoso, ni bueno, en realidad, ya no buscas nada. Por buscar, ya ni siquiera le buscas propósito a la vida, al fin y al cabo, ¿Para qué?

Si lo que de verdad importa es que estás vivo.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Cúmulo

Recuerdo una noche en vela, una velada de conversaciones y ejercicios pasada la media noche. Paseos y relojes que avanzan. Momentos de despedida. Abrazos con sabor a hasta luego. Lágrimas que no salen. Equipajes que se facturan. Aviones que se levantan por encima de las nubes.
Y ahora estoy aquí, en el mismo edificio que crecí, al lado de las canchitas en las que empecé a jugar basket. Veo el cielo, tejas rojas y palmeras peinadas por el viento.
Ha pasado una vida entera, de mí ya no queda nada. Ni siquiera sé cómo definirme o si eso es incluso posible. Ahora tan solo sé que estoy vivo, que respiro y que amo esta vida.
No siento que esté en mi país o en el lugar al pertenezco, pero me siento en casa. Estoy en casa. Me siento cómodo y agradecido. Me siento agradecido cada mañana al abrir los ojos y ver que empieza un nuevo día. Siento gratitud por poder comer mangas de desayuno, por los rostros con los que me encuentro día tras día, siento gratitud hacia el aire, el agua y las plantas. Hay tanta magia en esta vida, tantos detalles que te causan suspiros, hay tanto ocurriendo instante a instante…
A veces se preocupan por mi falta de perspectivas futuras. Y no es que no las tenga, es solo que le doy más importancia a este momento, porque es en este momento en el que está ocurriendo todo, incluso el futuro. Aquí es donde se construye el futuro, desde el presente, ya que al fin y al cabo, el mañana es solo otro hoy, al igual que el ayer.
Y no sé, no pretendo obtener algo de la vida, no pienso en beneficios o resultados. Soy incapaz de hacerlo, soy incapaz de hacer algo tan solo para obtener otra cosa a cambio. Y es que quizás haya visto con claridad que solo las acciones que se hacen de corazón, sin esperar un beneficio, son las que tienen sentido.
Pero toda acción tiene una respuesta, nada de lo que haces es un acto aislado. Todo lo que hacemos,  pensamos y sentimos está en interacción con la vida entera. Algunos lo llaman karma, otros ley de atracción y hasta están los que creen que se trata de suerte. Pero se trata de una simple cosecha. Todos sembramos y recogemos en la vida. Pero a veces nos cuesta aceptar lo que cosechamos. Nos cuesta asumir la responsabilidad de nosotros mismos. Pero lo que veo es que todos somos responsables de nuestras acciones.
Por eso, veo que no es necesario tener miedo. ¿Para qué tener miedo al futuro?
El futuro lo estoy construyendo ahora y si siembro con miedo, las frutas que recoja estarán impregnadas de su aroma.
También me gustaría decir, pasando bruscamente de tema, que echo de menos a los que ahora están lejos. Los extraño y a veces me encuentro fantaseando con la teletransportación.
Y podría soltar un discursito sobre el apego y la dependencia, pero la verdad es que no estaría siendo honesto conmigo mismo. Porque por momentos pienso en el verano pasado, en esos momentos en los que nos parábamos a ver el cielo y nos sentíamos felices, bañándonos en el mediterráneo después de una intensa partida de volleyball.
Por momentos extraño la sonrisita de mi papá y las quejas sobre el orden de mi abuela, la Wallita…
Y pienso en esa madrugada en la que dejé Madrid, hace una vida entera. Y recuerdo los turnos de abrazos, las miradas que mezclaban alegría y tristeza, el desconcierto, la emoción y los corazones latiendo. Parece que eso haya ocurrido hace nada y hace mucho, todo al mismo tiempo.
Pero ahora que lo he dicho, y en esto sí que no miento, me siento liberado. Y me ha venido una renovada sensación, una sensación difícil de explicar, o tal vez sencilla de definir, y es que se llama amor.
Y también me río, me río por cómo ha evolucionado este texto, que comenzó con una idea poco clara y ha destapado varias cositas que guardaba dentro.
Aparte de eso, veo que ese sentimiento de extrañar, también venía acompañado de cierta prisa, de cierta presión por volvernos a ver lo más rápido posible. Pero me doy cuenta de que tenemos todo el tiempo del mundo, de que no hay ninguna prisa, de que ahora estoy aquí, donde quiero estar, haciendo lo que quiero hacer y que la vida ya se encargará de hacer que nos veamos de nuevo, cuando llegue el momento adecuado.
La vida, que no es más que la cosecha de lo que sembramos. Y podría terminar así, pero siento que esta última frase está incompleta, porque cuando hablo de siembra y de cosecha, no me refiero a que tú plantes ahora y recojas las frutas mañana o en un año. Veo que la siembra y la cosecha en la vida ocurren en el mismo instante. Así, todos somos responsables de las semillitas que plantamos.
Pero aquí también me gustaría hacer una aclaración y es que yo no creo en el “haz cosas buenas y te pasarán cosas buenas”. Porque no le veo sentido a hacer algo –en teoría bueno –solo para que te pasen cosas buenas. Porque la verdadera bondad, para mí, es esa que no busca nada a cambio, la verdadera bondad, ni siquiera busca definirse como algo bueno, tan solo se manifiesta.
Ese es un problema que causa mucha confusión y quejas, ya que se tiende a presumir de lo bien que estamos actuando y a quejarnos de las pocas cosas buenas que obtenemos a cambio. Pero si de verdad haces el bien, no te importa obtener algo a cambio, ¿No?
Por eso, veo que lo que de verdad importa, es plantar la semilla adecuada, la que de verdad sentimos que es necesario sembrar, sin preocupación ni expectativa alguna de lo que va a ocurrir después.


P.D.: La foto de los honguitos parece ser irrelevante, pero es hermosa. Los honguitos son hermosos, son pequeños y están vivos.


viernes, 11 de diciembre de 2015

Un día de papeleos

Acabo de barrer. He lavado platos, con agua fría, he limpiado mesones y guardado ollas en sus respectivos lugares.
Hoy fui al consulado de España en La Paz. Tenía que hacer un trámite sencillo, algo simple y rápido, pero la vida decidió darme la oportunidad de vivir algo largo y complicado.
En primer lugar me dijeron que me coloque al final de la fila y no quisieron entender que lo que yo quería hacer era muy sencillo. Así pues, me coloqué en el último lugar de la cola y esperé.
Por suerte, no tenía prisas y mientras todos gruñían por ser atendidos los primeros, yo me limité a observar y avanzar despacio, sin protestar al policía que cuestionaba la entrada. La mayoría, sin embargo, no pararon de increpar al guardia para que los dejase entrar. Y después de un largo rato, por fin fue mi turno para ingresar.
Pasé a la oficina y miré con una sonrisa una fotografía de los reyes de España. Luego me senté y vi en la pantalla que todavía quedaban ocho turnos antes que el mío. Así, mis ojos se deslizaron por la sala, observando rostros morenos, caras blancas, cabezas calvas y ojos maquillados.
Hasta que la pantalla llamó a un hombrecito mayor que llevaba un sombrerito y cuya sonrisa enseñaba tan solo un diente.
El hombrecito fue hasta la ventanilla y enseguida todos los de la sala nos pudimos enterar de que su visado a España había sido denegado. La chica de detrás del mostrador lo dejó bastante claro desde el principio, pero el hombrecito mayor parecía no entenderlo del todo.
-Pero… Pero si yo he hecho todo lo que me han pedido, he cumplido con todos los requisitos –decía balbuceando.
-Pero se la han denegado, no puede hacer nada –repetía la chica del mostrador.
Esa escena se prolongó durante varios minutos y creo que todos los allí presentes sentimos que se estaba cometiendo una injusticia. Incluso la chica del mostrador parecía incómoda bajo su piel, teniendo que asumir el papel de verdugo en esa situación. El hombrecito decía que su hija lo esperaba en España y que ya tenía el billete de avión. Pero eso no importaba, porque lo único que importa, es tener un puñetero papel con un sello aprobado.
Y yo no pude contener las lágrimas, no pude, porque lo que estaba sucediendo era algo triste, era algo injusto. Además, aquella mañana yo había leído un par de artículos que me dejaron el mismo dolor en el corazón. Leí un artículo sobre la cumbre del cambio climático de París en el que se aseguraba que los acuerdos a los que se han llegado son ambiguos y desalentadores, resumiendo a  mal y pronto, que los gobiernos se han rendido ante el calentamiento global y prefieren seguir con el estilo de vida actual hasta que nos vayamos todos al carajo.
Pero por algún motivo, también leí otro artículo, esta vez el de una mujer de Siria, relatando la situación que está viviendo en plena guerra. Era un artículo cargado de honestidad y tristeza. Ella decía que las guerras ni vencen al terrorismo ni terminan ningún conflicto, lo único que hacen es destruir a la gente.
Fue por esos dos artículos que cuando vi lo que ocurría con el hombrecito del  visado denegado, me puse a llorar, en media sala. No me importaba que me vieran, no pretendía ocultar mi dolor, porque ese dolor no era solo mío. Y ya bastante insensibles somos con todo lo que está pasando a nuestro alrededor.
Pero en pocos minutos, la pantalla anunció mi número y me tocó dirigirme a la ventanilla. El hombre que me atendió me dijo que necesitaba rellenar un formulario y sacarme una fotografía para darme el documento que le pedía.
Eso fue lo que me llevó a salir de la oficina de nuevo para cruzar a la acera de enfrente y tomarme una foto. Y al cruzar la acera me topé con el hombrecito mayor. Estaba sentado a pie de calle con su sombrerito y su portapapeles.
Me acerqué y me senté a su lado. Le pregunté cómo estaba y estuvimos conversando un buen rato. Me dijo que quería ir a España porque tenía tres hijas viviendo allí desde hace más de 20 años. Me dijo que ellas no pueden venir a Bolivia por su trabajo, así que por eso él se había decidido a cruzar el charco. También me dijo sus hijas le propusieron a él y a su esposa irse a vivir a España, pero él veía eso como imposible.
-Nosotros vivimos en una granjita en Cochabamba, y tenemos perritos, gatitos, patitos y gallinitas que dependen de nosotros, no podemos dejarlos así nomás –esa fue su explicación.
Yo no soy mejor que ese hombrecito. Nadie es mejor que ese hombrecito. Pero aun así, yo puedo volver a España cuando quiera, tan solo por tener un estúpido pedazo de plástico.
¿Pero qué puedo hacer yo para que la gente se dé cuenta de que es solo un pedazo de plástico? ¿Qué puedo hacer yo para que ese hombrecito pueda ir a España a visitar a sus hijas?
Nada. Pero puedo escribir, puedo escribir de corazón. Y también puedo responder que no soy Español, que no soy Boliviano. Puedo decir que no soy mejor ni peor que nadie, puedo sentir el dolor de la injusticia y no escapar de él. Puedo tomarme un día de papeleos sin prisas, puedo sonreír a los policías que hacen guardia en el consulado y hablarles con sinceridad y respeto. Puedo abrazar a mis hermanos y hermanas, a los biológicos, a los de mi especie y a los de cualquier especie. Puedo comer guisos de fideo con los ojos cerrados y caminar descalzo sobre el césped. Puedo hacer flexiones hasta que mis brazos no aguanten levantarme. Puedo soltarme el pelo y bailar ondeando cada mechón. Puedo sudar y me puedo dar una ducha con una manguera de agua helada.
Puedo vivir y puedo amar. Porque amor, nunca me cansaré de repetirlo, es lo que este mundo necesita.


P.D.: Al final no logré realizar el trámite que quería, ya que me pedían que les trajese un certificado de nacimiento desde España. Así que solté una carcajada, le agradecí al señor del mostrador y me fui tan tranquilo. Al fin y al cabo, tan solo era un pinche papelito.

jueves, 3 de diciembre de 2015

Tan solo se me ocurre decirte...

Es así de sencillo y no hay más vueltas que darle. No soy un experto en nada, ni me baso en datos estadísticos, pero veo que este mundo se va a la mierda.
He visto con mis propios ojos el incontrolable crecimiento de las ciudades. He visto árboles talados, montañas desnudas y ríos contaminados. He visto basura en las calles, en la comida y en la cabeza. He olido la contaminación que emanamos, he escuchado voces que auguran guerra y conflicto. He sentido el dolor humano en lo más profundo de mi corazón. Me he cruzado con miradas perdidas y ojos que tan solo albergan miedo. He palpado la pobreza, la desigualdad, la deshumanización, la separación por clases, razas y sexos… Pero todo esto no lo he vivido solo yo. Creo que todos nosotros, sin importar la situación en que nos encontremos, somos testigos de esa… realidad.
Pero claro, siempre que podemos, hacemos la vista a un lado. Y nos distraemos, con una pantalla, una persona o una cerveza, da igual, lo que sea con tal de no ver el lado feo de las cosas. Todos nos distraemos, porque el miedo también es una distracción, el temor a la autoridad, a la muerte o al castigo, también son distracciones.
Así caminamos, sin mirarnos los unos a los otros, sin detenernos, preocupados tan solo en nosotros mismos, ocupados con nuestros éxitos y fracasos, nuestros pequeños y grandes problemas. Y así, sin siquiera darnos cuenta (o sin querer darnos cuenta), el mundo se va a la mierda.
Pero todos nos lavamos las manos, todos echamos la culpa a los políticos, a las corporaciones y a los bancos, al fin y al cabo, para eso están ¿No? Para culparlos de todos los males existentes.
Sin embargo, lo que arde admitir es que todos nosotros somos responsables de lo que está pasando. Aquí no hay inocentes y verdugos, por mucho que nos guste verlo de ese modo.
Pero entonces veo una niña que sonríe, enseñando unos dientes recubiertos de metal. Y escucho a un hombre sorber una cucharada de sopa y untar un pan con mantequilla. Y el mundo, que antes era caótico, se ordena, naturalmente, como siguiendo una melodía. Y todo cobra sentido. Y escucho a mi corazón y cierro los ojos y siento una luz, una luz calientita, que me acaricia, que acaricia a todo ser vivo. Y noto una mano sujetando la mía y empiezo a correr agarrado a esa mano, por un sendero rodeado de pinos, pinos que se inclinan ante nosotros, saludándonos, bailando. Y siento la vida bajo mis pies y en mis pestañas, porque de repente, soy un caballo, un caballo hinchando las fosas nasales, listo para correr… Pero justo cuando mis patas aceleran, vuelvo a cambiar y esta vez  son unas alas las que me elevan por un cielo sin nubes. Entonces desciendo y a medida que aumenta la velocidad, me disuelvo, me rearmo y vuelvo a desaparecer, fundiéndome con todo lo que respira y lo que late, porque todo late, todo vibra…
Y ahora vuelvo aquí, a la pantalla, al texto que empecé y lo único que se me ocurre decirte es que no tengas miedo. No hay por qué tener miedo. No te escondas, ni tampoco pretendas destacar; no te creas grande ni pequeño. Te diría que escuches, pero que no obedezcas, ni siquiera a tus propios condicionamientos.
Te diría que abras los ojos y que no los cierres cuando veas la imperfección de nuestro mundo. No escapes de esa imperfección, no la rechaces ni pretendas cambiarla, tan solo abrázala.
Todos quieren cambiar la imperfección, todos tienen buenas intenciones y todos quieren cambiar el mundo, pero casi nadie quiere empezar por uno mismo.
Te diría que te vas a sentir solo y que querrás escapar de esa soledad. Y es que estás solo; puedes buscar guías, ampararte en creencias o seguir ideales que alivien esa soledad. Y puede que encuentres consuelo y confort, pero si realmente ves que el problema del mundo es tu propio problema, si no escapas y ves que el sufrimiento del mundo empieza en ti, empezarás a cuestionarte a ti mismo, a tus acciones y a tus pensamientos, y verás que son éstos los que están causando tanto desorden, tanto en ti, como en todas las cosas.
Verás que tu mundo y el mundo en general, vive de ilusiones; vive de la ilusión del poder, la ilusión de la posesión y la ilusión de la permanencia. El mundo entero mata por poder, por posesión y por lograr la permanencia. Pero verás que todas son ilusiones, porque empezarás por verlo en ti. Y verás que el poder es una sombra, una desesperada invención para creer que eres mejor que los demás o que puedes llegar a serlo. Te darás cuenta de que no posees nada, que las posesiones son espejismos de seguridad; y que cuando intentas poseer algo, ese algo pierde su valor, porque poseer algo es limitarlo, encerrarlo, matarlo. Y verás que gran parte de nuestras vidas se basa en lograr la permanencia, en alcanzar la gloria, trascender de la muerte, en no ser olvidado; otra ilusión de la que somos presos, ya que nada permanece; porque todo lo material, tiene un principio y un final.
Quizás al principio te resistas, tal vez quieras volver atrás y decir que lo que has visto eran puras invenciones y que lo que tienes que hacer es volver al mundo real. Es probable que los demás se encarguen de recordarte tus propias dudas y tu condición de locura. Y te volverás a sentir solo, incomprendido, quizás retrocedas y te intentes convencer a ti mismo de que el mundo es como es y que siempre ha sido así. Te dirás a ti mismo que tú no puedes cambiar nada, que no vale la pena el riesgo, que es mejor no adentrarse en terreno desconocido y volver a la senda que ya está pisada.
Pero lo que tiene la mentira es que se derrumba por sí sola y cuando palpas un poquito de eso que es auténtico, de eso que está latiendo en ti y en la misma vida, ya no hay vuelta atrás. Así que no te juzgues, ni tampoco juzgues a los demás. Al fin y al cabo, los demás y tú son la misma cosa. Y juzgarlos es juzgarte a ti mismo, mientras que amarlos es amarte a ti mismo.
Sentirás que todo está conectado y que ninguna acción tiene lugar en aislamiento. Todo lo que haces vibra con el universo; cada pensamiento, cada palabra, cada idea, cada sonrisa y cada lágrima… Todo está en interacción, como un gigantesco sistema nervioso.
Y aunque la mente no lo entienda, te darás cuenta de que la vida no tiene ningún propósito añadido, que no estás aquí para llegar a algún sitio o alcanzar alguna meta. Estás aquí para vivir, para amar y para crear vida. Te darás cuenta de que eres una gota y que eres también el océano entero y que lo pequeño y lo grande es lo mismo. Así, verás que el sufrimiento y el desorden del mundo empieza por dentro, en pequeñito y que se manifiesta en grande, en todas partes.
Y te darás cuenta de que el sufrimiento es ignorancia. Porque todos sufrimos al identificarnos con nuestro ego, nuestro insignificante ego y sus enormes aspiraciones. Creemos que somos ese ego, esa mente, ese nombre y esa edad, esas experiencias, esos trofeos y esas derrotas… qué insignificante es el ego y qué doloroso es identificarnos con él.
Pero nuestra esencia es algo distinto, algo intangible e incorruptible, algo que no entiende de medidas, ni de preocupaciones.
No tienes que hacer nada, no tienes que luchar por nada, no hay motivos para tener miedo. Y cuando eso se convierta en una realidad, harás lo que realmente tienes que hacer, sin conflictos ni sacrificios, sin buscar recompensas, ni esperar resultados. Actuarás con la inocencia del agua, que al conocer su condición infinita no se preocupa por ser cascada o riachuelo.
Este mundo se va a la mierda y tiene que irse a la mierda, porque no vale la pena construir sobre algo moribundo. Hay que dejar que muera, que muera del todo y dejar que renazca, que surja algo nuevo, algo radicalmente nuevo. Y eso, eso es inevitable.