Acabo de barrer. He lavado platos, con agua
fría, he limpiado mesones y guardado ollas en sus respectivos lugares.
Hoy fui al consulado de España en La Paz.
Tenía que hacer un trámite sencillo, algo simple y rápido, pero la vida decidió
darme la oportunidad de vivir algo largo y complicado.
En primer lugar me dijeron que me coloque al
final de la fila y no quisieron entender que lo que yo quería hacer era muy
sencillo. Así pues, me coloqué en el último lugar de la cola y esperé.
Por suerte, no tenía prisas y mientras todos
gruñían por ser atendidos los primeros, yo me limité a observar y avanzar
despacio, sin protestar al policía que cuestionaba la entrada. La mayoría, sin
embargo, no pararon de increpar al guardia para que los dejase entrar. Y después
de un largo rato, por fin fue mi turno para ingresar.
Pasé a la oficina y miré con una sonrisa una
fotografía de los reyes de España. Luego me senté y vi en la pantalla que
todavía quedaban ocho turnos antes que el mío. Así, mis ojos se deslizaron por
la sala, observando rostros morenos, caras blancas, cabezas calvas y ojos
maquillados.
Hasta que la pantalla llamó a un hombrecito
mayor que llevaba un sombrerito y cuya sonrisa enseñaba tan solo un diente.
El hombrecito fue hasta la ventanilla y
enseguida todos los de la sala nos pudimos enterar de que su visado a España
había sido denegado. La chica de detrás del mostrador lo dejó bastante claro
desde el principio, pero el hombrecito mayor parecía no entenderlo del todo.
-Pero… Pero si yo he hecho todo lo que me han
pedido, he cumplido con todos los requisitos –decía balbuceando.
-Pero se la han denegado, no puede hacer nada
–repetía la chica del mostrador.
Esa escena se prolongó durante varios minutos
y creo que todos los allí presentes sentimos que se estaba cometiendo una
injusticia. Incluso la chica del mostrador parecía incómoda bajo su piel,
teniendo que asumir el papel de verdugo en esa situación. El hombrecito decía
que su hija lo esperaba en España y que ya tenía el billete de avión. Pero eso
no importaba, porque lo único que importa, es tener un puñetero papel con un
sello aprobado.
Y yo no pude contener las lágrimas, no pude,
porque lo que estaba sucediendo era algo triste, era algo injusto. Además,
aquella mañana yo había leído un par de artículos que me dejaron el mismo dolor
en el corazón. Leí un artículo sobre la cumbre del cambio climático de París en
el que se aseguraba que los acuerdos a los que se han llegado son ambiguos y
desalentadores, resumiendo a mal y
pronto, que los gobiernos se han rendido ante el calentamiento global y
prefieren seguir con el estilo de vida actual hasta que nos vayamos todos al
carajo.
Pero por algún motivo, también leí otro
artículo, esta vez el de una mujer de Siria, relatando la situación que está
viviendo en plena guerra. Era un artículo cargado de honestidad y tristeza.
Ella decía que las guerras ni vencen al terrorismo ni terminan ningún
conflicto, lo único que hacen es destruir a la gente.
Fue por esos dos artículos que cuando vi lo
que ocurría con el hombrecito del visado
denegado, me puse a llorar, en media sala. No me importaba que me vieran, no
pretendía ocultar mi dolor, porque ese dolor no era solo mío. Y ya bastante
insensibles somos con todo lo que está pasando a nuestro alrededor.
Pero en pocos minutos, la pantalla anunció mi
número y me tocó dirigirme a la ventanilla. El hombre que me atendió me dijo
que necesitaba rellenar un formulario y sacarme una fotografía para darme el
documento que le pedía.
Eso fue lo que me llevó a salir de la oficina de
nuevo para cruzar a la acera de enfrente y tomarme una foto. Y al cruzar la
acera me topé con el hombrecito mayor. Estaba sentado a pie de calle con su
sombrerito y su portapapeles.
Me acerqué y me senté a su lado. Le pregunté
cómo estaba y estuvimos conversando un buen rato. Me dijo que quería ir a
España porque tenía tres hijas viviendo allí desde hace más de 20 años. Me dijo
que ellas no pueden venir a Bolivia por su trabajo, así que por eso él se había
decidido a cruzar el charco. También me dijo sus hijas le propusieron a él y a
su esposa irse a vivir a España, pero él veía eso como imposible.
-Nosotros vivimos en una granjita en
Cochabamba, y tenemos perritos, gatitos, patitos y gallinitas que dependen de
nosotros, no podemos dejarlos así nomás –esa fue su explicación.
Yo no soy mejor que ese hombrecito. Nadie es
mejor que ese hombrecito. Pero aun así, yo puedo volver a España cuando quiera,
tan solo por tener un estúpido pedazo de plástico.
¿Pero qué puedo hacer yo para que la gente se
dé cuenta de que es solo un pedazo de plástico? ¿Qué puedo hacer yo para que
ese hombrecito pueda ir a España a visitar a sus hijas?
Nada. Pero puedo escribir, puedo escribir de
corazón. Y también puedo responder que no soy Español, que no soy Boliviano.
Puedo decir que no soy mejor ni peor que nadie, puedo sentir el dolor de la
injusticia y no escapar de él. Puedo tomarme un día de papeleos sin prisas,
puedo sonreír a los policías que hacen guardia en el consulado y hablarles con
sinceridad y respeto. Puedo abrazar a mis hermanos y hermanas, a los
biológicos, a los de mi especie y a los de cualquier especie. Puedo comer
guisos de fideo con los ojos cerrados y caminar descalzo sobre el césped. Puedo
hacer flexiones hasta que mis brazos no aguanten levantarme. Puedo soltarme el
pelo y bailar ondeando cada mechón. Puedo sudar y me puedo dar una ducha con
una manguera de agua helada.
Puedo vivir y puedo amar. Porque amor, nunca
me cansaré de repetirlo, es lo que este mundo necesita.
P.D.: Al final no logré realizar el trámite
que quería, ya que me pedían que les trajese un certificado de nacimiento desde
España. Así que solté una carcajada, le agradecí al señor del mostrador y me
fui tan tranquilo. Al fin y al cabo, tan solo era un pinche papelito.
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