domingo, 31 de enero de 2016

Hace poco me encontré cuatro hermanos

Ahora mismo veo a dos delante de mí, la otra todavía duerme y el que falta se encuentra en el oriente del país. Todos ellos comen, ven y sienten.
A uno le apasiona la música. Todas las mañanas nos regala desde su habitación las melodías extraídas de su violín. Tiene el pelo revuelto y oscuro, y no lo lava con champú. Además, dice que no come queso, pero no es capaz de resistirse a una buena pizza. Le llaman Rodrigo y le queda tan solo medio año para terminar el colegio. Los estudios no le interesan en exceso, pero está deseoso de aprender. Tiene zapatos de suela plana y con ellos sube montañas escarpadas y recorre ciénagas interminables, siempre con su cámara colgando a la cintura, lista para capturar cualquier obra artística ofrecida por la naturaleza.
Después tenemos a un joven espigado de piernas hábiles, que utiliza para jugar al fútbol. Es un chico que al principio tan solo decía lo básico, pero que sonríe con ternura y se expresa con tranquilidad. Él cocina salsa de tomate con choclo y está perfeccionando sus dotes culinarias. Tiene el mismo nombre que su papá; por eso le llaman Toñito hijo. Ahora no se encuentra aquí, y su ausencia se siente, pero sé que pronto lo veré de nuevo, y que jugaremos al ping pong, a las cartas o que iremos a alguna cancha de césped y volveré a caer en cada uno de sus amagues con el balón en los pies.
El siguiente es el chico de los ocho pulmones, el que corre con mochila y que sube escaleras de cuatro en cuatro. Se llama Bernardo, aunque yo siempre le digo Berni. Se ríe, pinta y come pan, a todas horas. Con él, además, compartimos la afición de la canasta y la pelotita naranja. Y hasta que me doblé el tobillo, le acompañaba a sus entrenamientos, en los que me dedicaba a divertirme junto a un puñado de quinceañeros. Berni está loco y rebosa vida. Su energía es contagiosa y cada día, al mediodía, él es el encargado de bañarme con una manguera de agua helada.
Y por último está la pequeña Beatriz. Betty, la de la voz dulce, la de los panqueques y las tartas de chocolate. Ella lee mucho y ha visto todas las películas de Yao Miyasaki. Como todos en la familia, se desliza como cabra por las montañas y siempre escoge los caminos más abruptos y resbalosos, porque según ella, son más lindos. Le encanta la palta y disfruta de manera particular al ganar en el juego del monopoly. Al principio me preocupaba no caerle bien, pero en cuanto dejé de intentar causarle una buena impresión, empecé a disfrutar de su simple presencia, a compartir y sobre todo a observar y escuchar. Así, de a poquito la voy descubriendo, a mi hermanita.
Esos son mis cuatro hermanos y en teoría yo soy el mayor. Sin embargo, yo no me siento más grande que ellos. Tal vez lo sea en estatura, quizás yo tenga barba y algunas arrugas; no es que no quiera reconocer eso, sino que no siento que tenga que atribuirme la autoridad que viene impuesta con la edad.
Cuando crecía, lo hice siendo el más pequeño, recibiendo las bromas pesadas de mi primo mayor, añorando hacerme grande para estar a la altura –tanto física como mental –de los demás. Ahora, como es evidente, he crecido, al menos en centímetros. Pero no me siento un adulto y tampoco pretendo serlo, al menos de esos que presumen de seriedad, que ríen con mesura y que con la excusa de la experiencia, ya no ven al mundo como algo vibrante y nuevo.
Tan solo sé que soy responsable de mí mismo, de lo que hago y lo que pienso. Siempre lo he sido, aunque en ocasiones todavía lo olvido.
Pero voy aprendiendo, o mejor dicho, descubriendo, lo que significa madurez; y es que para mí, madurar significa ser valiente para equivocarte, humilde para observarlo e inocente para no juzgarte.
Si me creyera el mayor de la camada, y por ello me otorgara alguna clase de superioridad, entonces me privaría de la oportunidad de conocer a mis hermanos, porque ellos no son adolescentes o muchachos, son personitas, de las que cada día aprendo algo nuevo.
Es hermoso tener hermanos, pero también, por dentro me pregunto: ¿No será que todos somos hermanos y hermanas?
Lo digo en serio. Los cuatro seres humanos de los que hablo eran antes completos desconocidos que vivían del otro lado del mundo, tan solo había escuchado rumores sobre su existencia y particularidades. Ahora vivimos juntos, escucho sus muelas triturando, siento sus pasos en el piso de arriba, veo sus caras recién levantadas y la luna en cuarto creciente en sus sonrisas. Ahora somos auténticos hermanos, pero en teoría, siempre lo fuimos.
¿No será que ocurre lo mismo con el resto de personas del planeta? ¿No será que todos somos hermanos latentes, que en algún momento, de alguna vida, quizás incluso esta misma, nos llegaremos a encontrar?
Tal vez no compartamos grupos sanguíneos, y quizás nuestras narices y ojos luzcan distintos. Pero todos llevamos sangre en las venas y todas las narices olisquean y todos los ojos espían entre las pestañas.
¿Y si tan solo necesitáramos de la oportunidad de conocernos? Tan solo disponer de un espacio en el que compartir y expresarnos, con ganas de descubrirnos, pero sobre todo, ¿Qué pasaría si viéramos a cada desconocido como un hermano perdido, en lugar de un simple extraño?
Qué grande sería la familia y qué diferente sería el mundo.
De momento, lo que a mí me toca es disfrutar de los hermanos que he encontrado y de los que vayan apareciendo por el camino.



domingo, 24 de enero de 2016

No te olvides del Gatito

En el jardín había una pantera, negra (naturalmente), fuerte y esbelta. Era una pantera hermosa y tranquila. Pero del otro lado del jardín, por entre las bardas de madera, asomaba el ojo de un tigre, un tigre ansioso por mostrar su poder. Y la intención que tenía para mostrarlo, era atravesando la barda y desafiando a la pantera, lo cual a mí me asustó mucho.
Sí, yo estaba también en el jardín, con la pantera, a quien yo quería mucho.
No me pregunten qué hacía yo allí, yo no elegí ser parte de la historia, ésta decidió que yo formara parte de ella.
Así pues, cuando veía la mirada husmeadora del tigre a través de las bardas, mi corazón se aceleraba y mis ojos se dirigían preocupados hacia la pantera, que se encontraba tranquilamente sentada sobre el césped. Yo me preguntaba cómo podía estar tan tranquila cuando un tigre con viles intenciones acechaba del otro lado. Sin embargo, también me parece interesante cuestionar cómo era que yo estaba tan seguro de las intenciones del tigre con tan solo mirarlo.
De cualquier manera, a la mañana siguiente, el tigre atravesó la barda y empezó a rondar a la pantera. No la atacó ni hizo ademán de intentarlo, pero yo gritaba pavorido y me tiraba de los pelos.
De repente, me di cuenta de que la pantera estaba atada con unas cadenas y que estaba completamente inmovilizada. Entones mi miedo alcanzó su punto máximo y temiendo que el tigre aprovechara la situación para finalmente atacar a la pantera, yo me lancé a intentar quitarle las cadenas. Pero no pude, de ningún modo. Intenté con todas mis fuerzas, pero por mucho que tirara o que lograra moverlas un poco, éstas se reajustaban y se enredaban aún más en la piel de la pantera.
Sin embargo ésta, seguían inmutable. Parecía no preocuparle el tigre que la rondaba ni las cadenas que la aprisionaban. Yo en cambio, estaba desesperado y lo estuve todavía más cuando me percaté de que las cadenas se transformaron en alambres con púas.
En ese momento salí corriendo a pedir ayuda. Y por algún motivo, aparecieron allí varias personas que conozco, incluyendo primos, hermanos y amigos. Todos ellos intentaron ayudarme y juntos tratamos de liberar a la pantera, tarea en la que fracasamos.
Entonces, los demás dieron un paso atrás y se convirtieron en meros espectadores, mientras yo continuaba con mi desesperado intento de poner en libertad a la pantera. El tigre, mientras tanto, seguía con su tranquila ronda a mi alrededor, lo cual hacía que el corazón me latiera deprisa y que un sudor frío se almacenara en mi frente, cayendo gotita a gotita a través de las cejas.
La angustia era máxima, al igual que la tensión y yo seguía sin poder desenredar los alambres. Hasta que me rendí y me invadió la tristeza. La pantera estaba perdida y yo no podía hacer nada para ayudarla. Recuerdo que cerré los ojos, o tal vez miré hacia otro lado, incluso puede que me haya ido o que todo el jardín y todo lo que allí estaba ocurriendo desapareciera, no sabría decirlo con certeza.
Lo que sí puedo decir es que al cabo de un rato, no sé cuánto exactamente, volvió el jardín, volvió la gente observando la escena y el tigre rondando. Lo único que cambió, fue que en vez de haber una pantera, había un gatito, un pequeño gatito moteado que tenía las patas amarradas con alambres de púas.
Yo sentí un cariño inmenso hacia la pequeña criatura y me quedé observándolo, esta vez sin intentar liberarlo. Por algún motivo, sabía que yo nada podía hacer al respecto. Y entonces, el gatito, con un solo movimiento rebosante de habilidad, se liberó de los alambres sin causarse siquiera un rasguño.
Y en ese momento todo cobró sentido. Sentí que ese gatito tenía toda la fuerza una pantera, toda la fuerza del mundo y que no necesitaba de nadie para ser libre. Él ya lo era.
Fue extraño y carezco de explicaciones, pero una vocecita que parecía venir de ninguna parte, me dijo que lo más importante de la historia era que no olvidase que en realidad yo era el gatito.
En realidad yo era el gatito. No era el observador, no era ese Yo pensante que se pasa todo el cuento preocupado y desesperado por intentar liberar al felino. Ese Yo que tenía miedo del tigre y que estaba convencido de que éste tenía intenciones malvadas, cuando en realidad, tan solo daba vueltas alrededor mío. Ese Yo que quería resolver la situación, pero que nunca llega a conseguirlo, porque a pesar de todos sus esfuerzos y de creerse el protagonista del cuento, nunca fue más que un mero observador. En realidad yo era el gatito.

Fue entonces cuando desperté.


jueves, 21 de enero de 2016

Una mañana nueva

Reencuentros y abrazos. Observo la belleza durmiendo bajo una manta blanca. Siento la tristeza de aquellos cuyo corazón está consumido por la ambición. Siento en el alma gratitud por poder escribir un día más, por haber despertado y porque algún día, moriré.
Me siento tranquilo. Hay paz, incluso en el caos, incluso en las miradas que con pena buscan arrancar compasión. Hay ganas de correr y gritar, incluso cuando las piernas ya no se sostienen. Hay vida en ti, en mí y en el mundo, a pesar de las complicaciones, a pesar del egoísmo y el miedo. Lo veo, lo huelo y lo palpo.
He visto atardeceres que explican el sentido de la vida, el sentido total y completo. Tan solo hace falta mirar, escuchar el viento, pararte en seco, dejar de pensar, conectar con eso que no tiene nombre, pero que está latiendo en ti y en todas partes. Hay una esencia infinita en este mundo, hay algo sagrado en esta vida, algo inmenso e inexplicable.
Las respuestas siempre son simples y siempre vienen solas. Hay que abandonar toda búsqueda, dejar todas las guerras, empezando por las que se libran en lo más profundo del corazón. De hecho, es ahí donde todas las batallas empiezan, es ahí donde se da a luz a la corrupción y la violencia, en uno mismo.
Hay que vivir, y no sé cómo más te lo puedo decir. Hay que aprender y descubrir, hay que abrir los ojos y también hay que cerrarlos, porque las cosas más importantes no se aprecian con las retinas.
No hay que buscar cielos o infiernos, no hay que buscar excusas para hacer el bien. No hay que esforzarse por ser bueno, no hay que ganarse la existencia eterna. No hay que preocuparse por vidas pasadas o vidas futuras. Tan solo hay vida, y está aquí y ahora.
Que el dinero no te consuma, que su búsqueda no te corrompa y que el miedo a perderlo no te encadene. No prestes, ni te endeudes. Tan solo da, sin esperar recompensas, y tan solo recibe, sin culpa ni remordimiento.
Hemos venido a este mundo sin ninguna deuda que saldar. Todos, todos nosotros tenemos derecho a dormir y a comer, por el simple hecho de estar vivos. No hay que ganarse la vida. Hay que vivir, y hacerlo de corazón, es lo único que hay que hacer. No tienes que ganarte mi confianza, no tienes que venderte y yo no tengo que comprarte. No somos mercancía joder, no somos objetos inertes, ni un valor numérico. Las relaciones no son negocios, la vida no es un mercado.
Estoy solo y estoy contigo. Tengo alas, pies y escamas. Duermo por las noches y disfruto de los abrazos. Me gusta correr descalzo y observar a través de ventanillas de autobús.
Amo a mi familia, aunque no sea mía. Amo a las flores, cuando florecen y cuando se marchitan.
Tengo manos que bailan con el viento y nada más. No necesito nada más. No hay nada que se pueda poseer, nada es  mío y nada es tuyo. La tierra es de la tierra y cuando nuestros cuerpos se consuman, lo harán sobre ésta.
Te quiero y me quiero, porque es lo mismo. Todo es lo mismo. La separación no existe. No hay vencedores y vencidos, no hay víctimas y culpables, buenos o malos. Incluso la vida y la mueren juegan en harmonía, abrazándose, fundiéndose en el unísono.


Reflexión y reconciliación

He estado huyendo de este momento durante días. En el proceso he estado estreñido y con diarrea. He sentido nauseas, soledad e incomprensión, por parte de los demás y por parte mía, que supongo que es lo más importante. También me he cortado dos veces el mismo dedo y en el camino me he doblado el tobillo y me ha dolido como nunca antes.
Llegué a este país con el corazón en paz y rebosante de vida. El conflicto del mundo se veía pequeñito y aunque mis pies caminaban sobre la misma tierra que los demás, los problemas por los que ellos eran carcomidos a mí no me afectaban. No se trataba de prepotencia, ni alguna clase de sentido de superioridad, tan solo era bienestar interior, de ese que no depende de nada o de nadie, ese bienestar que se basa en una constante elección de vivir en el presente.
Pero, de a poquito, me fui distrayendo, fui almacenando pensamientos y recuerdos. Me olvidé de limpiar por dentro, comencé a tomarme de manera personal las críticas y a reaccionar ante ellas.
Y sí, me afecta que casi todos los días me repitan que estoy perdido, que vivo de sueños, que soy inmaduro, que he tenido una vida privilegiada y que hasta ahora no me he ganado nada.
Me afecta que mi tía vaya a hacerle un juicio a mi otra tía, y que dos hermanas se conviertan en enemigas por el maldito dinero. Me afecta que todo se base en dinero, que todo el puto mundo gire en torno a los billetes. Pero lo que más me jode es que a mí también me entre el miedo a no tenerlo, a no ser capaz de conseguirlo.
Así, tengo miedo a no conseguir un estúpido trabajo en el que pasar mis días y del que obtener un salario a fin de mes. Me afecta que las personas no me puedan ver más allá de mi capacidad para ganar un sueldo. Parece que eso es lo único valioso, lo único que realmente merece mención.
Y me entristezco, me incomodo y me entran ganas de desaparecer. ¿Qué sentido tiene esto?
Y más me duele juzgarme, ser duro conmigo mismo, reprocharme las preocupaciones y mi falta de fortaleza para resistir todo esto.
Me afecta no ser tan fuerte como creía. Me afectan las comparaciones y siempre perderlas.
Me afecta estar perdido y no tener respuestas. Me afecta haber visto la vida con claridad y que ahora todo sea borroso y confuso.
Me afecta estar mal conmigo mismo y que ese malestar se expanda a lo que me rodea, me molesta que en este momento tan solo irradie malestar.
No me siento cómodo donde estoy y ni siquiera encuentro comodidad bajo mi piel. No sé qué hacer, ni a dónde ir. Pero entonces miro, escucho y me pierdo, me pierdo de verdad, en este momento, con miles de formas y aromas y escucho, escucho. Escucho.
Estoy aquí. Nunca me he ido. Hay algo que siempre está.
Nunca es suficiente. Es una locura. Nunca basta con lo que hay, con lo que somos y lo que hacemos. No basta con despertar por la mañana, no basta con decir buenos días, no basta con desayunar y tal vez charlar acerca del clima cambiante. No basta con estar vivo hoy. Siempre hay que buscar un después, siempre hay que buscar un mañana, un siguiente paso. Y ese paso que darás después es siempre más importante que el que estás dando ahora. No importa que escriba, importa que publique y que se vea. No importa que respire, importa que produzca beneficios. No importa que el tobillo me duela, tan solo importa el día en que vuelva a correr con naturalidad.
No tiene ningún sentido. Y acabo de llegar al increíble estado de sudar de todo, ese estado en el que te das cuenta de que no eres nadie y que tu mente es minúscula, ese estado en el que tan solo existe esto, lo que está ocurriendo y que nada más importa.
Necesito un abrazo, un abrazo de mí mismo. Hacer las paces, acariciarme y observarme con comprensión. Darme un besito, revolverme el pelo y decirme que no hace falta esperar a que todo salga bien; todo ya es como tiene que ser. Sentir amor, hacia cada uno de mis músculos y articulaciones, dar las gracias a mi estómago e intestinos por hacer todo lo posible por digerir la comida de La Paz. Empezar por mí, o empezar por esas flores blancas del jardín, aprender de su inocencia e impregnarme del rocío que cubre sus hojas.
No hay ningún sito al que llegar. Tal vez, cuando mi tobillo vuelva a su tamaño normal, mis pies se desplacen hacia alguna parte y que en efecto, llegue a algún lugar. Pero no me refiero a un lugar físico, me refiero a que no hay cimas que alcanzar, cimas psicológicas, cimas de prestigio o lugares ficticios que en tu cabeza otorguen la tan ansiada seguridad.
No tengo nada que demostrar, a nadie, sobre todo a mí mismo. No tengo nada que defender, ni ningún motivo por el que luchar. No voy a luchar.

A tomar por culo todo. Empecemos de nuevo. Por primera vez.