Ahora mismo veo a dos delante de mí, la otra
todavía duerme y el que falta se encuentra en el oriente del país. Todos ellos
comen, ven y sienten.
A uno le apasiona la música. Todas las mañanas
nos regala desde su habitación las melodías extraídas de su violín. Tiene el
pelo revuelto y oscuro, y no lo lava con champú. Además, dice que no come
queso, pero no es capaz de resistirse a una buena pizza. Le llaman Rodrigo y le
queda tan solo medio año para terminar el colegio. Los estudios no le interesan
en exceso, pero está deseoso de aprender. Tiene zapatos de suela plana y con
ellos sube montañas escarpadas y recorre ciénagas interminables, siempre con su
cámara colgando a la cintura, lista para capturar cualquier obra artística
ofrecida por la naturaleza.
Después tenemos a un joven espigado de piernas
hábiles, que utiliza para jugar al fútbol. Es un chico que al principio tan
solo decía lo básico, pero que sonríe con ternura y se expresa con tranquilidad.
Él cocina salsa de tomate con choclo y está perfeccionando sus dotes
culinarias. Tiene el mismo nombre que su papá; por eso le llaman Toñito hijo.
Ahora no se encuentra aquí, y su ausencia se siente, pero sé que pronto lo veré
de nuevo, y que jugaremos al ping pong, a las cartas o que iremos a alguna
cancha de césped y volveré a caer en cada uno de sus amagues con el balón en
los pies.
El siguiente es el chico de los ocho pulmones,
el que corre con mochila y que sube escaleras de cuatro en cuatro. Se llama
Bernardo, aunque yo siempre le digo Berni. Se ríe, pinta y come pan, a todas
horas. Con él, además, compartimos la afición de la canasta y la pelotita
naranja. Y hasta que me doblé el tobillo, le acompañaba a sus entrenamientos,
en los que me dedicaba a divertirme junto a un puñado de quinceañeros. Berni
está loco y rebosa vida. Su energía es contagiosa y cada día, al mediodía, él
es el encargado de bañarme con una manguera de agua helada.
Y por último está la pequeña Beatriz. Betty,
la de la voz dulce, la de los panqueques y las tartas de chocolate. Ella lee
mucho y ha visto todas las películas de Yao Miyasaki. Como todos en la familia,
se desliza como cabra por las montañas y siempre escoge los caminos más
abruptos y resbalosos, porque según ella, son más lindos. Le encanta la palta y
disfruta de manera particular al ganar en el juego del monopoly. Al principio
me preocupaba no caerle bien, pero en cuanto dejé de intentar causarle una
buena impresión, empecé a disfrutar de su simple presencia, a compartir y sobre
todo a observar y escuchar. Así, de a poquito la voy descubriendo, a mi
hermanita.
Esos son mis cuatro hermanos y en teoría yo
soy el mayor. Sin embargo, yo no me siento más grande que ellos. Tal vez lo sea
en estatura, quizás yo tenga barba y algunas arrugas; no es que no quiera
reconocer eso, sino que no siento que tenga que atribuirme la autoridad que
viene impuesta con la edad.
Cuando crecía, lo hice siendo el más pequeño,
recibiendo las bromas pesadas de mi primo mayor, añorando hacerme grande para
estar a la altura –tanto física como mental –de los demás. Ahora, como es
evidente, he crecido, al menos en centímetros. Pero no me siento un adulto y
tampoco pretendo serlo, al menos de esos que presumen de seriedad, que ríen con
mesura y que con la excusa de la experiencia, ya no ven al mundo como algo
vibrante y nuevo.
Tan solo sé que soy responsable de mí mismo,
de lo que hago y lo que pienso. Siempre lo he sido, aunque en ocasiones todavía
lo olvido.
Pero voy aprendiendo, o mejor dicho,
descubriendo, lo que significa madurez; y es que para mí, madurar significa ser
valiente para equivocarte, humilde para observarlo e inocente para no juzgarte.
Si me creyera el mayor de la camada, y por
ello me otorgara alguna clase de superioridad, entonces me privaría de la oportunidad
de conocer a mis hermanos, porque ellos no son adolescentes o muchachos, son
personitas, de las que cada día aprendo algo nuevo.
Es hermoso tener hermanos, pero también, por
dentro me pregunto: ¿No será que todos somos hermanos y hermanas?
Lo digo en serio. Los cuatro seres humanos de
los que hablo eran antes completos desconocidos que vivían del otro lado del
mundo, tan solo había escuchado rumores sobre su existencia y particularidades.
Ahora vivimos juntos, escucho sus muelas triturando, siento sus pasos en el
piso de arriba, veo sus caras recién levantadas y la luna en cuarto creciente
en sus sonrisas. Ahora somos auténticos hermanos, pero en teoría, siempre lo
fuimos.
¿No será que ocurre lo mismo con el resto de
personas del planeta? ¿No será que todos somos hermanos latentes, que en algún
momento, de alguna vida, quizás incluso esta misma, nos llegaremos a encontrar?
Tal vez no compartamos grupos sanguíneos, y
quizás nuestras narices y ojos luzcan distintos. Pero todos llevamos sangre en
las venas y todas las narices olisquean y todos los ojos espían entre las
pestañas.
¿Y si tan solo necesitáramos de la oportunidad
de conocernos? Tan solo disponer de un espacio en el que compartir y
expresarnos, con ganas de descubrirnos, pero sobre todo, ¿Qué pasaría si
viéramos a cada desconocido como un hermano perdido, en lugar de un simple
extraño?
Qué grande sería la familia y qué diferente
sería el mundo.
De momento, lo que a mí me toca es disfrutar
de los hermanos que he encontrado y de los que vayan apareciendo por el camino.