miércoles, 30 de marzo de 2016

Desde el Jardín

Huele a jazmín. El cielo está pálido, no hay nubes, pero tampoco hay azul. Sobre las tejas se extiende una capa verdosa que evidencia el paso del tiempo. Tiempo que no pasa o que se esfuma con la brisa, ese suave soplido que te abraza y mece a las plantas. Aquí el verde es abundante y deja un rastro de hojas caídas por el suelo.
Las fragancias se mezclan, las flores se abren y las sillas descansan, ofreciéndote un buen sitio del que observar todo el jardín.
Este es un jardín que sabe a eternidad. Aquí la niñez se respira en el ambiente, se palpan las risas que se dieron y las piernecillas que corrían entre las macetas. 
Y hoy, desde este jardín, me pregunto: ¿Por qué nunca es suficiente?
¿Por qué no basta estar aquí y ahora?, ¿por qué siempre queremos algo más?. Siempre hay algo más. La verdad, en ocasiones me encuentro deseando más cosas, más dinero, más zapatos y hasta más tiempo.
Muchas veces niego que esa ambición existe, digo que no está ahí, que yo estoy por encima de eso. Pero una vez más, toca desnudarme por dentro y bañarme en humildad. Y es que no estoy por encima de nadie ni de nada. Y durante la semana pasada sentí que nada era suficiente. No era suficiente jugar básquet con mi primo por primera vez en diez años, no era suficiente estar en este jardín mágico en el que viven mi abuelita y mi bisabuelita. No era suficiente escucharlas y desayunar juntos. No bastaba con dormir junto a una persona que amo, ni comer pomelos recién sacados del árbol.
Aun con todo eso, yo quería más, y ¿Qué era lo que quería? Simplemente más. Más tiempo, más momentos. No quería por nada del mundo que se me vaya este instante, que se vayan estas personas que quiero y los lugares en los que me hallo. Y aquí la cosa se pone aún más complicada. Porque lo que hay aquí tampoco basta. Aquí estarán mis primos, un hermano, un par de tíos, mis abuelas y la tierra en la que nací; pero a un millar de kilómetros al oeste, ya en terreno montañoso, habitan mi mamá, papá Toño, mis hermanos y nuestros amigos del Alto. Mas ahí tampoco termina el asunto, porque si salimos de Sudamérica y volamos a la península ibérica, nos encontramos a la Wallita, a mi papá, más tíos, más primos y amigos cultivados desde la adolescencia.
Y la única solución que se me ocurría a este conflicto, era la teletransportación, habilidad que todavía no poseo.
Y me enfurecía ver que el 1ro de junio hay un vuelo que me llevará a Estados Unidos, un vuelo que yo elegí reservar. Y me daba miedo cancelarlo, porque no quería perder ese dinero, porque tenía miedo a que el dinero se agote, porque en este momento no produzco billetes. Esa carencia de billetes también le añadía más hierro al asunto, porque sin billetes no podría regresar a Bolivia en el futuro, lo cual hacía de lo que estoy viviendo algo único e irrepetible. Y es curioso cómo las palabras “único” e “irrepetible” pueden tener un cariz negativo en esta circunstancia.
Y ya, para colmo de todo, no solo me preocupaba por mí, sino por lo que pensaran los demás acerca de mí. Yo no quería defraudarlos, quería estar con todos, compartir con todos, sin olvidarme de nadie, y me asustaba la idea de que alguno pensase que no me importaba o que no quisiera verlo.
Yo quería estar aquí y estar allá, con estos, con aquellos y con todos… Quería tanto, que incluso llegué a olvidar dónde estaba. Olvidé, una vez más de que ya estoy donde soñaba estar. Olvidé que hay comida en mi plato, calor en mi pecho y una cama en la que descansar.
A veces me han dicho que no me he ganado esta vida, que no he hecho nada para estar aquí, incluso yo me he sentido un tanto culpable por respirar gratis y caminar tan despreocupado.
Y desde aquí, desde este jardín, veo que la felicidad no está en el futuro. No está en lo que quieres hacer mañana, ni en el recuerdo de lo que hiciste ayer. No está en el contenido de tu cartera, ni en la gente que te rodea. Ni siquiera se encuentra en un jardín floreado obsequiando su aroma. La felicidad está en aceptar este momento, sin intentar cambiarlo, sin pretender añadirle algo más, tan solo aceptarlo y amarlo por lo que es.
Sin embargo, no tengo respuestas para ese vacío que sientes al estar lejos de alguien que amas. Lo que sí puedo decir, es que ese vacío, esa distancia, la sentía precisamente hacia las personas con las que estoy ahora. No extrañaba a los que están físicamente lejos, sino a los que están cerca, era precisamente a ellos a los que tenía miedo a perder, a dejar atrás. Tenía miedo al día de decir adiós. Pero ese día no es hoy, o tal vez lo sea, quizás no llegue o incluso puede que ya haya pasado. El miedo no era la distancia, sino el pensar sobre ésta. Y el miedo engendra ambición, esa ambición que desea retener lo que hay ahora, que busca de manera incansable la permanencia. Eso quería yo, agarrar este momento y no soltarlo, y haciendo eso, lo único que logré fue olvidarme de lo que realmente importa.
Todo para mí era limitado. Y la mayoría concibe así la vida, como algo que se agota. Tenemos miedo a que el tiempo se acabe, que el dinero se diluya, que las posesiones se gasten y que las personas se vayan. Sin embargo, todas las teorías espirituales hablan de que somos seres eternos, almas inagotables, espíritus ajenos al tiempo. Todos hablan de unicidad, de ausencia de separación, de carencia de límites… Pero, del dicho al hecho hay mucho trecho.
Yo mismo, en este blog he hablado de miles de cosas por el estilo. He hablado del vacío, de la eternidad y del alma. Pero lo que a veces me ocurre cuando leo algo que he escrito en el pasado, es que no me reconozco. Puede sonar raro, pero a veces me gusta leerme a mí mismo, sobre todo en momentos de mente nublada, y ver toda la claridad que rebozan esas palabras hace que me pregunte si fui yo el que las escribió.
Y la respuesta es no. No fui yo. No soy yo. No soy nada, y cuando dejo de buscar algo o ser alguien, siento que soy todo. Cuando eso ocurre, ya no falta tiempo, ni dinero, ni experiencias. Cuando te rindes y te abrazas, cuando dejas de tener miedo, vives. Y sientes que todo está dentro de ti y que tú estás en todo. Sientes que eres el día que madruga y la noche que se desvela, el oxígeno que entra y el dióxido de carbono que se expulsa. Y en tu corazón late una melodía, una que siempre canta y que nunca aburre, una canción que da vida y que la crea. Una flor que se abre y que se cierra, que nace y que muere, para volver a abrirse y otra vez marchitarse. Porque la vida es eso. Y cuando llega ese momento, amas, sin restricciones ni dudas. No falta nada, ni nadie. En este jardín están todos.
Y tú eres la hoja, la rama y la hormiga que navega por el tallo. Eres el caracol que se arrastra por lo húmedo y la estrella que se las apaña para brillar entre las nubes. Aunque también eres la nube, una blandita y esponjosa. Eres el abono de la tierra, el fruto verde y el que se pudre. Eres lo dulce y lo salado. Eres la paradoja de lo escrito e incluso, hasta eres el que escribe. Mas lo escrito, al igual que todo lo descrito, no te pertenece, ni nunca lo hará. Ni falta que hace, porque todo en ti está.



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