El mundo se regocijaba en sí mismo. Las mariposas estiraban
sus trompas y las flores se abrían, disfrutando del cosquilleo. Las mañanas les
cantaban a los atardeceres y las estrellas reían, todas ellas, sin hacer el más
mínimo ruido. Las moscas cosquilleaban las piernas peludas y los aguacates
maduraban al sol de mediodía.
Había árboles altos por aquella entonces, árboles de mango
que extendían sus ramas generosas, brindando su dulce fruto a cualquier
viandante.
También había muchos viandantes, y aunque parezca mentira,
todos tenían tiempo, o mejor dicho, no vivían con tiempo. Ni siquiera sé por
qué les digo viandantes, cuando en realidad eran tan solo andantes. Ellos
andaban y se paraban, con la barriguita siempre dispuesta a engullir un mango más.
No sé cuánto me cambió el viaje, o si tan si quiera el viaje
me cambió. Tal vez fui yo el que cambié sin necesidad de moverme, o quizás no
haya cambiado en absoluto. Habría que cuestionar incluso si yo existo.
Recuerdo el día que te conocí, tan solo pensarlo me hace
sonreír. Tú dormías, como un bebé, roncando como un cocodrilo hambriento; yo
quería despertarte, mas mi intención no era asustarte. Eras una criatura tan
pequeña, te veías tan frágil e inocente.
Te vi crecer, expandirte y fundirte con los ríos. Te vi ser
roca, madera y tierra.
Recuerdo cuando tu boca quemaste con café ardiente, y cuando
en tu primer otoño se te amarillearon las hojas. Recuerdo la primera ola que
formaste y también tu primer vuelo, cómo olvidarlo, sobrevolando aquel lago,
salpicándote las patas y luego fundiéndote con un cielo rosado.
Recuerdo las lágrimas de elefante, el comercio de especias
en el mercado y los garbanzos cocidos con zapallo.
Un día desperté y tenía cuatro hermanos. Luego volví a abrir
los ojos y resulta que en realidad no tengo nada. No te tengo ni a ti vida, ni
siquiera a ti, pues tú te tienes sola. Y tanto tiempo he pasado creyendo que
era yo el que te observaba, tantos recuerdos en los que creía que tú estabas
allí fuera, manifestándote con tus mil formas. Y al final resulta que yo no
existía y que al único que observaba era a mí mismo.
¡Qué complicado se antoja con palabras!
El lenguaje enreda y parece que pone trampas. Y si lo que
quisiera decir, lo dijera solo con palabras, entonces lo escrito no tendría ningún
sentido.
La palabra es la forma, pero en la misma forma está la
esencia. La raíz profunda de los árboles, se manifiesta en la punta de sus
hojas. La inmensidad del océano cobra forma en la última ola que se quiebra, ya
sobre la playa, ante los pies descalzos de un recién nacido.
Recién nacido, así eras tú cuando te conocí. Y ahora lo eres
otra vez. Porque todo lo que muere, vuelve a nacer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario