Son casi las 3 de la mañana, pero hay que escribir.
Hace 48 horas estaba un poco destrozado. ¿Razón?
Un cúmulo de cosas sobre las que estaba pensando demasiado.
Una vez más, y arriesgándome a sonar repetitivo, tenía miedo y preocupaciones.
Sobre qué estaba asustado y preocupado, en realidad es irrelevante. Lo único que
importa decir es que eran asuntos externos, cuyo resultado final no depende de
mí.
Una vez un buen amigo me dijo que lo único que puede hacer
uno es darlo todo, pero que en ocasiones, incluso todo no es suficiente.
Hoy quiero hacerle una pequeña modificación a esa frase. En
realidad sí que es suficiente. No voy a mentir(me), puede ser que lo des todo,
que te entregues con todo tu ser, en cualquier acción, y que aun así las cosas
salgan mal. Y eso escuece, duele y carcome.
Pero, ¿Qué significa que las cosas salen mal? ¿O que salen
bien?
El otro día escuché una fábula china acerca de un granjero.
El granjero tiene un caballo que realiza todas las labores del campo. El
granjero ama a su caballo, pero un día, éste se escapa y el granjero se queda
sin su mayor tesoro. Los vecinos van a visitarle y le dicen: “Hemos escuchado
lo que te ha pasado, ¡Es horrible!”
A lo que el granjero contesta, encogiéndose de hombros:
“Quizás”.
Unos días después el caballo vuelve a la granja y retorna
acompañado de tres caballos salvajes. Los vecinos vuelven a visitar al granjero
y dicen: “Hemos escuchado lo que ocurrió, ¡Es genial!
Y el granjero se encoge de hombros y responde: “Quizás”.
Luego, el hijo del granjero, intentando montar uno de los
caballos salvajes se cae y se rompe la pierna en tres partes distintas. Los
vecinos regresan y dicen: “Escuchamos lo que pasó, ¡Es horrible!”.
El granjero, una vez más, responde: “Quizás”.
Después, el país entra en guerra y el ejército va a reclutar
al hijo del granjero, pero al ver su estado, lo dejan en paz. Los vecinos
dicen: ¡Es genial!
Y el granjero, con voz suave y paciente, responde: “Quizás”.
Esa fábula realmente resonó conmigo. En mi vida, en
incontables ocasiones me dejé llevar por las circunstancias, tachándolas de
malas o buenas, sin comprenderlas en su totalidad. Esta sencilla historia
muestra que en la vida nada es permanente y que cada experiencia no puede ser
juzgada de manera inmediata como positiva o negativa.
De hecho, yo no recuerdo ni una sola mala experiencia de la
que no haya aprendido algo o de la que no haya surgido una oportunidad.
Aprendí de torceduras de tobillo y de lumbalgias, de dolores
de garganta y de heridas en las rodillas. Aprendí de relaciones que terminan,
de insultos recibidos y agresiones enviadas.
Es más, me atrevería a decir que los verdaderos puntos de
inflexión en mi vida han sido precedidos por grandes conflictos, por momentos
de dudas y profunda insatisfacción. Todas esas circunstancias se transformaron
en oportunidades.
Ayer fue uno de esos días en los que me acordé del granjero
de la fábula. Era mediodía, yo me sentía tenso, bloqueado, intentando buscar
una solución, desesperado por salir de ese estado, pero incapaz de alejarme del
mismo. Entonces, yo mismo me dije: ¡Qué mal que estás Ariel!
Y mi respuesta espontánea fue, “Quizás”.
En ese momento, acepté la situación y me di cuenta de que el
cuerpo me rogaba hacer ejercicio. Más concretamente, quería jugar fútbol. No sé
por qué, pero era lo que quería.
Así que cogí el balón y fui a la cancha más cercana, pero
había unos cuantos adolescentes fumando y parloteando en medio del campo. Y me
asusté, me daba miedo entrar a la cancha solo. No sentía temor hacia los
chicos, lo que me asustaba era que me vieran jugar y se rieran de lo malo que
soy. Por muy ridículo que suene, esa es la verdad.
Lo que hice fue agachar la cabeza y volver a casa. Una vez
más estaba frustrado, sin parar de pensar en un millón de cosas para mantenerme
en ese estado. Además, el cielo estaba cubierto por un único manto gris, hacía
frío, tal vez era mejor dejarlo para otra ocasión.
Pero al entrar a casa, me entró un arrebato de rabia y
determinación.
-Al carajo, voy a ir a la otra cancha –me dije en voz alta.
Y eso hice, solo que esta vez cogí el balón de básquet también. Fui corriendo,
por momentos a máxima velocidad. Iba tan rápido, que las personas, coches y
edificios se hacían borrosos y se quedaban atrás con cada zancada.
Al llegar a la cancha, inspirado por la épica música que
fluía por mis oídos, me puse a correr con el balón en los pies, acelerando,
pateando, tirando la pelota lejos y acelerando todo cuanto podía para
alcanzarla. Después, abandoné el fútbol y me pasé al básquet. Driblé, hice
fintas, giros, y corrí de un aro a otro hasta que los pulmones amenazaban con
salirme por la boca. Y aun cuando no tenía aire, seguí corriendo, hasta que las
piernas me temblaran. Solo entonces dejé el básquet y volví al fútbol. Estuve
así, cambiando de deporte, hasta que de la emoción, di un pelotazo tan fuerte
–y tan desviado –que sobrepasó la reja de la cancha y los arbustos de detrás.
Tardé unos diez minutos en encontrar la pelota, que había realizado una gran
excursión ladera abajo. Qué experiencia más catártica.
Entonces regresé a casa y me preparé unos ricos espaguetis
con berenjena, tomate y un toque de vino rojo. Comí hasta que el corazón quedó
contento y luego, después de un descansito, me puse a escribir. De repente,
toda la tormenta que antes tenía en mi cabeza, había desaparecido. Ya no
quedaba nada de ella.
Por la noche, salí al parquecito infantil de enfrente y me
acurruqué en una especie de camilla colgante (realmente no sé cómo
describirlo). Desde ahí admiré durante un gran rato la luna casi llena, y
sonreí al ver cómo las nubes se desplazaban, desvaneciéndose, poco a poquito
del horizonte nocturno.
Las nubes van y vienen. A veces cubren el cielo entero, en
ocasiones se difuminan, dejando al descubierto el azul celeste. Nada es
permanente, ni lo que llamamos bueno, ni lo que tachamos de malo.
Cuando te entregas a algo, cualquier cosa, con toda tu alma,
el resultado en realidad no importa. Y si te dicen que las cosas han salido
mal, puedes encogerte de hombros, sonreír y decir: Quizás.
Te leo, primo hermano!
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