martes, 19 de diciembre de 2017

Sin motivo alguno

Me he pasado mucho tiempo buscando motivos. Motivos para empezar, para seguir y andar. Razones buenas y nobles. Propósitos firmes, inflados de honor y sabiduría.
Pero al final, de un modo u otro, todos los motivos, razones y propósitos se han derrumbado por el camino.
Una vez escuché que la motivación más grande viene del porqué haces las cosas.
Yo me he dado muchos “porqués”. Pero ninguno ha sido tan fuerte como para mantener la llama de la motivación encendida.
Hoy mismo, antes de empezar este texto, tenía ganas de escribir, pero no tenía un motivo, un “por qué”, así que estuve a punto de no escribir.
Aun así, aquí estoy, no sabiendo muy bien cómo seguir, ni cómo terminar.
No tengo motivos para escribir, ni tampoco para vivir. Aun así escribo, y aun así vivo.
Hoy tengo ganas de decirnos que no importa el “Por qué”. No nos entretengamos buscándole la quinta pata al gato.
Relajémonos, eso, suéltate. Sacúdete, como oso polar después de zambullirte entre glaciares. Suelta lo que tengas guardado, deja que salga, que se evapore, diluya y pierda.
No te agarres a lo que eras ni a lo que serás. No intentes agarrar ni siquiera este momento. Suelta incluso lo que te gusta de ti. Suelta lo que rechazas y lo que temes perder. Suéltalo todo y disfruta de la ligereza de la desnudez.
Y así, camino, observo y me distraigo. Mis pasos van de prisa, buscando un sitio al que llegar, hasta que entra el miedo a que el camino se vaya a terminar. Entonces me detengo, pero en la quietud tampoco me siento cómodo. El tiempo pasa, los relojes se mueven, el pelo se cae y las uñas crecen. Todo cambia, las flores se marchitan, el pasto amarillea, pero en el momento oportuno, todo rebrota, crece y se expande, tan solo para volver a oxidarse y derrumbarse. Parece que el mundo nace y muere al mismo tiempo. Da la impresión de que la vida lucha eternamente con la muerte, siempre llevando las de perder, ya que al fin y al cabo, todos vamos a morir. Pero la primavera vuelve y las hojas nacen otra vez. Entonces, ¿Cuál es el miedo a perecer?
Hay magia en el momento. En cada momento. Pero también hay dudas, apatía y ganas de que las cosas pasen rápido. La pasión y la desgana comparten lecho. La hipocresía se refugia en la sinceridad. El egoísmo se viste generoso y las respuestas no hacen más que preguntar. Es fácil encontrar opuestos y ponerlos a bailar. Pero, ¿Habrá algo que no se pueda contrarrestar?
Ese algo parece esconderse, pero al mismo tiempo, con el suficiente olfato, se puede palpar, oír, pero nunca ver.  Y así, llega la hora de preguntar: ¿Por qué?
En realidad, no hay hora, no hay relojes, ni horario que obedecer. Aun así, mañana tengo clases a las 9.30 y supongo que pondré el despertador para las 8.43. A eso yo le llamo madrugar, en especial aquí en Lugo, donde la niebla cubre al sol hasta casi mediodía.
No sé muy bien qué he escrito, pero ya lo dije, estas palabras no tienen un motivo concreto. Estas palabras son como yo, están aquí, pero no saben por qué. Aun así disfruto dejando que los dedos las compongan, y siento que las palabras también disfrutan expresándose, formándose, uniéndose, separándose por comas y puntos.
El motivo a veces no importa. Y cuando me olvido del motivo, me siento ligero, que no hay prisa ni presiones. Cuando no hay motivo, tan solo estás aquí, sin más.
Y uno de mis miedos es que si no tengo un motivo fuerte para vivir, entonces no voy a ser capaz de vivir. Y también, está la contrapartida, de querer hacer de la frase “no te preocupes por el motivo” tu motivo, ¿Me dejo entender?
Hace poco escuché que es importante que estemos abiertos a lo imposible, ya que tal vez, acabemos sorprendidos de todo lo que puede llegar a ser posible, si es que estamos abiertos a que suceda.
Esa idea me hizo dar cuenta de cuán cerrada tenía la mente. Y quizás la mente en sí sea cerrada. O no cerrada, pero sí más bien limitada. En la mente están todos los motivos, razones y propósitos. Es la mente la que pregunta constantemente “por qué”. Pero la mente no puede ir más allá de ese mundo razonable y lógico.
Y, sinceramente, siento que no puedo expresar la vida, ni vivirla, si tengo que limitarme a ser razonable y lógico. No sé, no puedo evitarlo. Aunque me sienta ingenuo y bobo, aquello de “estar abierto a lo imposible” realmente resuena conmigo.
No sé si es fe, instinto, u otra cosa, pero siento que todo es posible, aunque las evidencias lógicas y razonables de la mente me digan lo contrario. Siento que el mundo puede cambiar, que la vida puede ir más allá de una lucha por la supervivencia, compitiendo de manera constante entre todos. Y ya no hablando del mundo, también siento que un día podré colgarme de un aro de básquet y soltar un rugido de euforia. Siento que en algún momento podré cantar sin desafinar. Siento que vivir sin preocuparte por el dinero es posible. Y también siento posible trabajar como regalo a la vida, sin esperar nada a cambio, ni ser explotado por lo que haces. Siento que hay tiempo para abrazar a todos los que quiero abrazar, porque en realidad no hay tiempo, tan solo este momento eterno en el que todo está ocurriendo, borrándose y pintándose, para volverse a borrar.
Eso es lo que siento, pero no tengo motivos para reforzar ese sentimiento.
He buscado evidencias que reafirmen lo que siento, y las he encontrado. De hecho, creo que lo que siento es algo que muchos de nosotros experimentamos. No soy único ni especial en absoluto. Hay personitas que están expresando lo mismo que yo escribo, pero aun así, eso no basta. Aun así, todavía siento que no tengo pruebas para demostrar lo que siento.
Tal vez no haga falta encontrarlas. Quizás, lo importante simplemente sea dejar que ese sentir aflore.
Hay una frase de J.F. Kennedy bastante famosa, esa que dice: “No preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate qué puedes hacer tú por tu país”.
Pues el otro día escuché algo similar, solo que completamente distinto, que decía así: “No preguntes al mundo que puedes hacer por él, tan solo sal ahí fuera y vive”.
Así pues, ¿Qué tal si respiramos hondo, nos olvidamos de los motivos y salimos a vivir?



 No sé por qué, creo que esta foto describe lo que quiero expresar. Mis shorts están a punto de caerse, y la fuerza de la cascada me va a terminar desnudando. Soy consciente de esto y por eso sonrío.

martes, 12 de diciembre de 2017

Cuidándonos

Las últimas semanas tuve fuertes arranques de preguntas existenciales. Al principio intenté resistirme, negarlas. Luego fui dejando que entren y empecé a buscar respuestas, o mejor dicho, a intentar recordar las respuestas que ya tenía escritas.
Después de esa fase de intentar contestar las dudas que brotaban, de a poco, fui aceptando que no tenía respuestas. Empecé a aceptar mi propia incertidumbre y con cierta timidez, me atreví a compartir lo que estaba experimentando.
Cuando estaba inmerso en esa “crisis”, no era consciente de que lo que me estaba ocurriendo era algo natural y muy necesario.
Ahora, hoy, 12 de diciembre, de repente, la carga que llevaba arrastrando desapareció. Y eso no es algo bueno, porque la carga no era mala.
De repente, entiendo por qué pasé por ese periodo de cuestiones existenciales. Ahora entiendo por qué no podía evitar cuestionar la vida, su propósito y el sentido de mi propia existencia. Necesitaba hacerlo porque había cambios gestándose en mis raíces. Y de algún modo, antes de todo cambio (al menos en la experiencia de este ser humano) hay una sacudida de lo establecido, un proceso de tambaleos y dudas.
Pero es precisamente ese temblor, ese desprendimiento, lo que hace posible que algo nuevo emerja.
Entonces, llegamos a un punto muy lindo. ¿Qué es lo que tenía que emerger?
Yo. Yo mismo. La propia vida. Vivir es cambiar, transformarse, fluir, adaptarse, inspirar y expirar.
Pero bueno, no voy a ser tan abstracto.
Siento que estaba llegando a un punto en el que hacía las cosas por inercia. Enseñar Inglés ya no me era un desafío. Lugo ya no era nueva y desconocida. Vivir en un apartamento y pagar facturas era algo que ya empezaba a dar por sentado. Estaba viviendo mi vida en piloto automático y apenas era consciente de ello.
Me decía que ya sabía lo que tenía que saber y hacía lo que consideraba necesario para ser una persona buena, para colmar las expectativas que yo me ponía. Pero por dentro había algo que picaba y escocía, porque, sí que había la intuición de que algo no fluía.
De ahí la importancia de la “crisis”, y también muy interesante la manera de abordarla. Primero escapar, luego intentar parcharla, rellenarla, para luego probar a solucionarla, buscar métodos y estrategias, hasta que por fin, simplemente la aceptas, te rindes a que esa “crisis” es tu compañera de viaje, una mochila que llevas y que no sabes por qué lo haces. Pero en ese momento ya empiezas a intuir de que no vas a andar toda la vida con ese peso en tus espaldas, mas todavía no sabes cuándo o cómo te la vas a quitar de encima.
Y nunca te la quitas de encima. Hoy, simplemente me di cuenta de que ya no estaba.
Hace un par de días, mientras preparaba un delicioso guiso de lentejas con un montón de verduras, me puse a escuchar un podcast de un tipito que se llama Charles Eisestein. Hace tiempo que tenía ganas de escuchar sus podcasts, pero por algún motivo no lo hice hasta el día del guiso. Y disfruté como un enano el audio.
Para que se hagan una idea, Charles es un activista del decrecimiento, y promueve lo que él llama una “economía de regalo”, en conjunto a una sociedad de personas interdependientes, basada en el amor, la generosidad y los valores comunitarios. Y en sus charlas y entrevistas, él explora espiritualidad, sostenibilidad, política, ecología, agricultura, arte y básicamente todo aspecto humano.
Escuchar ese primer podcast, mientras preparaba las lentejas, fue una experiencia que todavía me pone los pelos de punta.
Y hoy, hoy escuché un segundo podcast. Pero antes de hablar más de él, me gustaría contarles un poco acerca de mi día, empezando por ayer:
Ayer por la noche el cielo se despejó. Después de muchos días las estrellas tintineaban y yo corría entre una carballeira, con la garganta un poco pocha a entrenar básquet.
Pero todavía antes de eso, en una de mis clases, estaba haciendo un proyecto de navidad con mis niños. Estaban recortando y pegando dibujitos, y de repente escucho a uno de los chicos decirle a otro que estaba recortando fatal. El otro niño soltó las tijeras casi de inmediato y dijo que mejor otro hiciera esa parte. Yo me acerqué a él y le dije que lo estaba haciendo genial. No se lo dije por decir, la verdad era que lo estaba haciendo bien, o mejor dicho, que no había manera en que pudiera hacerlo mal. Le dije que estaba haciendo un gran trabajo y que me gustaba mucho cómo estaba quedando el proyecto. Luego me dirigí al que hizo la crítica y le pregunté por qué había hecho ese comentario. Tuvimos una breve reflexión en la que no sé si él me escuchó demasiado. Sin embargo, después de cinco minutos, el niñito que había dejado las tijeras, las había vuelto a coger y estaba muy entretenido recortando dibujos otra vez. Esos momentos hacen que ame pasar mis tardes (y dos mañanas a la semana) con personitas hablando en Inglés.
Aunque, precisamente, enseñar inglés era una de las cosas que me estaba causando conflicto. Me estaba preocupando que ya no me apasionara, que lo estaba haciendo como un mero trabajo del que obtener dinero a cambio. Y sí, creo que no me es ningún secreto que en realidad no es el inglés lo que me apasiona compartir. Lo que me gusta compartir es la vida. Y tal vez todo este tiempo he querido utilizar a mis alumnos para compartirles lo que siento y esperar que ellos también se atrevan a abrirse y expresar lo que llevan dentro.
Sé que el inglés es muy importante. Lo digo yo, que me ha dado la oportunidad de viajar, conocer e incluso trabajar. Pero no puedo pasar por alto de que no es lo más importante. Ninguna asignatura lo es. Eso es lo que pienso y no puedo evitarlo, ni tampoco quiero hacerlo. Sí, adquirir conocimientos es útil, pero aprender a compartir este planeta es más importante. Respetarnos, celebrar nuestra diversidad, sentirnos seguros y respetar toda forma de vida, tiene que ser más importante que aprender a sumar o incluso escribir.
Ayer disfruté muchísimo del básquet. Me sentía suelto, relajado, sin nada que demostrar. Hice entradas, metí triples, corrí de un lado a otro y terminé exhausto, listo para una ducha caliente y envolverme en mantas.
Esta mañana fui a clases, volví a casa y en un momento dado observé el reloj, que marcaba las 12 y 12. 12:12 del 12 del 12. Sonreí al ver esas cifras tan simétricas. Y sí, no voy a mentir que tuve la sensación de que aquello era una señal.
Por la tarde tuve más clases y al regresar hice ejercicio bajo una suave llovizna. Me duché, conecté los auriculares y escuché el segundo podcast de Charles mientras me ponía a limpiar la casa. En este capítulo, Charles hablaba con una mujer de Grecia y abarcaron varios temas, de los cuales quiero resaltar uno, resumido en una frase:
“Cuando hay personas apoyándose y cuidándose unas a otras, el miedo pierde fuerza”
Es algo que me caló hondo. Porque vi que es la sensación de aislamiento el caldo donde mejor se cuece el miedo. También vi que el mundo que hemos creado se basa en el miedo, porque tiene sus anclajes en el aislamiento. Todos contra todos, en una carrera, dándonos los buenos días, pero compitiendo contra el vecino e incluso el amigo, todos queriendo ser mejores que el otro, argumentando que solo el fuerte sobrevive.
En ese mundo no hay cabida para los sueños, ni para nuevos caminos, porque estamos tan asustados y presionados para poder sobrevivir.
Escuchar a Charles, era como escucharme a mí, y me inspiraba a ser yo mismo, siendo consciente de que yo solo tengo sentido en conjunto con la humanidad entera, con la vida en su totalidad, en cada respiración.
El tiempo pasó y terminé de limpiar la casa. Todo estaba bonito y ordenado acorde a mis parámetros de limpieza. Me sentía contento, genuinamente contento, así que decidí celebrarlo.
Corté cebolla, ajo y pimiento, los sagrados ingredientes para el “ahogadito”. Puse agua a hervir y me serví una copa de vino, brindando por los espaguetis que iban a nutrirme como cena.
Cociné tranquilo, hablando con Colleen, compartiendo oralmente con ella lo que les estoy escribiendo a ustedes ahora. Y luego llegó la hora de comer. Una vez más, me serví vino y brindé, con estas palabras:
“Por los que vinieron antes y los que vendrán después, reunidos en este momento”.
Creo que es hora de emprender caminos nuevos, y creo que sin pensarlo, ya he dado el primer paso.
Pude haber escuchado los podcast de Charles hace meses, cuando descubrí que existían. Pude celebrar la vida en un plato de espaguetis mucho antes. Pude sentirme suelto en el básquet cuando entré al equipo. Pero no estaba preparado para hacerlo, no hasta este momento.
Y para eso era útil la mochila de crisis existencial. Era necesaria, porque todavía no estaba preparado para caminar sin peso. Yo creía que intentaba quitarme la mochila, pero en realidad me estaba aferrando a ella, porque no sabía que ocurriría el momento en el que la soltara.
Así que gracias, gracias a todos esos momentos incómodos. Gracias a las dudas experimentadas y los miedos expuestos, gracias por guiarme a este momento, este precioso momento.
Ahora, siento que lo que hay dentro de mí vale la pena. Y siento eso porque me siento apoyado y cuidado por la vida entera.
Cuando dejé la universidad, mi abuela no apoyó mi decisión, pero sí que permitió que esa casa de la Plaza del Conde del Valle de Súchil fuera mi nido de experimentos. Allí, cuando di las primeras zancadas hacia mi corazón, mi abuela y mi papá me dieron la libertad de ser yo mismo. En ese tiempo yo no lo vi de esa manera, pero ahora no puedo sentir otra cosa que no sea gratitud.
Más adelante, apareció Colleen, y con ella no era una carga sentirme vulnerable y asustado. También están mis amiguitos, de los cuáles no pondré nombres. Pero si te consideras mi amigo, da por sentado que te estoy pensando en este instante. Gracias por entenderme, escucharme y aguantarme.
Gracias a mi mamá, a mis hermanos que conocí hace un par de años. A mis primos, que también son hermanos. A mis tías y tíos. A personas de aquí y allá.
Gracias a los perritos que jugaron conmigo. Gracias a los árboles que derramaron sus hojas al viento y a los ríos que empaparon mi cuerpo.
Gracias a todos ustedes soy yo. Y es que nada puede existir aislado. Por eso es tan triste que en este mundo tantas personas se sientan aisladas y solas. Y más triste es aun que elijamos vivir de ese modo.
Pero en realidad no estamos aislados. Tan solo hemos crecido creyéndolo. No podemos existir los unos sin los otros. Todos somos necesarios, todos importantes, y al mismo tiempo, nadie más importante que los demás. Cuesta admitirlo. Al ego le cuesta. Pero así lo siento.
No sé hacia dónde voy a ir. Pero sé cómo quiero hacerlo. Sé lo que es importante. Y también sé que habrá más mochilas con las que cargaré por el camino. Bueno, en realidad, eso no lo sé.
Estoy aquí para expresar la vida que hay en mí. Para escribir y dibujar. Estoy aquí para decirle a los niños, a los adultos y a mí mismo que no hay una manera correcta de recortar un dibujo. Estoy aquí para recordarnos que estamos vivos y que esta vida vale la pena. Estoy aquí para dar voz a ese latido que nos dice que un mundo distinto es posible.
Estoy aquí para apoyarte y darte aliento, para decirte que no estás solo y que puedes contar conmigo. Tal vez sea difícil de creer, pero de verdad que en este momento siento esto.
No siento que quiera hacer algo bueno, sino que es algo natural y cotidiano. Realmente creo que podemos construir un mundo en el que la generosidad y el amor no sean algo extraordinario, sino el pan de cada día.
No creo en la perfección. Pero creo en nosotros.


Por todos los que vinieron antes y todos los que vendrán después, reunidos en este momento.



viernes, 8 de diciembre de 2017

Este Momento

Aquí llueve y se forman charquitos en las aceras, el aire se pone denso y las luces de las farolas se tornan opacas. Las ventanas se empañan, se llenan de gotas, pero la casa se mantiene caliente, sin necesidad de calefacción. Las plantas celebran y la tierra traga el agua con ansias.
He lavado platos y tirado basura orgánica y envases. He levantado pesas y por primera vez desde el domingo me duché con agua fría.
He estado enfermo, con mocos, flemas, ojos llorosos y el cuerpo un tanto apaleado. Pero hoy, hoy estoy aquí, escribiendo, respirando sin demasiadas dificultades.
Ayer le dije a la Wallita que estoy escribiendo menos, en parte porque tengo menos tiempo, pero principalmente porque tengo menos confianza en expresar todo lo que llevo dentro. Me he vuelto más crítico conmigo mismo, tal vez, no lo sé.
No sé cuál es el motivo, pero el hecho es que este año he escrito menos que los anteriores. A veces creo que escribo menos porque en mi vida ya no hay tantas aventuras, ni tantos viajes. Ahora mi vida tiene horarios, nóminas a final de mes y tarjetas de débito.
Uno de mis mayores miedos es dejar de ser yo mismo. Y en ocasiones me pregunto si los pasos que estoy dando me están alejando de lo que soy.
Todavía siento rechazo a la palabra “trabajo” y todavía me resisto a decir a la gente que “trabajo”. No sé qué tienen algunas palabras que se atragantan en mi boca. Me pasa lo mismo con “política” o “disciplina”. Pero al fin y al cabo, son tan solo palabras, sonidos estructurados cuyo significado es subjetivo, ¿O no?
Cada vez que tengo dudas intento mirar al pasado, como si el pasado fuera un libro del que obtener conocimientos. Pero al menos yo, nunca saco nada de lo que ya pasó. Principalmente porque no sé lo que pasó. Además, tengo una tendencia a idealizar los recuerdos y etapas anteriores, y creo que eso pasa a bastantes personas. A veces incluso tengo la sensación de que los viejos tiempos siempre fueron mejores a los actuales. Es como si para que este momento sea bueno, hay que esperar a que pase, a que madure y entonces se convierte en algo valioso, envuelto con broche de nostalgia.
Además, esa sensación de no saber quién soy, se ve alimentada aquí en Lugo, porque básicamente no conozco a nadie en este lugar. No hay nadie, a excepción de Colleen, que me recuerde lo que supuestamente soy.
Tampoco sé por qué me obsesiono con saber quién soy. Y mi tendencia nostálgica me invita a creer que en el pasado no tenía tantas dudas ni preguntas a cerca de mí mismo. En los viejos tiempos yo tenía certeza y andaba a paso firme, ¿O no?
Pero todo eso no importa. No importan las preguntas, las dudas o las respuestas. Todo lo que importa es este momento. Todo ocurre en este momento. En realidad da igual lo que hice ayer o lo que fui hace un año, en este momento estoy aquí, viviendo esta experiencia, escribiendo este texto. Pero el problema es que no quiero aceptar eso del todo, porque ser este momento da miedo, porque este momento, en el fondo, está vacío. El pasado está escrito y en el futuro se trazan planes, ideas, sueños e inseguridades. Sin embargo, el presente está vacío, dispuesto a escribirse y llenarse, pero al final, sin que uno se dé cuenta, está vacío de nuevo. Por eso lo de vivir el presente parece una paradoja, y en ocasiones he llegado a creer que hay un instante detrás de otro, sucediéndose muy rápido y que si estaba lo suficientemente alerta, iba a poder saber en qué momento el presente se convertía en pasado. Pero eso no es lo que ocurre. Nunca hay pasado. El presente es siempre presente. Siempre es este momento, pero al mismo tiempo este momento es siempre nuevo, porque sigue estando vacío.
Mientras estaba escribiendo esto, me puse a leer antiguos textos, y me di cuenta de que antes también tenía cuestiones existenciales, pero me las tomaba con más calma, o al menos esa fue la interpretación que saqué hoy. Ahora, es como que ya he pasado por mi período de aprendizaje, ya he cuestionado y dudado todo lo permitido, y que lo que viene después es la aplicación de los conocimientos. Pero, si como he dicho antes, solo existe el presente, no hay nada que venga después, ni tampoco hay un pasado desde el que aplicar conocimientos.
Pero sí que hay un pasado, ¿Verdad? Un ayer que en un momento dado fue hoy. ¿O es esa una historia que me cuento para que todo tenga coherencia?
Muchas de estas preguntas son complejas y enrevesadas. Y la mayor parte de ellas no lleva a ningún sitio. Pero tal vez sea ahí a donde hay que ir, a ningún sitio. Quizás esa sea la respuesta, la nada que se respira en el presente, cuando el silencio exhala y los sonidos de la vida cantan.
Tan solo existe este momento, y aun así, siento la necesidad de decir que hay todo el tiempo del mundo, o quizás, que no hay tiempo en absoluto.
Puede que la vida no sea el viaje de un río hacia el mar. Puede que el río ya sea el mar y que todo lo que ocurre está pasando ahora.
Eso significaría que este momento es algo sagrado. Este momento es la misma eternidad, con los brazos abiertos, vacía, invitándome a experimentarla. Y aquí estoy yo, con ganas de terminar esto y ponerme a hacer otra cosa para que se me quite la sensación de vértigo.
Tengo un poco de hambre, o más bien antojo, de pan con mantequilla y mermelada. Pero en mi defensa puedo decir que es muy buen pan y muy buena mermelada, todo local y orgánico y esas cosas.
Pero al mismo tiempo, ¿Cómo puede ser más importante comer pan con mantequilla y mermelada que descubrir la inmensidad de este momento? Y, si solo existe este momento, ¿Por qué pensar en lo que vendrá después?

No lo sé. Ahora siento presión por decir algo coherente que afiance mis teorías previas. Pero la verdad es que no hay necesidad de ello. No hay nada que demostrar. No hay motivo para escribir, ni para vivir. Pero aun así escribo. Aun así vivo. Y aun así me voy a comer ese pancito con mantequilla y mermelada.


viernes, 1 de diciembre de 2017

Esencia y superficie

Gracias piernas por sostenerme. Gracias tierra por aguantar los pasos.
Deja que la lluvia inunde y arrastre, deja que el ayer se vaya, se pierda y se borre. Deja que el mañana permanezca siendo un misterio y entrégate a este instante.
Los días se convierten en semanas y así, entre chiste y chiste, ya llevo más de dos meses en Lugo. Un montón, un poquito, no lo sé.
A veces me siento solo. En ocasiones me siento perdido. Busco soluciones que no encuentro, para problemas que solo hay en la cabeza. Pero vivo desde mi cabeza y sufro por ello.
Reflexiono demasiado y me distraigo en banalidades con igual frecuencia. Me juzgo y juzgo, intento recordar y la memoria no me llega. El tiempo pasa y por la noche duermo. A veces sueño y a veces tengo frío. Mis pies se mueven, la lengua se desliza, produciendo sonidos. Los oídos escuchan y con los ojos veo nubes pasar, siempre pasando, siempre moviéndose, aunque sea un poquito.
Me repito y vuelvo al mismo punto una y otra vez. Como si fuera un disco rayado, uno que no puede seguir expresando melodía fluida.
Y de repente, esa cosa atascada, tensa y llena de preocupaciones no soy yo. De un instante a otro, toda esa tensión se convierte en una bolita, una bolita pequeña, suave y blandita. Y tan solo me entran ganas de abrazar a esa bolita y decirle que todo está bien, que no hay por qué preocuparse. Pero al mismo tiempo yo sigo siendo la bolita, y también esa voz consoladora.
Todo parece confuso y paradójico. Es como que todo tiene sentido, pero al mismo no hay ningún propósito en la vida. No hay verdades absolutas ni mentiras a medias. Todo es simple y complejo. No hay respuestas sin preguntas, y cuando encuentro respuestas, no son las que busco y no me llevan a ningún sitio. No siento que avance, que vaya hacia adelante, pero al mismo tiempo no sé por qué hay que ir hacia adelante.
Me entran ganas de hacer cosas por los demás. Quiero impresionar a los otros, quiero que conozcan mi nombre, que digan que soy bueno. Quiero sentirme bueno, valiente y valioso. Pero también quiero ser humilde y no poner “Yo” delante de lo que hago. Quiero vivir en paz, pero también quiero bañarme en emociones. Quiero estar relajado, pero que no me tachen de vago. A veces quiero muchas cosas y otras veces no quiero nada.
Por momentos me siento feliz, e intento agarrarme a esa sensación con todo cuanto tengo. Quiero mantener una imagen de mí mismo. Siempre he querido eso. Pero es un esfuerzo muy grande mantener una imagen.
En este momento, me imagino publicar esto en el blog y me entra sensación de estar desnudo. Y yo me juzgo a mí mismo a través de los demás. Yo me tacho de repetitivo, loco y todo lo demás, pero en lugar de aceptar que esas opiniones nacen de mí, las pongo en ese anónimo “los demás”.
Quizás los demás no existan. Tal vez solo esté yo. Y tal vez ni siquiera esté yo.
No sé si estoy loco, no sé si estoy perdiendo la cabeza. Pero desde luego, todo esto que escribo no es algo que hable a diario. Intento evitar conversaciones como ésta con otras personas, pero la verdad es que siento un tremendo alivio al despojar mi cabeza de todas estas cosas.
Me entran ganas de ir por el mundo con un cartel en el pecho que ponga: Estoy perdido, no sé quién soy, ni qué hago aquí. Tal vez me haga hacer una camiseta con esas palabras.
La mayor parte de mi vida me siento así. Y no me disgusta, lo que más me cuesta es pretender que no estoy perdido y que sé quién soy y qué hago aquí. Es un esfuerzo tremendo montarme películas y contarme historias que me hagan ver seguro, fuerte y entero; cuando en realidad me siento vulnerable, debilucho y blandito.
A veces también siento que escribir en el blog sigue siendo una manera de esconderme, de no decir al mundo lo que siento. Porque si de verdad quisiera ser honesto, tal vez no estaría escribiendo, sino saliendo ahí fuera con el pecho al descubierto y los brazos abiertos, sin nada que esconder.
Y luego está mi parte optimista, ese fueguito interno que me dice que todo va a estar bien, que no hay por qué preocuparse, que aunque todo parezca confuso e incierto, por dentro, en esencia, hay una profunda seguridad de que ya soy todo lo que necesito ser.
Pero ese fueguito optimista me hace sufrir mucho. Creo que ser optimista me hace sufrir. Porque hay veces en las que no sé por qué soy optimista. Hay veces en las que no entiendo cómo puede haber una vocecita que me dice que todo va a salir bien y que tan solo estoy en esta vida para amar y expresar lo que soy. Sufro porque mi cabeza no entiende lo que late dentro de mí, y ese fueguito tampoco se esfuerza por dar explicaciones o respuestas.
Al final todo se reduce a una cuestión de confianza, de confiar en mí y dejar de resistirme, de ponerme trabas, rendirme y aceptar que no tengo ni idea de lo que va a pasar.
Tal vez, también sea importante aceptar a la cabecita con sus complicaciones y su constante búsqueda de respuestas y explicaciones. Sé que soy un fueguito ardiendo, cantando suave y danzando despreocupado, pero también soy una mente activa, preocupada y llena de juicios. Una mente que no quiere aceptarse a sí misma, y mucho menos amarse a sí misma. Pero también soy eso. Soy esencia y superficie, no puedo ignorar la superficie, ni tampoco tacharla de mala o fea. Todo cuanto soy, todo cuanto somos, merece el mismo cariño y amor.