martes, 12 de diciembre de 2017

Cuidándonos

Las últimas semanas tuve fuertes arranques de preguntas existenciales. Al principio intenté resistirme, negarlas. Luego fui dejando que entren y empecé a buscar respuestas, o mejor dicho, a intentar recordar las respuestas que ya tenía escritas.
Después de esa fase de intentar contestar las dudas que brotaban, de a poco, fui aceptando que no tenía respuestas. Empecé a aceptar mi propia incertidumbre y con cierta timidez, me atreví a compartir lo que estaba experimentando.
Cuando estaba inmerso en esa “crisis”, no era consciente de que lo que me estaba ocurriendo era algo natural y muy necesario.
Ahora, hoy, 12 de diciembre, de repente, la carga que llevaba arrastrando desapareció. Y eso no es algo bueno, porque la carga no era mala.
De repente, entiendo por qué pasé por ese periodo de cuestiones existenciales. Ahora entiendo por qué no podía evitar cuestionar la vida, su propósito y el sentido de mi propia existencia. Necesitaba hacerlo porque había cambios gestándose en mis raíces. Y de algún modo, antes de todo cambio (al menos en la experiencia de este ser humano) hay una sacudida de lo establecido, un proceso de tambaleos y dudas.
Pero es precisamente ese temblor, ese desprendimiento, lo que hace posible que algo nuevo emerja.
Entonces, llegamos a un punto muy lindo. ¿Qué es lo que tenía que emerger?
Yo. Yo mismo. La propia vida. Vivir es cambiar, transformarse, fluir, adaptarse, inspirar y expirar.
Pero bueno, no voy a ser tan abstracto.
Siento que estaba llegando a un punto en el que hacía las cosas por inercia. Enseñar Inglés ya no me era un desafío. Lugo ya no era nueva y desconocida. Vivir en un apartamento y pagar facturas era algo que ya empezaba a dar por sentado. Estaba viviendo mi vida en piloto automático y apenas era consciente de ello.
Me decía que ya sabía lo que tenía que saber y hacía lo que consideraba necesario para ser una persona buena, para colmar las expectativas que yo me ponía. Pero por dentro había algo que picaba y escocía, porque, sí que había la intuición de que algo no fluía.
De ahí la importancia de la “crisis”, y también muy interesante la manera de abordarla. Primero escapar, luego intentar parcharla, rellenarla, para luego probar a solucionarla, buscar métodos y estrategias, hasta que por fin, simplemente la aceptas, te rindes a que esa “crisis” es tu compañera de viaje, una mochila que llevas y que no sabes por qué lo haces. Pero en ese momento ya empiezas a intuir de que no vas a andar toda la vida con ese peso en tus espaldas, mas todavía no sabes cuándo o cómo te la vas a quitar de encima.
Y nunca te la quitas de encima. Hoy, simplemente me di cuenta de que ya no estaba.
Hace un par de días, mientras preparaba un delicioso guiso de lentejas con un montón de verduras, me puse a escuchar un podcast de un tipito que se llama Charles Eisestein. Hace tiempo que tenía ganas de escuchar sus podcasts, pero por algún motivo no lo hice hasta el día del guiso. Y disfruté como un enano el audio.
Para que se hagan una idea, Charles es un activista del decrecimiento, y promueve lo que él llama una “economía de regalo”, en conjunto a una sociedad de personas interdependientes, basada en el amor, la generosidad y los valores comunitarios. Y en sus charlas y entrevistas, él explora espiritualidad, sostenibilidad, política, ecología, agricultura, arte y básicamente todo aspecto humano.
Escuchar ese primer podcast, mientras preparaba las lentejas, fue una experiencia que todavía me pone los pelos de punta.
Y hoy, hoy escuché un segundo podcast. Pero antes de hablar más de él, me gustaría contarles un poco acerca de mi día, empezando por ayer:
Ayer por la noche el cielo se despejó. Después de muchos días las estrellas tintineaban y yo corría entre una carballeira, con la garganta un poco pocha a entrenar básquet.
Pero todavía antes de eso, en una de mis clases, estaba haciendo un proyecto de navidad con mis niños. Estaban recortando y pegando dibujitos, y de repente escucho a uno de los chicos decirle a otro que estaba recortando fatal. El otro niño soltó las tijeras casi de inmediato y dijo que mejor otro hiciera esa parte. Yo me acerqué a él y le dije que lo estaba haciendo genial. No se lo dije por decir, la verdad era que lo estaba haciendo bien, o mejor dicho, que no había manera en que pudiera hacerlo mal. Le dije que estaba haciendo un gran trabajo y que me gustaba mucho cómo estaba quedando el proyecto. Luego me dirigí al que hizo la crítica y le pregunté por qué había hecho ese comentario. Tuvimos una breve reflexión en la que no sé si él me escuchó demasiado. Sin embargo, después de cinco minutos, el niñito que había dejado las tijeras, las había vuelto a coger y estaba muy entretenido recortando dibujos otra vez. Esos momentos hacen que ame pasar mis tardes (y dos mañanas a la semana) con personitas hablando en Inglés.
Aunque, precisamente, enseñar inglés era una de las cosas que me estaba causando conflicto. Me estaba preocupando que ya no me apasionara, que lo estaba haciendo como un mero trabajo del que obtener dinero a cambio. Y sí, creo que no me es ningún secreto que en realidad no es el inglés lo que me apasiona compartir. Lo que me gusta compartir es la vida. Y tal vez todo este tiempo he querido utilizar a mis alumnos para compartirles lo que siento y esperar que ellos también se atrevan a abrirse y expresar lo que llevan dentro.
Sé que el inglés es muy importante. Lo digo yo, que me ha dado la oportunidad de viajar, conocer e incluso trabajar. Pero no puedo pasar por alto de que no es lo más importante. Ninguna asignatura lo es. Eso es lo que pienso y no puedo evitarlo, ni tampoco quiero hacerlo. Sí, adquirir conocimientos es útil, pero aprender a compartir este planeta es más importante. Respetarnos, celebrar nuestra diversidad, sentirnos seguros y respetar toda forma de vida, tiene que ser más importante que aprender a sumar o incluso escribir.
Ayer disfruté muchísimo del básquet. Me sentía suelto, relajado, sin nada que demostrar. Hice entradas, metí triples, corrí de un lado a otro y terminé exhausto, listo para una ducha caliente y envolverme en mantas.
Esta mañana fui a clases, volví a casa y en un momento dado observé el reloj, que marcaba las 12 y 12. 12:12 del 12 del 12. Sonreí al ver esas cifras tan simétricas. Y sí, no voy a mentir que tuve la sensación de que aquello era una señal.
Por la tarde tuve más clases y al regresar hice ejercicio bajo una suave llovizna. Me duché, conecté los auriculares y escuché el segundo podcast de Charles mientras me ponía a limpiar la casa. En este capítulo, Charles hablaba con una mujer de Grecia y abarcaron varios temas, de los cuales quiero resaltar uno, resumido en una frase:
“Cuando hay personas apoyándose y cuidándose unas a otras, el miedo pierde fuerza”
Es algo que me caló hondo. Porque vi que es la sensación de aislamiento el caldo donde mejor se cuece el miedo. También vi que el mundo que hemos creado se basa en el miedo, porque tiene sus anclajes en el aislamiento. Todos contra todos, en una carrera, dándonos los buenos días, pero compitiendo contra el vecino e incluso el amigo, todos queriendo ser mejores que el otro, argumentando que solo el fuerte sobrevive.
En ese mundo no hay cabida para los sueños, ni para nuevos caminos, porque estamos tan asustados y presionados para poder sobrevivir.
Escuchar a Charles, era como escucharme a mí, y me inspiraba a ser yo mismo, siendo consciente de que yo solo tengo sentido en conjunto con la humanidad entera, con la vida en su totalidad, en cada respiración.
El tiempo pasó y terminé de limpiar la casa. Todo estaba bonito y ordenado acorde a mis parámetros de limpieza. Me sentía contento, genuinamente contento, así que decidí celebrarlo.
Corté cebolla, ajo y pimiento, los sagrados ingredientes para el “ahogadito”. Puse agua a hervir y me serví una copa de vino, brindando por los espaguetis que iban a nutrirme como cena.
Cociné tranquilo, hablando con Colleen, compartiendo oralmente con ella lo que les estoy escribiendo a ustedes ahora. Y luego llegó la hora de comer. Una vez más, me serví vino y brindé, con estas palabras:
“Por los que vinieron antes y los que vendrán después, reunidos en este momento”.
Creo que es hora de emprender caminos nuevos, y creo que sin pensarlo, ya he dado el primer paso.
Pude haber escuchado los podcast de Charles hace meses, cuando descubrí que existían. Pude celebrar la vida en un plato de espaguetis mucho antes. Pude sentirme suelto en el básquet cuando entré al equipo. Pero no estaba preparado para hacerlo, no hasta este momento.
Y para eso era útil la mochila de crisis existencial. Era necesaria, porque todavía no estaba preparado para caminar sin peso. Yo creía que intentaba quitarme la mochila, pero en realidad me estaba aferrando a ella, porque no sabía que ocurriría el momento en el que la soltara.
Así que gracias, gracias a todos esos momentos incómodos. Gracias a las dudas experimentadas y los miedos expuestos, gracias por guiarme a este momento, este precioso momento.
Ahora, siento que lo que hay dentro de mí vale la pena. Y siento eso porque me siento apoyado y cuidado por la vida entera.
Cuando dejé la universidad, mi abuela no apoyó mi decisión, pero sí que permitió que esa casa de la Plaza del Conde del Valle de Súchil fuera mi nido de experimentos. Allí, cuando di las primeras zancadas hacia mi corazón, mi abuela y mi papá me dieron la libertad de ser yo mismo. En ese tiempo yo no lo vi de esa manera, pero ahora no puedo sentir otra cosa que no sea gratitud.
Más adelante, apareció Colleen, y con ella no era una carga sentirme vulnerable y asustado. También están mis amiguitos, de los cuáles no pondré nombres. Pero si te consideras mi amigo, da por sentado que te estoy pensando en este instante. Gracias por entenderme, escucharme y aguantarme.
Gracias a mi mamá, a mis hermanos que conocí hace un par de años. A mis primos, que también son hermanos. A mis tías y tíos. A personas de aquí y allá.
Gracias a los perritos que jugaron conmigo. Gracias a los árboles que derramaron sus hojas al viento y a los ríos que empaparon mi cuerpo.
Gracias a todos ustedes soy yo. Y es que nada puede existir aislado. Por eso es tan triste que en este mundo tantas personas se sientan aisladas y solas. Y más triste es aun que elijamos vivir de ese modo.
Pero en realidad no estamos aislados. Tan solo hemos crecido creyéndolo. No podemos existir los unos sin los otros. Todos somos necesarios, todos importantes, y al mismo tiempo, nadie más importante que los demás. Cuesta admitirlo. Al ego le cuesta. Pero así lo siento.
No sé hacia dónde voy a ir. Pero sé cómo quiero hacerlo. Sé lo que es importante. Y también sé que habrá más mochilas con las que cargaré por el camino. Bueno, en realidad, eso no lo sé.
Estoy aquí para expresar la vida que hay en mí. Para escribir y dibujar. Estoy aquí para decirle a los niños, a los adultos y a mí mismo que no hay una manera correcta de recortar un dibujo. Estoy aquí para recordarnos que estamos vivos y que esta vida vale la pena. Estoy aquí para dar voz a ese latido que nos dice que un mundo distinto es posible.
Estoy aquí para apoyarte y darte aliento, para decirte que no estás solo y que puedes contar conmigo. Tal vez sea difícil de creer, pero de verdad que en este momento siento esto.
No siento que quiera hacer algo bueno, sino que es algo natural y cotidiano. Realmente creo que podemos construir un mundo en el que la generosidad y el amor no sean algo extraordinario, sino el pan de cada día.
No creo en la perfección. Pero creo en nosotros.


Por todos los que vinieron antes y todos los que vendrán después, reunidos en este momento.



1 comentario:

  1. Hola, ¡Cuanto tiempo sin leerte! Has sido como un regalo. Gracias
    Sabes que el 12 del 12 fue el cumpleaños de Ursinio, no le gusta celebrarlo y lo entiendo, pero me he acordado por la coincidencia.
    Besos

    ResponderEliminar