sábado, 28 de abril de 2018

Un mes conmigo


Esta es la última noche que duermo solo. La última de un mes. ¡Un mes Ariel! Un mes entero contigo.
Un mes de cocinar ollas gigantes de frejoles y comerlos durante tres días seguidos. Un mes de paseos caminando despacio, observando brotar la primavera. Un mes durmiendo en el centro de la cama.
Querido Ariel, Arielito, Ari. ¿Cómo te sientes?
No lo sé. Hay mucho que quiero contar.
Por una parte, desde el principio, quería que este mes fuera memorable, quería que fuera especial y digno de recordar. Quería pasar tiempo conmigo, descubrirme y evolucionar. Quería escribir y conocer gente. Quería conectar y compartir. Quería hacer deporte, comer sano, comer rico y ser consciente de la comida que pasaba por mi boca.
Sobre la comida… Cada desayuno, almuerzo y cena, los pasé acompañado por la pantalla. No era capaz de comer tan solo mirando el plato. Necesitaba algo que me entretuviera.
Vi películas, American Ninja Warrior, resúmenes de NBA y documentales.
Muchas veces me sentí culpable por hacerlo. Y más culpable aun por no poder evitar repetirlo.
En este mes me he juzgado mucho. A veces fue difícil estar conmigo. A veces quería escapar de mi piel. A veces no tenía ganas de vivir, y tan solo quería cerrar los ojos, dormir y soñar. Quería soñar con mundos diferentes y no volver a este.
Me he sentido solo y perdido. Un día llegué a tirarme en la alfombra y hacerme un ovillo. Intenté llorar, pero no me salían las lágrimas.
Sí, ha habido momentos de tristeza. Pero siempre se han ido. Siempre se van.
Ha habido también momentos de magia, magia sencilla e inexplicable. De esa que sientes al tocar un retoño de hoja, verde, traslúcida y suave. Magia que huele a humedad y suena a canto de mirlo.
Ha habido felicidad simple y cotidiana. Felicidad que tan solo ofrece brazos abiertos.
He tenido sueños que despiertan y noches que reponen. He bailado en la sala y he reído sin compañía. Me he sentado en el césped y he recibido la calidez del sol en la barriga.
Ha sido un mes muy especial. Ha sido un tesoro y también ha sido tan solo un mes cualquiera. Un abril corriente y sin días festivos.
He viajado en autobús y reservado habitación de hotel para uno. Me he bañado en el mar y he dormido siestas sobre la arena.
He pasado cada noche con un conejito de peluche. También, siempre, antes de acostarme, me he cepillado los dientes. De esto me siento muy orgulloso. Siento que es una gran muestra de amor hacia mí mismo. Por lo menos yo, cuando no me quiero, no me lavo mucho los dientes.
Y de repente, las personitas aparecieron. Tan solo bastó una intención y dejar la puerta abierta.
Apareció gente y oportunidades de compartir. Leí enfrente de un público, y escuché poesías y canciones.
He pasado noches de juegos de mesas. Y también he pasado noches de conversaciones auténticas, de esas en las que lo más importante es escuchar.
He hecho dibujos y he visto jugar a Manu Ginóbili. He corrido siguiendo ríos y me he metido bajo cascadas.
Me he sentido vivo y agradecido, también con miedo y aburrido. He visto cielos grises y horizontes azules. He cambiado plantas de macetas y he limpiado en profundidad la cocina.
He tenido clases que nunca olvidaré. Y también he tenido clases que ya no recuerdo.
Todo parece mezclarse; lo cotidiano y lo profundo, lo relevante y lo superfluo.
No sé si este mes ha sido bueno o malo. A veces he sentido que no era suficiente, que faltaba algo. Otras he reído, porque sentía que todo, todo el universo se encontraba aquí, en un paseo de diez minutos al parque de Rosalía. Sentía que el mundo entero respiraba en todo lo que veía.
He fluctuado con rapidez entre certeza e incertidumbre. Y sigo estándolo. Eso es lo único que siempre persiste, esa mezcla de estar seguro y dudar de todo.
He pensado en mi muerte y su irrelevancia. Pero al mismo tiempo he visto lo importante que es vivir, y hacerlo con todo mi ser.
Y así, este mes se ha ido. En unas horas llegan amigos de visita.
¿Qué he aprendido?
Que, tal vez, no hay que buscar más allá. Quizás, después de todo, el mundo entero esté aquí, donde sea que estés, respirándose en este instante.
Tal vez, no necesitamos nada más que estar aquí. Tal vez este sea el sitio al que tenemos que volver. Tal vez nuestro verdadero hogar sea este momento.
Tal vez ser grande no importe. Quizás la verdadera grandeza solo se puede apreciar cuando se acepta la pequeñez.
Siento que mi cuerpo es pequeñito y que mi vida es frágil, como una margarita.
En este mes primaveral, he podido ver muchas margaritas. Al lado de casa hay una placita de pasto, cubierta en ellas. Me encantaba ver el verde cubierto en blanco y amarillo. Era increíblemente hermoso.
Pero un día fui, y las margaritas ya no estaban. Habían cortado el pasto. Quedaban algunas mutiladas y esparcidas por el suelo. Me sentí triste. Triste de verdad.
Sin embargo, pasé por allí dos días después, y las margaritas volvían a estar ahí. Todas nuevas, todas relucientes, con la misma belleza y la misma fragilidad.
En dos días el césped volvía a estar inundado por ellas. ¿No es increíble?
Yo pensaba que las margaritas eran débiles, que había que protegerlas. Nunca las pisaba, por no lastimarlas. Daba saltos como podía para esquivarlas.
Por eso, cuando las cortaron, me sentí devastado. Sentía que era casi un crimen destruir algo tan indefenso.
Pero volvieron. En dos días. Todas nuevas.
Han cortado el pasto por lo menos dos veces más, y las margaritas vuelven. Siempre vuelven.
¿Somos margaritas?
No lo sé.
Pero sé que la vida se va. La muerte llega. Y la vida vuelve.
Por una parte quiero quedarme. No quiero que esta historia se acabe. Pero sé que lo hará, y que tiene que hacerlo. Sé que el propósito de mi vida es dar paso a otra nueva.
Es como el río. Cada gota de agua, desde que nace, no se resiste, sino que se entrega. Se entrega al río y forma el río. El agua es el río. Y el río llega al mar.
Siento que todo este mes ha desembocado en este preciso instante. Y en este instante veo la necesidad de dejar de resistirse, de soltarme y entregarme a la vida.
Pero sigo teniendo un nudo en la garganta. Quiero llorar y abrazar a alguien, preferiblemente a un ser peludo, de ojos cálidos y grandes.
Me resisto. No quiero morir. No quiero desaparecer. Quiero saber que puedo seguir. Pero no lo sé.
Quiero saber que podré comer todos los días y que podré envejecer. Quiero saber que las personas harán las paces y que las selvas seguirán existiendo. Pero no puedo saberlo.
¿Entonces qué queda?
Queda hambre en el estómago. Hoy no cené. No cené. Ya estoy llorando. Y también riendo. Casi siempre pasa. Lo uno no viene sin lo otro.
No se trata de mí. No se trata de mi historia. No es mi historia. La historia del “Yo” es la historia de que la gota de agua y el río son cosas distintas.
No se trata de mí, pero experimento la vida a través de mí. ¿Tiene sentido?
Quiero entenderlo. Pero no puedo.
¿Por qué he escrito esto?
Hay algo que todavía se revuelve en mi pecho. Tengo hambre, tengo sueño. Son las 4 de la mañana. Ya llevo cuatro páginas. ¿Por qué sigo aquí?
Quiero averiguarlo. Quiero saber. Entender. Descifrar.
Quiero darle sentido a este mes de abril.
Arielito… Arielito… ¿Recuerdas esa canción?
Sí. La recuerdo: No te preocupes, te queremos más de lo que puedes imaginar.
Arielito… Arielito… Tan solo quiero decirte gracias por este tiempo. Ha sido increíble. Tienes muchas preguntas, y está bien que las tengas.
Pero, ¿Sabes qué? No necesitas encontrar todas las respuestas hoy. Quizás, incluso, no necesites respuestas. Tal vez solo necesites curiosidad y ya por el camino irás descubriendo lo que necesitas.
Tan solo recuerda que te quiero de corazón. Recuerda que tu propósito del año es aprender a Amarte.
Quieres cuidar y amar a los demás. Pero primero, déjate amar, déjate querer y abrazar. Deja que los brazos se relajen y la mandíbula se ablande. Deja que los pensamientos se vayan y la mente se quede en calma, como un lago. Un lago rodeado de pinos y con destellos de amanecer. Deja que la vida te envuelva. Confía en la vida. No trates de protegerte o buscar seguridad. La seguridad llega, si tiene que llegar. No te engañes creyendo que una actividad te dará de comer. La tierra te da de comer. Que tus acciones no se basen en querer mantenerte con vida. La vida no está hecha para mantenerse. La vida está hecha para fluir y moverse, en cambio constante.
Confía Ariel. Confía. Confía en lo que late y lo que se intuye.



lunes, 23 de abril de 2018

Salir a corazón abierto, a veces duele


Una vez tuve un profesor muy bueno, uno de esos que deja huella por dentro.
Siempre recordaré algo que hicimos con él. En una clase cualquiera, entregó un Mandala a cada estudiante y nos explicó que en la cultura hindú, esos dibujos son una representación del universo. Luego nos pidió que lo coloreáramos.
Nosotros nos quedamos un tanto perplejos. Él enfatizó en que lo importante era hacerlo lo mejor posible, pintarlo con los colores que más nos gustaran, y sobre todo, que disfrutáramos de la actividad.
Recuerdo que yo hice exactamente eso. Durante una hora pinté y pinté. Hablé un poco con mis compañeros y disfruté.
Al final, el Mandala quedó muy lindo, todo en tonos azules y verdes, si mal no recuerdo. Estaba muy contento con mi trabajo y expectante de ver qué había que hacer después.
-Ahora quiero que rompáis los dibujos –dijo él.
Todos estábamos atónitos, pero al mismo tiempo, yo me sentía emocionado. No entendía el propósito de romperlo, pero algo dentro de mí se removía.
-Esta actividad es una manera de recordarnos que lo importante de la vida no es el resultado, sino disfrutar del trayecto –concluyó el profesor.
Se me puso la piel de gallina. Fue uno de esos MOMENTOS con mayúsculas, de esos que sabes que nunca vas a olvidar. Uno de esos instantes en los que algo hace “clic” en tu interior y te das cuenta de que una puerta se ha abierto.

Hace un tiempo que quería repetir esta actividad con alguna de mis clases. Y hoy, uno de mis grupos no quería hacer nada. Entonces pensé que era el momento perfecto.
-¿Quieren hacer algo que no tiene nada que ver con inglés? –les pregunté.
-No queremos hacer nada de nada –respondieron ellos.
Con esa contestación, asumí que sí querían hacerlo.
Imprimí los mandalas. Expliqué su significado. Les di colores. Incluso les puse música. Les dije que lo más importante era relajarse y disfrutar, vivir ese momento en su totalidad.
Al principio parecían interesados. Pintaban con atención y podía ver que estaban pasando un buen rato. Pero no pasó demasiado hasta que una de las chicas sacó su móvil y dejó la pintura en un segundo plano.
Otro de los chicos se quejaba de que le dolían las manos. Otro soltaba bufidos porque no le gusta pintar, ni dibujar. Tan solo había una alumna que parecía entregada al dibujo.
Al final les dije que pararan de dibujar y les pregunté cómo se habían sentido.
-Aburrido.
-Prefiero estar en el móvil.
-Me da igual.
-A mí sí que me gustó, pero me duelen las manos.
Luego, solté lo de que había que romperlo. La chica del móvil lo hizo sin dudarlo, y no dudó en decir que aquello era una mierda de actividad.
Los demás se resistieron un poco. Y la chica que sí que había disfrutado de pintarlo se negó a hacerlo. Quería llevarse el dibujo a casa y no entendía por qué tenía que romperlo.
Dio igual que explicara varias veces que era un gesto simbólico para recordarnos que lo importante es disfrutar del  trayecto.
Se rieron en mi cara. Refunfuñaron, dijeron que habían perdido el tiempo, que mejor se quedaban en su casa estudiando para el examen de religión.
Y luego, sin más, se fueron.
Me tomó un poquito de tiempo darme cuenta de que aquello me dolió. Me dolió compartir algo muy preciado para mí y que lo rechazaran por completo.
Tuve que reunir mucha valentía para hacer la actividad. Tenía miedo que el director entre y vea a un puñado de adolescentes pintando un mandala y escuchando música en una clase de inglés. Me dolió que ellos no vieran ni valoraran eso.
Me dolió intentar hacer algo diferente, algo significativo y que ellos tan solo lo vieran como una oportunidad para no hacer nada.
Me dolió. Pero, por algún motivo, estaba listo para recibir el golpe. No es que estuviera atento para esquivarlo, es que estaba conscientemente desprotegido, dispuesto a recibir el impacto.
Y eso hice. Dejé que el dolor me golpeara, que escociera y que de a poquito, se diluyera.
Tuve una clase más, compré fideos de lentejas y luego me quedé largo rato hablando con la dueña de la tienda de al lado de casa. Fue una conversación sincera y terminó en abrazo.
Ahora, después de cenar y tras escribir esto, el dolor ya no duele tanto. O más que no doler, ahora se mezcla con otra cosa.
En el momento del golpe, me vino el impulso de juzgar a los chicos, tacharlos de superficiales y sobre-estimulados por la tecnología.
Ahora, en vez de eso, me inundó una gran ráfaga de cariño hacia ellos. Todos ellos personitas, con sus pensamientos y sus mundos interiores. Todos ellos atravesando cambios de los que tal vez no son conscientes. Quizás todos ellos obligados a ir a mis clases. ¿Cómo puedo juzgarles?
Lo único que puedo hacer es respirar hondo, dejar que el tiempo desinflame y prepararme para verlos de nuevo el miércoles.
Y una vez más, dar todo lo que tengo en esa clase. Proponer más actividades, escucharles, y sobre todo, transmitirles que me importan de verdad. Porque es cierto.
Siento un profundo amor hacia todos esos seres humanos con los que paso mis tardes. Y creo que al final, me gusta ser profesor no por enseñar algo, sino por la oportunidad de compartir y sentirme parte de esa marea de gente.
Siento que la materia impartida, ya sea carpintería, matemáticas o inglés, es la nave a la que nos subimos para emprender el viaje. Pero el aprendizaje en sí es lo que ocurre en ese espacio, las conexiones humanas que brotan durante la travesía.
Ahora mismo, ha surgido dentro de mí esta frase: La habilidad se convierte en don cuando se comparte.
Y solo conozco una manera de compartir de verdad, que es salir ahí fuera con el corazón al descubierto.
Tal vez era yo quien tenía algo que aprender con la actividad de clase. Tal vez era yo el que necesitaba recordarme que lo importante es el trayecto y no el resultado.
Y tal vez por eso, aunque el resultado dolió, no dejará cicatrices. Di todo de mí, disfruté del camino, pero las cosas no salieron como yo esperaba. Y está bien.
Quizás lo ideal sea no tener expectativas. Pero no soy una persona ideal. Estoy aprendiendo y descubriendo. Estoy vivo y quiero ayudar a crear una nueva historia para el mundo.
Por último, hoy me gustaría terminar con unas palabras que escuché decir a un jovencito Australiano de ojos profundos:
“Suelo obsesionarme con no cometer errores. Pienso que los seres humanos ya hemos cometido demasiados. Pero en esta experiencia ha habido muchas contradicciones y todos nos hemos equivocado. Ahora creo que la vida consiste en eso, ser consciente de dónde vas, pero también saber que te vas a equivocar. Cada cual con sus particulares y bellos errores. Bellos errores en un camino hacia la integridad”


sábado, 21 de abril de 2018

No puedo evitar enamorarme


Hay voces que vienen de lejos y con fuerza, cargadas de ríos, vacías de agua.
Hay cascadas que llenan y lluvias que no mojan. Hay seres que sufren y lagartijas que corren, escapando del sol. Hay fuegos que nacen de dentro y montañas que se alimentan de tierra.
Hay compañías que absorben y soledad que enloquece. Hay palabras que despejan la nada, y nada que consume el todo.
Las canciones laten y vibran, destellando cachitos de sol. Los pasos se enredan y los pies huelen a queso. Los fideos se enroscan y el arroz se tuesta para que no se pegue.
Mi nariz es ganchuda y mis lágrimas honestas. Mis dientes son planos y un poquito pequeños. Mío es nada, pues la carne es de la tierra. Los brazos se van al cielo, y los pelos para el suelo.
Somos notas de melodía. El final se improvisa, y al desvanecerse, nace uno nuevo.
Nacer para morir. ¡Todos vamos a morir!
La muerte es alivio, cuando se la acepta. Pero aun así es triste cuando un cuerpo se va. Es triste para los que quedamos aquí, para los que tan solo tenemos memoria para atrás.
Pero todos nos vamos. Muchos ya se fueron y los que estamos les seguiremos. ¿Entonces qué hacemos?
Podemos levantar la vista a las nubes y ver cómo surcan el cielo. Podemos contemplar gusanitos en el suelo. Podemos respirar y ver los brotecitos de la primavera emerger entre las ramas.
Siento alegría, y tristeza. Cierro los ojos y veo praderas, inundadas en margaritas. Hay abejas zumbantes y grillos que trinan. Hay barro que se descompone, semillas que se abren paso y cadáveres que se marchitan. Hay manos que se entrelazan, que rezan y agradecen. Dan gracias por la vida que fue y la vida que será, reunida en este instante.
Veo caminos bordeados de árboles, casitas esparcidas entre colinas. Veo Vacas mascando con placidez y siento una inmensa ternura hacia ellas. Me gusta la mirada de las vacas y sus pestañas largas.
Me gusta vivir, aunque hay días en los que no sé qué hacer. Quiero sentir la piel de gallina y que mis ojos no escatimen en lágrimas. Quiero que el corazón derrita el hielo y que no haya tanto plástico en el mundo. Quiero que las ballenas canten y que seamos capaz de escucharlas, y maravillarnos con sus canciones.
Quiero dejarme caer y que los monos sabios de las selvas me levanten. Quiero comer bananas y ensuciarme el bigote.                 Quiero compartir y dar. Quiero entregar lo que soy y lo que tengo. Quiero cuidar y dejar que me cuiden. Quiero que me abracen cuando me asusto. Quiero enterrar mi llanto en un hombro calentito y sentir manos acariciándome la espalda.
Llevo llorando desde que empecé a escribir esto. No sé por qué lloro, pero desde ayer que tenía muchas ganas. Ahora río, todavía con los ojos húmedos y las mejillas saladas.
Río porque no sé. No sé. Y al decir que no sé, me doy cuenta de que sí que sé algo.
No puedo evitar que aparezcan ráfagas de vida en mis ojos. Me aparecen risas de hermanos y primos. Tierras selváticas y montañas escarpadas. Frentes arrugadas y preguntas sin respuesta.
Me vienen visiones de este mundo. Destellos de noches estrelladas y dientes de león flotantes. Este mundo nuestro. Este mundo que no le pertenece a nadie. Este mundo que nos cobija y alimenta. Este mundo que nos respira y del que bebemos. Este mundo somos todos, los que caminamos en la superficie y los que yacemos bajo ésta. Este mundo de carreteras, comadrejas y estelas de avión. Este mundo por el que navego y en el que me relaciono. Este mundo en el que a veces pretendo ser grande y en el que en ocasiones padezco de envidia. Este mundo en el que dibujo árboles de raíces profundas y en cuyos mares me unto de sal. Este mundo de palmeras cocoteras, guitarras de seis cuerdas y hormigas trepadoras.
¿Qué puedo darte mundo?
Y sé exactamente lo que he venido a darte. La canción de “Can’t help falling in love in you”.
Porque no puedo evitar enamorarme de ti. Estoy enamorado de ti, con tus desiertos y tus sierras. No puedo evitarlo. Aunque tus glaciares se desvanezcan y las personas se maten por monedas. Aunque tus bosques se derrumben y tus océanos se tiñan de negro. Te amo. Y, de algún modo, no puedo dejar de creer en ti. Incluso en esos días en los que no me apetece vivir, y que deambulo perdido y de cara larga. No puedo dejar de creer en ti, en que empezar de nuevo es posible, y que vivir en armonía también. Creo en personas ayudando a personas. Creo en ríos cristalinos y árboles añejos. Creo en las tortugas marinas y en los huevos de colibrí.
Por eso me entrego a ti, todo lo que soy y lo que llevo dentro. Porque esta vida es un regalo y el propósito de vivir es compartirlo con el mundo.
 Así pues, me despido tarareando: “Take my hand, take my whole life too. For I can’t help falling in love with you”.




lunes, 9 de abril de 2018

Fuera de lo común


Da miedo salirse y a veces adentrarse. Pero sobre todo, da miedo ser uno mismo.
Ese es mi mayor temor. Tengo miedo a decir lo que siento y que se me juzgue. Tengo miedo a decir que estoy asustado y que me juzguen. Tengo miedo a que por tener miedo se me pase la oportunidad de ser yo mismo. ¿Se entiende?
Lo más chistoso de todo, es que cuando hablo con libertad acerca de mis miedos, éstos parecen adormilarse, hacerse ovillos y desvanecerse. Es solo cuando me resisto y los escondo, que los miedos crecen como algas marinas desenfrenadas.
El otro día salí a bailar, y vaya si bailamos. Bailamos saltando, berrinchando y sacudiendo. Aullamos, rugimos y extendimos los brazos. Bailamos como lava mezclada con huracán, como si no existiera nada más que aquella danza. Esa danza que liberaba al cuerpo y vaciaba la mente.
Hasta que llegó la persona de seguridad y nos dijo que estábamos bailando fuera de lo común y que si podíamos relajarnos un poco. Fue gracioso a la par que triste.
Da risa que te digan eso. Pero también da pena que te pidan que bailes de la manera común. ¿Qué es lo común?
Lo que nos pedían, dicho de otro modo, era que no fuéramos nosotros mismos, que nos despojáramos de nuestra esencia y nos unamos a la normalidad establecida. O también podría ser que nos pidieran relajarnos por miedo a que hagamos daño a alguien o que ocasionemos destrozos. Pero vamos a dejar esta segunda teoría de lado.
La normalidad en ese momento era mover el cuerpo con prudencia, aparentar elegancia, reír con mesura y mostrarse interesante.
La normalidad podría verse más atractiva y aseada, pero nosotros éramos sin duda alguna mucho más felices.
Poco después del comentario del guardia nos fuimos. La noche continuó siendo memorable, pero también con algunas lagunas, sobre todo por la última copa de coca cola y ron.
Hacía años que no tomaba esa mezcla y terminó dándome un poco de nauseas. Desde el primer trago sentí que el dulce gaseoso de la coca cola no encajaba bien con el alcohol.
No sé por qué he mencionado lo de la bebida. Me daba un poco de vergüenza escribirlo, pero también sentía que había que decirlo.
Me daba miedo que pueda parecer que la noche fue increíble solo porque estábamos borrachos. Pero, una vez más, ahora que ya me he abierto a aceptar el miedo, éste se ha quedado dormidito, desapareciendo entre ronquidos suaves.
Para mí, la noche fue una experiencia de liberación y conciencia. Cuando me desmelenaba entre cánticos, sentía que el mundo entero latía en mí y de mi interior borboteaba un profundo cariño hacia todos. Eso era lo que sentía.
Y he contado todo esto porque aquella noche fue un guardia quien nos pidió no salirnos de lo común. Sin embargo, la mayoría de las veces el guardia somos nosotros.
Nosotros nos negamos la posibilidad de expresar lo que de verdad somos. Somos nosotros los que nos pedimos volver a lo común.
Pero, si hacemos a un lado convencionalismos y miedos ¿Qué es lo que todos tenemos en común?
Lo común es precisamente nuestra diversidad. La manera que cada cual tiene de moverse, de hablar, de navegar por el mundo. Lo común son los distintos tonos de piel y los incontables lugares donde nacieron nuestros cuerpos.
Entonces, ¿Por qué tengo miedo a ser yo mismo?
Quizás porque el aceptar mi diversidad, significa aceptar que soy distinto, que no pertenezco, que estoy solo.
Y sí, solo hay un cuerpo como el mío, con esta configuración de lunares, arrugas y cicatrices. Solo hay una cabecita como ésta, con sus complicaciones y experiencias. Sí que da la impresión que todos somos barquitos perdidos en el océano, cada cual en busca de tierra firme, tierra que nos entienda y nos quiera por lo que somos. Pero a veces, en esa búsqueda de conexión, nos obsesionamos con encontrar algo que se nos parezca, que encaje con el diseño de nuestro navío. Y por eso asusta ver que todos los barquitos son diferentes, cada cual con su propia forma y propósito.
Ese miedo nos lleva a querer establecer patrones comunes, para que todos bailemos del mismo modo, y así sentirnos seguros y unidos.
Pero, ¿Y si la unidad residiera en abrazar nuestra diversidad?
Aceptar mis particularidades, celebrarlas y hacer lo mismo con los demás. No juzgarles, ni pretender convencerles para que se ajusten a nosotros. Animarles a soltarse y a encontrar su propio baile.
Si cierro los ojos casi puedo verlo. Un bosque iluminado por luna llena. Decenas de tambores palpitando. Flautas y trompetas, guitarras y voces canturreando a las estrellas. Gente moviéndose, cerrando los ojos; unos revolcándose, otros temblando, algunos quietos, pero todos disfrutando. Cada personita siendo ella misma, descubriendo sus propios pasos, sin imitar otros, sin imponer los suyos.
Y entre toda esa diferencia, lo único que se respira es unidad. Como pastos de la misma pradera, gotas de la misma nube cargadita de vida. Todas diferentes, todas necesarias.