lunes, 9 de abril de 2018

Fuera de lo común


Da miedo salirse y a veces adentrarse. Pero sobre todo, da miedo ser uno mismo.
Ese es mi mayor temor. Tengo miedo a decir lo que siento y que se me juzgue. Tengo miedo a decir que estoy asustado y que me juzguen. Tengo miedo a que por tener miedo se me pase la oportunidad de ser yo mismo. ¿Se entiende?
Lo más chistoso de todo, es que cuando hablo con libertad acerca de mis miedos, éstos parecen adormilarse, hacerse ovillos y desvanecerse. Es solo cuando me resisto y los escondo, que los miedos crecen como algas marinas desenfrenadas.
El otro día salí a bailar, y vaya si bailamos. Bailamos saltando, berrinchando y sacudiendo. Aullamos, rugimos y extendimos los brazos. Bailamos como lava mezclada con huracán, como si no existiera nada más que aquella danza. Esa danza que liberaba al cuerpo y vaciaba la mente.
Hasta que llegó la persona de seguridad y nos dijo que estábamos bailando fuera de lo común y que si podíamos relajarnos un poco. Fue gracioso a la par que triste.
Da risa que te digan eso. Pero también da pena que te pidan que bailes de la manera común. ¿Qué es lo común?
Lo que nos pedían, dicho de otro modo, era que no fuéramos nosotros mismos, que nos despojáramos de nuestra esencia y nos unamos a la normalidad establecida. O también podría ser que nos pidieran relajarnos por miedo a que hagamos daño a alguien o que ocasionemos destrozos. Pero vamos a dejar esta segunda teoría de lado.
La normalidad en ese momento era mover el cuerpo con prudencia, aparentar elegancia, reír con mesura y mostrarse interesante.
La normalidad podría verse más atractiva y aseada, pero nosotros éramos sin duda alguna mucho más felices.
Poco después del comentario del guardia nos fuimos. La noche continuó siendo memorable, pero también con algunas lagunas, sobre todo por la última copa de coca cola y ron.
Hacía años que no tomaba esa mezcla y terminó dándome un poco de nauseas. Desde el primer trago sentí que el dulce gaseoso de la coca cola no encajaba bien con el alcohol.
No sé por qué he mencionado lo de la bebida. Me daba un poco de vergüenza escribirlo, pero también sentía que había que decirlo.
Me daba miedo que pueda parecer que la noche fue increíble solo porque estábamos borrachos. Pero, una vez más, ahora que ya me he abierto a aceptar el miedo, éste se ha quedado dormidito, desapareciendo entre ronquidos suaves.
Para mí, la noche fue una experiencia de liberación y conciencia. Cuando me desmelenaba entre cánticos, sentía que el mundo entero latía en mí y de mi interior borboteaba un profundo cariño hacia todos. Eso era lo que sentía.
Y he contado todo esto porque aquella noche fue un guardia quien nos pidió no salirnos de lo común. Sin embargo, la mayoría de las veces el guardia somos nosotros.
Nosotros nos negamos la posibilidad de expresar lo que de verdad somos. Somos nosotros los que nos pedimos volver a lo común.
Pero, si hacemos a un lado convencionalismos y miedos ¿Qué es lo que todos tenemos en común?
Lo común es precisamente nuestra diversidad. La manera que cada cual tiene de moverse, de hablar, de navegar por el mundo. Lo común son los distintos tonos de piel y los incontables lugares donde nacieron nuestros cuerpos.
Entonces, ¿Por qué tengo miedo a ser yo mismo?
Quizás porque el aceptar mi diversidad, significa aceptar que soy distinto, que no pertenezco, que estoy solo.
Y sí, solo hay un cuerpo como el mío, con esta configuración de lunares, arrugas y cicatrices. Solo hay una cabecita como ésta, con sus complicaciones y experiencias. Sí que da la impresión que todos somos barquitos perdidos en el océano, cada cual en busca de tierra firme, tierra que nos entienda y nos quiera por lo que somos. Pero a veces, en esa búsqueda de conexión, nos obsesionamos con encontrar algo que se nos parezca, que encaje con el diseño de nuestro navío. Y por eso asusta ver que todos los barquitos son diferentes, cada cual con su propia forma y propósito.
Ese miedo nos lleva a querer establecer patrones comunes, para que todos bailemos del mismo modo, y así sentirnos seguros y unidos.
Pero, ¿Y si la unidad residiera en abrazar nuestra diversidad?
Aceptar mis particularidades, celebrarlas y hacer lo mismo con los demás. No juzgarles, ni pretender convencerles para que se ajusten a nosotros. Animarles a soltarse y a encontrar su propio baile.
Si cierro los ojos casi puedo verlo. Un bosque iluminado por luna llena. Decenas de tambores palpitando. Flautas y trompetas, guitarras y voces canturreando a las estrellas. Gente moviéndose, cerrando los ojos; unos revolcándose, otros temblando, algunos quietos, pero todos disfrutando. Cada personita siendo ella misma, descubriendo sus propios pasos, sin imitar otros, sin imponer los suyos.
Y entre toda esa diferencia, lo único que se respira es unidad. Como pastos de la misma pradera, gotas de la misma nube cargadita de vida. Todas diferentes, todas necesarias.



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