lunes, 23 de abril de 2018

Salir a corazón abierto, a veces duele


Una vez tuve un profesor muy bueno, uno de esos que deja huella por dentro.
Siempre recordaré algo que hicimos con él. En una clase cualquiera, entregó un Mandala a cada estudiante y nos explicó que en la cultura hindú, esos dibujos son una representación del universo. Luego nos pidió que lo coloreáramos.
Nosotros nos quedamos un tanto perplejos. Él enfatizó en que lo importante era hacerlo lo mejor posible, pintarlo con los colores que más nos gustaran, y sobre todo, que disfrutáramos de la actividad.
Recuerdo que yo hice exactamente eso. Durante una hora pinté y pinté. Hablé un poco con mis compañeros y disfruté.
Al final, el Mandala quedó muy lindo, todo en tonos azules y verdes, si mal no recuerdo. Estaba muy contento con mi trabajo y expectante de ver qué había que hacer después.
-Ahora quiero que rompáis los dibujos –dijo él.
Todos estábamos atónitos, pero al mismo tiempo, yo me sentía emocionado. No entendía el propósito de romperlo, pero algo dentro de mí se removía.
-Esta actividad es una manera de recordarnos que lo importante de la vida no es el resultado, sino disfrutar del trayecto –concluyó el profesor.
Se me puso la piel de gallina. Fue uno de esos MOMENTOS con mayúsculas, de esos que sabes que nunca vas a olvidar. Uno de esos instantes en los que algo hace “clic” en tu interior y te das cuenta de que una puerta se ha abierto.

Hace un tiempo que quería repetir esta actividad con alguna de mis clases. Y hoy, uno de mis grupos no quería hacer nada. Entonces pensé que era el momento perfecto.
-¿Quieren hacer algo que no tiene nada que ver con inglés? –les pregunté.
-No queremos hacer nada de nada –respondieron ellos.
Con esa contestación, asumí que sí querían hacerlo.
Imprimí los mandalas. Expliqué su significado. Les di colores. Incluso les puse música. Les dije que lo más importante era relajarse y disfrutar, vivir ese momento en su totalidad.
Al principio parecían interesados. Pintaban con atención y podía ver que estaban pasando un buen rato. Pero no pasó demasiado hasta que una de las chicas sacó su móvil y dejó la pintura en un segundo plano.
Otro de los chicos se quejaba de que le dolían las manos. Otro soltaba bufidos porque no le gusta pintar, ni dibujar. Tan solo había una alumna que parecía entregada al dibujo.
Al final les dije que pararan de dibujar y les pregunté cómo se habían sentido.
-Aburrido.
-Prefiero estar en el móvil.
-Me da igual.
-A mí sí que me gustó, pero me duelen las manos.
Luego, solté lo de que había que romperlo. La chica del móvil lo hizo sin dudarlo, y no dudó en decir que aquello era una mierda de actividad.
Los demás se resistieron un poco. Y la chica que sí que había disfrutado de pintarlo se negó a hacerlo. Quería llevarse el dibujo a casa y no entendía por qué tenía que romperlo.
Dio igual que explicara varias veces que era un gesto simbólico para recordarnos que lo importante es disfrutar del  trayecto.
Se rieron en mi cara. Refunfuñaron, dijeron que habían perdido el tiempo, que mejor se quedaban en su casa estudiando para el examen de religión.
Y luego, sin más, se fueron.
Me tomó un poquito de tiempo darme cuenta de que aquello me dolió. Me dolió compartir algo muy preciado para mí y que lo rechazaran por completo.
Tuve que reunir mucha valentía para hacer la actividad. Tenía miedo que el director entre y vea a un puñado de adolescentes pintando un mandala y escuchando música en una clase de inglés. Me dolió que ellos no vieran ni valoraran eso.
Me dolió intentar hacer algo diferente, algo significativo y que ellos tan solo lo vieran como una oportunidad para no hacer nada.
Me dolió. Pero, por algún motivo, estaba listo para recibir el golpe. No es que estuviera atento para esquivarlo, es que estaba conscientemente desprotegido, dispuesto a recibir el impacto.
Y eso hice. Dejé que el dolor me golpeara, que escociera y que de a poquito, se diluyera.
Tuve una clase más, compré fideos de lentejas y luego me quedé largo rato hablando con la dueña de la tienda de al lado de casa. Fue una conversación sincera y terminó en abrazo.
Ahora, después de cenar y tras escribir esto, el dolor ya no duele tanto. O más que no doler, ahora se mezcla con otra cosa.
En el momento del golpe, me vino el impulso de juzgar a los chicos, tacharlos de superficiales y sobre-estimulados por la tecnología.
Ahora, en vez de eso, me inundó una gran ráfaga de cariño hacia ellos. Todos ellos personitas, con sus pensamientos y sus mundos interiores. Todos ellos atravesando cambios de los que tal vez no son conscientes. Quizás todos ellos obligados a ir a mis clases. ¿Cómo puedo juzgarles?
Lo único que puedo hacer es respirar hondo, dejar que el tiempo desinflame y prepararme para verlos de nuevo el miércoles.
Y una vez más, dar todo lo que tengo en esa clase. Proponer más actividades, escucharles, y sobre todo, transmitirles que me importan de verdad. Porque es cierto.
Siento un profundo amor hacia todos esos seres humanos con los que paso mis tardes. Y creo que al final, me gusta ser profesor no por enseñar algo, sino por la oportunidad de compartir y sentirme parte de esa marea de gente.
Siento que la materia impartida, ya sea carpintería, matemáticas o inglés, es la nave a la que nos subimos para emprender el viaje. Pero el aprendizaje en sí es lo que ocurre en ese espacio, las conexiones humanas que brotan durante la travesía.
Ahora mismo, ha surgido dentro de mí esta frase: La habilidad se convierte en don cuando se comparte.
Y solo conozco una manera de compartir de verdad, que es salir ahí fuera con el corazón al descubierto.
Tal vez era yo quien tenía algo que aprender con la actividad de clase. Tal vez era yo el que necesitaba recordarme que lo importante es el trayecto y no el resultado.
Y tal vez por eso, aunque el resultado dolió, no dejará cicatrices. Di todo de mí, disfruté del camino, pero las cosas no salieron como yo esperaba. Y está bien.
Quizás lo ideal sea no tener expectativas. Pero no soy una persona ideal. Estoy aprendiendo y descubriendo. Estoy vivo y quiero ayudar a crear una nueva historia para el mundo.
Por último, hoy me gustaría terminar con unas palabras que escuché decir a un jovencito Australiano de ojos profundos:
“Suelo obsesionarme con no cometer errores. Pienso que los seres humanos ya hemos cometido demasiados. Pero en esta experiencia ha habido muchas contradicciones y todos nos hemos equivocado. Ahora creo que la vida consiste en eso, ser consciente de dónde vas, pero también saber que te vas a equivocar. Cada cual con sus particulares y bellos errores. Bellos errores en un camino hacia la integridad”


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