De niño, me dijeron que los de símbolo Leo son competitivos
y se dan aires de grandeza. Esas características encajaban conmigo.
Crecí como hijo único, como centro de universo, merecedor de todo, heredero del
reino. Fue el ambiente y era yo mismo.
Quería brillar, que me reconozcan, que coreen mi nombre, que
mis pasos dejen huellas profundas.
Pero esas añoranzas se fueron desvaneciendo por el camino.
A medida que voy descubriendo lo que soy, más me doy cuenta
de que mi esencia es simple y mi ambición pequeña.
Me gustan las siestas y correr desnudo. No me gusta estudiar
para tener buenas notas, ni trabajar en exceso a costa de billetitos.
No siento necesidad de planificar mucho. Disfruto andando
despacio y estirando las piernas en un columpio.
A veces siento tanta gratitud que me abrumo. Me siento
afortunado y me pregunto por qué. Luego me doy cuenta de que también es cierto
que pido muy poco y necesito apenas nada.
Soy feliz escuchando y mirando a los ojos, comiendo con la boca
abierta y acariciando a un perro en la barriga.
Pero todavía queda ese lejano anhelo de grandeza, ese que
todavía sueña con ser Alejandro Magno.
A veces miro lo que otras personas hacen. Veo su dedicación,
el sacrificio y los resultados. Y siento envidia. Y también tristeza.
Me siento triste porque ellos serán recordados. Y yo me
siento viento pasajero. Siento que de mí no quedará nada. Porque yo lo estoy
eligiendo así.
Yo estoy eligiendo no caminar hacia el éxito convencional.
Mi definición de éxito ha cambiado con el tiempo. Ahora, al
usar esa palabra, me refiero a cuánto estás cambiando el mundo, a la influencia
de tus acciones para hacer de éste un lugar mejor.
En esa definición está presente todavía el impulso de
grandeza. Quizás ya no tan centrado en el individuo, sino en las acciones que
realiza. Pero todavía se busca la grandeza. Que lo que hagas sea grande. Que
pese. Que se recuerde. Que se hable de ello.
Me da vergüenza reconocer mis delirios de grandeza. Pero
también me avergüenza aceptar mi carencia de ambición.
Pero hoy he descubierto algo. Quizás lo olvide pronto. Sin
embargo, me gustaría escribirlo, solo para recordarlo.
Hoy he sentido mi pequeñez. La pequeñez de mi ego. La
pequeñez de Ariel y todo lo que identifico a ese nombre.
Ese ego, ese “Yo”, está aquí. Existe, recuerda y piensa.
Pero es muy pequeño, diminuto.
Yo voy a morir, desvanecerme y apagarme, como una vela, de
un soplido. O tal vez sea como una hoguera, y mi fuego vaya menguando con la
leña, hasta quedar atrapado en unas brasas, para finalmente enfriarme y
desaparecer entre cenizas.
Yo, realmente no importo. Pero la vida sí. La vida que
respira en mí importa, y mucho.
Importan los tigres de bengala y las ballenas azules.
Importa mi papá y la Wallita y las personas que me cruzo en cada acera.
Importan sus pasos y sus tripas que suenan. Importa lo que transmiten sus
rostros. Pero no importan sus medallas ni sus fracasos.
Hace poco escuché a alguien decir que no importaba el
artista, sino el arte. Quizás esa fue la premisa que dio pie a todo lo que
estoy experimentando ahora.
Cuando lo escuché, me quedé en silencio. No sabía si estaba
de acuerdo o no.
A veces me he descubierto pensando en cambiar el mundo.
Quería ser yo el que empezara un movimiento, el que encendiera una llama y que
provocara un cambio. Pero lo importante es el cambio, no yo.
A mi ego pequeño y frágil le es imposible entenderlo. Se
resiste a aceptar que él en realidad no importa.
Pero no te preocupes ego. No llores. O bueno, llora. Llora
que yo te abrazo y te digo que todo va a estar bien. Eso es bonito, desahógate.
Eres pequeño y siempre lo serás. Pero tienes tu lugar en mí. Y saber que en
este momento existes me hace sonreír.
Gracias a ti puedo experimentar orgullo y decepción. Y de
momento no puedo imaginar cómo sería vivir sin ti. Siento que es bonito que
tengas un sitio en la vida, sobre todo cuando aceptas lo que eres.
Gracias a ti puedo experimentar la vida como Ariel, como
individuo, con mis propias experiencias y recuerdos. Es bonito sentir eso. Pero
recuerda ego, recuerda que en realidad no eres tú el protagonista. Está bien.
Está bien. No te sientas mal por eso.
Una vez más me surge mencionar al océano.
Imagina un océano infinito. Lo infinito es indivisible. Es
unidad. La unidad es vacío. El vacío es todo. ¿Qué pasa si el todo quiere
experimentarse? ¿Saber qué se siente estar en el océano?
Y entonces aparece una gota. Y la gota se siente gota, y se
mueve por el océano, y va de aquí para allá. Y de repente, se encuentra con
otra gota, y se siente feliz de ver a alguien semejante a ella. Así, van
apareciendo más y más gotas, todas ellas distintas y todas ellas parecidas de
algún modo. Todas disfrutan de ser parte del océano.
Pero llega un día en que la primera gota se siente triste.
Se siente pequeña y sabe que va a morir. Las gotas mueren. Hacen “pop” y
desaparecen. La gotita tiene miedo. Le gustaría ser grande como el océano,
extenso e infinito. Pero la gota olvidó que ella no está en el océano. Ella es
el océano. Porque el océano, por mucho que se divida en gotas, sigue siendo
indivisible.
Somos el océano. Somos el mundo, la vida y el universo,
experimentándose en cuerpos humanos que son capaces de leer y escribir.
Cuando se planta un árbol, dan igual las manos que pusieron
la semilla. Lo que importa es que la planta crezca. Las manos que lo sembraron
son parte del árbol, el árbol mismo.
Plantar un árbol no es hacer un bien a algo externo, sino a
nosotros mismos. Amar a otro ser vivo es amarte a ti mismo.
Amarte a ti mismo es expresar amor hacia la vida entera.
Dicho todo esto, ¿Qué es lo que de verdad quiero?
Quiero que las tortugas marinas no mueran con plástico en el
estómago. Quiero que mueran en paz, flotando boca arriba. Quiero que las selvas
crezcan fuertes y que los monos aúllen desde las ramas más altas.
Quiero que mi vida sea un regalo hacia ese mundo que todavía
no está aquí. Me da igual si mis ojos llegan a ver ese mundo. Solo quiero que
la posibilidad de ese mundo siga latiendo. Ese mundo de monos aulladores y
tortugas que mueren en paz.
Yo también quiero morir en paz. Y un día lo haré. Pero creo
que hoy no.
No voy a ser Alejandro Magno. Pero voy a vivir, porque nací
para hacerlo.
Al ser una gota en el océano indivisible, somos el mismo océano que a su vez es parte del espacio abierto, vacío, inconmensurable,y eso somos¡ eternos, fuera del tiempo y el saberlo nos llena de alegría lo demás no importa...
ResponderEliminar