viernes, 22 de junio de 2018

El misterio del Mañana


Hay tiroteos en escuelas, gente que muere en balsas y personas que cierran fronteras. Hay manifestaciones por el aborto, gente que se opone y debates que se abren.
Hay incendios forestales, plástico en los fondos marinos y comunidades indígenas desterradas.
¿Y yo qué hago?
Yo me preocupo por el futuro. Por mi futuro. ¿Qué haré? ¿Cómo lo haré? Y lo más importante, ¿De dónde sacaré dinero?
Todo eso parece tan irrelevante en medio de todo lo que ocurre en este mundo nuestro. Y da la sensación de que no hay acciones correctas.
Puedo centrarme en mí, en tener estabilidad económica, ahorrar, cotizar a la seguridad social y en 30 años esperar a tener una pensión.
Pero eso se antoja monótono, aburrido, insulso. Porque por dentro siento que una vida humana es más que eso. Que hay que explorar, sentir, palpar, aprender, conectar y compartir.
Me digo que hay que disfrutar. Que mañana puedo morir. Que todos vamos a morir.
Y luego me pregunto cómo disfrutar. Cómo disfrutar de esta vida sabiendo todo lo que está ocurriendo en cada esquina.
Cómo buscar mi felicidad cuando para tanta gente esa no es una opción. Cómo buscar un trabajo que me apasione cuando tantas personas tan solo buscan sobrevivir.
Me siento culpable, luego impotente. Y después me digo que no tiene sentido.
Siento que nacer en este mundo fue despertarme sobre un juego de mesa bastante retorcido. Un juego de leyes complejas y en general carentes de sentido común. Un juego que se basa en la desigualdad, y en que para que ganar, siempre tiene que haber alguien que pierda.
Y a veces tengo ganas de dejar de jugar. Dejar de preocuparme por sobrevivir y mandar todo a la mierda.
Me entran ganas de andar, andar lejos y sin cargas. Andar hasta cansarme y luego dormir.
A veces, cuando no tengo ganas de vivir, me apetece cerrar los ojos y dormir, caer en un sueño profundo y sobrevolar mundos distintos a éste.
Pero luego voy a un río, veo el agua, a las libélulas y las hojas de roble mecidas por el viento. Escucho ranas y algas bailar con la corriente. Y entonces la vida vuelve a mí. Y me siento agradecido, tan solo por estar ahí, por ser parte de ese momento.
¿Cómo puede haber tanta belleza y a la vez tanto dolor?
Veo niños corriendo, veo la espontaneidad, la creatividad humana. Siento el cariño de una mirada, el calor de un abrazo, los acordes de una guitarra. Pero luego veo los impulsos egoístas, el yo antes que tú, la avaricia que no se llena y el miedo que desemboca en agresión.
Luego salgo a caminar y voy a un parque. Me siento en un banquito y veo estelas de sol entre ramas. Entonces escribo, me escribo a mí mismo y lo hago con amor, con paciencia y tolerancia. También dibujo y el resultado es algo infantil, muy colorido y no demasiado realista. Me avergüenzo un poco, pero en realidad me siento bien. Una sensación revitalizante se extiende bajo mi piel.


Esas palabras de cariño y ese dibujo de niño me hacen sentir vivo, en paz conmigo y con el mundo. Pero el mundo no ha cambiado. El mundo sigue como es.
No sé cuántas veces he dicho en los últimos años que no sé qué voy a hacer. Cada vez que la seguridad y la estabilidad asoman en el horizonte, se esfuman como la niebla, y queda el viejo misterio de lo desconocido.
Lo desconocido, tan familiar a estas alturas, pero que hasta ahora, no se deja conocer.
Tal vez vaya a Nepal, quizás enseñe inglés, puede que me quede en Lugo, o que haga un voluntariado en Finlandia, no lo sé.
No sé lo que voy a hacer. Pero me quiero dar un consejo:
Hay tiempo. Hay tiempo Arielito. No hay por qué apresurarse. Ve a Bolivia, déjate envolver por los vientos del sur, y el polvo que traen consigo. Báñate desnudo en cascadas y úntate la cara con barro. Disfruta con las personitas que allí te esperan. Agradéceles, mímales y abrázales con todas tus fuerzas.
Vive y camina. En ese andar el mañana se convertirá en hoy. Pero siempre habrá un mañana en el horizonte. Un mañana que nunca dejará de ser un misterio.

P.D.: Bajo un puente, al lado de un río hay un grafiti. En él se lee: “Serendepia, hallazgo afortunado e inesperado, que se produce cuando estás buscando otra cosa”.
Siempre lo leo cuando paso por ahí, y por algún motivo, me reconforta y me siento tranquilo.




martes, 12 de junio de 2018

Deporte 2: Manu Ginóbili


Hoy voy a hablar de Manu Ginóbili.
Manu es un tipejo de 1.96, de patas largas y brazos finos. Nació en Bahía Blanca, Argentina, en 1977 y juega básket.
Manu va a cumplir 41 en julio y puede que finalmente este sea el año en que se retire del baloncesto.
Al principio me enamoré de su juego, de su inestable equilibrio, sus piruetas poco ortodoxas y sus engaños con la pelota. Pero sobre todo, conecté con su intensidad, con esa manera tan suya de entregarse por completo, de no reservarse ni una gota de sudor.
Hace 13 años lo veía galopar con su cabellera al viento. A pesar de su constitución delgaducha, derrochaba fuerza, juventud y talento.
En esos tiempos, Manu lo ganaba todo y se daba casi por descontado que así seguiría siendo.
A principios de los 2000’ llegaron las medallas olímpicas con Argentina y los títulos NBA con San Antonio.
Creo que a Manu nunca le importó ser el protagonista. Pero sí que quería competir, y ganar.
Por esos años, la victoria significaba llegar al podio con Argentina y levantar otra vez el trofeo con los Spurs.
Pero el tiempo pasa y el pelo se cae. Los músculos pierden consistencia, las piernas ya no corren tan rápido y la juventud se va derramando por canalitos de arrugas.
En las olimpiadas de 2012, Manu y Argentina se quedaban sin medalla por primera vez desde 2004.
En 2013, Ray Allen mataba las esperanzas de un nuevo título para los Spurs.
La gente llevaba años diciendo que Argentina estaba vieja y que los Spurs eran un equipo de ancianos.
Pero no fue hasta 2013 cuando yo también empecé a aceptarlo.
Sin embargo, al año siguiente, los Spurs volvieron a ganar, una vez más. Se sentía justo. Era como cerrar una etapa.
2014 era el final perfecto, el de vivieron felices y comieron lombrices. Era el final heroico, épico y glorioso. El final por todo lo alto.
Pero a veces las historias no terminan cuando se llega a la cima. A veces, las historian también cuentan el descenso, de pasos tranquilos y pies cansados.
Ginóbili siguió jugando, pero ya no ganó nada más. Al menos, en cuanto a títulos y medallas.
Manu jugó, de manera inesperada, las olimpiadas de Río y Argentina fue eliminada en 8vos de final. Perdieron contra Estados Unidos y sin nada reseñable que añadir.
Y sí, ese equipo de Argentina no era el de antes. Ni tampoco tenía los mismos objetivos.
Manu dijo que el simple hecho de estar ahí, en unos juegos olímpicos, por cuarta vez en su vida y a los 39 años, era un regalo.
Manu juega menos y cada año está más calvito. Cada vez mete menos puntos y sus estadísticas están en declive constante.
Pero Manu sigue siendo Manu. Y algo que disfruto, celebro y agradezco es verlo jugar. Y ver que sigue teniendo el mismo fuego en los ojos, la misma determinación cuando entra a canasta entre gigantes atléticos y 15 años más jóvenes que él. Lo único que ha cambiado es el resultado, ya que ahora hay más caídas y fallos.
Quizás me equivoque, quizás esté idealizando a Manu, pero siento que ya no juega para ganar un nuevo título.
Siento que el Manu de ahora juega por puro amor al deporte, porque lo disfruta. Disfruta jugar y él solo sabe jugar de una manera, dando todo lo que tiene.
Las victorias ahora son distintas.
Los Spurs están eliminados de los playoffs desde hace más de un mes. Tan solo ganaron un partido en las eliminatorias. Un partido. Pero un partido bastó para sentirse campeón, para echar los puños al aire una vez más y rugir victorioso.
En Rio, hubo un partido contra Brasil, uno que vi desde Estados Unidos, en el borde de un sofá muy cómodo. Me temblaron las manos, se me puso la piel de gallina y terminé con los ojos empapados. Argentina ganó y celebró en el centro del campo, abrazados, cantando, riendo y llorando.
La victoria no dio premios, tan solo cansancio. Tanto así que Manu no jugó el siguiente partido y Argentina lo perdió por paliza. Entonces, ¿De qué sirvió?
Sirvió para disfrutarla, sufrirla, vivirla. Sirvió como ofrenda al básket. Sirvió para recordar que esa sería la última victoria de Manu con Argentina.
Y esa es la belleza que brota de aquello que es consciente de su final. A veces vivimos como si este momento fuera a durar para siempre. Damos por sentado lo que tenemos y a los que nos acompañan.
Pero todo lo que respira está destinado a dejar de hacerlo. Nacer, vivir y morir, para dejar paso a los que vienen. Ese es el ciclo natural.
Y cuando lo aceptas, cuando dejas de resistirte a desaparecer, te entra una liberadora sensación de ligereza.
Esa comprensión de que todo acaba, aclara los ojos y te permite ver lo que de verdad importa.
Y puedo ver esa claridad en Manu.
Después de tantos años viéndolo jugar, quizás ésta es la etapa que más estoy disfrutando.
Estos años de crepúsculo me han enseñado mucho. He aprendido a valorar los detalles de los días cotidianos. He dejado de hacer diferencias entre partidos importantes e irrelevantes. Porque todos los partidos importan.
Y en esto no hablo solo de básket, sino de la vida misma. No hay días más importantes que otros. Dan un poco igual las fechas señaladas en rojo del calendario. Cada momento es sagrado, una oportunidad para vivir, sentir, expresar y compartir con total intensidad.
 Eso he aprendido de Manu. Porque si hay algo que el tiempo no le ha quitado, es su esencia, esa esencia salvaje y alocada con la que salta a la cancha.
Manu colgará la camiseta en algún momento. Y entonces, Manu, dejará de ser el número 20 de los Spurs y el 5 de Argentina. En ese momento Manu pasará a ser una personita con el sendero de la vida a sus pies. Y tengo la intuición de que haga lo que haga después, seguirá marcado a fuego con su esencia.
Todo acaba. Todo se derrite y desvanece. Pero, ¿Queda algo?
Sí. Queda lo invisible, pero que se siente. Queda esa esencia ajena al tiempo, ese fueguito que vive en la ceniza.
No sé cómo un jugador de básket puede inspirarte de este modo. Pero creo que para mí la verdadera inspiración es ver a Manu como un ser humano más. Lo veo un tipo normal, y más que admiración, es cariño lo que siento hacia él.
A veces me gustaría poder encontrármelo en un parque, no para pedirle autógrafos ni fotos, sino para acercarme y decirle: “Gracias, gracias de corazón”.

P.D.: He leído el texto y no sé si he logrado transmitir lo que siento. Tampoco estaba seguro de compartir esto en el blog. No creía que a la gente le fuera a importar mucho lo que pueda decir de Manu Ginóbili. Pero luego pensé, ¿Por qué escribo? Y también pensé, ¿Cuántas personas van a leer esto? Y después pensé, ¿Qué es lo que importa cuando escribo?
Y recordé que escribo para compartir lo que siento, lo que borbotea en mi interior. Y allí, en mis adentros, quería escribir un texto para Manu, así que aquí está.



domingo, 3 de junio de 2018

Deporte parte 1: Lo que de verdad importa


Empecé a ver la NBA en 2002. Vi a los Lakers conseguir su tercer título seguido. Vi a los Spurs ganar en los siguientes años impares, dando oportunidad a Detroit y Miami a coronarse entre medias.
Vi a los Celtics y el resurgir de los Lakers entre 2008 y 2010. Los vi hundirse de nuevo y en Miami levantarse otro reinado, no sin antes permitir a los Mavs saborear la merecida gloria aunque sea por un año.
Disfruté, me emocioné, lloré y celebré con los Spurs en 2014. Y sentí prácticamente lo mismo con la histórica remontada de los Cavs en 2016.
Pero en 2017, sentí que lo que ocurría era injusto. Durant se iba a los Warriors y rompía el equilibrio de la liga. Deshacía la competición, destripaba la emoción y convertía a la NBA en algo aburrido y predecible.
Siento que Durant es un buen tipo. Klay Thompson no me disgusta. Respeto el talento de Curry, aunque no me hacen demasiada gracia sus celebraciones y su protector bucal. Pero a Draymond Green no lo aguanto.
He intentado averiguar cosas sobre su vida para poder empatizar más con él. Y tal vez pueda respetarlo y honrarlo como ser humano, pero su conducta me da asco. Me irritan sus burlas, sus bailecitos, sus gritos, su actitud… Es un jodido provocador, y disfruta tanto provocando las sensaciones que ahora mismo tengo. Eso es lo que más rabia me da, que afectándome lo que hace, estoy alimentando sus acciones.
Y ahora entra otra parte de mí, que pregunta:  ¿Qué más da? ¿Qué más dan las burlas de Draymond Green? ¿Qué más dan las finales de la NBA? ¿Qué más dan unos tipos altos botando un balón naranja? ¿Por qué me afecta? ¿Por qué veo resúmenes diarios y a veces me desvelo para ver la pinche pelota naranja?
Ni siquiera juego tanto baloncesto ahora. Ya no estoy en un equipo, no compito ni pretendo hacerlo. Tan solo voy a una cancha cercana y lanzo tiros y corro hasta que me canso.
La NBA es un negocio de miles de millones de dólares. Y aun así, a veces siento auténtica tristeza cuando un jugador que me gusta pierde y se siente mal. Empatizo con él y tan solo quiero que las cosas le salgan mejor. Pero ese tipo gana millones, tiene una vida increíblemente privilegiada y su mayor decepción es perder un partido de básket.
A veces me siento mal por gustarme la NBA. Lo veo como algo superficial, una lucha de egos y búsqueda de grandeza que se concentra en un trofeo. 30 equipos compitiendo en una carrera en la que tan solo uno puede sonreír al final de junio, mientras los demás lloran desconsolados.
Todo para que el circo empiece una vez más en octubre, con más dinero, más publicidad, más historias de prensa, con sus rumores, exageraciones y entretenimiento.
Es una locura lo que hemos creado alrededor del deporte. Y también me jode que solo veo deporte masculino. Nunca en mi vida he visto un partido de la WNBA y nunca en mi vida he tenido una atleta femenina por la que he sentido admiración.
Eso me preocupa, porque siento que estoy ayudando a perpetuar un esquema de héroes puramente masculinos.
Por eso, a veces pienso que sería mucho mejor para mí y para el mundo si apoyara y contribuyera a un deporte en el que ambos géneros puedan ser protagonistas.
¿Por qué estoy condicionado a consumir tan solo deporte masculino?
Y encima, ya no solo está el problema del género. También está la competitividad, la agresividad, la sensación de que lo único que realmente importa es ganar. El discurso de que tan solo importa llegar primero, y que si no lo haces, nada ha tenido sentido.
Y claro, por eso me frustro al ver la hegemonía de los Warriors durante los últimos años. Porque yo también tengo ese discurso integrado. Yo también creo que lo único que importa es llegar primero.
Pero, por mi salud mental y mi evolución como ser humano, creo que es hora de cambiar ese discurso.
El básket me apasiona, eso no lo puedo negar. Me gusta botar la pelotita naranja y meterla por ese cilindro con red. También me gusta ver partidos y ver seres humanos con pantalón corto correr por una cancha de parqué. Pero, ¿Qué es lo que importa de verdad?
¿Importa que ganen los Cavs y que LeBron agrande su legado? ¿Importa realmente quién levanta un trofeo dorado?
Es difícil recordar que aquello en realidad no importa. Más que nada porque la importancia del título y el trofeo se parlotea por todos lados. Para muchos aficionados y amantes del deporte, lo único que cuenta es si te quedas con el trofeo o no.
Entonces, ¿Ganar no importa?
Si consideramos que ganar es meter más goles, más canastas o anotar más puntos, entonces no; ganar no importa.
Ese afán por ganar es un problema profundo de la humanidad. Es por esa obsesión que competimos unos contra otros, que creamos rivalidades, alianzas, disputas y guerras.
Parece inocente luchar por un trofeo  e intentar sobreponerte al resto. Pero creo que no lo es.
Yo ahora mismo siento rechazo y asco hacia seres humanos, tan solo porque juegan en un equipo que no me gusta. Siento rechazo y asco por ellos… Y no sé, en general no siento esas cosas con facilidad. Pero con el deporte es muy fácil despertar esas sensaciones, ese odio y agresividad.
Y lo normalizamos. Se ve como normal odiar a tus rivales. Si te gusta el Madrid vas a odiar al Barsa…
Pero, yo no quiero seguir odiando a los Warriors. Mi corazón lleva almacenando odio hacia ellos durante casi dos años y no me sienta bien.
¿Qué puedo hacer?
Creo que seguiré viendo la NBA. Pero siento que puedo empezar a verla de un modo distinto. No sé si seré capaz, pero al menos quiero estar abierto a la posibilidad de ver partidos, emocionarme, celebrar y al mismo tiempo saber que es tan solo un juego, que lo importante son las personitas y la conexión que existe entre todos.
Quiero darle otra oportunidad a la relación que tengo con Draymond Green y verlo como un ser humano en lugar de jugador polémico y provocador del equipo que odio.
Y también quiero incursionar en otros deportes y actividades atléticas. Deportes en los que los que para ser protagonista no necesites ser hombre y estar entre los 20 y 35 años. Deportes que celebren las increíbles capacidades del cuerpo humano y que no necesiten de trofeos para engrandecer la actividad realizada.
Participar y apoyar esas actividades puede ser muy importante para crear un mundo distinto.
Deportes que nos unan, que nos unan a todos, sin separarnos en bandos. Deporte en el que podamos entregar hasta la última gota de sudor, lanzarnos por el piso, embarrarnos y rugir con fiereza. Pero que el rugido no hiera, sino que aliente.
Deportistas que no busquen ser meros maniquís de las empresas. En resumen, que el deporte no se vuelva tan solo comercio, que conserve su valiosa esencia, que como todo lo esencial, no tiene precio.

P.D.: Hace algunos meses empecé a ver American Ninja Warrior y conecté de manera muy especial con ese deporte. La plataforma televisiva es muuuuy americana y estereotípica, pero la energía que se respira en esos circuitos de obstáculos es muy especial. Los participantes van desde 21 años a más de 75. Hay enfermos de cáncer, personas que sufrieron abusos, gente normal, tipos privilegiados, madres, padres y hasta humanos con piernas protésicas.
Hay un premio gordo para el ganador, pero realmente siento que el motivo por el que la mayoría participa no es hacerse con el premio, sino demostrarse algo a sí mismos y compartir con el mundo, durante una carrera de obstáculos, lo que llevan dentro.
Además, en el programa descubrí a Jessie Graff, que se ha convertido en mi primera gran inspiración femenina del mundo del deporte.
Es mi ninja favorita y cada vez que la veo en la pista, me deja con la boca abierta, el corazón acelerado y la piel de gallina.
Así que bueno, ya era hora de que Ginóbili y Patty Mills, mis dos atletas favoritos, tuvieran compañía.
Compañía que, seguramente, seguirán aumentando y nutriéndose de diversidad.
Y por supuesto, en todo este discurso no he mencionado todavía a la que quizás es la personita más importante. Se llama Colleen Fugate, vivo con ella y es en definitiva, mi deportista favorita.
Al principio, tengo que ser sincero, sentí cierta rabia al ver que una chica era mejor que yo en muchas actividades físicas. Pero cuando salí de mi cascarón de macho dominante, me sentí feliz y tremendamente agradecido por compartir mi vida con una cabrita de montaña. Una cabra con patas de lince y aletas de delfín. Una persona que corre, hace yoga, flexiones, trepa árboles y se va a la nieve en sandalias.
Quizás esté bien ver héroes deportistas que salen en la tele, pero tal vez podríamos empezar a abrir los ojos y ver lo que tenemos a nuestro lado. Quizás ahí, en tu mismo barrio, en tu propia casa, te encuentres con auténticos atletas.
Puede que incluso, un día hagas algo que no te esperas y empieces a sentir admiración hacia ti mismo y las increíbles capacidades de tu propio cuerpo.