martes, 25 de marzo de 2014

Lo que realmente somos



Luchamos, sufrimos, lloramos, sangramos, nos derrumbamos, caemos, nos rendimos, sentimos miedo, apretamos los dientes, estrujamos nuestros puños, oprimimos nuestros corazones, gritamos, huimos, corremos, nos resistimos y al final, inequívocamente morimos. Eso es lo que creemos que somos.
Antes, cuando apenas podía caminar, cuando todavía no podía memorizar, cuando mis dedos eran pequeñitos y mis ojos eran curiosos, sentía que el mundo era un lugar mágico, que cada día era un regalo, que cada paso tambaleante que daba era el mayor de los éxitos.
Fue a partir de ese momento cuando empecé a soñar, sin cuestionar nada, sin razonar ni medir, tan solo entregando mi imaginación a un horizonte que parecía infinito. Así me veía yo, cuando apenas empezaba a recorrer el sendero de la vida, me sentía infinito, disfrutaba observando el movimiento de mis dedos intentado atrapar el aire, era feliz, simplemente creyendo que todo era posible.
Posteriormente, al igual que todos, crecí, mi mente empezó a carburar y maquinar, atrás quedó el aprendizaje del descubrimiento, que fue sustituido por conceptos, palabras y números.
Pero yo no quise hacerlo, no estaba preparado para dejar atrás el niño que llevaba dentro. Quizás mis sueños ya no eran tener súper poderes, surcar los cielos o construir enormes castillos y coronarme rey de los mismos; no, mis sueños se habían transformado, había sido testigo de cierta parte de la realidad sobre el mundo, había conocido la pobreza, había presenciado la violencia, había sentido miedo, había visto cómo la gente se odiaba entre sí por cosas como la religión, la raza, los países, diferencias económicas y demás asuntos que para mí carecían de significado. Mi sueño se convirtió en cambiar eso, en cambiar las lágrimas por sonrisas, el odio por abrazos y el miedo por ilusión, tan solo quería eso.
Fue entonces cuando sucedió, me dijeron que los sueños, sueños son. Me introdujeron una idea en lo más profundo de mi ser, me dijeron que era pequeño, que una sola persona no puede cambiar nada, me llamaron iluso, inmaduro, e incluso insensato. Nadie me creía, algunos me miraban con ternura y admiraban mi inocencia, mientras que otros tan solo se burlaban. Al principio, por propio orgullo, intenté hacer que todas esas críticas, miradas y reproches no me afectaran, intenté proteger lo que quería y perseguirlo sin importar las consecuencias.
Hasta aquí, todo parece tener sentido ¿Verdad? Al menos para mí, pero lo que ocurrió luego, carece de explicación, porque de la noche a la mañana simplemente dejé de creer. No sé cuándo pasó, ni cómo, tan solo sé que una mañana me levanté y mis sueños no lo hicieron conmigo. Intenté convencerme a mí mismo de que nada había cambiado, pero de repente, ya no parecía importarme ver manos que te imploran sustento por las aceras, en un abrir y cerrar de ojos el llanto de las personas dejó de estremecer mi alma. El hambre de poder que corroe a la humanidad dejó de ser mi problema, yo ya tenía bastante con mi propia vida.
Mis ojos dejaron de humedecerse cuando palpaba la injusticia, mi corazón seguía latiendo, pero lo hacía endurecido, ya no tenía el ímpetu de antes, ahora tan solo lo movía la indiferencia.
Finalmente lo habían logrado, habían logrado hacerme sentir pequeño, habían logrado hacerme creer que mi voz jamás sería oída. Sin embargo, mi vida no cambió sustancialmente, seguía queriendo lo mismo, cuando la gente me preguntaba acerca del futuro yo respondía sin dudas que quería hacer algo productivo, que quería ayudar a los demás, lo único que había cambiado, es que eso ya no era un sueño, era un objetivo. Y siempre, cuando hablaba acerca de la necesidad de cambiar el mundo, lo hacía con la palabra “utopía” por delante.
Fue así como me perdí a mi mismo, fue ese el modo en el que me convertí en invisible, en el que perdí esa esencia que hace que cada uno de nosotros sea único e irrepetible, me convertí en uno más.
Si los demás ahogaban sus dudas en placeres superfluos, yo también lo haría, si el resto solo actuaba en consecuencia de las opiniones de los demás, yo también actuaría de ese modo, si los otros intentaban llenar los vacíos de sus almas con riquezas materiales, yo los seguiría. Al fin y al cabo, ¿Por qué no? Todo el mundo lo hace y en cualquier caso, yo jamás podría cambiar nada.
Y así dejé pasar mis días, sin apenas ser consciente de ellos, tropezando una, dos y mil veces más, hasta llegar a un punto en que levantarte te cuesta más que caer.
Me encontraba tendido en el suelo, con los brazos cansados y la mente ofuscada, rendido. Y sin motivo alguno, miré al cielo, una vez más y aún bajo el letargo al que había sucumbido, no pude dejar de apreciar su inmensidad, aquel horizonte era infinito…
Infinito, en cuanto esa palabra resonó en mis pensamientos sentí miedo, sentí miedo ante la magnitud de ese significado. ¿Por qué un ser tan insignificante como yo era capaz de vislumbrar algo tan inconmensurablemente mágico?
No supe contestar a esa pregunta, pero encontré una respuesta a otra cuestión totalmente distinta, me di cuenta de que no había sido la vida la que me había hecho pequeño, no fue la sociedad la que hizo callar mi voz, no fue la adversidad la que me paralizó, fui yo.
Fui yo quien decidió creer que no era capaz, fui yo quien decidió escuchar las voces que me susurraron que no podía, fui yo quien decidió aceptar que nada de lo que pudiera hacer en esta vida marcaría la diferencia, fui yo.
¿Por qué? Porque es más fácil cerrar los ojos y girar la cabeza antes que observar las atrocidades que cometemos, porque es más sencillo pensar en ti que en los demás, porque es más fácil quejarse por las heridas que nos han infligido a resurgir, porque actuar como la mayoría es más fácil que defender tus principios en soledad, porque el poder es más tentador que la humildad, porque comprender es más difícil que juzgar, porque el rencor es más duradero que el perdón, porque nos enseñaron que los sueños son solo para los niños.
Pero, ¿Saben qué? Estoy harto de vivir de escepticismo, estoy harto de tener que aparentar, estoy harto de tener que esconder sonrisas, estoy harto de ocultar mis lágrimas, estoy harto de no poder gritar, estoy harto de sentirme tan… insignificante, estoy harto de sentir que no puedo, estoy harto de ser un simple espectador en mi propia vida, estoy harto de ver mi planeta como un lugar gris, estoy harto de ver a mi especie como irreparable, estoy harto de ver cómo el mundo entero está dividido, estoy harto de ver la indiferencia que ronda por nuestros rostros, estoy harto de ver tan pocos abrazos por la calle, estoy harto de ver tantas máscaras, tantos prejuicios, tantas estupideces que día a día nos destruyen por dentro.
Estoy cansado de no poder imaginar un mundo mejor sin decir que es una utopía. Estoy cansado de mi propia actitud y mis propios miedos, estoy cansado de vivir asustado, aterrorizado por volver a caer, por no encajar, a la soledad, al fracaso, al éxito…
¿Y qué si quiero soñar? Y si digo que sí es posible, y si creo que todos podemos dar más, y si creo en los milagros y en la magia, y si creo en que el amor mueve al mundo, y si creo que podemos conseguirlo, y si digo que son los pequeños gestos y no las grandes proezas las que nos definen, y si digo que la ilusión puede vencer al miedo, y si… y si al final todo sale bien.
Sé que es difícil escuchar esto, lo es para mí, pero ahora, cada vez que dudo, en cada ocasión en que me siento como un granito de arena arrastrado por las dunas del desierto, en esos momentos recuerdo al sol, nuestra increíble y brillante estrella. No importa quién seas, lo que hayas hecho, lo que creas, lo que hagas o lo que sueñes, el sol está ahí para todos nosotros y su luz nos atraviesa a todos por igual, inundando nuestras almas, sin hacer distinción alguna. De algún modo, todo el esplendor y el brillo de nuestra amada estrella residen en cada uno de nosotros, latiendo bajo nuestra piel.
Esa es nuestra auténtica esencia, ya que después de todo, somos INFINITOS.


No hay comentarios:

Publicar un comentario