lunes, 10 de agosto de 2015

Mejor ahora

Estoy recién duchado y el pelo me moja los hombros, tengo una camiseta azul y veo dos gatos dormitar, tienen la nariz rosada y las orejas puntiagudas. Hay un bote de kétchup al lado mío y una tele encendida a unos cuantos metros; una caja de la que salen formas y colores, ¿Cómo vivía la gente sin tele?
Han sido días duros, o mejor dicho raros, aunque en realidad, tan solo han sido días comunes, días de 24 horas, con sus mañanas y sus noches.  Con qué facilidad tiendo a clasificar lo que veo, y decir que algo es fácil o difícil, decir que estoy feliz o triste. Y eso he hecho hasta hoy; siempre, antes de acostarme, me decía: “Ha sido un buen día” o “Pude haberlo hecho mejor”.
No sé si los demás pensarán tanto como yo, no sé si las demás personas trazan laberintos en los que perderse, pero tampoco creo que importe.
Y tiendo a compararme, a pensar en que antes era mejor que ahora, en que hubo tiempos en los que era más feliz.
Tengo miedo a que se me vaya la melodía de la vida, ese ritmo que siempre mantenía mi sangre caliente. Tengo miedo a perder lo que era, lo que tenía y a las personas que conmigo caminaban. Me siento como un recipiente vacío, y que los demás buscan lo que yo contenía, algo que ya no está. Yo también lo busco, yo también busco lo que se me escapó.
Tengo la sensación de que todos los que me quieren, lo hacen por esa alegría que me caracterizaba y que sin ella, no tengo nada que aportar; ni a ellos ni a mí. Y sí, también tengo miedo a perderme en la tristeza, a ver cómo todos se alejan y yo me quedo aquí.
Me he pasado todo este tiempo buscando, intentando hallar un modo de ser feliz, hacer algo que me devuelva la emoción, aunque sea recuperarla con engaños, fingiendo o pretendiendo, cualquier cosa con tal de volver a ser lo que era.
Primero fue el basket, luego la psicología, después la escritura y ahora fue la alegría. La alegría se convirtió en mi propósito y al parecer, se me daba bien, de manera natural, sin ningún esfuerzo, la gente me decía que se contagiaba, me decían que irradiaba energía y al final, acepté meterme en ese rol y convertir la felicidad en mi profesión.
Ese fue el último objetivo al que pensé dedicarme; a ser feliz y a conseguir que los demás también lo fueran. Pero ahora no me sale, porque se ha vuelto un trabajo rutinario, un empleo que tenía que hacer, porque así me lo impuse.
Intenté aferrarme a mi alegría, cuidarla y protegerla; porque de ella me pensaba ganar la vida. Pero en cuanto se enteró de mis planes, se fue.
Nunca he sido un payaso, nunca he sabido contar chistes; ni tampoco se me da bien ayudar a nadie. No sé dar consejos ni hacer que alguien se sienta mejor; ni tampoco quiero hacerlo.
No estoy aquí para hacer feliz a nadie, ni siquiera a mí mismo. Y cuando he conectado con los demás y conmigo, fue porque no lo pretendía en absoluto; fueron momentos de rendición y no de conquista, fue un regalo y no un premio. Cuando no me obsesioné por ser alguien o por conseguir algo, sentía que era todo y que no me faltaba nada.
Porque la vida no se trata de mí. Eso lo descubrí hoy, cuando me comía la cabeza pensando en todo lo que me ocurría y escuché sonar el timbre. Al abrir la puerta me topé con una personita de ojos de rana. Me abrazó y yo sentí su respiración en mi pecho. Ella levantó la mirada y sonrió. Y yo sentí como si un fueguito con manos hubiera derretido toda la escarcha que me envolvía.
Me dijo que yo le contagié esa chispita, que de mí se le pegó la manía de vivir con intensidad y pararse a observar los árboles y decir “¡WAAOOH!” con cada pequeño detalle. Y se puso a llorar, y yo también, y nos volvimos a abrazar.
Pero yo no hice eso, o al menos, no tengo ningún mérito. Vivir con intensidad no es un talento que se desarrolle, ni algo que se pueda enseñar o aprender. La vida en sí misma es intensidad pura, cuando uno se atreve a vivirla.
Lo que sí está claro es que la intensidad se contagia, porque la vida no puede florecer en aislamiento; la vida es relación; el árbol con la tierra, la flor y la abeja, la abeja y las demás abejas, las abejas y las personas. Todo está conectado, así que no tiene ningún sentido centrarse en lo individual, o creer que alguien es mejor que otro. Todo lo que vive tiene un propósito, que aunque se exprese de mil maneras distintas siempre es el mismo; vivir y crear vida.
Así, esa personita se fue y no sé cuándo la volveré a ver. Pero la amo, y empecé a amarla en el momento en que me olvidé de mí y también de ella; y me dediqué únicamente a amarla, por lo que es, sin pensar siquiera en lo que fue o lo que será. No sé dónde la llevarán esos pies pequeños, o esas piernitas flacas; y tampoco le deseo nada, ni bueno ni malo.
Cuando nos abrazamos por última vez, por algún motivo, los dos empezamos a decir “¡Sí!”. Esa era la sílaba que salía de la garganta y se fundía entre nuestras risas y mejillas empapadas.
¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
Y luego cerré la puerta con ella del otro lado. Aunque claro, nunca hubo otro lado.
La alegría nunca fue mía, y cuando ésta se expande con cada sonrisa y en cada latido, no lo pretende en absoluto. Cuando estoy vivo de verdad, no busco nada con lo que escribo, no me planteo si estoy haciendo el bien o el mal, ni me preocupo por estar siendo productivo. Porque toda mi energía se centra y se expande en este momento.
Toda mi vida he pensado que lo importante siempre es lo que vendrá después, el siguiente paso que daré. Pero no, todo lo que importa está aquí, ahora. Esa es la única verdad que conozco, que todo lo que puedo hacer, que todo lo que puedo sentir, toda la fuerza del mundo está aquí. Aquí ronronea el alma, aquí están los gatos de narices rosadas, el bote de kétchup y la pantalla de televisión.


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