lunes, 3 de agosto de 2015

La mayor de las travesías

¿Qué nos mueve?
El ser humano se ha empeñado en dejar huellas, en conquistar tierras y plantar banderas. Ha cruzado océanos, ha surcado el cielo, recorrido el suelo y ha trepado hasta la última cumbre. Se han lanzado cohetes al espacio y hasta murmuran que llegamos a la luna. Pero, ¿Para qué?
La historia cuenta con orgullo las proezas de aquellos que llegaron más alto, más lejos o más profundo. Premia a todos aquellos que se empeñaron en vivir con el “más” por delante.
Y sí, puede que ya no quede tierra que no haya sido pisada por nuestra especie, puede que se conozcan los siete mares (o los que haya), que todas las montañas estén medidas y los ríos nombrados. Sí, puede que la ciencia nos haya dado el privilegio de mirar a las estrellas con microscopio y deleitarnos con el inmenso vacío que envuelve nuestra esfera azul.
Pero esa obsesión con llegar más allá, no nos ha ayudado a comprender lo que hay aquí. Ya que tal vez nos hemos perdido mirando fuera. Fantaseando con la posibilidad de vida en otros planetas, imaginando las culturas de otros continentes, suspirando con postales de otros países. A lo mejor, ese deseo de estar allá, nos alejado del único lugar en el que estamos: Aquí.
A mí me parece que nos hemos obsesionado con la conquista y cegado por la ambición.
Porque conquistar no es algo que hagan solo los imperios. Un conquistador es todo aquel que vive en base al “Yo estuve, Yo hice, yo conseguí”, que no es otra cosa que la versión moderna del “Vine, vi, vencí” de Julio César.
Y desde luego, todo conquistador está movido por la ambición, cualquiera que sea. Y la ambición siempre busca reconocimiento, busca ser reconocida, precisamente por haber estado, haber hecho y haber conseguido.
La ambición nos ha llevado lejos, muy lejos, pero no nos ha acercado a nosotros mismos. Todos los viajes y las expediciones del ser humano nos han aportado valiosos conocimientos, han escrito libros, rellenado gráficos y estadísticas.
 Nos encanta teorizar, hacer estudios, tomar muestras y dar conferencias; y no cabe duda, como especie –y en el ámbito material y tecnológico –hemos realizado grandes logros.
Pero todos los logros y medallas que nos colgamos y con las que nos identificamos, no han mermado el conflicto en el que vivimos. Hemos recorrido todos los confines del planeta y hasta hemos flirteado con lo que hay fuera de éste; pero todavía no hemos emprendido el mayor de los viajes, ese que lleva hacia uno mismo.
Todo sería distinto si empezáramos desde dentro. Porque para amar a los árboles no necesitas realizar una exótica aventura al Amazonas. Basta con observar un árbol, cualquiera que sea, y palpar la rugosa textura de su tronco, el suave tacto de sus hojas, las hormiguitas trabajando en silencio por las ramas, sentir la vida que desprende y las raíces que se sepultan entre la tierra.
Necesitamos conectar con lo que está aquí; observar lo que nos rodea sin fantasear con estar en un sitio mejor, o peor. El primer paso es darnos cuenta del lugar donde se sostienen nuestros pies, sentir la hierba en cada zancada, o sentir el asfalto y tal vez preguntarnos por qué hay muchos sitios en los que no hay otro material que pisar.
Observemos a las personas, sus miradas, sus pequeñas preocupaciones y sus alegrías, veámoslo todo, sin tachar nada de grande o pequeño; porque la lombriz es igual de importante que la gaviota. Observemos, con total atención, tanto lo que ven los ojos como lo que se les escapa. Veamos lo que nos mueve, lo que nos impulsa a andar y a desear. No intentemos cambiar lo que no nos gusta, ni hagamos la vista gorda a aquello que nos perturba. Solo así podremos descubrir por qué la mente siempre quiere estar en otro sitio, por qué siempre queremos algo más.
Y cuando somos conscientes de la respiración, de los sonidos, las luces y las sombras; cuando hacemos esto sin pensar en lo que vendrá después o lo que ocurrió antes; nos fundimos con el momento presente. Entonces, cuando abrazamos todo lo que contiene este instante (y es que lo contiene todo), la ambición desaparece, y  cuando no hay ambición, tampoco hay conflicto; porque aquí y ahora, nunca hay conflicto.
El viaje al presente, es para mí la mayor de las travesías. Porque cuando depones las intenciones de conquista, cuando dejas de vivir para decir “Yo estuve, yo hice, yo conseguí”; todo movimiento se torna distinto. Y da igual que recorras mil leguas o que des un paseo de cinco minutos, el mundo entero respira contigo, junto con toda la vida que contiene y la que respira desde las estrellas. Entonces el viaje que realizas deja de buscar un objetivo, o una recompensa; porque el premio es recorrer el sendero que sabes que tienes que recorrer. De ese modo, no importa a dónde vayas, porque si estás del todo aquí, en el momento presente, ya has llegado.
Ayer leí una frase que decía: “La vida tiene un significado extraordinario –no el significado que le damos a la vida –sino que la vida, en sí misma, tiene un significado extraordinario”.

¿No te dan ganas de vivir después de leerlo?


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