Hoy me pregunté, ¿Por qué? ¿Por qué me gusta tanto?
Me puse mis shorts pestilentes del día anterior, agarré la
pelotita naranja y fui corriendo a la cancha. Las canchas de básket son lo que
más me gusta de este barrio. Todas ellas tienen ese cemento lisito y nuevo que
no resbala, todos los aros son rojos y tienen la sagrada mallita. Sé que es un
cliché, pero el sonido de esa red cuando una pelota la atraviesa es simplemente
hermoso.
Puse música en mis oídos y empecé, completamente solo, en un
día húmedo, caliente y soleado. Dos botes por aquí, entre las piernas, primer
paso fuerte, segundo y salto; bandejita con la izquierda. Finta, hesitation
move y tiro en suspensión… ¡Tooon! Rebota en el aro. Mis porcentajes estaban
muy bajos, pero yo seguía corriendo, saltando, haciendo amagues al aire e
intentando acercar mis dedos lo más posible al aro con cada brinco.
Así terminé empapado en sudor y con las gafas empañadas en
poco más de una hora. Pero no había terminado, después me puse a hacer
sentadillas y otros ejercicios. Porque resulta que ahora, con 25 añacos, se me
ha ocurrido la idea de que quiero clavarla, hacer un mate, colgarme del aro.
A los 16 dejé de jugar basket en plan competitivo. Hasta esa
edad, quería llegar lejos, quería ser un ganador, un líder y competir al máximo
nivel posible. Pero esa actitud acabó con mi juego. Y es que es eso, amo tanto
este deporte porque es un juego. Y jugar es lo que más disfruto en esta vida.
Al no estar en un equipo y no jugar partidos oficiales los
fines de semana, me pregunté si el basket desparecería de mi vida. ¡Ja! Nada
que ver. Entonces recuperé esa alegría de meter un triple en una cancha vacía,
o tirarte al suelo por un balón suelto, jugando una pichanga con tus amigos. Y
no sé, al principio tenía como una espinita clavada dentro, por no haber
alcanzado mi potencial. Recuerdo que yo siempre era un gran jugador en los
entrenamientos, pero en los partidos desaparecía.
Pero hay algo con lo que conecto cuando juego, hay algo que
despierta y que late y baila. Hay algo especial en el eco que hace la pelota al
rebotar, en el chillido de los zapatos, en la manera en la que el cuerpo se
estira y se contrae esquivando defensores en el aire.
Y hoy, después de sudar en la cancha, volví a casa, comí
unos ricos pimentones rellenos con dos huevos fritos y me bajé al sótano a ver
el partido.
(A partir de ahora voy a hablar de jugadores y cosas de
basket sin hacer ninguna introducción ni explicación, es solo una advertencia)
Jugaba Argentina contra Lituania. Yo estaba súper tenso,
intentando respirar profundo, apretando las mandíbulas cuando el Chapu fallaba
otro triple, o cuando los grandotes de Lituania se quedaban con todos los
rebotes ofensivos. No estaba disfrutando para nada, hasta que vi a Manu hacer
una de sus jugadas clásicas y meterse hasta debajo del aro en frente de un
montón de gigantropoides. ¡UUUUOOOOOOOOOO! ¡Qué belleza!
Eso era lo que estaba mal, no estaba disfrutando del juego.
¡Es un juego!
Y sí, Argentina perdió al final. Pero verlos jugar juntos,
ver a Facu corriendo a mil por hora sin bajar el ritmo, como si tuviera ocho
pulmones. Ver a Manu meter triples y soltar bombas con 39 primaveras, ver a
Carlitos Delfino ganar en velocidad a los lituanos y meter bandejas suaves como
la seda… Ese chico llevaba tres años sin jugar.
Poder verlos es un regalo. Y sí, lo admito, siento apego
hacia ellos y todavía me importa mucho que lleguen lejos en la competición.
Quiero que ganen y que sean felices.
Pero siento que todo eso es pasajero y superficial, lo
siento así, sin ningún ánimo de juzgarme.
Y sin embargo, también siento algo muy puro en el juego. Veo
que detrás de la presión, la ambición, la agresividad y el miedo a perder… Pfff
son un montón de cosas chungas. Pero detrás de eso, hay algo que me mueve por
dentro.
No sé por qué siento eso hacia el equipo de básquet de
Argentina. Me importa un bledo que sean Argentina, no es el país, son ellos;
son ese puñado de personas que en teoría no conozco con las que siento una gran
conexión.
Hoy mientras veía el partido, les hablaba en voz alta,
llamándoles por sus nombres y apodos, y lo más chistoso de todo es que no me
sentía ridículo.
Me gusta que no se sienten más pequeños, ni más viejos,
aunque lo son. Es como que no hacen caso a lo establecido, y no lo hacen como
un acto de rebeldía o como queriendo demostrar algo, tan solo se entregan con
todo su ser y les importa un bledo lo demás. Y sí, se frustran, hacen faltas
sucias y a veces despotrican cuando fallan. No son perfectos, no son héroes y
tampoco son mis ídolos. Pero es un regalo verlos y me gustaría que ganen por lo
menos el bronce, porque eso demostraría que todo es posible, que no importa si
no eres el más fuerte y el más alto, o el más conocido y talentoso; que ellos
ganen demostraría que todo se puede cuando te entregas por completo.
Pero entonces recuerdo que nadie tiene que demostrarme nada.
Y lo único que queda por hacer es disfrutarlos y agradecerles por jugar tan bonichu. Da igual la medalla y el
resultado final.
El único legado que tenemos es este momento. Eso es lo que
siento, que vivimos siempre pensando en lo que conseguiremos en el futuro, y
luchamos por ello, luchamos con todo lo que tenemos, y si conseguimos lo que
queríamos, nos enorgullecemos de ello hasta aburrirnos y luego empezamos otra
vez el ciclo desde el principio.
Y para mí una vez más, lo único que importa de verdad es
jugar. Y sé que eso suena a frase de perdedor, pero me da igual ser un perdedor,
eso no es más que una etiqueta sin ningún valor.
-¡Eso es lo que dicen los perdedores!
¿Y qué pasa si dejas de intentar ganar? Para mí, lo que
ocurre, es que empiezas a jugar y a disfrutar. Porque al menos yo, cuando
quiero ganar; también intento a toda costa no perder, y si pierdo me siento
mal. Pero también cuando gano, al cabo de un tiempo, esa sensación de victoria
se va, siempre se va. Y tal vez sea porque no haya logrado ninguna victoria
importante en mi vida, pero la verdad, no creo que se trate de eso.
Así pues, al menos yo, me voy a jugar. O debido a la hora, a
dormir. Aunque la barriguita está vacía, así que tal vez me vaya a zampar algo
antes.
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