jueves, 25 de julio de 2019

Personitas del Mundo


Existen personas que matan y personas que ayudan a dar a luz. Hay personas que cortan árboles y otras que los plantan. Personas que fumigan plantas y personas que salen a la calle para protestar por dichas fumigaciones. En el mundo hay personas con millones en el banco y gente sin cuenta bancaria.

Hay personas oscuras y claras. Hay ojos grandes y chiquitos. Narices protuberantes, finas y largas. Hay orejas de lóbulos colgantes, cubiertas en pendientes y peludas por dentro. Hay rostros con arrugas, verrugas, lunares y pecas. Hay melenas que ondean al viento y calvas que brillan al sol.

Conozco personas con grandes ambiciones y personas que no tienen claro a lo que aspiran.

En un aeropuerto, me encontré con un peruano canadiense, que es músico y se inspira en los atardeceres sobre una laguna para componer sus melodías.

He conocido gente que habla y personas que callan. Oídos que escuchan y bocas que parlotean.
He conocido personas de aquí y de allá. Gente de islas, gente que migra, gente que se queda, gente que busca y que a veces encuentra.

Me han contado sueños humanos, esperanzas que sufren y pasados que se anhelan. También me han hablado de futuros inciertos, caminos difusos y pies que caminan, sin importar la incertidumbre.
Las personas se mueven, incluso sin piernas. Todos se desplazan, cambian de piel, evolucionan y aprenden, aunque no se den cuenta.

Sin embargo, hay personas que me dan miedo, personas en las que me cuesta tener fe, ¿Será que ellas están avanzando también?

En ocasiones me pregunto quién soy yo para juzgar, pero luego me cuestiono hasta qué punto las acciones se pueden justificar.
Y de nuevo, surge otra pregunta, ¿Por qué ellos? ¿Quiénes son ellos?
La gente mala, los que destruyen, cuchichean y traman planes malvados. ¿Quiénes son?

Lo cierto es que no los conozco.
Sin embargo, conozco personas que han votado a Donald Trump y gente que cría gallos para peleas. Conozco gente que tira bosques para realizar monocultivos. Conozco personas que venden huevos de tortugas y gente que no cree en el feminismo.

Y, la verdad, no puedo decir que ninguna de ellas sea mala. En realidad, todas ellas son personitas normales, con sus sueños y temores, con seres queridos, hobbies e historias personales. Siendo sincero, realmente no veo ninguna diferencia significativa entre ellos y yo. Todos tenemos una serie de principios y códigos morales, pero, por algún motivo, a veces creo que solo los míos y los de aquellos que piensan como yo, son correctos. Pero, ¿Por qué?
¿Por qué ellos están equivocados y yo no? ¿Y si es al revés? ¿Por qué son ellos los que tienen que cambiar sus creencias?

La verdad cae por su propio peso, creo que es así la frase, ¿Verdad?
Tiene sentido. Si lo que siento es auténtico, no necesito imponerlo. Se manifestará por su propio peso. Pero, entonces, seguiría habiendo una guerra indirecta entre sus creencias y las mías, una espera a que se dictamine el veredicto oficial, que mostrará finalmente quién tiene razón.
Pero, ¿Y si nadie la tiene?

¿Qué pasa si dejo de querer tener razón?
De hecho, eso fue lo que sucedió cuando conocí a las personitas que menciono anteriormente. Dejé de intentar tener razón y las escuché. Y cuando me olvidé de creencias y valores, las comprendí. No fue un esfuerzo, ni un proceso consciente. Ocurrió sin darme cuenta, en cuanto mis oídos se abrieron y mis ojos observaron de verdad al ser humano que tenía en frente.

Lo que no sé, es cómo esa comprensión puede curar nuestra violencia y egoísmo. Pero, de algún modo, siento que es el único camino para hacerlo.

Y supongo que eso es lo que me quieren decir las palabras de este texto, que siga confiando en las personas, que siga creyendo en nosotros.

Al final, eso es lo que me hace derramar lágrimas de vida; vernos, a todos, y sentir que estamos juntos, nos guste o no. Toditos en el mismo sendero, dando forma al río de la humanidad.

Respiro. Hay tiempo. El amor existe. Está aquí.



miércoles, 12 de junio de 2019

Querida Lluvia:


Gracias. Gracias desde el fondo de mi corazón.
Te esperé mucho tiempo, mirando al cielo, buscando indicios de tu llegada. Pero los cielos seguían azules y la tierra seca.
A veces, no podía evitar sentirme culpable al ver que no venías. Quería pedirte perdón por cortar bosques a los que nutres y lanzar humo a tus reinos.
A veces, sentía que no te merecíamos. Pensaba que tu ausencia era una especie de castigo, uno bien merecido. Quizás lo estabas haciendo apropósito, y yo no te lo hubiera echado en cara.
No podría haberte culpado que dejaras de creer en nosotros. Quizás había otros mundos que valoraran más tu regalo, mundos lejanos que supieran apreciar lo que nos brindas.
Ese era mi mayor miedo, ¿Sabes?
Que nos abandonaras. Que todo lo que es sagrado y verdadero nos abandonara. Que te canses y digas basta. Que te vayas y no vuelvas. Que nos dejes solos, con todas las heridas abiertas.
Te necesitaba tanto que casi cada noche soñaba contigo. Soñaba con truenos, rayos y cielos oscuros. Soñaba con agua que ruge y arrastra, ríos que crecen y brotes que emergen. Pero al final siempre tocaba despertar y asumir que no estabas. Que todo seguía igual.
Hasta que un día llegaste. Lo hiciste de a poquito. Primero tan solo te dejaste sentir en gotitas pequeñas. Luego con más insistencia. Con el paso del tiempo, tus nubes fueron cubriendo el cielo, hasta que caíste con fuerza, haciéndome saber que habías vuelto, que de verdad estabas aquí. No puedo describir la alegría que tamborileaba en mi pecho. ¡Habías vuelto! Después de todo, no nos habías abandonado.
Contigo aquí, hay esperanza, hay vida, hay promesas de futuros verdes.
Luego, dando un paseo, observando tus efectos en el paisaje, por fin comprendí lo que me querías decir:
No puedes abandonarnos, porque tú y yo somos lo mismo. No estamos separados. Tú no caes del cielo y yo no estoy anclado en la tierra. Soy lluvia. Soy vida. Soy parte de este mundo.
En realidad, no tenía miedo a que tú perdieras la fe en nosotros, sino a perder la fe en mí mismo. Creer en ti es en realidad creer en mí.
Y llegaste, con rayos y truenos, tal como lo había soñado. Viniste con ranas, toda clase de escarabajos y hormigas voladoras. Trajiste barro, humedad y le diste gran volumen a mi pelo. ¡Gracias por eso!
Somos lluvia, con forma humana. Las colinas se van tiñendo de verde y yo todavía tengo miedo, esta vez, a que te vayas. Y sé que te irás. Pero hoy estás aquí y cuando te toque partir, te desearé un buen viaje y esperaré con calma tu regreso. Porque volverás. Siempre vuelves.
No necesitamos perdonarnos ante la naturaleza, necesitamos perdonarnos a nosotros mismos. Porque nosotros somos la naturaleza. No necesitamos creer que los bosques sanarán y que el agua volverá a correr cristalina. Necesitamos creer en que nosotros podemos sanar y crear el mundo en el que queremos vivir. Un mundo de tortugas marinas, ballenas jorobadas y árboles milenarios. Un mundo del que nos sintamos orgullosos, uno que podamos enseñar sacando pecho a los aún están por llegar.
Y ese mundo, querida lluvia, está aquí. Aquí mismo. En el canto de las gallinas del patio, en los gusanos que se revuelcan en el lodo y los manguitos que gotean desde sus ramas.








jueves, 25 de abril de 2019

Suerte y Gratitud


Las personitas por las que siento más admiración tienen algo en común; todas ellas son conscientes del papel que juega la suerte en sus vidas. De un modo u otro, esas personas que admiro tienen facilidad para comprender que lo que han logrado, en gran medida, fue gracias a eventos inexplicables, vientos favorables, caminos que se abrieron en el momento preciso y manos que las levantaron después de tropezar.
Admiro a estas personas porque yo siento lo mismo. Personalmente, creo que soy muy afortunado y no veo que haya hecho nada especial para merecerlo.
Crecí en un ambiente que me invitaba a cuestionar y reflexionar. De niño nunca se me cerraron las puertas a desarrollar sensibilidad y otras áreas que suelen considerarse más “femeninas”.
La atmósfera que me envolvió y las personas que guiaron mis pasos durante la infancia y adolescencia fueron plantando las semillas de quien soy ahora.
Así es como veo el sendero recorrido hasta el día de hoy, un sendero no exento de caídas y desafíos, lleno de expectativas que no se cumplieron y cambios inesperados.
Pero, de algún modo u otro, creo que las puertas siempre se han abierto y de momento, nunca he sufrido carencia alguna.
No creo que eso haya ocurrido porque yo lo merezca más que otras personas o porque sea especial en algún sentido. Tan solo siento que la suerte, hasta ahora, me ha acompañado.
No hay otra manera de decirlo. Siento que tengo suerte y a decir verdad, espero seguirla teniendo.
La suerte es algo tan difícil de explicar o comprender. A veces se niega su existencia, o se la utiliza como excusa. En ocasiones se le culpa, se le reza y hasta se le implora.
Yo, por lo general, disfruto de danzar con la suerte sin hacerle demasiadas preguntas. Pero si algo he descubierto acerca de la suerte, es que va de la mano de la gratitud.
Quizás suene extraño, pero la experiencia me ha ido enseñando que cuanta más gratitud expreses, más afortunado te sentirás. Y tal vez solo sea un autoengaño. Puede que tu suerte no aumente al sentirte agradecido, sino que ese mismo estado de gratitud te predisponga a sentir los vientos soplando a tu favor. Pero algo me dice que esas dos, suerte y gratitud, sí que están relacionadas de una manera profunda.
Y en esa relación, no sé cuál llega primero, si la suerte o la gratitud. Para mí está claro que cuando hay suerte, uno agradece, y cuando uno agradece, eso aumenta la sensación de tener suerte.
El problema es que creo que a veces tenemos suerte y no estamos agradecidos por ella. Pasamos de largo, o incluso peor, maldecimos nuestra fortuna y las cartas con las que nos ha tocado jugar.
Creo que es una gran suerte tener familia que te apoye, o comida sobre la mesa, agua potable e incluso aire que llene los pulmones. Pero con demasiada frecuencia damos eso por sentado.
Y podríamos decir que la vida se convertiría en algo abrumador si nos pusiéramos a agradecer por cada pequeño detalle que se nos regala. Pero, una vez, más, de a poco voy comprendiendo que no hay detalle pequeño. Y al menos por experiencia propia, todavía no he llegado a sentirme tan agradecido que resulta incómodo.  Eso sí, en muchísimas ocasiones la gratitud ha llegado a abrumarme, tanto, que tenía que llorar y reír al mismo tiempo para que ésta pueda fluir por mi cuerpo.
Cuando la gratitud te llena, uno hace cosas raras. A veces me he hincado de rodillas y extendido los brazos al cielo, he soltado rugidos, bailado como espiga al viento, untado de barro y lanzado besos al sol y a las estrellas.
La gratitud, creo yo, tiene su esencia en la vulnerabilidad de la vida. No sé cuánto voy a vivir, no sé lo que va a ocurrir, no sé si quedará planeta si seguimos consumiéndolo a este ritmo. Pero agradezco este momento, agradezco esta noche en la que escribo tranquilo, en la que cantan grillos y rugen olas. Agradezco la vida que late en mí y me siento afortunado por el retumbar del corazón en el pecho.
No creo que podamos controlar lo que va ocurriendo por el sendero vital. Es decir, no creo que podamos elegir nuestra suerte. Llegamos a esta vida con las cartas que nos tocan, llegamos con predisposiciones genéticas, morenos, blancos o color cacao. Venimos con piernas flacas o torsos anchos, facilidad para el arte o las matemáticas. Venimos en formas y contenidos infinitos, y eso, no se elige. No se eligen los accidentes, las desventuras, ni esos momentos de magia, en los que todo encaja. No elegimos cuando llueve, ni que nos gusten los chicos o las chicas.
La suerte no se elige, llega. Y el simple hecho de comprender eso, hace brotar gratitud, tolerancia, humildad y compasión.
Si tengo éxito en algo, no es realmente por mí, sino por todo lo que ocurrió y contribuyó a ponerme en esa situación. Si alguien es mezquino, o egoísta, probablemente su suerte y circunstancias jueguen un papel importante en dicha actitud.
La gratitud abraza a la suerte, la comprende y no le pide que cambie, no le exige que se vuelva más fiable o predecible, no le pide que transforme su naturaleza escurridiza y misteriosa. La gratitud no necesita asegurarse que la suerte será buena, tan solo confía en ella, sin ningún motivo en particular, tan solo lo hace, como lo haría una buena amiga, por puro amor incondicional. Así describiría la relación que tienen esas dos.
Y por último, hoy me gustaría darnos un consejo, o bueno, en vez de consejo, llamémoslo brindis:
Detengámonos un momento, respiremos con calma y permitámonos sentirnos agradecidos, por este momento y por el misterio del porvenir, que no controlo, pero en el cuál confío.



domingo, 7 de abril de 2019

Escribir y compartir


La garganta todavía raspa un poquito. Las gallinas trepan tejados de metal y los mangos crecen, poniéndose rojos, preparándose para la inminente temporada.
Estoy vivo. Estoy feliz. Me siento agradecido por estar aquí.
A veces me preocupo por la lluvia y por grandes troncos que se transportan en camiones por la carretera. Me pregunto si el planeta aguantará mucho más.
En otras ocasiones me preocupo por cosas más pequeñas, tales como mi apariencia, por lo que haré mañana o por lo que piensan de mí los demás.
Pero, si soy sincero, la mayor parte del tiempo estoy bien. Disfruto y aprendo de esta experiencia vital. Cocino con cariño, abrazo cerrando los ojos y respiro siendo consciente del aire que penetra los pulmones.
Intento recordarme cada día lo que de verdad importa y me repito el mantra de que queda tiempo, que Arbolia existe y que está aquí.
El mundo con el que sueño, no está lejos, está aquí, en las acciones diarias, en lo que pienso, digo y siento en cada instante. Como escuché decir a Eduardo Galeano una vez, “Este mundo cansado y viejo está preñado de uno nuevo”.
Los sueños no viven en el futuro, laten ahora, sobre esta mesa en la que escribo. Son semillas, brotando, despacito, abriéndose camino sobre cualquier terreno.
Yo sigo enseñando inglés, entrenando fútbol, acompañando niños de aquí para allá. Como aguacates a diario, barro el porche cada dos días y salgo al arroyo a hacer ejercicio. Levanto piedras, me deslizo como serpiente entre la arena y dejo que el sudor vaya inundando mi rostro.
Hace tiempo que no escribo para ustedes. Pero, he estado escribiendo mucho, he estado sumergido en historias que despiertan mi alma, he estado llenando páginas de un cuadernito de colores.
En este tiempo me he sentido en paz sin forzarme a compartir lo que me pasa por la cabecita. Pero las cosquillas de mostrar lo que voy aprendiendo y descubriendo me han llevado hasta aquí. No sé quién leerá esto. Pero al escribir, imagino familia, amigos y desconocidos.
Antes decía e intentaba convencerme de que solo escribo para mí. Pero en este tiempo sin publicar nada, me he dado cuenta de que no es algo tan simple y dicotómico. Escribo por mí, pero también escribo por ustedes. Ustedes son un impulso, una llamada, una fuente de inspiración. ¿Quiénes son ustedes?
El mundo. Son el mundo, con mil rostros distintos y cabezas diversas. Escribir es mi manera de compartir lo que soy con ese mar de gente. No sé cuántas personas leerán esto, pero las palabras escritas están ahí, a disposición de quien las quiera. Escribir es como regar lo que soy por el sendero vital. Es conectar lo que hay dentro con lo de fuera. Al publicar algo, al compartirlo, me siento como un río que acaba de llegar al mar. Siento que las palabras brotan de alguna fuente lejana, un manantial escondido en alguna montaña de pastos verdes. Desde ahí las escucho y voy jugando con ellas, insertándoles emociones y experiencias, dejándome llevar y a la vez navegando, fluyendo por cauces internos hasta conectar con el mundo, la vida, el mar. Y así, siento que soy más que un simple individuo. Creo que todos lo somos. Creo que formamos parte de algo más grande, la vida nos entrelaza por medio de raíces, agua, tierra y átomos que danzan por el vacío.
Ya les iré contando más.
De momento, les digo que estoy bien. El corazón late, la barba crece y los pies andan.
Gracias por estar aquí. Quizás suene extraño, pero siento que los quiero, más de lo que se puedan imaginar.
Creo que el amor, al menos para mí, es eso, algo que no se dirige a alguien en concreto, sino más bien una fuerza que te llena, incluso inunda, algo que te hace sentir la imperiosa necesidad de compartirlo.
Supongo que ese es el verdadero motivo de crear este texto, compartir el amor que late en mí con el mundo. De hecho, esa es la razón por la que escribo, y también por la que vivo.



jueves, 15 de noviembre de 2018

Un mes de vida de Pueblo


Estoy vivo. Despierto casi cada mañana a las 6.30 y el tiempo se evapora hasta llegar las 8. Entonces me dirijo a la escuela de primaria a sumergirme en un mar de abrazos y bullicio.
Llevo ya casi un mes con las clases de inglés.
Sigue habiendo muchas emociones, pero también creo que estoy en proceso de asentarme en mi rutina.
¿Cómo te sientes Arielito?
Agradecido. Vivo. Con ganas de muchas cosas. Me siento abrumado por el cariño que recibo de los niños y también siento bastante presión por no defraudarlos.
Quiero hacer las cosas bien y ayudar en lo que pueda a mejorar la educación en Juluchuca.
Eso es algo fascinante. Siento que aunque todavía esté bastante perdido en muchas cosas y que no tengo ni idea de cómo voy a lograr mis objetivos, también hay una renovada sensación de confianza en mí mismo y en lo que puedo ofrecer.
Juluchuca es un pueblecito de 350 personas en la Costa Grande de Guerrero, México. No hay muchos trabajos ni tampoco sobra el dinero. Antes de que yo llegara, la escuela primaria no tenía profesor de inglés.
Después de un mes de clases, muchos niños todavía no tienen libreta de inglés. Porque, tal vez, una libreta podría considerase un gasto excesivo e innecesario para la familia.
Hay mucho por hacer y por empezar. Y no hay demasiadas barreras legales o burocráticas para ponerte manos a la obra.
Por ejemplo, Juluchuca no tenía un parque o una plaza de reunión para la comunidad. ¿Qué ocurrió? En lugar de pedir ayuda al gobierno y rellenar mil papeles, el pueblo se reunió, aprobó la idea de construir una plaza y los familiares que viven en Estados Unidos empezaron a mandar dinero para poner el proyecto en marcha.
¿Quiénes construyen el parque? Gente del pueblo, para el pueblo. Y por cierto, las personas que están trabajando a pleno sol, lo hacen sin recibir un centavo, tan solo por amor a la comunidad. ¿No es eso inspirador?



Por eso aquí, de algún modo, me siento mucho menos limitado. Aquí me vale un pimiento no haber terminado la universidad o no poder expresarme de manera sofisticada. Aquí a la gente no le importa eso. Tal vez en ninguna parte realmente importe. O quizás para algunos sí que es importante. La verdad es que no lo sé. Puede que la manera en que la gente me percibe no sea lo más importante, sino la propia percepción que tengo de mí mismo. O puede que incluso, lo que de verdad importe sea dejar de tener percepciones de mí mismo y permitirme ser lo que soy, tal como lo soy.
En fin, que aquí camino con confianza, ideas y ganas de aportar. Y siento que puedo hacerlo, porque se me ha concedido la libertad para hacerlo. ¿O yo mismo me he dado esa libertad?
Por cierto, también me gustaría explicar un poco cómo estoy trabajando aquí, si al final me están pagando, quién me estaría pagando y toda esa serie de cosas.
Oficialmente trabajo para Playa Viva, un hotel a 5 kilómetros de Juluchuca. Es un hotel regenerativo, concepto que nunca antes había escuchado. El hotel pretende promover un turismo sostenible, tener un impacto positivo en la comunidad y propiciar oportunidades de trabajo y mejoras en la calidad de vida para sus habitantes.
El hotel cuenta con un huerto ecológico, colabora con un santuario de tortugas marinas y diversas ONGs de la zona. Aparte de eso, Playa Viva tiene como uno de sus objetivos principales estar involucrada de manera constante en fomentar y mejorar la educación de Juluchuca.
Y ahí es donde entro yo en juego. Antes de que yo llegara, creo que Playa Viva nunca había tenido a una persona dedicada a proyectos educativos a largo plazo. Por lo tanto, dado que yo voy a quedarme por lo menos un año y quiero dedicarme a la educación, está claro que era una situación en la que todos podían salir beneficiados.
Yo estaba preparado para no recibir nada de dinero a cambio. Estaba listo para tirar de ahorros y tener una buena lección de desapego material. Sin embargo, la vida consideró oportuno que la situación se desenvolviera de manera un tanto distinta.
Playa Viva estuvo de acuerdo en que yo reciba una remuneración económica para cubrir mis gastos de comida y alojamiento, por lo cual me sentí muy agradecido. Y que no considero casualidad que ocurriera, justo cuando yo, genuinamente, estaba dispuesto a lanzarme al vacío sin esperar nada a cambio.
De hecho, mi percepción del dinero está cambiando radicalmente desde que estoy aquí. Casi toda mi vida he sido muy cuidadoso con mis gastos y he sido muy proclive a intentar guardar todo el dinerito que podía. Me gustaba sentirme como una hormiguita, yendo a trabajar, recogiendo sus billetitos y caminando deprisa a su hormiguero para ponerlos a salvo.
Y todavía pienso que es importante para mí tener ahorros y disponer de fondos para alguna emergencia. Pero también estoy descubriendo la asustante belleza de compartir lo que tienes incluso cuando no te sobra.
Yo, desde luego, no me he visto en la situación de tener tan solo un plato de comida y darle la mitad, o el plato entero a alguien más hambriento que yo. La verdad, siendo honesto, tengo mucho más de lo que podría necesitar y tal vez por eso me está entrando esta picazón de ser más generoso con lo que ya tengo.
Como digo, es algo que todavía no he hecho, pero que tengo muchas ganas de hacer. El simple hecho de estar aquí y ver lo que está ocurriendo con el parque público, me hace dar ganas de compartir y entregar todo lo que soy a este pueblito y al mundo entero.
Y claro que Juluchuca no es perfecto. Y por supuesto que en el pueblo no solo hay gente que hace lo que sea por el bienestar de la comunidad.
En Juluchuca se viven los mismos conflictos humanos que se manifiestan en el resto del mundo.
Hoy mismo, escuché de pasada a varios hombres conversando acerca de la caravana migrante de Honduras y tenían una postura bastante crítica hacia la gente que cruza su país. Se quejaban de que el gobierno los ayudase a ellos, que son extranjeros, que si en México no hay trabajos para todos, que si esa gente solo busca aprovecharse de la situación.
Todo eso escuché en tan solo unos segundos. Una simple conversación entre amigos en un bar, ponía de manifiesto un conflicto de tal magnitud y complejidad.
Siento que, sin importar la situación en la que nos encontremos, la mayoría de nosotros nos enfrentamos a miedos similares, compartiendo por el camino sueños y aspiraciones semejantes.
Quizás pueda decirse que algunos miedos tienen una base más sólida que otros. Podría decir que la gente aquí tiene mejores motivos para tener miedo que yo, dado que muchos de ellos tienen menos seguridad económica. Y al mismo tiempo, podría decir que yo tengo más derecho a estar asustado que una persona con millones de dólares en su cuenta. Pero, la verdad, no creo que funcione así. Y aunque siento que mi miedo no es justificable, no creo que deba imponer dicho criterio a nadie.
No creo que la mejor manera de afrontar el miedo sea condenarlo, sino más bien sentir compasión hacia aquel que está asustado, sin importar si creemos que su temor es justificable o no. 
Sí, estar aquí me ha hecho reflexionar mucho sobre la riqueza y la pobreza, y lo que realmente significa cada una. Y hasta qué punto éstas son realmente dependientes del dinero. Quizás el dinero no importara si no fuera –al menos actualmente –el medio más común para poder disponer de las necesidades básicas. Quizás esa sea la verdadera riqueza, poder tener tus necesidades básicas cubiertas, y a la vez disponer de tiempo y gente con quien compartirlas. A mí eso me suena a riqueza de la buena.
 La vida aquí es muy distinta a la que tenía en España, pero al mismo tiempo es muy parecida. Algunos niños son más morenitos, pero son igual de inquietos, curiosos y nunca se cansan de jugar. La gente compra tortillas en vez de pan, los gallos cantan a todas horas y las calles del pueblo no están pavimentadas. Las familias se juntan en el río y hacen picnics, los adolescentes cuchichean y tejen complicadas historias amorosas. La gente quiere vivir tranquila, poder dar de comer a su familia y tener tiempo para tomarse unas cervecitas de vez en cuando.
En resumen. Estoy vivo. Estoy agradecido. Tengo ganas de seguir andando.



miércoles, 19 de septiembre de 2018

Mamá Agarita


Existe un lugar en el centro de una ciudad. Para acceder a él, tienes que atravesar un portón de madera, uno que chirría y tiembla al abrirse.
Una vez dentro, te encontrarás un patio con flores, enredaderas y paredes desgastadas. En ese patio me pasé muchos fines de semana, persiguiendo primos, inventando juegos, escondiéndome entre la vegetación.
De niño, ese espacio era inmenso, interminable, infinito en posibilidades. Ahora quizás se antoje más pequeño, pero después de todos estos años, todavía conserva su magia.
Ese patio era el santuario de los infantes. Allí creció mi tropa de primos. Por allí también pasaron mi mamá, mis tías, tíos y mi abuela.


Recuerdo cuando llegaba al patio con el corazón acelerado y las piernas inquietas. Pero, antes de poder jugar, había que entrar a saludar a Mamá Agarita y a Papá Reinerio, mis bisabuelos. Siendo pequeño eso era un mero trámite, un paso previo antes de poder divertirme.
Luego yo vine a España, papá Reinerio falleció mientras yo estaba aquí y yo no regresé a aquel patio hasta después de una década.
Sin embargo, en un momento en el que las puertas se cerraban, aquel portón de madera se abrió. Mi abuela Gloria me recibió con un abrazo fuerte y luego me llevó hasta Mamá Agarita, esta vez en silla de ruedas, más delgada y con más arruguitas adornando su rostro.
Era 2016 y tuve la fortuna de compartir seis semanas con mi abuela y mi bisabuela.
Desayunábamos a las ocho y media; ensalada de frutas, pan francés tostado y queso fresco.
En esas seis semanas conocí mejor a mi bisabuela que en todas mis visitas de niñez. En ese tiempo me habló de su pasión por la educación y de su devoción por Santa Cruz, la tierra adoptiva con la ella tanto se identificaba.
También me contó acerca de Papá Reinerio y yo le pregunté cómo se habían enamorado. Ella soltó una risita y solo entonces me dijo que se conocieron en la universidad, y que él era inteligente, educado y bueno. Después me miró con complicidad y añadió que en aquel tiempo, también era bastante guapo.
Sé que parece un tópico, aquello de que cuando envejeces, tan solo te queda contar tus batallitas pasadas, y esperar a que haya algún oído dispuesto a escucharlas. Pero Mamá Agarita no solo contaba historias del ayer. Ella escribía relatos para el mañana, picaba verduras en trozos muy pequeños y tejía con paciencia.
Después de 2016, regresé a la casa de Mamá Agarita el año pasado y también este.
Allí se juntaba la familia entera, en una mesa larga, con sillas pesadas y comida abundante. Allí reíamos, masticábamos y celebrábamos nuestra compañía. Luego, cuando lo necesitaba, yo me retiraba a alguna habitación y me lanzaba en una cama, listo para disfrutar de la siesta.
Esa casa tiene un olor especial. Tiene un aroma a infancia, mezclada con experiencia, madera y gente diversa. La casa tiene tejas que en antaño fueron rojas, y que ahora, descoloridas, están pobladas de musgo.
Durante estos últimos tres años, visitar a Mamá Agarita ya no era el acto formal de mi niñez, sino un momento muy especial y significativo.
Cuando me despedí de ella en 2016, tenía un nudo en el corazón, porque no sabía si podría verla otra vez.
Sin embargo, la vida me regaló dos oportunidades más.
Este año, mi cumpleaños iba a servir de excusa una vez más para reunir a la familia. Estaba todo planeado. Habría plato paceño y torta. Íbamos a juntarnos cinco generaciones de humanos en aquella mesa larga de mantel blanco.
Pero todo eso, no llegó a ocurrir. Un día antes de la celebración, Mamá Agarita sufrió un ataque cerebral y fue ingresada en el hospital.
Su corazón seguía latiendo, pero todo indicaba que su sendero vital había llegado a su fin.
La ingresaron un viernes. Y aquella noche, en medio del seco invierno cruceño, empezó a llover. El cielo regalaba valiosa agua a la tierra sedienta, mientras que la vida de mi bisabuela comenzaba a evaporarse.
Llovió todo el fin de semana. En ese tiempo yo cumplí 27 años, salté sobre charcos de barro y comí nutella después de mucho tiempo.
El lunes, el cielo cesó con su aguacero y Mamá Agarita murió.
En ese momento se hizo real. Todos sabíamos que era inevitable, pero para mí, solo entonces se hizo real.
La muerte te detiene, de eso no hay duda. Un día hay vida y al siguiente ya no. Eso hace que respires, que recuerdes y te preguntes mil cosas.
Lo primero que cruzó por mi cabeza fue: ¿Qué será de la casa? ¿Qué será de ese patio con olor a niñez?
La conocida incertidumbre se encargó de responder.
Una semana después, tomé un taxi con destino al centro de la ciudad. Cuando vi el portón de madera, le dije al conductor que se detuviera. Llamé al timbre y abrió mi sobrina. Le acaricié la cabeza y entré al patio. Observé todo y las emociones comenzaron a sacudirme.
Luego abrí la puerta de la cocina y vi a mi abuela. En cuanto nos abrazamos, los dos comenzamos a llorar. Las lágrimas corrían y todavía lo hacen.
Reviví todos los desayunos en esa cocina. Todas las conversaciones, los tecitos y cuñapés. Sentía todo y a la vez había un vacío en mi pecho. Una semana había esperado para que mis ojos se inundaran.
Después entré en la habitación de mi primo. Al ver mis mejillas mojadas, él también me recibió en sus brazos y así nos quedamos  un buen rato.
Su hijita se nos quedó mirando y cuando nos separamos, nos miró con gesto curioso y dijo que parecíamos hermanos.
Entre lágrimas, le sonreí.
Deslicé mi mirada hacia el patio y allí se quedó. Hasta ese momento, tenía miedo de que ese espacio sagrado despareciera y que con él se sepultara todo lo que allí había ocurrido, a lo largo de una vida entera. Tenía miedo a que Mamá Agarita se desvaneciera junto con esa casa y ese jardín.
Con los ojos cerrados, pude ver todas las vidas que transitaron aquel lugar, todos los que habíamos sido abrazados, de una forma u otra, por su magia y calidez.
¿Por qué no podía durar aquel lugar para siempre?
No lo sé. Pero en ese instante, sentí que aquella era, muy probablemente, la última vez que pisaría el patio.
Yo seguía llorando, pero todavía tenía una leve sonrisa dibujada en mi boca. De algún modo, una profunda sensación de paz, comenzaba a asentarse en mi interior.
“Parecen hermanos” volví a escuchar dentro de mí. Observé a mi primo y sentí que las palabras de su hija eran ciertas. Parecíamos hermanos. Somos hermanos.
Y, ¿Qué convierte a alguien en tu hermano?
El amor. Aquel abrazo hermanaba, y de algún modo, ese gesto, era nuestra manera de honrar a Mamá Agarita.
El amor es la constante en este mundo de cambios. En este lugar de comienzos y finales, el amor trasciende y se entrega, de vida en vida, de historia en historia.
Ese es el único y verdadero legado, el amor que hayamos compartido en esta existencia.
La esencia de los que se fueron, vive a través del amor sembrado en los corazones de los que se quedan.
Unos minutos después, abracé otra vez a mi abuela y nos dijimos que las cosas saldrían bien. Me dio unos regalitos para traer a España, nos abrazamos, lloramos un poco más y finalmente nos despedimos hasta nuestro próximo encuentro.
Dejé la cocina, atravesé el patio y aspiré su aroma. Miré todo con detenimiento y caminé despacio hasta llegar a la puerta de madera. Entonces salí y la cerré detrás de mí. Pensé en Mamá Agarita y la alegría brotó de repente, empapando a la tristeza, pero sin llegar a diluirla. Casi parecía que danzaban, que se acariciaban.
¿Qué queda de ti Mamá Agarita?
Quedamos nosotros y el amor que nos regalaste.



viernes, 24 de agosto de 2018

Run for those hills



Volví, pero partiré una vez más.
Gracias Bolivia. Gracias hermanitos, gracias por la energía de la que me he llenado. Gracias mamá, gracias por ser tal como eres. Gracias Daniel, por escuchar, por filmar, por cocinar.
Gracias Arubai y Javier, gracias a la lluvia que cayó en mi cumpleaños. Gracias a la humedad y los vientos del sur. Gracias a los pilotos de avión que surcaron el Atlántico.
Gracias a todas las personitas con las que compartí estos últimos dos meses.
Ahora estoy en España, en Valencia. Hace calor, pero está bien. Estoy vivo, tengo fuerzas y tengo ganas de continuar.
Me voy a México. ¡México cabrones!
Resulta que tengo una compañera de vida muy aventurera. Resulta que las puertas se abrieron en un poblado de las costas del Pacífico.
Al principio me emocioné. Después me asusté, luego me preocupé, me estresé y tuve tiempo de pensar en todo lo que podría salir mal.
¿Qué se me había perdido a mí en México? ¿Por qué dejar mi vida de lujo en Galicia?
En Galicia lo tenía todo. Era profesor, me sentía valorado en el trabajo. Había personitas con las que compartirme, jugar Catán, leer libros y escuchar. Comía bien, dormía siesta todos los días, me bañaba en el río Miño y ganaba dineritos.
En México no hay nada. Bueno, hay cosas. Hay mejicanos, aguacates y playas. No sé casi nada de México, pero allá voy. ¿Por qué?
Allí va Colleen, esa compañera aventurera que la vida me ha regalado.
Y voy por ella. Voy por ella y ahora no me avergüenza decirlo. Voy por ella, pero voy por mí. Voy porque no tengo motivos razonables para hacerlo.
Voy porque confío en la vida y porque algo me dice que las cosas saldrán bien, o que saldrán como sea que salgan, pero que el camino lleva a Centro América. ¿O México es Norte América?
Me preocupaba no ganar el mismo dinero allá que acá. Me asustaba tener que trabajar más que acá. Me daba pánico empezar una vida con un horario que no me permita dormir siesta.
Pero, aunque parezca imposible, tal vez pueda vivir sin dormir siesta, al menos durante un período de tiempo.
En México hay posibilidades, puertas abiertas que llevan hacia horizontes desconocidos.
Quedarme en Lugo hubiera sido fácil, bonito y cómodo. Pero yo mismo me preguntaba durante el curso pasado cuánto tiempo más seguiría siendo profesor de inglés en una academia.
Yo quería incursionar en otros terrenos de la educación, pero me decía a mí mismo que todavía no era el momento.
Bueno, resulta que la vida me ha brindado la oportunidad de explorar dichos terrenos.
¿Y si no sale bien? ¿Y si me gasto los ahorros que tengo? ¿Y si México no me gusta? ¿Y si hay mucho trabajo? ¿Y si no lo hago bien? ¿Y si la relación con Colleen se deteriora? ¿Y si cae un asteroide gigantesco y nos aplasta a todos como a cucarachas?
Run, Run for those hills Arielichu.
Tan solo sé una cosa. Sé que hay fuego en mi corazón. Sé que cada día es un regalo y que voy a ir a machete.
Puedo dudar de mí y del mundo todo lo que quiera. Pero no puedo ignorar esa confianza serena que inunda mi pecho. Porque sé que tan solo tengo que entregarme, dejarme ser, compartir lo que soy con la vida.
Tengo ganas de compartir con la gente de allá, de vivir en otro país latinoamericano.
Voy sin saber lo que pasará y sin intención de descifrarlo. Tan solo voy con el corazón abierto y con ganas de abrazar todo lo que se deje abrazar.
Voy con ganas de vivir.
Pero todavía no me voy. ¡Tranquilo!
Estoy aquí. Me voy en un mes. Pero necesitaba expresar esto.
Estoy aquí. Y este momento es igual de importante que el día que empiece la aventura mejicana.
P.D.: Hay una canción que me ha inspirado y acompañado en todo este proceso. Es de Tom Rosenthal, un artista por el que siento una conexión y cariño muy especial. El título es “Run for those hills babe”. Y habla de lanzarse al agua, de ir con ganas y ser atrevido, de que las cosas llegan, cuando tiene que llegar, en los momentos más extraños. La canción es sencilla, alegre y despreocupada. Escucharla, cantarla y silbarla me ha ayudado a comprender este proceso de cambio.
Aquí comparto la canción para quien sienta deseos de escucharla:
https://www.youtube.com/watch?v=Jofq1Fvrm9s&list=RDJofq1Fvrm9s&start_radio=1